70. Admito que no soy buena escribiendo cartas
Admito que no soy buena escribiendo cartas
Procurando no levantar sospechas, Marta ofrece objetos de valor a cambio de más comida que lleva de regreso a la celda. Insiste en que debo alimentarme bien.
La sigo con la mirada y pienso en todo lo que perdió; no solo un prometido, la Rota le arrebató su futuro. Marta, contrario a mí, no merece estar aquí, no hizo nada para estar aquí. Y aunque se hace llamar a si misma «viuda», vino porque no tiene esperanza. Hasta ahora. Es como si preocuparse por bicho le hubiera devuelto la vida.
—No estoy de acuerdo contigo —dice, de pronto, pendiente de que nadie nos escuche.
—¿No estás de acuerdo conmigo de qué manera?
—En que el príncipe Gavrel no se haría cargo de bicho.
Dejo caer mis hombros.
—Tú misma aseguraste que si me amara no estaría aquí.
—Pero lo pensé, y una cosa es la relación que tiene contigo y otra la que tiene con el bicho —Para mí no tiene sentido—. Elena, el príncipe Gavrel ha obligado a soldados de la Guardia a hacerse cargo de bastardos —defiende—. Te podrá odiar, pero bicho es su responsabilidad.
—La relación que tiene conmigo —repito.
Marta da un apretón a mi hombro a modo de mostrarme su apoyo.
—No es que tenga muchas opciones. También pensé en eso y no puede ayudarte abiertamente.
Marta de parte de Gavrel.
—Confunde a la gente —digo, molesta—: me salva para luego enviarme a morir aquí. Podría exiliarme —No me molesta la idea—. A Gio le dieron ese castigo.
—Gio no amenazó con una guerra a la reina. Incluso otras prisioneras lo dicen: es un milagro que sigas viva.
No solo el supuesto «amor» por mí de parte de Gavrel podría ser la razón.
—Él dijo conocer a mi padre —recuerdo—. Respetarlo. Podría... —me detengo en seco al ser consciente de lo que acabo de decir y, dejando salir una risa nerviosa, paso ambas manos sobre mi cara.
—¿Qué? —me pregunta Marta.
—Conoce a mi padre —repito—. Y cuando me lo dijo dudaba que fuese un rebelde. Ahora lo debe tener claro.
«Mierda».
—No solo me puse en riesgo yo esa noche. También lo deben estar buscando a él, Marta. A toda mi familia. No, Gavrel en definitiva no ayudará al bicho. Ahora él también es su enemigo. Contraviene sus intereses.
—Eso no lo sabes.
—Marta —musito, paciente, y de nuevo paso ambas manos sobre mi cara.
—No, no estoy segura si te ama o no; o si busca a tu padre —dice—; pero el príncipe Gavrel es tan duro como justo, Elena. Ayudará a bicho. Sé que lo hará.
El dolor reflejado en el rostro de Marta no me deja claro si realmente cree en lo que dice o necesita creerlo.
...
Lavar cientos de sábanas hasta hacer sangrar mis nudillos. Ese es, a partir de ahora, mi propósito en este circo.
Me siento agotada, molesta y cada vez más enferma. Somos un centenar de mujeres de pie una junto a la otra alrededor de una pileta enorme que abarca casi todo el patio principal de la alcazaba; cogemos una sábana, la extendemos, la mojamos, la restregamos hasta hacer doler nuestros dedos y por último la ponemos a secar. Una y otra vez lo mismo las veces que sean necesarias. Me tomo un respiro para acomodar mechones sueltos de mi cabello; los tomo entre mis dedos y los observo, lucen deteriorados.
«Debería recortar mi cabello como lo han hecho el resto de prisioneras».
En eso pienso cuando advierto que muchos pares de ojos miran en mi dirección, juzgándome. Ha sido así desde hace dos días. Tiempo suficiente para que el rumor sobre el bicho se esparza. Me observan a mí, observan mi vientre.
«Lo saben».
