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Capítulo 04. Nuevo Objetivo en la Mira

WingzemonX & Denisse-chan

CRÓNICAS del FÉNIX del MAR

CAPÍTULO 04
NUEVO OBJETIVO EN LA MIRA

Cuando Jude logró calmarse y dejar de gritar, los cuatro ya habían llegado a la balsa escondida bajo el muelle en la que habían llegado. Sólo entonces permitió que sus compañeros le contaran lo que el guardia les había dicho, y que los tenía con tanto apuro de irse lo antes posible.

—¿El gobernador? —exclamó el pelirrojo, justo después de quitarse el sombrero y el parche de su disfraz, y antes de tirarlos de forma despectiva a la balsa—. ¿El gobernador de la provincia estará en este puerto, justo este día?

—Sí, es una gran conciencia —murmuró Katori, estando ya en la balsa y más que listo para irse—. El lugar en cualquier momento se llenará de la guardia local, y también de la guardia personal del gobernador. Es bastante peligroso seguir aquí por mucho más.

—Por lo que nos dijo el guardia, están cuidando que no haya ningún percance en su visita —añadió Henry, también deshaciéndose de su disfraz en la balsa—. Si ven a cuatro personas extrañas por aquí, especialmente tú, capitán, se podrían poner nerviosos. Al menos logramos vender una botella a cincuenta coronas. Tendremos que probar suerte en otro puerto.

La aprehensión que sentían Katori y Henry no parecía ser del todo compartida por su capitán. Éste escuchaba lo que decían, pero como algo un poco lejano, como si fueran palabras de alguien entre la multitud que no iban dirigidas a él. Lentamente se giró de regreso hacia el pueblo, aunque desde su posición no se veía mucho. Llevó una mano a su barbilla de forma reflexiva, y tras un rato de silencio... una amplia sonrisa se dibujó en sus labios de oreja a oreja. Poco después, se soltó riendo una vez más con gran fuerza, asustando un poco a sus acompañantes; sobre todo al joven Katori.

—¡Justo como lo planeé! —soltó de golpe como un grito a todo pulmón.

—Ay no, ¿ahora qué cree que planeó? —masculló Katori, incrédulo.

—Es obvio lo que tenemos que hacer, caballeros. —Se giró entonces hacia ellos, señalándolos con una mano—. ¡Asaltaremos al gobernador!

—¡¿Qué?! —exclamó Katori, atónito, parándose de golpe y haciendo que la balsa se tambaleara un poco—. ¡¿Es una broma?! ¡Eso es imposible!, ¡no podemos hacer eso!

—No sería sencillo —comentó Henry, cruzándose de brazos y luego volteando hacia el cielo—. El gobernador de seguro vendrá armado con su guardia. Necesitaríamos de un buen plan para salir ilesos.

—¡Oficial!, ¡no le dé alas! —reprendió Katori al oírlo—. ¡Es una locura!, ¡no hay una forma viable de lograr algo como eso!

—Es muy sencillo, realmente —comentó Jude con seguridad, colocando un pie sobre la orilla de la balsa y tomando una posición de sobreactuada decisión—. Si el gobernador viene de visita a un puerto como éste, lo más seguro es que el regente local lo reciba en su casa, ¿no? De seguro pasará ahí la noche. Así que lo único que tenemos que hacer es entrar a la casa de noche, infiltrarnos sin que nadie nos vea, entrar a su cuarto, amordazarlo, ¡y robarnos sus pertenencias!

—¡Eso no es un plan!

—Bien, bien, todos tranquilos —intervino el primer oficial de inmediato, colocándose entre Jude y el navegante—. Pensemos un segundo las cosas, capitán. Acabamos de realizar un ataque justo hoy temprano, y la tripulación puede que se encuentre demasiado cansada para hacer otro tan pronto. Además, no sabes si realmente valga la pena asaltar al gobernador; no sabemos qué es lo que trae consigo en este viaje. ¿Y si viaja ligero? Quizás terminemos robando sólo su ropa y zapatos.

—¡No estás entendiendo lo verdaderamente importante, Nathan! —recalcó el capitán Carmesí, mirándolo fijamente—. No se trata de robarle su fortuna, ¡se trata de lo que simboliza! ¡Ni siquiera un gobernador está a salvo de las garras del Fénix del Mar! ¡Todo corrupto malvado de Kalisma debe de temblar ante mí! ¡Ante el gran Jude el Carm...!

De inmediato, la gran mano de Connor le cubrió la boca, evitando que siguiera gritando.

—Aún estamos demasiado cerca del pueblo, capitán —murmuró despacio el hombre de gran tamaño, tomándose su tiempo para soltarlo de nuevo—. Lo siento...

—Tranquilo, Connor; hiciste bien —señaló Henry, dándole un par de palmadas en su brazo—. Entiendo lo que tratas de decir, Jude. Pero no podemos tomar una decisión como esa sin someterlo a votación con el resto de la tripulación. —Dicho eso, se subió a la balsa y se sentó en la punta—. Volvamos al barco y discutamoslo con los demás.

—¡Ustedes vayan! —espetó Jude, y de inmediato comenzó a correr por la arena en dirección al pueblo—. ¡Yo inspeccionaré la casa del regente y prepararé todo para la noche! ¡El gran Jude el Carmesí les demostrará su poder!

—¡No grite su... nombre! —le vociferó Katori como pudo, pero Jude ya se encontraba bastante lejos. Se dejó caer de sentón a la balsa, y llevó sus manos a su rostro—. Y ya ni siquiera va disfrazado... Este sujeto nos llevará a la tumba; si no es por la horca del rey, será por el estrés y la preocupación que nos provoca.

