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Capítulo 03. Mirando por la Ventana

WingzemonX & Denisse-chan

CRÓNICAS del FÉNIX del MAR

CAPÍTULO 03
MIRANDO POR LA VENTANA

Al mismo tiempo que en el Fénix del Mar sus tripulantes disfrutaban de su desayuno, no muy lejos de ellos, en el puerto de Torell, una joven sirvienta terminaba de alistarse para comenzar su día de labores, tras haberse levantado temprano junto con las otras chicas con las que compartía cuarto.

La rutina de las mañanas para las sirvientas de la mansión del regente era habitualmente la misma: despertar, hacer su cama, lavarse su cara y cuerpo lo más rápido posible, colocarse su uniforme negro con delantal y cofia blanca, arreglarse su cabello en un peinado recogido en una cebolla y sus frentes descubiertas, y presentarse ante la jefa de servidumbre para que les asignara sus actividades del día. Esta joven sirvienta, sin embargo, tenía un paso adicional propio entre despertarse y hacer su cama: abrir de par en par las dos puertillas blancas que cubrían la gran ventana del cuarto.

La mansión del regente se encontraba en un terreno elevado, así que aunque su cuarto se ubicaba en la planta baja de la casa, podía asomarse por ella y tener una buena vista del puerto; pero, sobre todo, una buena vista del mar azul, que esa mañana amanecía con un poco de neblina.

La ciudad de Torell no era precisamente muy grande, pero sí lo suficiente para considerarse un puerto de mediana importancia. El ir y venir de los barcos mercantes se había convertido en el mayor impulsor de su economía, sobre todo en los últimos quince años, desde que el rey había logrado exterminar o ahuyentar a todas las tripulaciones piratas que navegaban por sus aguas y atacaban sus barcos. Desde entonces, el pueblo había ido creciendo, y su flujo de mercancías desde otras ciudades de mayor tamaño, o incluso otros reinos, se había incrementado también. Era bueno para el pueblo, para sus personas, y claro para su regente. Sin embargo, era de cierta forma indiferente para la joven sirvienta.

Mirar por la ventana cada mañana, aunque fuera por unos segundos, y admirar todo lo que se alcanzaba a ver por ella; sentir el aire salado en el rostro, percibir todos los sonidos de la gente, el viento y las olas... todo ello se había convertido en su manera de tomar algo de energías extras justo antes de comenzar un día más de trabajo. Incluso en un día como ese en el que la neblina se cernía desde las aguas, la vista seguía animándole de cierta forma. Si por ella fuera se quedaría todo el día ahí sentada, mirando al horizonte y soñando. Vería cada barco llegar o partir, e intentaría adivinar de dónde procedía, qué tipo de personas viajaban en él, y qué tipo de cargamento traía de tierras lejanas.

Había naves recurrentes que aprendió a reconocer y ya tenía en su mente creadas historias diferentes sobre ellas que continuaban con cada visita. Todo ello le resultaba preferible a permitir que su primer pensamiento al despertar fuera el recordar el agobiante trabajo en el que se encontraba, y la asfixiante sensación que le causaba esa casa.

Cuando ya obtenía lo suficiente (o lo mínimo disponible) de la ventana, o alguna de sus compañeras la presionaba a apurarse, pasaba entonces a realizar todo lo que seguía en la lista de la rutina.

Ese día sería especialmente atareado. El gobernador de la provincia pasaría de visita en su camino a la Ciudad Capital de Korina, y se quedaría a pasar la noche ahí mismo. Y por ello el regente y su esposa querían que todo estuviera impecable para recibirlo, y se le preparara además una cena digna de un banquete. Y lo que los señores querían, se debía hacer sin objetar. Aunque claro, objetar era el fuerte de la señorita Day Barlton.

Luego de amarrarse su delantal por la cintura, se miró con sus ojos grandes y azules a sí misma en el único espejo de cuerpo completo de la habitación. El vestido negro y largo hasta sus tobillos era ya algo viejo, y le quedaba justo; si subía aunque fuera medio kilo más de cualquier parte de su cuerpo, era probable que ya no le quedara tan cómodo. Pero realmente eso no le quitaba el sueño; lo odiaba por completo, y odiaba aún más tener que verse a sí misma usándolo.

Comenzó entonces a recogerse de mala gana su largo cabello negro, mientras farfullaba entre dientes, y no precisamente muy despacio.

—Estoy cansada de esto. Estoy cansada de esta casa, de este uniforme, de este peinado... No estoy hecha para esto...

—¿No estás hecha para qué? —le cuestionó otra de sus compañeras con desdén—. ¿Para trabajar, tener un techo, tres comidas, ropa y una cama? Pobre de ti.

—No me refiero a eso —murmuró Day, virándose a otro lado.

—Será mejor que cambies tu actitud. ¿Sabes a cuántas chicas sin un trabajo o un hogar les gustaría tener este trabajo que tanto desprecias? No te creas que eres indispensable, princesita. La próxima vez que hagas enojar a McClay o a la señora con algún desplante de esos, te echarán de aquí directo a la calle, solamente con lo que traigas puesto; y eso si tienes suerte.

—Déjala en paz, Valeria —le respondió otra de las chicas—. Tiene derecho de sentirse como quiera.

—Que se sienta como quiera, pero que se lo guarde para ella —respondió Valeria con el mismo sentimiento, acomodándose su cofia sobre la cabeza.

Day terminó de alistarse el cabello mientras oía todo lo que las dos decías. Su mirada dura y llena de coraje estaba puesta en el espejo delante de ella; puesta en su propio rostro.

—Eso sería bueno —susurró de pronto, como si fuera algún pensamiento que se escapó por sí solo de su cabeza—. Que me echaran de aquí, me refiero. O tal vez yo misma debería de renunciar y salir de aquí con mis propios pies.

Valeria soltó una risa sarcástica sin el menor miramiento.

