76. Ratas
Capítulo dedicado a Allefht (Milena Baca)¡Gracias por esforzarte con las teorías!
En verdad, muchos se están esforzando con las teorías dejadas en el grupo de facebook. Muchas gracias!
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Ratas
MACABEOS
Entró chillando como si la corretearan y ahora, apresurando sus diminutas patas, recorre el andamiaje del techo husmeando.
Me gustaría hablar con ella, preguntarle qué se dice de la revolución en el alcantarillado, pero las ratas no hablan. De manera que, al tanto de su insignificancia, la vuelvo a ignorar.
Las instalaciones de la H, por seguridad, siempre se han encontrado en el sótano de una juguetería propiedad de mi
hermano. Darian fue nuestro cómplice durante estos años. Ahora bien, como era de esperarse, las últimas semanas han sido complicadas para nosotros; por lo que no deja de pedirme desaparecer el equipo.
Era más fácil cuando la Guardia no sabía dónde buscar. La familia real había escuchado de la H, se enteraban de lo que se ponía en manifiesto en sus transmisiones, pero sus soldados no tenían idea de dónde buscar. No obstante, al enterarse de Hedda por fin hubo una ruta de búsqueda y fue imposible que ligarme a esta. A fin de cuentas, yo fui su mentor.
Alegué desconocimiento.
Durante el interrogatorio le dije a Gavrel que lo más probable es que Hedda robase el equipo en un descuido mío y que desconozco dónde lo escondió.
No sé si Gavrel me creyó o si dejó de investigar por su cuenta, pero al menos dejó de preguntar. Después de todo, entonces pasé por alto que Sasha había demostrado interés en aprender cómo funcionan los aparatos escondidos en la Cúpula del Heraldo. Y hoy me amenazaron. En el castillo me acorralaron y amenazaron. Como sea, lo tomo como una última advertencia.
En todo caso, ¿por qué no me mataron? Tal como su abuelo y Eleanor en su momento, ¿estarán conscientes de que aún les sirvo?
Saco los cerillos que guardo en mi bolsillo y con mano temblorosa enciendo la lámpara de gas instalada sobre la mesa a mi costado. Hedda fue la última persona en venir. Yo visitaba poco la estación.
Una vez hay luz, me acerco a su silla, hago a un lado papeles y alcanzo el micrófono ahora cubierto por una capa de polvo. Al tirar de este sale de su escondite el cableado que instalamos los dos. Las acometidas eléctricas de Bitania funcionan a pesar del desuso. Lo comprobé entonces y recién cuando colocamos las pantallas gigantes y los televisores.
Solo han pasado semanas desde la última vez que la H habló a su público. Gente del Callado y muchos otros lugares aún la sintonizan con la esperanza de seguir escuchando sus mensajes.
—Lo lograste, Hedda —musito—. Propiciaste la revolución al tener la valentía de hablar pese a pagar con tu vida por ello.
Sus hijos y madre se marcharon de Bitania. Esa misma noche que Hedda murió gente aseguró haber visto a la cuadrilla de Garay huyendo a caballo con ellos. Por lo pronto estarán a salvo en algún campamento de las Serpientes.
—¿Valió la pena, Hedda?
Sé que al ver cuán desesperados se encuentran los Abularach me diría que sí, pero yo no estoy tan seguro. Al ver tan de cerca cómo funciona el poder he aprendido que este solo cambia de manos.
Un Abularach siempre se sentará en el trono.
Dando vueltas a eso y lo sucedido en el castillo, empiezo a guardar el equipo en cajas.
—¡Macabeos! —me llama con urgencia mi hermano horas después, se halla bajo el umbral de la puerta, de pie al inicio de las escaleras.
Termino de colocar una lona sobre las cajas y me apresuro a subir.
—¿Qué pasa?
El viejo Darian apenas consigue hablar.
—Un incendio.
—¿Aquí? —exclamo con miedo. No obstante, de ser así, él ya hubiera corrido fuera.