—Nadie puede detenerlo cuando tiene algo muy metido en la cabeza —suspiró Henry resignado, y se acomodó en el asiento lo más cómodo posible—. Connor, volvamos al barco antes de que los gritos del capitán atraigan a las autoridades y terminemos presos con él.

—Sí, oficial —susurró Connor despacio, y de inmediato tomó asiento, sujetó los remos y comenzó a remar. La balsa se alejó de la orilla, en dirección a dónde el barco se había ocultado.

— — — —

Ya más tarde, la casa del regente se encontraba lista para recibir a su invitado. El carruaje del gobernador, seguido por alrededor de veinte guardias a caballo, llegó a Torell pasadas las cuatro. Avanzó por la calle principal y subió la colina hasta el portón de la mansión. Las rejas se abrieron, y toda la comitiva se dirigió hacia las escaleras que llevaban a la entrada. Ahí, al pie de las escaleras, los esperaba una calurosa recepción. En el centro se encontraban de pie los señores de la casa y su hijo. Detrás de ellos y a los lados, estaban enfilados todos los sirvientes de la casa en sus trajes de gala; los hombres a la izquierda, las mujeres a la derecha.

Bien, todos los sirvientes a excepción de Day Barlton, quién corría disimuladamente desde la puerta de servidumbre una vez que las rejas se abrieron, y se colocó en su posición segundos antes de que el carruaje arribara a dónde se encontraban. Los señores no parecían haberse percatado de su ausencia, pero no se salvó de recibir una mirada de reprimenda por parte de la señora McClay; o mucho peor, una mirada lasciva apenas disimulada por parte del joven amo.

Day intentó permanecer tranquila, y repasó sus manos sutilmente por su atuendo para cuidar que todo estuviera en su lugar. El atuendo de gala de las sirvientas era parecido al de diario. Éste también era negro y largo, con un mandil blanco. Sin embargo, éste último tenía olanes más llamativos. También requería que usaran unos botines negros de tacón mediano en contraposición con sus habituales zapatos de trabajo más simples y modestos. La cofia igualmente era un poco más vistosa, pero en esos momentos Day traía su cofia habitual de siempre, que resaltaba un poco del resto de sus compañeras.

—Day, ¿dónde estabas? —le cuestionó Anita en voz baja para que McClay y los señores no escucharan.

—No encontré mi otra cofia —respondió la pelinegra con tono cortante, y luego miró de reojo a Valeria que estaba de pie justo a su lado—. Creo que alguien me la escondió...

Valeria apenas y la miró de reojo un segundo, y luego se viró al frente con la frente en alto.

—O quizás la tiraste debajo de tu cama. ¿Buscaste bien?

Los labios de Day se comprimieron en una mueca de frustración que intentaba ahogar un grito, y quizás otra bofetada. Si su vida en ese sitio no era de por sí bastante agobiante, ahora había que sumarle que sus propias compañeras estuvieran jugando en su contra; y eso sin mencionar el penoso incidente de esa mañana en el mercado, que no estaba segura de que tan rápido lo olvidaría la gente. Aún le dolía la mano de la fuerte bofetada que había dado.

Respiró hondo, se paró derecha, y miró al frente en espera de que el gobernador saliera de su coche.

La puerta del carruaje fue abierta por el chofer, y su pasajero bajó colocando sus pequeños pies en los escalones de descenso. Era un hombre bajito, algo robusto, totalmente calvo, pero con un poblado bigote castaño sobre sus labios. Tenía ojos pequeños y lentecitos redondos a juego a juego con estos. Usaba un traje elegante de saco verde con hombreras y botones dorados, y pantalones cafés, que se veía algo chistoso en su talla. Caminó con pasos cortos hacia los señores de la casa, seguido por la mitad de sus guardias que ahora iban a pie detrás de él. Al acercarse, los sirvientes hicieron al unísono una reverencia, inclinando sus cuerpos al frente.

—Señor gobernador —saludó el regente jovialmente, ofreciéndole una modesta reverencia también. Era un hombre alto, de cabello y barba oscura—. Bienvenido de nuevo a Torell. Estamos muy contentos de tenerlo en nuestra casa una vez más. ¿Recuerda a mi hermosa esposa, Lilia? Y le presento también a nuestro único hijo, Maggot. Acaba de llegar de Korina recientemente, luego de una temporada estudiando en la Academia de su Majestad.

El gobernador se paró delante de los tres nobles. Se acomodó sus pequeños lentes, y miró a las dos personas que le estaban presentando fijamente.

—Oh, eso es impresionante —masculló de pronto con una vocecilla chillona—. Mucho gusto, jovencito... —caminó entonces directo hacia la señora Lilia, estrechando su mano y provocando en ella una gran expresión de confusión y asombro; y no sólo en ella—. Espero que con tus estudios traigas orgullo a tus padres. ¿Te han dicho que tienes manos demasiado suaves?

—Ah... —La señora Lilia, una mujer rubia y de compostura gruesa, miró a su esposo vacilante de reojo, sin saber qué responder a eso. El regente, sin embargo, se veía igual o más sorprendido que ella.

—Ah... no... seas descortés, hijo —susurró, colocando una mano sobre el hombro de su esposa—. Agradécele sus palabras al gobernador.

Aunque incrédula al inicio, a la señora no le quedó mucho margen para hacer algo más.

—Es... muy amable... señor... —susurró dudosa, intentando hacer que su voz sonara lo más grave posible.

La escena era demasiado penosa para los señores, pero hilarante para todos los demás que lo veían.

—Parece que el gobernador está aún más ciego que en su última visita —murmuró Anita muy despacio, intentando disimular su asombro.