—Llevas lanzando esa amenaza desde que murió tu madre —señaló de golpe, y esa sola mención hizo que algo se estrujara en el vientre de Day, haciendo que incluso su cuerpo se doblara un poco como si le doliera—. Y aquí sigues, como todas nosotras —prosiguió Valeria—. Y, ¿a dónde irías de todas formas? ¿De qué trabajarías? No eres especialmente buena para nada.

—El burdel de la señora Manta siempre busca nuevas chicas —añadió la cuarta de las chicas del cuarto, sin realmente tener mucho interés en su plática. De las cuatro, Day era más joven, al menos por cinco años.

—¡Cállense las dos! —les gritó Anita, la segunda sirvienta, saliendo de nuevo a la defensa de la pelinegra. Ella era la mayor del grupo—. Day, ya deja de decir esas cosas —añadió virándose de regreso hacia la joven frente al espejo—. Si McClay te vuelve a escuchar siquiera insinuándolo, te tomará la palabra. Además, el que pienses así es bastante desagradecido. Recuerda lo duro que trabajó tu madre en este sitio para asegurarte un lugar en el cuál poder vivir luego de su muerte. Este trabajo es lo único que te pudo dejar como legado.

Day se quedó callada unos segundos. Lentamente se giró hacia la ventana, de nuevo hacia el puerto que se veía en esos momentos tan lejano, a pesar de estar sólo a unos pasos de distancia de la puerta principal.

—Estar encerrada en esta casa es lo que la mató —murmuró con sequedad, apretando con fuerza sus puños—. Yo no quiero terminar como ella; éste no puede ser lo único para mí... Hay un lugar esperándome allá afuera, ¡sólo que aún no sé cuál es!

Las tres la miraron en silencio. No era la primera vez que hacía una afirmación tan extraña como esa, pero en esa ocasión sonaba especialmente enserio.

—Ya empezó con sus delirios —masculló Valeria con algo de fastidio—. ¿Sigues soñando con que algún príncipe de tus estúpidas fantasías salga de alguno de los barcos que tanto espías por la venta y te lleve con él? Eres patética...

Day no respondió nada; siguió mirando fijamente por la ventana, dándoles la espalda.

—Oh, pequeña... —suspiró Anita con aflicción—. Ya eres una mujer adulta, Day. Soñar de esa forma cuando eres una niña no tiene nada de malo. Pero si sigues haciéndolo aún ahora, sólo te lastimarás.

Day siguió sin responder ni moverse. Las tres se encaminaron entonces hacia la puerta al mismo tiempo.

—Vamos, que ya es tarde —murmuró Valeria mientras salía—. No pienso soportar otra ronda de gritos de McClay por tu culpa, Day.

Valeria y Anita salieron primero. Elena, la otra de ellas que se había mantenido casi todo el tiempo un poco apartada de la conversación, se detuvo unos momentos en la puerta y se giró hacia ella. Day seguía de pie frente a la ventana, como si se rehusara por completo a seguirlas; como si realmente creyera que tenía dicha opción.

—Si tanto te molesta tu situación, deberías aceptar las atenciones del joven amo —le dijo directamente y sin rodeos; esa sugerencia hizo que los puños de Day se apretaran un poco más, al igual que sus dientes. Elena al parecer no se dio cuenta de esta reacción, o quizás le dio igual—. En tu situación, la mejor opción que tienes es aspirar a ser la amante de un aristócrata; y si logras mantener su atención lo suficiente, incluso podrías ser la amante del próximo regente.

Sin más, Elena salió detrás de las otras. Day al final lo haría también; efectivamente, no era como si tuviera otra opción.

Las cuatro se presentaron ante la señora McClay, la jefa de servidumbre, para su asignación del día. Se les sumaron otros cuatro chicos que igualmente trabajaban como sirvientes en la casa. Ellos ocho, junto con McClay, dos choferes y un jardinero, formaban todo el personal de la casa. Valeria y Anita fueron asignadas a la cocina para preparar el desayuno, mientras Day y Elena, y tres de los sirvientes varones, se encargarían del aseo. Day específicamente fue asignada en inicio a limpiar las ventanas; pequeña ironía.

Luego de comer rápidamente un pan y un vaso con leche, todos se dirigieron a cumplir sus tareas. Armada con un pesado balde de agua y jabón, además de una esponja y un trapo, la joven Barlton se dispuso a comenzar con las ventanas del pasillo que llevaba al comedor. Una a una, pasaba la esponja para enjabonar y limpiar el vidrio, y luego con su otra mano pasaba el trapo para retirar el jabón y el agua. Remojar la esponja, enjabonar ventana, pasar el trapo... todo en ese orden, por cada una de las diez que había por ese largo corredor. Luego seguirían las cinco del comedor, luego las otras diez del otro corredor. Luego tendría que subir a la planta alta y encargarse de diez más del corredor lateral, más las que había en las habitaciones, que eran al menos dos en cada una. Y en todas haría lo mismo: remojar la esponja, enjabonar la ventana, pasar el trapo.

La visita del gobernador debería significar alguna clase de cambio de hábito; algo que cambiara su rutina, pero no era así. En esencia no importaba si había uno, dos o quince invitados en dicha casa; para ella, todo era lo mismo.

Había vivido ahí desde que tenía memoria. Su madre trabajó como sirvienta en ese mismo lugar, igualmente desde que Day tenía memoria. Ella misma desde niña había tenido que trabajar, aunque fuera en cosas pequeñas, con tal de ganarse el sustento. Pero su madre de todas formas tenía que trabajar casi el doble que las otras para poder justificar su presencia ahí. Day pensaba que ese agotamiento diario fue lo que poco a poco la desgastó, o quizás sólo fue una de las tantas cosas que influyeron en ello.

Elizabeth Barlton era una mujer de carácter fuerte, pero amaba tanto la luz del sol que quiso darle a su hija un nombre que la hiciera sentir libre; quizás porque sabía que su destino inmediato era seguir sus pasos y trabajar en esa casa. Sin embargo, Day dudaba que eso fuera lo que ella espera que hiciera para siempre, pero inevitablemente tendría que pensar más en su supervivencia que en sus deseos. Murió en cama cuando Day tenía quince, dejándola totalmente sola en ese sitio. Nunca conoció a su padre, y Elizabeth nunca le habló de él; incluso, parecía un tema que la avergonzaba y enojaba cada vez que surgía. De niña, Day no entendía dicha reacción, pero tiempo después a su muerte había comenzado a entender un poco el porqué.

