77. El trono
El trono
GAVREL
El calor que emana de Elena es abrasador, su pulso se agita continuamente y, por lo mismo, su respiración no se regula; y aunque, como el hombre que la tuvo en una cama, pudiera afirmar que eso es normal, en estas circunstancias no es bienvenido.
No es la mujer que estoy acostumbrada a ver. Este no es el tipo de dolor que quise provocar en ella. Por otro lado, y por angustioso que sea, me ayuda a no pensar en ella solo como un enemigo a temer. Elena Novak es serpiente y rosa a la vez.
Ahora solo debo confiar en que Adre la sabrá ayudar. Por lo demás, tengo la boca y las manos atadas, y no me queda más que esperar.
—Hay que admitir que tienen creatividad —dice Sasha escondido tras la cortina de una ventana. Oculto de las multitudes.
—Ciérrala —le pide Isobel por tercera vez.
—Quiero ver que tan enojados están.
De lejos, por supuesto. Ninguno de nosotros bajará.
Su panorámica es la Plaza de la reina. Baron se halla afuera plantando cara a las multitudes que exigen una explicación.
Pero no la hay.
No la hay pese a que, por dónde se le vea, es nuestra responsabilidad. Y aunque no lo fuera para la gente allá afuera siempre lo será.
De todo seremos culpables siempre.
—Ya pasará —confía nana, aún ansiosa por saber de Marta.
—Por fortuna los llamó «ratas» —insiste Sasha, volviendo a la noche de su cumpleaños—. ¿Te imaginas perros volando por los aires o una alfombra de estos frente al castillo?
—Terrible —dice Isobel.
—Y espera a que esas ratas empiecen a pudrirse —añado yo para su horror.
—No las dejarán ahí —asegura Sasha—. Me apuesto lo que sea a que la misma gente del Callado se las llevará para comérselas.
Escuchar eso me hace regresar mi interés a Elena. «Hay tanto que no debí permitir».
Pero ella del mismo modo es terca.
Mientras pienso en eso, el gentío enardecido finalmente consigue que una rata entre por la ventana y los cuatro la miramos en silencio unos segundos.
—¡VULGATIAM! —gritan con enjundia—. ¡VULGATIAM!
—¿Qué es eso? —me pregunta Isobel.
—En pocas palabras quieren nuestras cabezas.
—¡Pero su enemiga es Eleanor! —se queja Sasha.
Dejo caer mis hombros.
—Culpa por asociación. Los viste quemar el león de papel maché. Nuestro parentesco con Eleanor no solo nos trajo privilegios. Llegó la hora de pagar su deuda.
Ellos harán cumplir la profecía.
—¡Gavrel! —Un Jakob notoriamente cansado abre la puerta—. Tienes que bajar —asegura, señalando el pasillo afuera—. En el vestíbulo es necesaria tu presencia.
—Baron está a cargo —digo, otra vez pendiente de Elena—. Bajaré después.
Jakob sacude con negativa su cabeza.
—No entiendes. Trajimos a la apoderada de la isla y pide que la escuches.
—Acaba de ser sentenciada a muerte, por supuesto que lo pide.
Pero yo no cambiaré su sentencia.
—Asegura tener información de tu interés —agrega Jakob y miro a Isobel.
«Ahí debe estar la respuesta».
En tanto, Baron también entra a la habitación.
—Este es el listado con los nombres de las sobrevivientes —me informa y rápido nana corre hacia él para buscar a Marta.
—No está —susurra, releyendo—. ¡No está!
—Tal vez la apoderada sabe algo —digo.
—Interrógala —me pide Isobel y empiezo a salir.
—Que nadie moleste a Elena —pido mientras tanto—. Mantengan comida y agua cerca hasta que despierte, pero esperen en la sala de afuera para no incomodarla. No le agradará vernos.
Isobel está de acuerdo.
—Vamos —digo a Sasha y él le deja las cartas informando de Bicho a Isobel.
Entre más gradas dejamos atrás y, por consiguiente, más cerca nos encontramos de la entrada del castillo, más estripitoso es el barullo en nuestros oídos. Fue irresponsable de mi parte no hacerme cargo desde el principio, volverle la espalda a las obligaciones de la corona, pero del mismo modo era importante una confrontación con mi otra realidad.
Ambas me roban el sueño.
—Estuve haciendo preguntas a las sobrevivientes —dice Jakob—. Aseguran que Malule y la apoderada desviaban la ayuda enviada por el Burgo.
—Y apostaría mi cabeza hacia dónde —digo a Sasha y este se muestra de acuerdo—. Aun así, no nos exime —insisto en recalcar—. Debimos hacer algo antes.
—La isla de las viudas no era importante hasta ahora —dice Sasha y tal declaración tristemente es cierta; y, por tanto, también me llena de culpa.