Valeria, por su lado, fue incapaz de ser tan discreta como la mayor de ellas. Se le escapó el primer indicio de una risa, y sólo pudo esconder el resto cubriéndose la boca con ambas manos. McClay fue la única que la volteó a ver de forma amenazante, más que como había visto a Day, por lo que de inmediato se paró derecha y se puso lo más seria posible como si nada hubiera pasado.

—Y bien, Joe, ¿qué hay de cenar? —Preguntó curioso el gobernador, dirigiéndose a las escaleras

—Oh, pedí que prepararan estofado de pato a la naranja —le respondió el regente, comenzando a subir a su lado—. No olvidé que era su favorito. La mesa estará lista en un rato más. Mientras, lo invito a mi estudio privado para que podamos tomar una copa y charlar.

—Aceptaré esa invitación.

La señora y su hijo se quedaron un poco detrás. La primera esperó a que hubiera una distancia razonable entre ellos y su huésped para poder explayarse con más libertad.

—¿Cuál es su problema? —masculló molesta—. ¿Cómo se atreve a confundirme con un chico? Como sea, hay que tratarlo bien; no sólo es el gobernador, sino el primo tercero político del rey. Espero que tú también te comportes y no hagas nada indebido, Maggot.

—Claro que no, madre —respondió el chico con naturalidad, y entonces ambos comenzaron a andar detrás de su padre y el gobernador—. Yo me encargaré de que todo salga bien; muy bien...

Mientras caminaba, el chico volteó hacia las sirvientas, pero más específicamente hacia Day. En cuanto posó sus maliciosos ojos en ella, una media sonrisa con el mismo sentimiento se dibujó en sus labios. La joven pelinegra sintió un escalofrío, y de inmediato se volteó a otro lado disimuladamente, hasta que ambos subieron las escaleras y se perdieron de sus vistas. Sólo hasta entonces ella logró respirar con normalidad.

McClay aplaudió entonces con fuerza para llamar la atención de todos.

—No se queden ahí parados —les indicó con severidad—. Vayan a preparar la mesa y a terminar lo que haga falta de la cena. Indíquenle también a los sirvientes del gobernador cuál será su habitación. Vamos, muévanse.

De inmediato todos comenzaron a ponerse en marcha a cumplir sus respectivas tareas. Day tendría que ayudar a poner la mesa, y luego le tocaría atender a los comensales durante la cena; ninguno de los dos temas le emocionaba en lo absoluto. Y aunque intentara disimularlo, se volvía evidente al ver su paso aflojerado y mirada vacía.

"Ese sujeto del mercado era un idiota, sin duda", pensó para sí misma mientras subía paso a paso los escalones. "Pero al menos de seguro es un idiota libre, que puede ir de pueblo en pueblo, vendiendo sus tontos afrodisíacos, y no tiene que estar atendiendo a nobles que apenas notan su existencia, salvo para..."

Un pesado suspiro se escapó de sus labios.

"Qué patético de mi parte envidiar la vida de ese tipo..."

— — — —

Sin que ella o cualquiera en esa casa fuera consciente de ello, el idiota libre, protagonista de ese pensamiento fugaz, no se encontraba tan lejos. Desde un árbol afuera de la propiedad, Jude el Carmesí había presenciado la llegada del carruaje y de su guardia.

No tuvo mucho problema en encontrar la mansión del regente. Luego de eso, sólo le quedaba esperar a que su próxima víctima potencial apareciera; sólo fueron unas cuantas horas... Se había apostado en la rama más alta que pudo encontrar, mirando hacia la casa con un pequeño catalejo. Había visto detenidamente el carruaje llegar, como aquel hombre pequeño se bajaba y era recibido por el que, evidentemente, era el regente de esa localidad. Todo ello desde la comodidad de su dura rama.

—¿Ese es el gobernador de esta provincia? —Se dijo a sí mismo mientras miraba al recién llegado por su catalejo—. Es más insignificante de lo que creí, pero trae más guardias de lo que me esperaba... quizás no fue una buena idea después de todo...

La convicción que había demostrado antes en compañía de sus amigos se estaba reduciendo un poco al contemplar con más calma el escenario delante de él. Y quizás hubiera optado por realmente desistir de la idea, sino fuera por lo que vio justo entonces. Enfocó su catalejo en los guardias y sirvientes del gobernador, y notó cómo descargaban el equipaje que éste había traído consigo. En realidad no había nada particularmente interesante en su equipaje, salvo por un artículo: un baúl, pintado de azul con orillas doradas. Y, lo más importante, justo en la parte frontal de la tapa se encontraba estampado un símbolo más que reconocible para él: el león alado, con la corona y las ramas de olivo.

Al ver esto, su emoción rejuveneció.

—¡Ja!, esos bobos —exclamó con orgullo—. Deberían de dejar esa costumbre de ponerle su escudo familiar a todo lo importante. Bien, ese baúl será suficiente.

Con su objetivo en la mira, el capitán pirata guardó el catalejo en su abrigo, se bajó de un salto del árbol, y se dirigió rápidamente al punto de encuentro con sus camaradas de tripulación. Esa sería una noche divertida, sin duda.

— — — —

Llegada la hora de la cena, los señores y su visitante se reunieron en el comedor principal de la casa. La larga mesa se encontraba cubierta con un impecable mantel blanco. Había candelabros de plata encendidos decorando el lugar, y habían colocado arreglos florales en cada esquina. Por las ventanas laterales, las mismas que Day Barlton estuvo limpiando más temprano ese mismo día, entraban los rayos de un distante atardecer. A la cabeza de la mesa se encontraba sentado el regente Joe; a su derecha se encontraban su esposa y su hijo, mientras que a su izquierda se hallaba el gobernador, cuya cabeza calva apenas y sobresalía por encima de la orilla de la mesa.