Ya era más de media mañana y Day iba en esos momentos comenzando con las ventanas del comedor. Los señores ya habían comido su desayuno y se retiraron a realizar sus propios arreglos para la llegada del gobernador. Sus compañeros igualmente habían recogido ya todos los platos, por lo que el cuarto se encontraba totalmente solo, a excepción de ella. Se encontraba ya algo cansada, y su mal humor de más temprano no había más que aumentado. Se concentraba en su trabajo, y por ello no percibió que alguien más había entrado al comedor en ese momento. Dicha persona se aproximó con paso ligero, intentando pasar desapercibido a propósito. Se colocó justo detrás de la sirvienta y sonrió divertido; Day abruptamente miró su reflejo por el cristal.

La joven se sobresaltó asustada, se giró sobre sus pies y pegó su espalda contra la ventana, intentando crear la mayor distancia entre ambos.

—Lo siento, ¿te asusté? —le preguntó con un tono juguetónel muchacho de cabellos castaños claros que estaba parado a una distancia demasiado corta de ella.

—Un poco, joven amo —murmuró Day con voz un poco temblorosa, sin apartarse ni un poco de la ventana. Su mano apretaba con fuerza la esponja sin darse cuenta, y la espuma se escurría entre sus dedos.

La sonrisa del muchacho era quizás lo que más le incomodaba; demasiado cargada de absoluta indiferencia por lo que causaba en ella, o incluso se podría suponer que lo disfrutaba.

—No te estreses, Day. Sólo quería...

Sin el menor miramiento, el joven dio un paso más; Day sintió un respingo de miedo en el interior de su pecho. Extendió su mano hacia ella, y Day sencillamente se paralizó; en su mente pasaron mil y una ideas, pero ninguna fue capaz de tener la suficiente fuerza para exteriorizarse. Cuando la mano ya se encontraba demasiado cerca, inconscientemente apretó con fuerza sus ojos, como si esperara que ello lo hiciera desaparecer. La mano de aquel joven se dirigió a su cabeza y directo a su cofia, moviéndola ligeramente hacia un lado para enderezarla.

—Estaba fuera del lugar —se explicó con simpleza—. Deberías ser más responsable con tu uniforme.

—Sí, gracias, joven amo —le respondió la pelinegra con rapidez, y de inmediato se agachó, tomó el balde con agua y jabón, y se dispuso a sacarle la vuelta sin la menor espera—. Debo seguir trabajando...

Apenas y logró dar dos o tres pasos antes de sentir que aquel chico la tomaba de golpe de su brazo derecho, deteniéndola abruptamente. Ese jalón hizo que la agarradera del balde se deslizara de sus dedos mojados y enjabonados, y el balde entero se desplomara al piso, regando su contenido por éste.

—Espera un poco —sintió como él le susurraba despacio, no muy lejos de su oído; Day sintió un escalofrío por su espalda, y una sensación de asco en el estómago—. Tengo el presentimiento de que me has estado evitando desde que llegué aquí... ¿acaso estoy mal?

Ella no respondió; sentía un nudo en la garganta que le impedía poder hablar.

—No tendrías por qué ponerte así. Sólo quiero que seamos amigos. —Mientras hablaba, su mano tuvo el atrevimiento de moverse lentamente por su brazo, subiendo en dirección a su hombro—. Una chica como tú debería de sentirse honrada de que alguien como yo quiera tu amistad, ¿no lo crees?

"Honrada" no era ni cerca la palabra que Day tenía en su mente, así como sabía que "amistad" no era la que él tenía en la suya. Sus puños se apretaron tan fuerte que pensó que se terminaría encajando las uñas en las palmas. Tenía enormes deseos de girarse hacia él y clavarle su puño en la nariz... pero sabía muy bien las consecuencias que se le vendrían encima al hacer algo como eso. Ser despedida o echada a la calle sería el menor de los problemas; podrían incluso meterla a prisión, por el sólo atrevimiento de levantarle la mano al hijo de un aristócrata como él.

Era un jovencito irrespetuoso de diecinueve años. Acababa de volver a casa hace unos meses atrás, luego de cinco años estudiando en Korina. Uno esperaría que hubiera vuelto como todo un caballero, educado y un hombre de bien; pero más bien se había vuelto un pedante, engreído, y encima de todo había comenzado a molestarla de esas formas, y aún peores, desde su primer día de regreso. Ni siquiera sabía por qué; quizás porque era la más joven de las muchachas que ahí trabajan, aunque fuera tres años mayor que él. Pero definitivamente no era por qué ella le hubiera dado alguna señal que indicara que podía tomarse tales libertades, sino más bien todo lo contrario.

Y todavía Elena se atrevía a decirle que debía aceptar sus "atenciones"; la sola idea le revolvía el estómago. Su sola llegada había vuelto insoportable su vida en esa casa, que ya de por sí era insufrible desde la muerte de su madre. Había logrado mantenerlo al margen lo más posible en ese tiempo, pero presentía que tarde o temprano podría atreverse a más, aunque ella intentara oponérsele.

¿Acaso su madre también pasó por algo así? ¿Acaso estaba sufriendo lo mismo que ella había sufrido? No dejaba de preguntarse eso desde que todo empezó.

—Day —escuchó de golpe que pronunciaba la imponente voz de la señora McClay desde la puerta del comedor. El joven amo, por mero reflejo, apartó su mano de ella y Day aprovechó este momento para alejarse de él con rapidez. Sus pies terminaron, sin embargo, tropezando con la cubeta vacía, y luego resbalándose con el agua enjabonada en el suelo.

—¡Ah! —exclamó la pelinegra entre asustada y sorprendida, antes de caer de sentón en el charco de agua, soltando un gemido de dolor por el golpe.

