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«UNA SERENATA JUNTO AL RÍO» (Pt. 2)

II

 A tres cuadras al sur de su hogar, dos jóvenes esperaban que su hermana saliera de la panadería del señor Baker. Erick reposaba con su espalda contra la pared y la mirada vuelta hacia el cielo cubierto por algunas nubes, mientras que Elliot se asomaba por el escaparate y el cristal de la puerta. Al ver que su hermana se preparaba para salir, se hizo a un lado.

—¡Las tengo! —anunció Eleanor. En su mano izquierda llevaba una pequeña cesta de mimbre cubierta por una servilleta de tela, y dentro se encontraban las galletas—. Todavía están calientes, no hace mucho que salieron —comentó. Tomó una del montón con delicadeza, sopló y se la comió—. ¿Quieren? —ofreció a sus hermanos.

—Estoy bien, gracias —señaló Erick con su mano izquierda en alto.

—¡Yo sí! —respondió Elliot, y presuroso pasó a tomar una.

—Con cuidado; recuerda que están...

—¡Caliente! ¡Caliente! ¡Quema! ¡Quema! —clamó el niño mientras pasaba la galleta de una mano a la otra y le soplaba para después comérsela, lo que causó que su hermana volviera sus ojos hacia arriba y meneara su cabeza de lado a lado mientras que Erick solo cerró sus ojos y suspiró.

—Siempre me he preguntado cuál será el secreto de estas galletas. ¡Son exquisitas, mucho mejores que las de marca reconocida que venden en las grandes tiendas! —expresó, para después tomar otra más y comerla.

—Seguro el ingrediente secreto es amor —opinó Elliot con tono sugerente, y levantó un poco sus cejas.

Sus hermanos solo le dedicaron una mirada desconcertada, y luego se vieron entre ellos con el mismo nivel de confusión.

—No le presten demasiada atención, solo fue una broma —aclaró.

—El «grandullón» lee demasiadas novelas románticas —comentó Erick, quien parecía estar a punto de perder la poca paciencia que le quedaba—. En fin. Ya tienes las galletas; ahora, ¿a qué lugar iremos?

—¿Qué les parece el Paseo del Malecón? —sugirió Eleanor.

—En mi opinión, es una excelente idea —mencionó Elliot con entusiasmo, y extendió su mano para tomar otra galleta de la cesta—. Ya hace tiempo que no vamos. Me pregunto si habrá alguna novedad.

—Solo hay una manera de averiguarlo. ¿Qué dices al respecto, Erick?

—De acuerdo —respondió él con calma.

Con el rumbo señalado, los hermanos continuaron su camino, ahora en dirección al oeste, hacia el río «Flodelver».

Mientras tanto, a unas calles de allí, el joven y su hermana avanzaban con lentitud por las calles empedradas de un vecindario. A su paso se encontraban con calles vacías, como si en ese momento todos estuvieran dentro de sus hogares o, al contrario, no hubiera nadie en casa, y en contadas ocasiones divisaban un autwagen o algún transeúnte, cosa que le resultaba inusual al muchacho.

Conforme marchaba, la expresión de su rostro se volvió más y más afligida y su caminar más lento y pesado. Llevó su mano derecha a su pecho, inhaló profundo y exhaló con pesadez, como si el dolor lo invadiera de pronto, y un océano de pensamientos angustiosos atribulaban su mente.

«No en este momento... Por favor... Tu puedes... ¡Debes hacerlo!», pidió en su mente antes de comenzar a respirar con profundidad y con calma varias veces hasta que logró tranquilizarse un poco, y entonces continuó a paso un poco más rápido y constante.

Media hora después, luego de haber recorrido una gran cantidad de calles, dieron con un edificio grande que poseía un letrero lleno de adornos coloridos, como flores y aves exóticas, y decía «Abarrotes H. G.». Se trataba de un comercio en el que podía encontrarse gran variedad de productos, desde alimentos hasta enseres de uso común y alguna que otra herramienta.

El muchacho soltó el manillar del carrito de carga. Sus piernas le temblaban en gran medida y el aliento le fallaba por el esfuerzo que había realizado al llevar toda esa carga por su cuenta, por lo que reposó su cuerpo contra uno de los costados del vehículo, se quitó el sombrero para abanicarse y aflojó un poco el nudo de su corbata y el de su bufanda oscura a la vez que respiraba con profundidad. Tomó del interior de su abrigo una botella metálica de forma redonda, retiró la tapa y bebió de ella, tras de lo cuál exhaló aliviado.