Los sirvientes les trajeron sin espera primero una crema de champiñones con queso, misma que los cuatro degustaron animosamente entre conversaciones y risas. Day y tres más de sus compañeros se encontraban ahí presentes para atender cualquier necesidad que se les ofreciera mientras comían. Esto se traducía, básicamente, en estar de pie detrás de sus sillas, esperando pacientemente a que la copa de alguno se vaciara, a que alguien ocupara una nueva servilleta, requiriera que le trajeran algo en especial, o fuera hora de servir el siguiente plato.

Llegado el plato fuerte, el estofado de pato a la naranja, los cuatro comensales estaban ya más que ansiosos. En ese tiempo, el trabajo de Day sería encargarse del vino.

—Mmmm, qué exquisitez —exclamó el regente mientras comía de su plato, un poco exagerado desde cierta perspectiva—. Un manjar, una verdadera delicia. Entiendo por qué es su favorito, señor gobernador.

A su lado, el invitado también comía, aunque considerablemente menos animado que su anfitrión.

—Está bien —murmuró despacio el gobernador con emoción neutra, tras pasar un bocado. Luego tomó su copa y se empinó todo lo que le quedaba del vino rojo. Anita, que se encontraba a un lado de Day, tuvo que hacerle un ademán con la cabeza a ésta última para que reaccionara y se apresurara de inmediato a rellenar la copa del gobernador—. Por cierto, Joe, ¿has tenido algún problema con piratas por aquí en estos días?

Dicha pregunta dejó un tanto confundido al regente, pero también a la joven sirvienta a su lado que le servía el vino.

—¿Piratas? —bufó el regente, despreocupado—. ¿Aún existen? Para nada, aquí en Torell todo siempre es muy tranquilo y seguro. ¿Por qué lo pregunta?

—Por nada —respondió el hombrecillo, encogiéndose de hombros—. Es sólo que cuando paramos a descansar en el otro puerto más al norte, mis hombres escucharon rumores sobre un barco asaltado esta mañana, no muy lejos de aquí, y que tuvo que parar ahí para reabastecerse.

—Válgame, Dios —exclamó la señora, algo alarmada—. ¿Un barco asaltado tan cerca de nosotros? ¿Quién podría hacer algo como eso en estos tiempos?

—No es muy difícil de suponer, muchacho —respondió el gobernador con voz jocosa, provocando una pequeña expresión de molestia en el rostro de la señora porque aún la estuviera llamando "muchacho". Day en ese momento había comenzado a recorrer la mesa que rellenar las copas, pasando a continuación al asiento de su patrón—. Cuando era niño, un robo de piratas era algo común —prosiguió el gobernador—; de hecho, eras afortunado si tu barco llegaba a salvo a puerto sin un percance de estos de por medio. Pero en efecto, en esta época no existen muchos que se atrevan a hacer algo como eso. Sólo el Fénix del Mar y su mortal capitán.

—¿Habla de Jude el Carmesí? —susurró el regente, con cierta reticencia—. Siempre pensé que era más como una leyenda o un cuento para asustar a los niños. Las historias que cuentan de él son bastante... extrañas.

—Vaya que sí. Dicen que tiene una mirada de loco que te paraliza y hace que orines encima del puro miedo. Que es como un demonio, de ojos rojos, colmillos y garras como las de un animal salvaje.

—Yo he oído que incluso tiene una cola y unos cuernos, y que con eso apuñala a sus víctimas, las alza sobre su cabeza y hace que su sangre se vierta sobre él —mientras el regente hacía esa descripción, usaba sus dos dedos índices para simular cuernos, y movía su cabeza como si fuera la de un toro.

—Joe, por favor —espetó la señora Lilia, un tanto incómoda por tales palabras, o quizás más por la actitud de su esposo.

—Tranquila, querida —respondió el regente, riéndose—. Son sólo historias que la gente se inventa. De seguro ese sujeto, si es que existe, no ha de ser nada parecido a eso.

—Quizás no —añadió el gobernador, encogiéndose de hombros de nuevo—. Pero para que todas esas historias hayan surgido, debe significar que es alguien realmente aterrador. Igual será mejor que tengas cautela, Joe. No querrás que un sujeto como ese ponga los ojos en tu puerto.

Day siguió hacia la señora, sirviendo también un poco más de vino en su copa. Sin embargo, al mismo tiempo no podía evitar ponerle la mayor atención posible a la plática.

¿Piratas en esa época moderna?, eso era algo inusual. Ella igualmente había llegado a escuchar a algunas personas del pueblo hablar sobre un barco pirata que seguía surcando esas aguas, y de su peligroso capitán. Pero todas eran historias igual o más exageradas que las de esos dos hombres en la mesa.

Ella no sabía mucho de ese tema; no sabía mucho sobre cualquier cosa que ocurriera fuera de esa casa, realmente. Sin embargo, no le parecía factible que todavía pudieran existir ese tipo de malhechores en Kalisma, de esos de los que su madre siempre le advirtió y le contaba historias sobre lo ruines y despiadados que eran. Historias también de cómo el rey los había cazado a todos, y había de esa forma hecho las aguas del reino más seguras para todos, y su madre le daba gracias por ello. Así que esas historias debían de ser sólo eso.

Pero, un barco había sido atacado, y no muy lejos de ahí. Si eso era cierto, ¿quién podría haberlo hecho sino piratas?