Day se lamentaba en silencio en el suelo. Los tacones de la señora McClay resonaron en el piso mientras se acercaba a ella. Era una mujer ya algo mayor, muy alta y delgada, de caderas amplias y piernas largas. Tenía su cabello castaño, ya con varias áreas emblanquecidas, recogido en una cebolla como la de las demás. Usaba además unos lentes grandes y gruesos que adornaban su rostro afilado y severo. Se paró delante de Day y la miró tirada en el suelo con dureza, y también algo de desdén.

—Levántate, ¿qué crees que haces? —le cuestionó con tono de regaño, indicando con su mano que se alzara; Day obedeció, agarrándose del marco de la ventana para no caer—. ¿Ya terminaste con las ventanas?

—No, señora —le respondió la sirvienta, cabizbaja—. Pero ya no tengo con qué limpiar...

Miró con una sonrisita nerviosa hacia el suelo enjabonado. McClay suspiró con molestia, y acercó una mano a su frente como una señal, quizás un poco exagerada, de decepción.

—Eres el colmo, niña; no sé qué haré contigo. Mejor deja eso y ve a la cocina. Toma una canasta y ve al mercado a traer los ingredientes para la cena. ¡Rápido!

—¡Sí!, ¡claro que sí! —respondió Day sin la menor vacilación, más que feliz de irse de esa casa, y especialmente de ese comedor, aunque fuera por una hora. Pisó con cuidado el charco de puntillas, y luego se aproximó con rapidez a la puerta, sosteniendo su vestido con ambas manos para no tropezarse.

—¡Y no tardes mucho! —le gritó McClay con ímpetu mientras se iba—. ¡Todos deben estar presentes cuando llegue el gobernador para recibirlo! ¡Y no olvides nada!

—¡Sí! —respondió Day por mero instinto, pues aunque había oído la instrucción no se había detenido mucho a intentar comprenderla.

Mientras salía, le pareció percibir que McClay se giraba hacia el joven amo, le decía algo, y luego le ofrecía una reverencia que él aceptó sin mucho interés.

Day se preguntó si acaso McClay había percibido la situación en la que se encontraba, y deliberadamente la había enviado al mercado para sacarla de ella. No parecía algo que se pudiera esperar de su parte; después de todo, no era la clase de mujer que se portaba particularmente amable con cualquiera de ellas. Pero aunque no fuera así, le estaba agradecida. Más que nunca necesitaba salir de ese sitio, respirar aire fresco, y olvidarse por unos momentos de todo lo que tanto le agobiaba de ese lugar. Por una hora, ser sólo una chica haciendo compras en el mercado, y estar un poco más cerca del mar.

— — — —

Para el momento en el que Day Barlton salió de la mansión con la canasta de los víveres en una mano, cuatro hombres recién llegados al puerto se encontraban en el burdel de la Sra. Manta, el mismo que Elena le había sugerido como alternativa a su trabajo actual; ¿quizás de broma?, ¿quizás enserio? Como fuera, estos cuatro hombres no se encontraban en ese sitio para lo que normalmente los viajeros como ellos iban. Su propósito era uno más frívolo: negocios. En específico, habían ido a ese sitio con el deseo de venderle algo a la dueña de ese sitio, la señora Manta en persona. ¿Su producto?, seis botellas de un aceite rosado extranjero que estaban seguros sería de gran ayuda en sus tareas diarias.

Los cuatro fueron bastante insistentes con la dueña, pero ésta se mostró bastante dudosa, aunque no del todo desinteresada. Al final, la mujer les hizo una oferta, y se mostró bastante firme en ella y renuente a moverle ni un sólo penique de más. Lamentablemente, dicha oferta no fue del agrado de uno de los cuatro, y no dejó mucho espacio para más negociación. Tras algunos gritos fuera de tono, y algunas advertencias sobre quién era este individuo, que sus compañeros se encargaron de que quedaran inconclusas, la señora Manta les pidió amablemente que se retiraran, acompañados por dos hombres grandes, altos y de brazos anchos, que con mucho gusto los acompañaron a la salida.

—¡¿Pueden creerlo?! —exclamaba molesto Jude el Carmesí mientras comenzaba a alejarse disgustado del burdel, pisando el empedrado con bastante fuerza y ruido. Su apariencia había cambiado un poco para esa expedición rápida; su usual sombrero de capitán había cambiado por uno alargado color café, que creaba una gran sombra. Su abrigo rojo cambió por uno mucho más modesto y algo viejo, también color café. Traía un parche negro en el ojo izquierdo, y su cabello sujeto en una larga cola. No era el mejor disfraz, pero era algo—. ¡Quería darnos veinte coronas por botella! ¡Pero vaya estafadora que resultó ser esa mujer! Si ya no puedes ni confiar en la decencia de la madame de un burdel, ¡no sé en qué puedes!

Detrás de él, con diferentes grados de sentimientos pero al unísono entre molestos y cansados, sus tres acompañantes lo seguían.

—Siendo justos, no sabemos realmente si es un precio injusto o no, capitán —señaló el navegante Katori con pesadez. Él usaba unos lentes mucho más grandes que los usuales y que no dejaban ver en lo absoluto sus ojos, además de unos dientes falsos, una peluca color rubio, y ropas algo viejas y aún con polvo encima. Cargaba en sus brazos algunos papeles, pluma y tinta—. Es la primera vez que intentamos vender algo como esto, y además es algo bastante inusual en este reino...

—¡Por lo mismo debe de valer mucho más que eso! —señaló abruptamente el pirata disfrazado, girándose hacia ellos con bastante firmeza—. Al menos sesenta o setenta coronas, ¿no?

Ninguno respondió nada.