—No. En la isla de las viudas.
—Nada nuevo. Últimamente sucede seguido.
La campesina se empeña en enfadar a Eleanor.
—Este se salió de control —asegura Darian, preocupado—. Los botes de la Guardia no dejar de ir y venir de la isla y acaban de detener un linchamiento en el Callado.
«¿Linchamiento?». No los hay desde la noche del cumpleaños de Sasha.
—Parece algo importante. Deberías volver al castillo gris. La familia real podría necesitar del Heraldo.
—Sin duda alguna.
Paso de mi hermano volviendo a prometer que pronto sacaré el equipo de la H de su negocio y hago mi camino fuera, hacia las calles de la Plaza de la Moneda.
Apenas debe ser mediodía porque el sol es una pira sobre nosotros. Pero eso pasa a segundo lugar al ver la procesión de personas camino al puente de piedra. Devuelvo mi atención a una de las ventanas de la juguetería de Darian y lo veo apresurarse a cerrarlas. Teme que las cosas se vuelvan a salir de control. Y aunque saquear una juguetería de la Plaza de la Moneda no es tan tentador como una panadería o carnicería, es mejor no correr riesgos. Es evidente que, una vez más, el vulgo se halla molesto.
Y porque no sé el motivo, giro sobre mis talones para ver todo en derredor. Gente, por raro que parezca, lleva en sus manos ratas.
Desde las calles de la Plaza de la Moneda las llevan en la mano o retazos de tela, pero desde el contingente que viene del Callado es peor. Las traen en jaulas o ahogadas en piletas que sujetan entre dos personas o más, a modo de que muertas, supongo, sea más fácil trasladarlas; sin embargo, es inevitable que una escena así no provoque náuseas.
Por lo menos a mí y a la gente de la Gran isla que visita la Plaza de la Moneda.
Pero es una protesta.
La gente camina en silencio, avanzan con la mirada fija al frente. Desde mi lugar de recién llegado parezco ser el único que no sabe qué hacen ni hacia dónde marchan, pero, sin duda, su destino es la Plaza de la reina.
La cuestión es qué reclaman esta vez.
Abandoné desde temprano el castillo gris y me encerré en el sótano que fungía como las instalaciones de la H. Mientras, el mundo parece haberse venido abajo.
Camino junto a un niño de la Plaza de la Moneda para preguntarle.
—Están arrojando ratas al castillo gris —dice, riendo. Como si solo añadiera una travesura más a su lista.
Pronto me deja atrás para reunirse con otros chiquillos y continúo solo detrás del resto del vulgo.
Darian tenía razón, desde el puente de piedra es fácil ver los botes de la Guardia real que regresan de la isla de las viudas con extraños sacos antropomorfos atados de los pies.
«Cadáveres».
El mar de gente a mi alrededor apresura su marcha.
Todos los caminos de la Gran Isla conducen a la Plaza de la reina, de modo que el grupo se divide para rodear el castillo gris desde todos los ángulos. En el lugar, de todas formas, no cabe un alma más. Frente al graderío se encuentra una tarima con miembros del Burgo hablando a la multitud, a su alrededor hay soldados de la Guardia escoltándoles y es lo mismo con las entradas del castillo. No obstante, tal como me lo describió el niño, a los pies de cada soldado alrededor del castillo, hay ratas.
Largas alfombras de ratas muertas circunda el castillo gris y más están siendo arrojadas vivas a las ventanas.
—Calma —musita con temor el encargado del Burgo con ayuda de un altoparlante—. No debe tardar en llegar —asegura.
Soldados de la Guardia se instalan frente a él para servir de escudo cuando la gente de igual forma comienza a lanzarle ratas.
«¿No debe tardar en llegar quién?»
Dentro de poco mi duda es resuelta. La multitud se tranquiliza al ver a cuatro soldados entrar a la plaza cargando con una mujer rechoncha que llora y trata de sujetar contra sus enormes pechos retazos de un descomunal vestido ahora destrozado. Tiene topetazos en la cara y grita histérica cada que alguien ajeno la Guardia intenta acercarse a ella.