Una vez que repuso un poco de sus energías, se colocó el sombrero y comenzó a buscar en sus bolsillos. Lo único que encontró fue una moneda de un mongeld, un botón negro, un pedazo de alambre retorcido, algo de pelusa, y lo que parecían ser los restos de una polilla muerta, cosa que le hizo gesticular con desagrado. Entonces se deshizo de inmediato de las cosas que no le servían y se dirigió hacia la parte trasera del carrito donde se encontraba su hermana.

—¿Tienes algo de dinero contigo? —averiguó un tanto preocupado.

Ella se incorporó y comenzó a buscar entre sus pertenencias. Tomó una pequeña bolsa de cuero de color negro y de ella extrajo una moneda de dos mongelds.

—Es todo lo que nos queda —señaló ella, lo que aumentó un poco más la preocupación del joven.

—Seguro alcanzará para algo —opinó mientras su hermana las colocaba sobre su mano—. Traeré algo para comer. Espera aquí, no tardo.

El joven abrió la puerta y se adentró en el establecimiento, un recinto amplio con numerosos estantes surtidos de mercancías variadas distribuidos por todo el local, y a su derecha encontró pequeños puestos con frutas, verduras y legumbres de diversos tipos.

—Buen día, joven forastero —saludó una voz femenina que escuchó provenir de su izquierda.

Al volverse, encontró un mostrador de madera de gran tamaño con algunos estantes pequeños y otros productos encima, y detrás se encontraba una joven que parecía estar a punto de llegar a las veinte primaveras. Su piel era bronceada, su cabello oscuro, muy largo y espeso, lo usaba sujeto en una trenza larga, sus ojos eran de color marrón claro y estaba ataviada con un vestido largo en color blanco con volantes en colores llamativos.

—Buen día, señorita —saludó el muchacho, quien por cortesía pasó a quitarse el sombrero.

—¿En qué puedo servirle?

—Quiero llevar dos piezas de pan —señaló una bandeja de panes de buen tamaño que se encontraba en el mostrador y que tenía una etiqueta adherida en la que venía escrito «Dos piezas por un mongeld»—, estas cinco manzanas —indicó mientras se volvía para tomar las frutas de un puesto cercano y que estaba marcado con el precio de «Cinco piezas por un mongeld» y las colocaba en el mostrador —, y un trozo de queso «Osteese» del equivalente de un mongeld —solicitó.

—A la orden —dijo la joven, entonces pasó a tomar con un par de pinzas las mencionadas piezas de pan y las envolvió en un trozo de papel de color marrón, luego se dirigió a un aparador que se encontraba detrás del mostrador y donde se almacenaban productos como los quesos, lácteos y demás que requerían refrigeración, y tomó una enorme rueda de queso de color amarillo con una textura suave. De este partió un trozo triangular que colocó en una balanza sobre el mostrador, y luego de hacer mediciones, pasó a envolverlo en otra pieza de papel. Hecho esto, guardó todos los productos en una bolsa grande de papel

—Serán tres mongelds —anunció la muchacha, y él pasó a tomar las monedas de su bolsillo y pagar.

Mientras él tomaba su compra y ella guardaba el dinero en una caja, el chico puso su atención en una curiosa bandeja que se encontraba a su derecha, sobre la que se encontraba lo que parecía ser alguna clase de alimento preparado envuelto en hojas de maíz, mismo que al parecer acababa de ser preparado pues todavía estaba caliente y emanaba un poco de vapor.

—Nunca antes había visto esto —comentó mientras tomaba con cuidado uno de los productos antes mencionados—. ¿Qué son?

—Son tamales —respondió—. Mi... —La joven se quedó pensativa por un momento, como si buscara una palabra en su mente—... abuelita los prepara. Algunos son naturales, es decir, de maíz, otros están rellenos con carne, con queso o vegetales.

—¿"Abuelita"? —preguntó confundido el muchacho, pues lo dijo en un idioma que él no entendía.

—La madre de mi madre... ¿Cuál es la palabra en coulandés?

—¡Ah! ¡Habla de su bestrandmutther, su 'abuela'!

—¡Sí! ¡Esa palabra! Siempre se me dificulta decirla en este idioma. Bueno, como mencioné, ella es quien los prepara, y nosotros los vendemos.

—¿Qué precio tienen?

—Dos piezas por un mongeld.

—Seguro deben ser deliciosos. Por desgracia, no tengo suficiente para comprarlos.

—Esperanza, mija, ¿estás muy ocupada? Quiero que vengas un momento —se escuchó la voz de una mujer que provenía de una puerta que se encontraba cerca del aparador donde se almacenaba el queso.

El joven dirigió su mirada hacia la derecha para ver a una anciana de muy baja estatura y figura rolliza. Ella también tenía su piel bronceada y ojos color café, como la joven que atendía el establecimiento. Su cabello, cubierto por canas, estaba recogido en una trenza pequeña, y vestía prendas muy similares a las de la joven que trabajaba en la tienda.