A la derecha de Katori, Connor sujetaba con facilidad una caja de madera que contenía dentro las seis botellas con el aceite de madrola. Él llevaba una larga tela roja envuelta por toda su cabeza, cubriéndolo todo a excepción de sus ojos, y una túnica verde que, a pesar de ser bastante grande, parecía quedarle algo estrecha. Del otro lado venía el primer oficial, con una barba rubia falsa, una bufanda y un turbante blanco a la cabeza. A pesar de su disfraz, algunas de las chicas del burdel le pusieron los ojos encima desde que llegaron, y mientras se retiraban algunas de ellas se permitieron despedirlo con algunos halagos y proposiciones. Éste, gentilmente, se giró hacia ellas y las despidió con su mano, sin decir nada o hacer algo más allá de sonreír gentilmente lo mejor que su barba falsa le permitía. Las muchachas igualmente rieron sonrojadas al ver esto, y el primer oficial siguió su camino junto con sus demás compañeros sin mucho apuro.

—Sea como sea —comenzó a decir—, no podemos irlas cargando puerto por puerto, esperando encontrar un burdel que esté dispuesto a pagar ese precio que buscas, capitán.

—Esa es la diferencia entre ustedes y yo —murmuró con cierto orgullo el pelirrojo mientras seguía avanzando delante de ellos—. Siempre pensando en pequeño. Es tan penoso que un capitán tenga que tomarse la molestia de venir él mismo a negociar para que no los terminen estafando.

—Creí que había venido porque quería escapar de la ira de la contramaestre por un rato —susurró Connor despacio, pero no lo suficiente como para que él no lo escuchara.

—¡Silencio, Billy! —le respondió con dureza, girándose hacia él y apuntándole con un dedo—. ¡No me contradigas!

—Lo siento —se disculpó el hombre grande apenado, volteandose hacia otro lado.

Henry llevó una mano a su cuello, tallándolo un poco con toda su palma. Había sido un día un poco cansado, considerando que tuvieron un atraco temprano; quizás no había sido tan buena idea intentar ir a vender esos productos justo ese día, en especial si su capitán estaba decidido a ponerse difícil con la negociación.

—Hipotéticamente hablando —comentó el primer oficial, virándose hacia Katori que andaba a su lado—, ¿cuánto por parte nos tocaría, si lo vendiéramos al precio que nos propuso madame Manta?

—Déjeme ver... —El navegante, que de cierta forma había tomado de manera natural también las tareas de contador y guardián del dinero del barco, se puso a hacer unas cuentas rápidas en su mente, y también a revisar alguno de los papeles que traía con él—. Seis botellas, a veinte coronas cada una, son ciento veinte coronas. Menos el veinticinco por ciento para las reservas, los víveres y suministros varios... nos quedarían como setenta coronas para repartir entre veinticuatro partes, más o menos.

—Diecinueve —corrigió Jude rápidamente—. Que Julieta y Loretta se den por bien servidas con los vestidos, y también Marco; no juzgo sus gustos. Y que el viejo se quede feliz con el licor, y tú con tus mapas nuevos, Cort.

—¿Eh? —exclamó sorprendido el muchacho xinguense—. Pero si yo no quería...

—Entonces son como tres coronas para cada uno —concluyó Henry, sin dejar que Katori pudiera exponer su queja—. Es casi nada, pero al menos es un comienzo. Si logramos vender las hierbas, y quizás alguno de los libros...

—¡Olvídate de eso, Nathan! ¡Qué tres coronas ni que nada! ¡Yo me encargaré de aumentar esas coronas por partes aquí mismo!

Sin dar explicación, tomó rápidamente dos de las botellas de aceite de la caja. Para esos momentos ya se encontraban prácticamente llegando al mercado del puerto, y sin la menor duda avanzó decidido hacia la multitud que ahí se encontraba. Sus tres acompañantes se quedaron casi petrificados al ver esto.

—Por Amaterasu, no lo haga... —susurró Katori, incapaz de subir la voz por la impresión que sentía.

—¿Quién dijo que sólo podemos vender esto en un burdel? —masculló Jude con bastante confianza, y luego subió la voz abruptamente—. ¡Toda esta gente tiene sexo todos los días! ¡Cualquiera de ellos puede darle un buen uso a este aceite!

Su afirmación fue más como un grito, que irremediablemente hizo que varias de las personas presentes se viraran en su dirección, confundidas pero también algo alarmadas por lo que acababa de gritar en sí.

El rostro de Katori se tornó pálido de la impresión, y el de Henry no se quedaba muy atrás.

—Ju... quiero decir, socio —susurró el primer oficial despacio, parándose detrás de su capitán para susurrarle lo más despacio posible—. No creas que cuestionamos tus habilidades de vendedor... pero, ¿crees que sea buena idea llamar de esa forma la atención?

—Descuida, Nathan —le respondió el pelirrojo, totalmente despreocupado—. Ve y aprende de este genio.

De inmediato se apartó de ellos y se acercó más a la muchedumbre, con las botellas en mano y una amplia y grata sonrisa en sus labios, mientras sus tres acompañantes lo miraban, impotentes.

—¡Atentas señoras!, ¡señoritas! ¡Préstenme su atención, todas! ¿No están hartas de que a sus hombres no se les pare y no les cumplan en la cama?

Tales palabras crearon algunos sobresaltos entre las personas, y algunos sonrojos también; entre ellos se encontraba el propio Katori. Una de las mujeres del público soltó un pequeño gritillo; su cara se había tornado totalmente roja, y rápidamente se alejó de ahí con la mirada baja.

—¡Qué tipo tan loco...! —exclamó en susurros.

—¿Acaso dijo... "no se le pare"? —susurró una más a su acompañante—. ¿Puede decir algo como eso en pleno mercado?

A Jude no parecía importarle mucho las reacciones que causaba, o quizás ni siquiera se daba cuenta de ellas.

—¡No sufran más, señoras mías! Porque el día de hoy les traemos en oferta especial y exclusiva para su hermoso pueblo, este glorioso milagro procedente desde las lejanas tierras de Xing. —Alzó entonces la botella hacia ellos para que todos pudieran contemplarla—. ¡Les hablo del milagroso Aceite de Malaria!

—Madrola... —intentó corregir Katori disimuladamente desde atrás.