—Descuide, gobernador —declaró el regente con suma seguridad—. Nuestra guardia local es más que competente para repeler cualquier intento de ataque por parte de simples piratas. No hay forma de que alguno se escurra bajo sus narices; todos tienen un olfato para detectar trúhanes como esos. —Se introdujo a la boca otro pedazo de estofado y lo degustó con bastante satisfacción—. Pero ahora que lo pienso, estos rumores de Jude el Carmesí llevan bastantes años ya rondando. ¿La Guardia Naval no ha podido atrapar a un sujeto así en todo este tiempo?

—Es probable que sea demasiado trabajo para una fuerza de rango medio como ellos. Escuché el rumor de que su majestad se está debatiendo si involucrar a la Marina Real en el asunto.

—No veo por qué no lo ha hecho ya. Después de todo, fueron ellos quienes acabaron en una década con toda la piratería en estos lares; es obvio que son unos expertos en el tema.

—No es tan simple —susurró el gobernador, mientras se pasaba su servilleta por los labios—. Después de todo, el deber ser es que las guardias locales se encargasen de este tipo de criminales, mientras que la misión de la Marina Real es la defensa de nuestros territorios contra amenazas extranjeras. Involucrar de nuevo a la Marina Real en la caza de un delincuente como éste, sería como legitimarlo y...

—Y aceptar que ese discurso que el rey lleva quince años proclamando de que acabó con todos los piratas de Kalisma, no es del todo cierto —concluyó el regente sin esmero—. Lo entiendo. Pero igual esperemos que se decida a hacer algo efectivo de una vez.

La conversación había tomado un rumbo un tanto tedioso para Day. No era siquiera un requerimiento de sus labores el entender la diferencia entre la Guardia Naval y la Marina Real, así que nunca nadie se había molestado en explicárselo. Sin embargo, ella siguió meditando un poco en lo demás que habían comentado, y esas palabras se entremezclaban con las de su madre.

Piratas, ladrones, asesinos y timadores; de la peor escoria con las que uno podía cruzarse. La idea de que aún pudiera existir alguno le asustaba. Pero, aun así...

La joven se encontraba tan concentrada en esos pensamientos, que su cuerpo se movió por sí solo hacia el joven amo. Sin darse cuenta de lo que hacía, se paró a su lado, y comenzó a también servirle vino. Sus ojos estaban totalmente enfocados en el líquido rojo que salía de la abertura de la botella y se vertía suavemente en la copa de cristal; se preguntó acaso si el rojo de ese vino era un rojo carmesí, como la forma en la que llamaban a ese pirata. Estaba tan metida en ese pensamiento, que no notó en lo absoluto como el chico a su lado la miraba de reojo, con absoluta libertad pues nadie más en la mesa lo miraba a él, ni tampoco a ella.

Demostrando una falta total de pudor, el joven aristócrata colocó una mano justo detrás de la joven, y pegó por completo su palma entera contra su trasero, atreviéndose incluso a apretarlo ligeramente con sus dedos a través de la falda del vestido.

Day se sobresaltó y exclamó un gemido de sorpresa, pero también de terror. Su cuerpo reaccionó abruptamente, alejándose lo más posible de la mesa, y de esa persona. Retrocedió con la botella en mano, hasta quedar lejos de su alcance. El joven Maggot la miró de reojo sobre su hombro, de una forma tan lasciva y descarada que a Day ya no le asqueó o asustó: realmente la hizo sentir enojada; muy, muy enojada. Sus manos se apretaron con fuerza en torno a la botella, como si fuera el cuello de ese miserable.

El joven amo se volvió de nuevo a su plato como si nada hubiera pasado. No sólo se había propasado de una manera tan repugnante con ella, sino que además parecía orgulloso de eso.

Odiaba cómo la hacía sentir tan sucia, a pesar de que ella no hacía absolutamente nada. Si tan sólo pudiera darle una bofetada tan fuerte como la que le había dado a aquel sujeto... o estrellarle esa botella en su cabezota; eso estaría mejor.

Tuvo que liberar un poco de presión en sus manos; si apretaba aunque fuera un poco más fuerte, quizás terminaría por romper la botella. Así que respiró hondo e intentó calmarse.

El resto de la cena siguió de forma más tranquila.

— — — —

Luego del postre y de unos minutos de charla, los señores llevaron al gobernador a una sala más privada para conversar de asunto más importantes. Los encargados de entenderlos en esa parte de la noche serían otros de los compañeros de Day; ésta, por su parte, fue encargada por McClay para revisar la habitación que se le había asignado al invitado honor, y cuidar que todo estuviera en orden. Entre esas tareas se encontraba el llevar toallas limpias para el uso del gobernador; tres toallas blancas, suaves y con aromas a flores. Day las recogió en la lavandería y se dispuso a ir directo a la habitación de huéspedes asignada.

El mal humor que había estado cargando encima todo el día no se había reducido, sino que había empeorado tras lo sucedido en la cena. ¿Cómo podría soportar todo eso por más tiempo?

—¿Por qué te ensañas con esa chica? —escuchó de pronto una voz familiar pronunciar no muy lejos de ella. Day se detuvo un momento, y por mero impulso se ocultó pegando su espalda contra la pared, como si fuera un niño intentando esconder una travesura. Esa era la voz de Anita, estaba segura de ello—. ¿No crees que su vida ya es bastante difícil como para que tú intentes hacerla aún más?

—¿Su vida es difícil?, la vida de todas es difícil —recalcó entonces una segunda voz, la de Valeria. Day se aproximó lentamente a la esquina en la que dos pasillos convergían. Al asomarse, sólo un poco, pudo ver a Anita y Valeria de pie a unos metros de ella—. ¿Acaso cree que es la única que ha perdido a su madre joven y odia su trabajo? Que se ponga en la fila de los llantos, a ver cuántos le tocan.