Pero cómo estar en todo, cómo saberlo todo si ni siquiera somos el maestro de ceremonias de este circo.
Por eso me tienen que explicar el funesto espectáculo frente a mí. La apoderada, una mujer feúca y regordeta, al pie de las escaleras regurgitando residuo animal. Soldados de la Guardia la sujetan de las muñecas.
—Intentó huir y la gente del Callado la castigó —me explica Jakob y se instala a su lado para comenzar el interrogatorio.
—Suficiente declaración de culpa —asegura Sasha.
La mujer, de rodillas en medio de la Guardia real, trata de ponerse de pie al verme. Su cara está repleta de sangre, el cabello sobre su cabeza es una tolvanera y su vestido lo trae hecho añicos. Es evidente que intentaron de lincharla.
—¡Alteza, la reina me autorizó! —llora.
—¿La reina le autorizó dejar morir a cuarenta y un mujeres? —digo, molesto.
—¡No, ellas se lo buscaron, yo hablo de Elena!
Inseguro de querer escuchar esto termino de bajar las escaleras.
—¿Elena?
Puesta de rodillas frente a mí la apoderada debe alzar el rostro para verme.
—Prisioneras le hicieron llegar a su majestad la noticia de su condición.
—¿Su condición? —Mi mandíbula se siente rígida.
Temiendo lo peor, Sasha de igual forma termina de bajar las escaleras.
—Embarazo —La apoderada se sacude en los brazos de los guardias—. Y pidieron autorización para deshacerse de la criatura a cambio de ser liberadas. La reina aceptó.
Me echo hacia atrás.
—Entonces las prisioneras, ayer ya muy entrada la noche, encerraron a Novak en una celda; la golpearon y obligaron a beber clavo —continúa la mujer—. No la mataron solo porque Malule dijo que su majestad pactó con usted mantenerle con vida.
«Malule».
—¿En serio te sorprende? —dice Sasha—. Porque a mí no. Esto es solo una confirmación.
Desde luego.
Me giro hacia las escaleras. Baron también está bajando.
—¿Malule? —inquiero sintiendo que un caballo galopante tira de mis entrañas.
—No lo hemos visto —contesta.
—¡Alteza, yo no tuve que ver! —La mujer continua rogando piedad. Se tira a mis pies temiendo que no cambie su sentencia.
—¿Entonces cómo sabes que golpearon a Elena? —la confronta Sasha, inclinándose delante de ella para tenerla cara a cara.
En tanto yo, sacudiendo mis pies para que me suelte, me vuelvo otra vez hacia ella. Para mí será la primera en pagar.
—Es que...
No sabe defenderse. El tufo a muerte que emana es tan insoportable como sus palabras.
—Y que la hicieron beber té de clavo —continúa Sasha.
—Altezas...
—Lo sabes todo —Sasha le empuja la frente con el dedo índice sin mostrar piedad alguna.
—¡No, yo soy inocente!
—Marta; la chica que siempre acompañaba a Elena —exige ahora.
—Entró al Salón del comedor —confirma la apoderada y mi corazón da un vuelco.
Entre lágrimas, la mujer también trata de justificarse por eso; sin embargo, a pesar de que se dirige a mí, callo. De momento Sasha piensa con más claridad.
—Pero es que de cualquier modo morir es lo justo —determina—. Para comenzar, Reginam es el castigo por complotar contra un miembro de la familia real. Un miembro de la familia real que terminó asesinado.
La apoderada mira con terror de Sasha a mí, como todos apenas lo termina de comprender.
—Aunque el «Vulgatiam» que grita la gente allá afuera se escucha más entretenido.
—¡No! ¡Ida, Atria, Mah y Jan! —continua confesando y mi respiración se agita—. ¡Esos son los nombres de los verdaderos culpables!
—Dos están muertos y dos huyeron, internas ya les habían denunciado —dice Baron para más angustia de la mujer. De momento sigue siendo la única que va a pagar por esto.
—¿Por cuáles otras manos pasó la carta que enviaron a mi madre? —exijo—. ¿Quién la pensó? ¿Quién la escribió? ¿Quién se la trajo?
—Malule —insiste.
—Denle persecución —ordeno a Baron.
—Sí. No te preocupes. Ya estamos en eso.
—Lo quiero aquí vivo. Yo mismo lo mataré.
Baron asiente, prepara espuelas y cinco guardias salen tras él a buscar.
—En cuanto a esta mujer —digo ensanchando mis fosas nasales. Mi sangre arde—. Entréguenla a las multitudes —decido para su horror—. Con suerte eso los calme un poco a ellos... y a mí.
—¡ALTEZA NO!
Los soldados hacen enseguida lo que pido y, tirando de sus brazos, la arrastran de vuelta a la plaza.
—¡ALTEZAAA!