—¡Así es!, este aceite es el secreto mejor guardado del otro lado del Gran Océano, usado sólo por aristócratas, ¡e incluso por la misma realeza! Recomendado por el príncipe Vons Kalisma en persona, y por su prometida. Y ahora lo tienen al alcance de sus manos. Con una sola... ¿gota?, ¿cucharada?, ¿vaso...? —Acercó la botella a su rostro, intentando revisar la etiqueta—. ¿Qué dijo Marco que se hacía con esto? ¿Se bebe o se unta?

—Ambas —respondió Connor con voz calmada, y sin pensarlo mucho.

—¡Exacto! ¡Funciona de las dos formas! —volvió a alzar de nuevo la botella hacia el público—. Con él, cualquier hombre puede aguantar toda la noche; su resistencia se multiplicará, ¡y su poder sexual se elevará como el águila!

Las palabras que decía, y sobre todo la soltura tan natural con la que lo hacía, visiblemente causaba una sensación de incomodidad entre las personas, que se miraban entre ellos y cuchicheaban con rostros avergonzados y enrojecidos.

—Esto está mal —murmuró Katori, casi aterrado—. Será mejor que lo tomemos y salgamos corriendo de aquí.

—Espera —le indicó Henry, alzando una mano delante de él para que detuviera cualquier cosa que estuviera pensando hacer—. Mira...

Katori no entendió en un inicio a qué se refería, pero se dio cuenta poco después de que el primer oficial estaba viendo con mucha atención a la multitud. Él hizo lo mismo, y siguió sin darse cuenta de inmediato, pero luego lo vio. Entre toda esa incomodidad y vergüenza... algunos de los presentes se veían un tanto interesados en todo lo que Jude decía; de hecho, la multitud se había ido haciendo mayor conforme más seguía hablando.

—Tiene que ser una broma —soltó Katori, bastante escéptico.

—¿Y... cuánto cuesta? —preguntó una mujer entre la multitud, lo suficientemente fuerte para ser oída. El hombre a su lado, posiblemente su esposo, la miró en ese momento con sorpresa, y también un poco de enojo.

—Sólo a usted, bella dama, le estaré vendiendo una botella por sesenta coronas. Pero, ¿realmente puede ponerle precio a su satisfacción sexual?

La mujer parecía más que dispuesta en buscar en su bolso, pero su esposo de inmediato la tomó de la muñeca y la alejó ahí a regañadientes. De todas formas, parecía que había más interesados entre la multitud, pero no todos lucían conformes con el precio.

—Vamos, vamos, no sean tímidos. ¿Quién será el primero en probar las maravillas de este aceite único?

—¡Oigan, ustedes! —escucharon de pronto que resonaba una voz con fuerza a uno de sus costados. Cuando los cuatro foráneos miraron en su dirección, se quedaron petrificados al ver acercarse a un guardia, vestido con una modesta armadura y el emblema del león alado en el pecho. Sujetaba firmemente el mango de su espalda, guardada en su funda, y los miraba con severidad mientras se les acercaba.

—Oh, no —suspiró Katori, perdiendo el aliento justo después.

Ninguno se movió de su sitio, y parecían estar discutiendo internamente si acaso era mejor salir corriendo en ese mismo instante o no. El guardia se paró delante de ellos, y los contempló en silencio unos segundos... no, de hecho fueron varios segundos, en los que no dijo ni hizo nada: sólo se quedó ahí de pie, mirándolos. Luego, notaron como un pequeño sonrojo surgía en sus mejillas, y lentamente giraba el cuerpo hacia un lado, como si intentara disimular que les hablaba.

—¿Cuánto dijeron que costaba? —susurró despacio, con un tono avergonzado, creando un frío asombro en los misteriosos vendedores.

—No puedo creer esto —susurró Katori despacio, más como un pensamiento en voz alta que un comentario real.

Henry logró sobreponerse lo más posible a su asombro inicial, y sonreírle de manera educada.

—Se... senta coronas la botella, señor. Es caro, pero vale la pena...

—¿Tanto? —exclamó el guardia, sorprendido. Un poco inseguro, tomó una bolsa de cuero que tenía oculta en el interior de su armadura, y sacó de ésta algunas monedas de oro, redondas con el perfil de un león acuñado en ellas—. Sólo tengo cincuenta...

—¡Vendido! —gritó Jude rápidamente, y de inmediato le extendió la botella, colocándola contra el pecho de su armadura; el guardia rápidamente la tomó con una mano para que no se cayera—. Cobrale al buen hombre, Cort.

Luego de dar su instrucción, tomó otra botella de la caja, y se dirigió de nuevo a las personas para seguir con su labor de venta.

Katori suspiró, más resignado que antes.

—Gracias, señor —entonó el xinguense, mientras recibía las monedas del guardia y las guardaba en su propia bolsita.

—Díganle a su amigo que baje la voz y deje de alterar tanto a las personas —les indicó el guardia, ya con más severidad, mientras guardaba la botella en su alforja—. La caravana del gobernador llegará en cualquier momento, y si el regente ve a cualquiera haciendo desorden, lo meterá en una celda toda la noche sólo para que no cause problemas durante su visita.

Esa advertencia sorprendió bastante a Katori y a Henry, aunque éste último intentó disimular lo más posible.

—¿El gobernador? —murmuró Katori, perplejo—. ¿El gobernador de la provincia?

—Sí, ¿cuál otro? Bueno, suerte con sus ventas —les ofreció un pequeño ademán de saludo con su cabeza—. Pero no hagan más escándalo, que otro de mis compañeros no será tan amable.

—Gracias, señor —respondió Henry, mientras lo despedía con un gesto de su mano, y el hombre se alejaba caminando por la calle—. Lo tendremos en cuenta... —Una vez que el guardia estuvo lo suficientemente lejos, la serenidad del primer oficial menguó—. Si el gobernador estará aquí, dentro de poco este puerto se llenará de guardias. Será mejor que nos vayamos de una vez.

—No podría estar más de acuerdo —secundó el navegante sin titubear—. Pero, ¿cómo haremos que el capitán deje de...?