—No tiene que caerte bien, pero al menos intenta llevar las cosas calmadas. McClay la reprenderá por lo de la cofia, y no es la primera vez que ella le pone el ojo, tú los sabes. Estás poniendo en riesgo su trabajo.

—Pues debería agradecérmelo —respondió Valeria con simplicidad, encogiéndose de hombros—. ¿No era lo que quería? ¿Irse de aquí? ¿Buscar su destino y quién sabe qué tantas cosas más? Por favor, Ana, no es tu responsabilidad cuidarle la espalda. Elizabeth no te la encargó, y aunque lo hubiera hecho no tienes ninguna obligación con ella.

Anita guardó silencio unos segundos, y luego suspiró pesadamente.

—Es que siempre está tan sola, y tan triste... Igual que su madre.

Day no quiso escuchar más. Dio media vuelta y se dirigió a su destino por un camino diferente, aunque le tomara más tiempo llegar.

Sentía un nudo en el estómago tras lo que acababa de escuchar. No sentía enojo, o al menos no más del que ya sentía con anterioridad. ¿Qué sentía exactamente? Quizás algo de decepción... hacia sí misma, por su inacción, por su conformismo, por su miedo.

¿Qué le impedía realmente salir caminando por esa puerta? No tenía ninguna obligación real en esa casa, ni con ninguna de esas personas, ni estaba encadenada a su cama; podía haberse ido cuando quisiera. Pero las chicas tenían razón: la comodidad y seguridad, y el miedo de perder ello, habían mermado cualquier iniciativa que pudiera tener al respecto. En el fondo era una cobarde, y encima una niña quejumbrosa que se peleaba con todo mundo, cuando la única persona con la que realmente debería estar molesta era consigo misma. Bueno, con ella y quizás con...

Escuchó pasos de alguien subiendo por las escaleras detrás de ella. Al girarse, logró distinguir vagamente la cabellera rubia, y a la que le siguieron sus ojos claros y su rostro de cretino. Él la miró desde los escalones, con prácticamente nada de sorpresa en su expresión

—Oh, Day —murmuró Magott con tono juguetón—. Vaya coincidencia; justo te estaba buscando.

Eso no era una coincidencia, de eso no tenía duda. Day se abrazó con algo de fuerza de las toallas que traía consigo y retrocedió, claramente intimidada por la presencia de ese chico.

—Aléjese de mí o gritaré —le amenazó la sirvienta lo mejor que pudo, a pesar de que su voz temblaba.

—¿De qué hablas? —le respondió él con una risilla despreocupada. Terminó de subir los escalones, y quedó de pie a su mismo nivel—. ¿Por qué habrías de gritar? Sólo quiero conversar... ¿te ayudo con eso que traes ahí?

Nada en su voz sonaba amable ni servicial; la forma tan lasciva en que pronunciaba cada palabra, chorreaba e impregnaba el aire a su alrededor de una forma pegajosa y apestosa. La expresión de su mirada y la intención de su voz eran incluso más latentes que de costumbre. Day supo entonces, lo sintió en todo su cuerpo, que lo que había hecho en la cena había sido una advertencia... de lo que tenía pensado concluir esa misma noche, aprovechando que sus padres se encontraban distraídos con su visita.

Retrocedió aún más rápido, y al final se dio media vuelta y comenzó a andar con prisa por el pasillo.

—Hey, espera —espetó el joven amo con tono divertido, como si el hecho de que corriera le pareciera gracioso de alguna forma—. No huyas, vuelve...

Pronunciaba las palabras como si fueran parte de alguna canción, como si fuera un juego. Comenzó a andar detrás de ella a su mismo ritmo, o quizás sólo ligeramente más rápido; parecía querer que ella supiera que venía detrás, pero mantenía la distancia adecuada para que ello durara un poco más de lo debido.

Había amenazado con gritar; ¿por qué no lo hacía entonces? Quizás por tener que considerar todas las implicaciones que ese acto traería consigo: tener que dar explicaciones, y esperar que alguien en esa casa le creyera a ella y no a él. ¿Y las consecuencias? ¿Qué pensarían los señores de un escándalo de ese tipo enfrente del gobernador? Poco les importaría si lo hacía para protegerse a sí misma, igual verían la forma de tomarla contra ella y tomar represalias.

Se sentía tan frustrada y asustada que pequeñas lágrimas amenazaban con asomarse por sus ojos. Esos corredores nunca le habían parecido tan largos y silenciosos, pero especialmente tan solitarios. Deseaba cruzarse con quien fuera, incluso con Valeria y Anita, pero ya ni siquiera estaban en el mismo sitio en el que acababa de verlas sólo unos segundos atrás. Se encontraba sola, totalmente sola.

Giró en la esquina y se dirigió directo a la habitación del gobernador. Rogó porque éste estuviera ahí, quizás en compañía del señor regente, o quizás hubiera algún otro de sus compañeros; el joven amo tendría que comportarse en su presencia, ¿verdad? Sin embargo, en cuánto abrió la puerta de habitación, ésta se encontraba también sola.

Una pequeña maldición silenciosa le cruzó por su cabeza. De inmediato se metió al cuarto y cerró la puerta detrás de ella, esperando que no la hubiera visto entrar. Pegó su espalda a la puerta, y las toallas contra sí. Miró rápidamente a su alrededor, intentando encontrar algo, cualquier cosa, que la pudiera ayudar. O, al menos, un lugar donde estar segura.

— — — —

Maggot sí la había visto entrar a ese cuarto, y realmente poco le importó si era el cuarto del gobernador, o quizás lo ignoraba. Como fuera, no tuvo reparo en abrir la puerta con total libertad y echar un vistazo a su interior. Ese cuarto para invitados era de los mejores de la mansión, con una cama amplia, una tina de bronce, un escritorio de roble, y unos ventanales que daban justo al jardín frontal. Sin embargo, lo que no tenía era rastro alguno de Day Barlton; el cuarto se encontraba solo.