—Es la apoderada de la isla de las viudas —escucho decir a alguien—. La detuvieran en el Callado cuando intentaba huir de Bitania. La iban a linchar.
«Y la Guardia la rescató para traerla a un juicio público», concluyo.
—¡También deben traer aquí a Malule! —grita la mujer al ser alojada junto al entarimado y miembros del Burgo y la Guardia se miran entre ellos. Atrayendo la mujer, sobre todo, la atención de Baron Abularach que sube las escaleras para situarse junto al encargado del Burgo.
La gente es silenciada para poder comenzar.
—Felaida de Gorques, se le acusa de incumplimiento de deberes al dejar morir en un incendio a internas que tenía a su cargo —lee el encargado del Burgo traspapelando las hojas en su mano y Baron le entrega otra—. Cuarenta y tres —agrega el hombre al leerla la última—. Según el conteo de cadáveres en el salón del comedor y las mazmorras de la alcazaba, son en total cuarenta y tres muertos.
El murmullo de la multitud se alza por encima de la voz del encargado Burgo y este les ordena callar para dejar hablar a la apoderada.
—¡Fue culpa de ellas, excelencia! —dice esta, dirigiéndose a Baron—. Las castigué encerrándolas en el Salón del comedor por amotinarse a favor de otra interna e iniciaron un incendio para obligarme a abrirles la puerta.
—¿Y por qué no la abrió? —le pregunta Baron.
—No pensé que se saliera de control.
—¿No pensó que un incendio se saliera de control?
—Creí que exageraban. Ellas dejaron de gritar mucho antes que las llamas se propagasen —se defiende la mujer y eso solo empeora las cosas—. Pensé que...
—No, no pensó —replica Baron—. ¿Cuál es el castigo sugerido según la ley? —pregunta a continuación al encargado del Burgo.
—¡Tienen que entregarla al Callado! —demanda alguien en la multitud.
—¡No! —grita la apoderada con horror, sujetando con más fuerza los retazos de vestido contra su pecho.
—¡Es nuestra gente la que murió, la justicia es nuestra!
Baron, entretanto, mira con atención el final del mar de gente. Además de las ratas, recién llegados han traído un enorme león de papel maché.
Conscientes de que un Abularach los ve, un muchacho, de rodillas en los hombros de otro, se instala junto al león e intenta prenderle fuego utilizando los rayos del sol y un espejo.
—¿No es más fácil con fósforos? —escucho preguntar a alguien.
«No. Es simbólico que sea con los rayos del sol», digo a mis adentros.
Cuando el león por fin arde en llamas, la multitud mira de este a Baron que mantiene cerrada su boca en una línea severa.
Siempre envidió la posición de privilegio que ocupa Gavrel como primero en la línea a ocupar el trono; sin embargo, ahora parece preferir que él se haga cargo. Bebía vientos por los privilegios, olvidando las obligaciones que vienen con ellos, como la mayoría ávidos de poder.
El encargado del Burgo se apresura a recuperar la palabra.
—Felaida de Gorques, sin más para agregar es condenada a la ahorca —sentencia.
—¡No! —grita la mujer—. ¡Antes exijo una audiencia con el príncipe Gavrel!
—¿Y qué pretende decirle al príncipe Gavrel? —le pregunta Baron.
—¡Es imperioso que él me escuche, excelencia! ¡Poseo información que es de su interés!
Baron se vuelve hacia el soldado de la Guardia de nombre Jakob, gran amigo de Gavrel, y entre los dos parecen decidir qué hacer.
—¡La justicia para esta mujer no está en manos de la corona! —protesta la multitud.
Valga como ejemplo, uno tras otro, ancianos y ancianas del Callado se aproximan a la tarima para demandar que Felaida les sea entregada.
—Las mujeres muertas, en su mayoría, vivieron en el Callado —justifican—. Séanos entregado el listado con los nombres —exigen al encargado del Burgo, este pide autorización a Baron para entregarlo y su excelencia accede.