—Dudo que de todas formas le sirva recordar el nombre de Marta —dice Sasha.
—Síganme —le pido a él y a Jakob al mismo tiempo que desenvaino mi espada y busco el camino hacia el Salón del trono.
Sirvientas se apartan con miedo al verme.
—Tranquilas, Gavrel solo avisará a mami que este año no recibirá regalo del Día de la madre —las «tranquiliza» Sasha.
Empujo lo que esté a mi paso y eso alarma a mi hermano, de modo que justo frente a la puerta del Salón del trono me detiene.
—Sé que estás molesto pero no debes olvidar una cosa —me advierte, serio.
Muevo mi cuello y mi muñeca aún con espada en mano.
—¿Que es nuestra madre?
—No. Que si le metes la espada en las costillas le dolerá más.
«Bien».
Empujo las puertas del Salón del trono y dejó allí a Sasha y a Jakob para vigilar.
El cielo y el infierno me reciben, además de un candelabro de techo con forma de araña y una colección de cabezas de fieras salvajes colocadas una tras otra a lo largo de la albarrada. Eleanor es de gustos extravagantes en cuanto a decoración. En cuanto a todo, en realidad; incluido cómo gobernar.
No parece sorprendida de que ose irrumpir de esa manera. Me esperaba. El obispo, como nada nuevo, la acompaña; el hombre tiembla frente a ella en tanto informa lo que sucede afuera.
Pero es inútil.
Es inútil informarle y, para lo que pretende, desde hace semanas también es inútil el obispo mismo.
—Haré lo posible por tranquilizar a las masas —promete el hombre. Porque solo es eso; otro hombre.
—Como si eso fuera a funcionar —digo molesto a Eleanor, interrumpiéndoles.
Al escucharme, el anciano se remueve en su lugar. En el castillo es sabido que hasta se ha orinado encima al dirigirse a su reina sanguinaria. Por tanto, tampoco debe hacerle gracia que otro león se halle tras él con espada en mano.
—Me retiro su majestad.
—Sabes tanto como yo que no va a funcionar —repito a Eleanor en cuanto el obispo, dispuesto a cumplir órdenes, abandona urgido el salón.
—Les hablará de las consecuencias de no temer o respetar la autoridad —contesta Eleanor.
Camino con decisión hacia ella. Una alfombra color rojo sangre se extiende desde la puerta hasta el trono con forma de cascabel a juego con su corona.
—Ese obispo te tiene más miedo a ti que a las figuras que tiene como adorno en su iglesia; y la gente allá afuera, madre, hace semanas que dejó de temerte. Saca tus conclusiones.
—¿Figuras como adorno? El Padre sol merece res...
—¡No es el dios de los campesinos! —agito con enojo la espada en mi mano—. ¡Jamás has querido entender que ellos son hijos de la luna no del sol!
—¿Y tú, cielo? —Ella me mira con rencor y me detengo—. ¿Tú igualmente eres hijo de la luna?
—De la rosa —digo y vuelvo a avanzar—. Soy hijo de la rosa.
Molesta por ser confrontada, con un movimiento de su mano Eleanor hace ponerse de pie a las leonas que la custodian.
Es una amenaza. Callar o morir.
—Si no hubieras roto tu voto de castidad... —me recrimina.
—¿Esto es consecuencia de que follé, madre? —Hablo apretando los dientes.
—Ese bastardo era nuestro castigo.
—Era un inocente —apunto mi espada en su dirección.
—¡Era un error!
—Como yo —me señalo—. Pero soy un bastardo que tu rey te dio la opción de conservar.
—¡NO ES LO MISMO!
—Una opción que tú, como reina, no me diste —Vuelvo a apuntar mi espada contra ella y las leonas se acercan.
—¡Ten vergüenza, Gavrel! —Su desdén solo me enoja más—. ¡La madre era una campesina!
—Yo tampoco soy digno. Mis manos han tocado la tierra. Mi cabello es castaño no rubio...
Eleanor alza la barbilla.
—Castaño no es negro.
—Baron también es bastardo.
—¡Calla!
—Y Duardo nos niega —río.
—¡CÁLLATE YA!
—¿Qué más pretendías reparar con un voto de castidad, madre?
—¡Lo arruinaste todo! —me echa en cara.
—¿Yo?Yo tenía un plan.
Nos acabó.
—Sí, Eleanor, ¿y qué te costaba instalar una cunita junto al trono? —protesta Sasha desde la puerta.
Eleanor lo mira furibunda.
—¡La hiciste abortar! —le recrimino sin miramientos, otra vez agitando mi espada en su dirección y esta vez si ordena lanzarse hacia mí a Olympia y a Giogela.
Pero no sería digno del trono si no tuviera el valor de vengar a mi hijo.
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Uy, ¿cómo terminará esto?
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