Se escurrió discretamente adentro y cerró la puerta despacio detrás de sí. Había entrado ahí, de eso estaba seguro, así que ahí tenía que seguir.

—Daaay —murmuró como un pequeño canto, mientras se movía por el cuarto—. ¿Dónde te metiste, pequeña escurridiza?

No hubo respuesta, pero tampoco la esperaba.

Miró debajo de la cama y debajo del escritorio; todo parecía normal. Miró entonces detrás de las cortinas y en el interior de la tina, pero obtuvo el mismo resultado. En realidad esos primeros intentos eran más un juego, antes de dirigirse al sitio más obvio: el armario.

—Un dos tres por Day —murmuró burlón, mientras se aproximaba al armario—. Sal, Day, sal, sal... ¡de ahí!

De un segundo a otro, tomó las dos puertas de madera y las abrió de par en par. Esperaba ver a la pobre Day en una esquina, encogida en sí misma temblando del miedo, o quizás de la emoción; sin embargo, no tuvo tal satisfacción. En el armario se encontraban colgados los atuendos que el gobernador usaría ese par de días, además de algunas cajas. Y, lo más resaltante, un baúl de gran tamaño, azul y con el escudo de la Familia Real en su tapa.

Maggot parpadeó un par de veces, confundido.

—No te habrás escondido en el baúl, ¿o sí? —cuestionó con un tono de sobreactuada sorpresa—. Vaya, vaya, ¿qué voy a hacer contigo...?

Se dispuso de inmediato a abrir el baúl, como un niño abriendo su regalo de cumpleaños y descubriendo la sorpresa que dentro le aguardaba. Sin embargo, sus dedos no llegaron ni siquiera a tomar la tapa.

—...y entonces le dije: ese pescado tendrá que ser atún —escuchó que pronunciaba la jocosa voz del gobernador desde el pasillo, seguido justo después de por una sonora risilla.

—Muy gracioso, señor; muy gracioso —respondió la inconfundible voz de su padre, de una forma no tan animada como sus palabras pudieran dar a entender.

El joven se sobresaltó al oír esto, y rápidamente se alejó del armario. Antes de que pudiera volver a cerrarlo, la puerta se abrió, y tal como predijo su padre y su invitado aparecieron del otro lado. Maggot rápidamente se paró derecho y con expresión despreocupada.

—Señor gobernador, bienvenido a sus aposentos —saludó el chico, intentando sonar lo más tranquilo posible.

—¿Qué haces aquí? —le cuestionó el regente, un tanto confundido por su presencia.

—¿Yo? Nada en especial —respondió rápidamente, cruzándose de brazos—. Sólo quería ver si el trabajo de las sirvientas estuvo bien hecho, y que no faltara nada. Todo parece estar bien, más que adecuado para nuestro distinguido invitado.

Notó que su padre lo miraba con algo de desconfianza; aparentemente sus palabras no habían sido del todo creídas.

—Bien, gracias por eso. Ahora, por favor retírate. El gobernador tuvo un largo viaje y necesita descansar.

—¡Por supuesto! —contestó apresurado—. Qué descortés de mi parte; buenas noches, señor...

Sin esperar más cuestionamientos, se dirigió a la puerta. Los dos hombres se hicieron a un lado para dejarle el camino libre.

—Buenas noches, señora —se despidió el gobernador mientras pasaba a su lado, haciendo que Maggot se estremeciera un segundo, pero luego siguió derecho como si nada hubiera pasado—. Qué esposa tan amable tienes, Joe.

—Sí... esposa... —susurró un tanto nervioso el regente, pero disimulado—. En fin, lo dejo para que descanse. Si necesita algo, todos en ésta casa están a su servicio. —Culminó sus palabras con una ligera reverencia, y luego se viró hacia la puerta para retirarse—. Que pase buena noche.

El regente salió del cuarto y dejó a su invitado totalmente solo... o, no "totalmente" en realidad.

— — — —

Cuando escuchó que el joven amo y el regente se iban, Day suspiró aliviada. En su desesperación por ocultarse, se había dirigido directo al armario, aunque en el fondo sabía que aquello no iba a ser suficiente. Al abrirlo, sin embargo, sus ojos habían notado de inmediato el baúl. Era una locura, en efecto que sí, pero en ese momento lo vio bastante lógico.

Lo abrió sin dudarlo, y el contenido de éste la sorprendió y extrañó un poco; o quizás un mucho. Aun así, no se detuvo a meditar mucho en ello. Se introdujo en el cofre, que por suerte era lo bastante amplio, y el contenido bastante suave como para servir como un pequeño colchón. Aun así, tuvo que doblar un poco las rodillas para poder entrar por completo y cerrar la tapa sobre ella. Y en ese momento, quedó casi por completo a oscuras, a excepción de un pequeño rastro de luz que entraba por una ligera rajada en la tapa, pero por la cual no era capaz de ver nada del exterior.

En cuanto Maggot entró al cuarto y comenzó a husmear, Day comenzó a pensar que eso había sido una pésima idea; que en lugar de estar protegida, de hecho quedaba totalmente a merced de su perseguidor. Sólo le quedaba la remota esperanza de que no se le ocurriera buscar en ese sitio, que se fuera sin levantar la tapa del baúl. Cuando lo sintió pararse frente a su escondite y lo escuchó a hablar, esas esperanzas comenzaron a menguar.

«No, no, vete... vete...» repetía en su cabeza una y otra vez, mientras se abrazaba con fuerza de las toallas limpias que había metido consigo a ese baúl. «Por favor, no quiero que me hagas nada... por favor, no quiero terminar como mi madre...»