Tengo la sospecha, quizá certeza, de quién fue la persona que escuchó a Creusa decirme que estoy embarazada. Mah. Molesta, la busco con la mirada. Se halla al otro lado de la pileta, del mismo modo lavando sábanas, igualmente vigilándome en tanto su hijo retardado, sentado a poca distancia de ella, juega con un trapo.
—Es bonita. Mira sus ojos, Mah —le recuerdo decir mientras yo intentaba comprender dónde me hallaba aquella noche. Aquella terrible noche.
—Tener un rostro bonito no es buena fortuna para una campesina.
Aprieto con fuerza la sábana entre mis dedos.
Mah fue una de las primeras en dirigirse a mí el día que llegué a la isla. No me sorprendió. Ella y su monstruoso vástago están aquí por mi culpa. El rey Jorge no le perdonó dejarme escapar y ahora ella, al igual que el resto de prisioneras, me escudriña y sonríe de forma maliciosa.
—Juré al Padre sol que me la ibas a pagar y hoy el destino te trae aquí. A mí. A nosotros —Fue su amenaza.
Rozo con miedo mi vientre. «Me complicaste todo, bicho».
Mi plan era tener tiempo para trazar algún plan mientras decido qué hacer; pero ahora que todas aquí lo saben, no tengo idea de qué hacer para ponernos a salvo. Para mí todo resulta... insólito. «Madre, ayúdame». Es algo nuevo. Tampoco pertenezco aquí. No... de esta manera. Ahora Marta parece ser la más fuerte de las dos. Ella tiene claro desde el principio que debemos proteger a bicho.
—¡Deja de holgazanear, Novak! —me grita Ida desde un balcón. Ese, dispuso hace mucho, es su lugar mientras el resto sí trabajamos. «Pero si eres tú la maldita holgazana»—. ¡Aquí harás algo más productivo que dejarte ensartar por Gavrel Abularach!
«¡¿Por qué en el infierno tenía que gritar eso?!»
Burlas pronto estallan en mis oídos. La mayoría de mujeres alrededor de la pileta ríe a carcajadas. Ahora, además de sus ojos fisgones, veo sus dientes amarillos.
Humillarme sin duda hace feliz a Ida, que ahora sonríe con un aire de superioridad; cosa que me enfurece.
—¡Y eso te molesta porque desde hace mucho a ti no te ensartan! —devuelvo, recuperando así el respeto de las prisioneras que desde mi llegada me apoyan; pero ahora temen que, por estar embarazada, ya no les ayude a cambiar su situación aquí. No obstante, no se atreven a carcajearse de lo que le dije a Ida. No en voz alta.
Por el contrario ahora hay silencio.
De soslayo miro a Marta tensarse y maldecir por lo bajo.
—Te dije que no pongas en riesgo al bicho —me reprocha entre dientes.
Y es que, para ser franca, no pensé en el bicho en el momento de contestar, solo dejé que la ira me invadiera.
«Mierda».
Ida baja corriendo las escaleras que unen al segundo piso de la alcazaba con en el patio principal. Esto no pinta bien para mí.
—¡¿Qué dijiste, Novak?! —me encara, tirando de mi brazo para que me vuelva y la mire de frente. Las demás prisioneras están atentas.
Ida no luce como la heroína que dibujé en mi mente aquel día en la Rota cuando Gio me platicó su historia; está acabada física y emocionalmente como el resto de prisioneras aquí y justo ahora en sus ojos hay rabia.
Y es tarde, aunque agache la cabeza hará lo que quiera conmigo; de manera que lo mejor es...
—Dije que eso te molesta porque desde hace mucho a ti...
Me calla con una bofetada.
—¡Eres una...! —No termina.
¿Una qué? ¿Una bocona? ¿Una insurrecta? Sí, soy bocona. Soy insurrecta. ¡Y sí, maldición, también podré ser la puta del heredero al trono de Bitania; pero no bajaré la cabeza ante ella!
—Puse el dedo en la llaga, ¿no es así? —digo, pretendiendo burlarme.
A mi costado escucho un chillido proveniente de Marta. Ella es la única de las dos que aún piensa en el bienestar de bicho. En todo caso, ¿qué le espera si me acostumbro a ser agachona?