Mientras ellos decidían su próximo movimiento, Jude se encontraba ensimismado en su discurso de convencimiento; su primera venta sin duda lo había motivado.

—¡Vamos!, ¿quién será el siguiente en animarse? No pierdan esta oportunidad, ¡este aceite es una verdadera maravilla que no encontrará en ningún otro lugar de Kalisma!

A unos pasos de él, y un tanto ignorante de todo el alboroto que ahí se suscitaba, una joven sirvienta de cabellos negros recogidos, hacía sus compras. De su brazo izquierdo colgaba una canasta de paja, y mientras avanzaba repetía cada uno de los ingredientes que debía comprar, para asegurarse de no olvidar ninguno. Los repasaba seguido de inicio a fin, señalando incluso los que ya tenía en su canasta.

—Espinacas, anchoas, zanahoria, patatas, alcachofas —susurraba despacio para sí misma mientras avanzaba entre la multitud, intentando esquivar a las personas lo mejor posible sin tener que apartar del todo su mente de la lista. Las alcachofas eran lo más difícil de conseguir, pues no era temporada; tendrían que arreglárselas sin ellas. Dejando eso de lado, todo parecía indicar que sólo le faltaban las espinacas.

Se aproximó a un puesto de verduras, justo a menos de un metro de los cuatro misteriosos vendedores. Revisó con su mirada las verduras, hasta que se encontró con los manojos de espinacas; se veían de un buen color, además de frescas.

—Disculpe, ¿a cuánto las tiene? —preguntó inclinando un poco su cuerpo hacia al frente para ver mejor al hombre que atendía el puesto.

—¡¿Qué tal usted, señorita?! —exclamó con fuerza la voz del vendedor de sombrero a sus espaldas; la joven, sin embargo, siguió enfocada en lo suyo, y se disponía a sacar el dinero para pagar—. ¡Usted!, la del traje de sirvienta.

Sólo entonces la chica se sintió aludida. Alzó su cabeza y se giró ligeramente para ver a aquel hombre que se encontraba a cierta distancia. No lo había visto muy bien mientras se acercaba, pero en verdad su apariencia le resultó bastante... extraña.

Sus ojos se entrecerraron un poco con desconfianza, y de inmediato pagó las espinacas y puso éstas en su canasta. Agradeció al hombre del puesto con un ademán de su cabeza, y entonces se giró de regreso en la dirección en la que venía.

—¡No sea tímida! —exclamó de golpe el hombre pelirrojo, apareciendo de la nada justo delante de ella, y cerrándole el paso en el proceso. La joven pelinegra se sobresaltó asustada, y retrocedió un poco—. Veo que es una chica que pudiera aprovechar gratamente las cualidades de nuestro afrodisiaco mágico.

—¿Afro...? ¿Qué? —exclamó Day, totalmente confundida—. ¿De qué está hablando, señor? ¿Para qué podría yo querer eso?

—No sea modesta —Jude sonrió ampliamente, y sostuvo una de las botellas entre ambos, para que ella la pudiera ver—. Puedo reconocer de inmediato por su lindo cabello, su mirada perspicaz y su figura indecente, que usted es una mujer sana, con iniciativa y sexualmente activa en esta comunidad.

Al escuchar esto, la joven se sobresaltó sorprendida, pero también algo aterrada. Su respiración se cortó, y sus ojos se abrieron como platos. Katori y Henry igualmente se alarmaron al oír tales cosas. Pero, aun así, Jude pareció no notarlo en lo absoluto

—Y nuestro producto es justo lo que una chica como usted necesita. Su trabajo de sirvienta debe ser tan estresante y agotador, ¿no es cierto? Luego de una larga jornada, ¿qué mejor forma de relajar el cuerpo que retozando a lado de...?

—¿Puede dejar de hablar por un segundo? —murmuró la sirvienta entre dientes, sonrojada pero visiblemente molesta; muy molesta. Sus dedos se contraían, y sus dientes se apretaban entre sí en un intento de no descargar todo su enojo acumulado de esa mañana en ese completo extraño. Sin embargo, el voltear discretamente hacia un lado y ver cómo varios de la multitud la miraban y murmuraban entre ellos muy despacio, lo hacía demasiado difícil—. ¿Está acaso consciente de que está acabando con mi reputación en cuestión de segundos?

—¿Ah? —exclamó el pirata, inclinando su cabeza hacia un lado, un tanto perdido—. No, no lo estoy... ¡pero de lo que sí estoy consciente es que nuestro Aceite de Maradona es la solución para toda mujer u hombre que quiere llevar al máximo su sexualidad! —Volvió entonces a extender la botella hacia ella—. Sólo déle un poco de éste a su hombre, y le aseguro que despertará cada mañana con una amplia sonrisa de satisfacción; sin frustraciones, y lista para un día más de trabajo. ¡Completamente garantizado!

Katori, nervioso, se acercó con cautela por detrás hacia él.

—Ah... capitán... digo, señor... digo, socio... Creo que ya debemos irnos...

—Silencio, Cort —murmuró el pelirrojo, volteando a ver al chico sobre su hombro—. ¡Casi cierro esta compra!

Katori desvió lentamente su mirada del capitán hacia la chica que había abordado.

—No... lo creo...

Jude no entendió en un inicio su afirmación. Sin embargo, cuando se giró de nuevo al frente, se encontró directo con el rostro rojo de enojo y vergüenza de aquella chica, y con sus ojos azules flameantes, fijos en él como dos filosas espadas. Sólo entonces fue, aunque sólo un poco, consciente de que quizás la había hecho enojar. Para Day Barlton, sin embargo, había sido mucho más que eso: había sido la gota que había derramado el vaso de esa horrible mañana.

Miró de nuevo de reojo hacia la multitud; seguían mirándola y cuchicheando.