—Sí, abuelita; ahora estoy con un cliente. Permita que lo atienda primero, y luego iré con usted —explicó la muchacha.

¿El muchacho quiere llevar tamales? —preguntó fascinada al verlo con uno en sus manos.

—Dice que le interesan, pero no tiene suficiente dinero para comprarlos.

La mujer miró al muchacho, quien no quitaba de su rostro su expresión confundida debido a que no entendía una sola palabra de lo que la joven y la anciana hablaban, y se acercó hacia él.

—Llévelo, mijo; es cortesía de la casa —indicó con suma amabilidad y compasión en su rostro.

—Esto... ¿Qué? Disculpe, no entiendo. ¿Qué fue lo que dijo? —averiguó con la joven con una sonrisa nerviosa en el rostro.

—Dice que puedes llevártelo sin costo alguno, que es un obsequio de la tienda.

—Oh, no. No sé si deba aceptarlo —opinó, para después colocarlo sobre el montón de la bandeja.

Anda, mijo. Llévelo —expresó al tiempo que ella tomaba uno del montón y lo colocaba en la mano del joven—. Le hace mucha falta —añadió mientras le tocaba el área del abdomen, gesto que lo llenó de desconcierto y sorprendió a la joven.

—Ella insiste —agregó la joven con una sonrisa llena de ternura.

—De acuerdo —exhaló con resignación y una tenue sonrisa, entonces lo colocó junto con los demás productos en la bolsa de papel—. Gracias —dijo, y se volvió hacia la anciana—. Gracias, señora.

—Que le vaya bien, joven forastero —saludó la muchacha.

Cuídese mucho, mijo —añadió la anciana.

El joven hizo una leve reverencia para después colocarse el sombrero, y acto seguido salió de la tienda.

—Traje algo de comida. Si la racionamos de manera adecuada, tal vez nos alcance para hoy y el desayuno de mañana —anunció al llegar al carrito, y le entregó la bolsa a su hermana.

—¿Qué es esto? —averiguó ella al ver el tamal.

—Un obsequio de la tienda. Es un alimento que ellos preparan. Creo que se llama «tamal», o algo así.

La joven comenzó a desenvolverlo poco a poco de su cubierta de hojas de maíz, y encontró en el interior lo que para ella parecía una especie de «pastelillo» de color blanco amarillento, forma rectangular y grosor considerable. Entonces pasó a comer un poco de este.

—Interesante. Tiene un sabor dulce, y una textura... poco usual. ¡Tienes que probarlo! —invitó, y se lo ofreció a su hermano.

—Gracias, pero estoy bien. No tengo demasiado apetito, a decir verdad.

—Hermano, lo único que te he visto comer en todo el día fue un pedazo de pan y, si acaso, un poco de queso, y eso fue por la mañana. Además, te ves fatigado —reclamó, y luego pasó a partir el tamal por la mitad para darle una de las porciones—. Por favor, come algo.

El joven exhaló con brevedad y tomó lo que su hermana le daba para pasar a comerlo.

—Está delicioso —comentó en tono algo serio mientras trataba de dibujar una sonrisa en su rostro. Luego pasó a sentarse junto a su hermana en la parte trasera del carrito mientras que ella terminaba de comerse su porción del tamal y tomaba una de las manzanas de la bolsa.

—¿Estás enfermo? Puedo percibir que estás un poco fuera de ti —averiguó ella intranquila por lo que parecía ocurrirle a su hermano, y después le dio un mordisco grande a la manzana.

—Estoy bien —contestó con el mismo intento de sonrisa en el rostro, y volvió a comer de la porción de tamal—. Solo estoy un poco cansado por este viaje y demasiado distraído en mis pensamientos; ya lo comprendes, tenemos planes que debemos seguir y nuevos proyectos en los que hay que trabajar, y esas cosas ocupan mi atención. Pero no te preocupes, tu hermano es fuerte como un roble. Estaré aquí para ti por mucho tiempo. Puedes cobijarte bajo mi sombra cuando lo necesites —aseguró. Su expresión se notaba más convincente ahora.

La chica sonrió con dulzura, luego se acercó hacia él y reposó su cabeza sobre el hombro de su hermano para después darle otra mordida a la manzana mientras él daba otro mordisco al pedazo de tamal.

—Por cierto, creo que ahora tenemos un pequeño problema de dinero —comentó la joven, lo que hizo que el rostro de su hermano mutara en uno de preocupación y pasara con dificultad el bocado que había tomado—. Debemos obtener un ingreso si queremos conseguir alimentos para el resto de la semana u hospedarnos en algún sitio adecuado para cuando lleguen los días más severos del invierno. ¿Cuáles son los sitios públicos más concurridos de la ciudad en los que podemos efectuar nuestros actos?