Las presencias del gobernador y el regente fueron un tremendo alivio para ella; fue la primera vez en todo ese horrible día que sus plegarias parecían ser escuchadas. Se sintió aún más tranquila cuando escuchó cómo el joven amo se iba. Respiró con profundidad, y se limpió con las toallas los pequeños rastros de lágrimas que le habían brotado. Estaba a salvo al fin... o, quizás no tanto. Después de todo, seguía oculta en el interior de un baúl, recostada sobre toda esa extraña carga.

¿Debía salir e intentar explicar lo ocurrido? No sonaba como una gran idea. El gobernador y el regente pensarían que estaba loca, o quizás que había ido hasta ahí para robarse algo. ¿Cómo le creerían que se había metido ahí para ocultarse de su hijo, que la estaba persiguiendo con horribles intenciones?

Y fue entonces que su alivio se esfumó.

Estuvo muy concentrada en todo ello, hasta que escuchó como la puerta del cuarto se cerraba detrás del regente. Se atrevió entonces a abrir sólo un poco la tapa y asomarse al exterior. El gobernador se encontraba sentado a la orilla de su cama y se estaba retirando sus zapatos. Volvió rápidamente a cerrar la tapa, y una vez de regreso en la oscuridad comenzó a pensar en alguna salida. Su madre y Anita decían que el gobernador era de sueño muy profundo. Era una locura (aunque no tanto como la situación en la que se encontraba), pero tal vez podría quedarse ahí hasta que se durmiera, y entonces salir en silencio sin que se diera cuenta; parecía de momento su única forma de quedar bien librada de tan penoso incidente.

Pero, aunque lograra salir, ¿qué haría después? Allá afuera se encontraba el joven amo aún rondando, esperando a ponerle los ojos encima otra vez. Ese fracaso de seguro no había disminuido sus deseos, sino incluso podría haberlos empeorado.

No quedaba de otra; ya no podía ser más una cobarde, ni rehuir de lo que debía hacer. Esa misma noche, tomaría sus pocas pertenecías y se iría de ese sitio mientras todos dormían. ¿A dónde?, no tenía idea. Pero ya no tenía ninguna otra opción.

—Oh, qué descuido —escuchó de pronto que pronunció el gobernador, poniéndola en alerta; sus manos se aferraron aún más a las toallas. Escuchó entonces sus pasos cortos y ligeros sobre la alfombra, aproximándose en su dirección. ¿Acaso la había descubierto? Parecía un hombre sensato, quizás podría explicárselo con calma y entendería—. ¿Cómo pude dejar sin cerrar esto? —pronunció el gobernador justo después—. No puedo permitir que se pierda ni uno sólo de estos chicos.

Antes de que Day pudiera procesar por completo qué significaban esas palabras, escuchó un sonido de metal con metal, seguido de un "click"; justo a su lado, justo en la parte frontal del baúl

—Duerman bien, pequeños —pronunció con un tono gentil, y luego Day escuchó como daba un par de palmadas sobre la tapa—. En un par de días más estarán en casa.

Sin más, cerró las puertas del armario, y el pequeño rayito de luz que le entraba por la rajada de la tapa, se esfumó.

Day se quedó petrificada en su sitio, incapaz de permitir que el pensamiento que le había cruzado por la cabeza se materializara del todo, aunque no pudo hacerlo por mucho.

No lo había hecho, ¿o sí? No podía haber hecho lo que parecía que había hecho...

Colocó sus dedos sobre la tapa y la empujó ligeramente; ésta no se movió, ni un centímetro. Aplicó un poco más de fuerza, y luego mucha más; el resultado fue el mismo.

El gobernador, sin duda, había cerrado el baúl con candado.

—No, no, no... —repitió en voz baja, presa del pánico—. ¡Señor gobernador!, ¡señor! —comenzó a pronunciar con fuerza, mientras golpeaba la tapa del baúl con sus manos. Ya no importaba si la culpaban de robo o no, cualquier cosa sería mejor que quedarse encerrada en ese sitio tan pequeño y oscuro toda la noche—. ¡Señor!, ¡por favor! ¡Estoy aquí en baúl! ¡Sáqueme de aquí! Le puedo explicar todo, ¡sólo sáqueme!

Dejó de gritar y de golpear unos momentos, esperando algún tipo de respuesta. Por unos segundos lo único que percibió fue silencio, absoluto silencio. Y luego de ello... ronquidos; agudos, altos, y muy chirriantes ronquidos, que parecían casi los lastimeros lamentos de un animal herido.

—¡Oh!, ¡por favor! —gritó más fuerte que las veces anteriores, y comenzó a golpear la tapa con más insistencia—. Esto no está pasando, ¡sáqueme, por favor!

Gritó y golpeó con insistencia, incluso hizo que el baúl entero se sacudiera, pero nada. El gobernador no era sólo de sueño pesado; si no fuera por esos ronquidos, podría haber jurado que estaba muerto. ¿Cómo era posible que no la escuchara?

Tras un rato, no le quedó más opción que rendirse, acomodarse como pudo en su cama improvisada, y esperar a que alguien notara su ausencia y la buscara. O, en su defecto, que la dejaran morir en esa horrible y cruel prisión; qué perfecta forma de dejar ese mundo de una vez por todas.

Mientras tanto, tendría al fin el tiempo suficiente para cuestionarse a sí misma... ¿por qué un hombre adulto, y especialmente un gobernador provincial, viajaba con un baúl casi lleno por completo de ositos de peluche? Muchos, muchos ositos de peluche.

FIN DEL CAPÍTULO 04

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