—Escúcheme bien —susurró con voz entrecortada, como si las palabras batallaran para abrirse paso por su garganta—. Ya no quiero una disculpa de su parte. Sólo quiero... ¡que deje de gritar como loco y de hacer que todos piensen que soy una cualquiera! —Su voz se alzó en un fuerte y estridente grito, que hizo que incluso Jude retrocediera un poco por la impresión—. ¡¿Qué acaso no tiene sentido común?! ¡¿Cómo se le ocurre gritar esas cosas sobre una dama en plena plaza?! ¡Especialmente si ni siquiera me conoce, estúpido desconsiderado!

Jude parpadeó un par de veces, aparentemente confundido por esa reacción tan abrupta y que ciertamente lo había desbalanceado. Katori igualmente se vio obligado a retroceder un poco; él más que nadie solía paralizarse cuando la gente molesta le gritaba, especialmente mujeres. Jude, más que paralizado, parecía pensativo. Permaneció callado por varios segundos, en los que la furia de aquella chica no pareció disminuir ni un poco.

Tras ese tiempo, masculló con normalidad:

—¿Entonces no está interesada en las cualidades rehabilitantes de nuestro aceite mágico?

Eso ya era todo.

El cuerpo de Day reaccionó por sí solo. Jaló por completo su mano libre hacia atrás para tomar impulso y luego la soltó con gran fuerza hacia el frente. No estaba consciente de a quién estaba abofeteando realmente: ¿a ese irreverente vendedor?, ¿al joven amo?, ¿a los señores?, ¿a sus compañeras Elena y Valeria?, ¿a ella misma, quizás? Realmente daba lo mismo, pues la sensación de ardor de su palma chocando con tal intensidad contra la mejilla de aquel sujeto resultó ser más liberadora y placentera de lo que se hubiera imaginado.

La bofetada fue tan fuerte que el rostro del pelirrojo fue empujado por completo hacia un lado, y casi perdió el equilibrio. Quizás hubiera caído, pero Katori se adelantó a intentar sujetarlo para evitarlo, aunque casi terminó cayendo él mismo en el proceso. Jude se veía bastante perplejo, y aún no comprendía del todo qué había pasado; mientras tanto, su mejilla comenzaba a enrojecer.

—¡NO! —Le gritó Day con todas sus fuerzas, totalmente colérica y roja como tomate—. ¡No estoy interesada en su tonto aceite!, ¡pedazo de...!

Se forzó a sí misma a cortar sus palabras en ese mismo momento. Apretó sus labios entre sí, y comenzó a respirar lentamente por su nariz. Se veía un poco más tranquila... pero sólo un poco. Aun así, fue lo suficiente para poder pararse derecha, acomodarse su cofia y cabello, y suspirar. Buscó en la canasta la bolsa con dinero que traía consigo, y sacó de ésta dos monedas plateadas, que equivalían a media corona

—Es evidente que estoy teniendo un mal día. Así que por favor, déjeme en paz. Pero tome, para que se compre algo de sentido común para la próxima vez que se le ocurra ensuciar la imagen de una dama otra vez.

Extendió las dos monedas hacia él, pero Jude parecía aún bastante confundido para reaccionar, por lo que Katori se adelantó a tomarlas, por mero instinto.

—Que tengan buena tarde —soltó secamente la sirvienta por último, y prosiguió por su camino, sacándole la vuelta a ambos hombres, y luego alejándose con rapidez y sin mirar atrás.

Cuando Jude al fin pudo reaccionar, lo primero que miró fueron las dos monedas en la palma de Katori, y posteriormente la espalda de aquella chica alejándose por el empedrado.

—Pero no compró nada —señaló en voz baja—. Si no me compró nada, y me da dinero aun así, entonces... —Sus ojos se abrieron por completo de golpe cuando la revelación llegó a él—. ¡¿Me está dando una limosna?! ¡¿Cómo se atreve?!

—Capitán... ¿enserio? —masculló incrédulo, Katori.

De pronto, Jude le arrebató las monedas y comenzó a caminar en la dirección en la que se había ido aquella mujer.

—¡No!, ¡capitán!, ¡no! —le gritó Katori, y de inmediato intentó detenerlo, rodeando su cintura con sus brazos, pero su diferencia en fuerza se volvió muy evidente, pues él seguía avanzando, haciéndolo arrastrar sus pies sin que pudiera oponer mucha resistencia.

—¡¿Cómo se atreve a humillarme de esta forma?! ¡A mí!, ¡al Gran Jude...!

Rápidamente, la mano de Henry se colocó contra su boca, evitando que pronunciara cualquier otra palabra.

—Tú la humillaste más —le murmuró el primer oficial, despacio—. Dejémoslo en que están a mano, y vámonos de aquí. Connor, por favor.

Sin tener que recibir más instrucción, Connor se aproximó a ellos, le entregó la caja con los demás afrodisíacos a Henry, y sin mucho problema tomó a Jude con sus brazos y lo colocó sobre su hombro derecho como si fuera un simple saco de maíz.

—¡Oye! —espetó el pirata Carmesí, bastante molesto mientras pataleaba y se agitaba, pero era incapaz de zafarse del fuerte agarre del brazo de Connor—. ¡¿Qué te pasa?! ¡Bájame!, ¡ahora! ¡Hazme caso que soy tu capitán! ¡¿Qué nadie respeta las jerarquías ahora?!

Sus gritos seguían llamando demasiado la atención de la gente a su alrededor, así que lo mejor era apresurarse.

—Jude, tranquilo —comentó Henry, mientras empezaban a caminar juntos hacia el muelle—. Ya hiciste demasiado alboroto por un día; debes estar exhausto. Volvamos al barco, que Kristy te prepare algo de leche tibia, y tómate una siesta.

—¡¿Crees que soy un bebé, Nathan?! —le espetó furioso, al tiempo que Connor lo llevaba consigo en silencio, y sin mucho problema—. ¡Bájenme! ¡Se arrepentirán!, ¡todos lo harán...!

Así como llegaron, los cuatro se alejaron, dejando detrás de sí muchas caras confundidas, y a una sirvienta bastante enojada. Sin embargo, sería aún demasiado temprano para que dejaran el Puerto de Torell del todo.

FIN DEL CAPÍTULO 03

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