—Permite un momento —dijo el muchacho, y de inmediato se puso de pie y comenzó a buscar en su abrigo. Extrajo del interior un papel doblado que pasó a extender, además de una pequeña libreta con cubierta de cuero de color azul—. Según este mapa, en Kaptstadt se encuentra el célebre parque «Starerne», el Paseo del Malecón de Kaptstadt, la Plaza «Klingenberger», misma que es una reciente adición a la ciudad, y numerosos parques pequeños y otras plazas públicas —indicó con su dedo índice—. Debería marcarlos en el mapa para tener mejor referencia —musitó—. También hay varios restaurantes y cafés en los que tienen mesas en el exterior —señaló mientras hojeaba su cuaderno—. Por el día de hoy, si quisiéramos intentar hacer algo de dinero, lo más cercano a nosotros es el Paseo del Malecón de Kaptstadt. Según la información que he recolectado, allí también hay áreas para quienes desean acampar, pero solo por un tiempo. Si no alcanzamos a pagar una habitación en una posada, podemos intentar pasar la noche en una de esas áreas designadas.

—¿Qué hora es? —inquirió después de que él proporcionó dicha información.

Su hermano revisó en el bolsillo de su chaleco y extrajo un viejo reloj de bolsillo atado con una cadenilla.

—Veinte minutos después de las tres de la tarde —señaló.

—Eso significa poco más de dos horas de luz de día. Podríamos buscar un lugar concurrido en esa área y llevarlo a cabo —señaló la joven con entusiasmo a la vez que su hermano guardaba las cosas en su abrigo.

—¿Estás segura? ¿No te sentías mal hace un momento?

—El dolor de cabeza se ha disipado luego de tomar alimento, aunque todavía siento cansadas las piernas, pero estoy en condición de trabajar.

—De acuerdo. Toma asiento entonces que llevaré el carrito hacia allá.

La joven asintió y se acomodó en la parte trasera del carrito mientras que él se dirigió hacia la parte frontal. Entonces tomó el manillar y comenzó a tirar de este.

Unas cuadras más adelante se encontraba el sitio que deseaban visitar: el famoso Paseo del Malecón de Kaptstadt a orillas del río Flodelver. Este iniciaba en el gran puente principal «Winifred Llewellyn», nombrado así en honor a la hija de Leonhard Llewellyn, el primer rey de Couland, y continuaba hasta llegar al lago «Starerne». De hecho, parte de ese paseo formaba parte del parque que portaba el mismo nombre.

El atractivo turístico podía encontrarse tanto del lado este como del lado oeste del río. Ambos eran amplios y espaciosos con el suelo cubierto de adoquines rojos y un pequeño muro de cerca de un metro de alto con columnas que poseían adornos en forma de estrella cada cierta distancia. Podían verse numerosas lámparas similares a candilejas que al encenderse por las noches lo hacía parecer un lugar de ensueño, además de árboles frondosos, bancas, alguna que otra fuente, escultura o punto de visita donde podían reunirse varias personas, y también algunas salidas para quienes deseaban bajar a la orilla del río y efectuar diversas actividades, desde pequeños días de campo y otros eventos familiares, hasta acampar, pescar, nadar o navegar.

El lugar era albergue de diversos puestos comerciales que pertenecían a pequeños comerciantes. Vendedores de alimentos, golosinas, pequeños juguetes, incluso joyería barata, artesanías, y hasta uno que otro artista callejero, se presentaba en el sitio para efectuar sus negocios y hacer algo de dinero de manera honesta. También, a lo largo de las calles contiguas al malecón, se encontraba un conjunto de bloques designados a establecimientos comerciales de mayor tamaño, como restaurantes, hoteles, tiendas, e incluso pequeños parques y áreas recreativas, además de alguno que otro edificio residencial o domicilio particular, todos ellos ubicados de manera que tuvieran vista al río y al mencionado atractivo turístico.

Así como el parque «Starerne», el gran Paseo del Malecón de Kaptstadt reunía a miles de visitantes cada fin de semana, desde locales hasta turistas. Y ese día, el tercer día del décimo segundo mes en el año de 1871, las vidas de algunos de sus visitantes estaban a punto de cambiar para siempre.

Buen día, mis amados Travenders.

Como lo había prometido, comparto con ustedes una parte más de esta historia. Ahora, me gustaría que ustedes compartan sus opiniones. Recuerden que son ustedes, mis apreciables lectores, los que hacen crecer las historias con sus palabras.

Mientras tanto, los invito que aguarden con paciencia el siguiente fin de semana. 

Que tengan paz, y un excelente día.


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