Una vez en su poder el listado, los ancianos y ancianas del Callado se abren paso entre la multitud hasta llegar a donde se encuentra Felaida a recaudo de la Guardia. Ella se retuerce al verles. Sin duda lideraron su intento de linchamiento.
—¿Cómo se llamaban? —exige una de las ancianas a Felaida con listado de nombres en mano—. Dinos al menos el nombre de tres de ellas.
Felaida, superada por la situación, niega con la cabeza.
—No los sé —llora.
La anciana, molesta, estira su brazo en dirección a la multitud que de inmediato coloca sobre su mano una de las ratas muertas.
Felaida parece contener la respiración. Baron y Jakob, igual de desconcertados, detienen su conversación.
—Dinos por lo menos el nombre de tres de ellas —vuelve a exigir la anciana a Felaida; pero esta, en lugar de hablar, mira con pavor la rata muerta.
—No... No los sé —lloriquea, finalmente.
A continuación, a la vista de todos, la anciana estrella la rata contra la boca de Felaida.
Les quito mi atención y me apresuro a sacar de mi bolsillo un pañuelo para cubrir con este mi boca.
Los alaridos de Felaida se mezclan con vitoreos de celebración por parte de la gente del Callado. Del mismo modo la escuchamos regurgitar.
—¡La justicia no está en manos del Callado! —interviene el encargado del Burgo a petición de Baron, aunque se escucha temeroso—. Según la ley —se apresura a leer otra de las hojas que trae con él—, el orden prevalece por Regina iustitia; es decir, la justifica de la reina. Y el pueblo, el vulgo, debe respetarla.
De nuevo, Ratas comienzan a volar por encima de la cabeza del encargado del Burgo y de Baron.
—Como todos sabemos, con los años, Regina iustitia fue reducido y reconocido por la vox populi como Reginam; por lo que Reginam es y seguirá siendo la única...
—Vulgatiam —interrumpe al encargado del Burgo una voz y pronto otras le siguen.
—¡Vulgatiam!
—¡Sí, Vulgatiam!
—¡Vulgus iustitia!
«La ley de la calle... del pueblo... de las multitudes».
«¡VULGATIAM!
¡VULGATIAM!
¡VULGATIAM!»
Por segunda vez en menos de una hora, soldados de la Guardia, miembros del Burgo y Baron se miran entre ellos. En caso contrario, al otro lado del entarimado la anciana vuelve a pedir a la gente otra rata.
—¡Dime al menos el nombre de dos de ellas! —exige esta vez a Felaida que, con la cara ensangrentada, sucia con residuos de rata muerta, suplica clemencia.
Los gritos de la multitud tampoco le ayudan.
«¡VULGATIAM!
¡VULGATIAM!
¡VULGATIAM!»
La anciana estrella la segunda rata contra la cara de Felaida que grita desesperada.
«¡VULGATIAM!
¡VULGATIAM!
¡VULGATIAM!»
Y pronto más ratas son arrojadas como catapulta hacia el castillo gris.
Vulgatiam es la justicia de las ratas, y no fueron ellas quienes se llamaron a sí mismas de esa manera.
Jakob mira con urgencia a Baron. Es importante decidir ya qué hacer, y, entre inconformidad de la gente y más jaleos, Baron autoriza que la Guardia custodie a la apoderada hasta el castillo gris para que tenga su audiencia con el príncipe Gavrel.
—¡Y será mejor que si regresas nos digas al menos un nombre! —demanda la anciana a Felaida.
«¡VULGATIAM!
¡VULGATIAM!
¡VULGATIAM!»
Un grito de guerra que a partir de ahora hará eco en nuestros oídos.
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Díganme que no estaban comiendo D:
Siempre he dicho que mi reto como autora es describir de la mejor manera posible las escenas/situaciones que desfilan por mi cabeza.
Y eso queridas/os míos, es Vulgatiam: la justicia de la gente.
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