—Ahora aprenderás —me advierte Ida, sujetando con más fuerza mi brazo, para enseguida empujarme hacia una esquina ante la mirada atónita del resto de prisioneras alrededor de la pileta.
—¿Hoy no será una mazmorra? —digo con desafío. Porque no, no puedo mantener el pico cerrado. En primer lugar, de saber guardar silencio ni siquiera estaría aquí.
—No, a Fela y a mí ya nos quedó claro que de esa forma no entiendes —contesta Ida, dejando claro que hace esto con el consentimiento de la apoderada. A continuación hace chasquear sus dedos para que le traigan la pértiga que sirve para castigar a alborotadoras.
No me van a encerrar..., me van a golpear.
—¡NO! —escucho clamar a Marta con horror. Mi respiración se vuelve pesada. «¿Qué he hecho?»
—¡Mah y Atria vengan a sujetarla! —ordena Ida al tener en su mano la pértiga.
Las dos mujeres corren hasta mí para tomarme de las muñecas. Mah se muestra feliz por el honor. Le dirijo una mirada de odio a ella sola.
—Golpea con fuerza, Ida —aconseja.
Veo la sombra de la pértiga moverse por encima de mi cabeza, es un asta hecha para lesionar.
Empiezo a comprender...
—Esto lo voy a disfrutar mucho, Novak —avisa Ida y trato de conservar la entereza pese a sentir mi espalda tensarse—. Te golpearé justo en las caderas —añade, bajando el volumen de su voz para que solo Mah, Atria y yo escuchemos. En su tono hay revancha.
Esto es contra el bicho.
Mi cuerpo tiembla.
—¡No! —escucho implorar una vez más a Marta.
—¡¿Y si los rumores son ciertos?! —protesta alguien más.
—¡No es nuestro problema! —contesta Mah a todas, sujetándome con tanto ahínco que me entierra sus uñas.
—¡Matarás a la criatura! —grita otra prisionera.
Mi boca se reseca, mi garganta se cierra y mis ojos no hallan hacia dónde mirar. «Lo van a matar».
—No —empiezo a suplicar, sintiendo apenas salir mi voz. Es demasiado ya. No puedo permitirlo.
—¿Ahora te arrepientes, Novak? —se burla Ida haciendo girar sobre mis caderas la pértiga para aterrorizarme más.
Resuello con fuerza al sentir que aire se me escapa. «Puse al bicho en bandeja de plata para que acaben con él». Empuño mis manos y me muevo con dureza insistiendo en que por favor no lo hagan, e intento gritar pero de mi boca nada más sale sofoco. Así, también obligada por la pértiga, me dejo caer en el piso de rodillas.
Así querían verme.
Mah y Atria me vuelven a levantar cuando se cansan de reír; y aunque espero con resignación a que llegue el primer golpe, no sucede. Las manos que me sujetan incluso ya no lo hacen con tanta fuerza. «¿Qué pasa?» Intento girar mi cuello para ver.
Por un segundo pienso que Gavrel vino a ayudarme tal como lo hizo con Efrén y el capataz, pero no; Marta, Creusa y otras prisioneras son las valientes.
—No vas a golpear a una mujer embarazada —reta Creusa a Ida, sujetando ambas la pértiga.
Más prisioneras se acercan con piedras, zapatos, jabones y demás objetos insólitos en mano.
—¡El castigo será para todas si no dan marcha atrás! —les amenaza Ida pero ni una sola retrocede. Tiene delante de ella a Creusa y a sus costados a Marta y demás.
Atria y Mah me liberan de mala gana en lo que las demás prisioneras continúan encerrando a Ida en un círculo. Ella ni siquiera puede girarse, lo que le obliga a dejar caer la pértiga.
—¡Esto lo sabrá Fela! —amenaza, empujando a Marta y a otras para abrirse paso y sin esperar más, seguida por Mah y Atria, corre a llamar a la apoderada.
—Gracias —digo a mis aliadas temiendo que les toque castigo, aunque parecen estar bien con eso.
No es la primera vez que prisioneras acuden en mi auxilio. La primera noche que estuve aquí se reunieron frente a la celda que comparto con Marta para preguntarme qué hacer. Los custodios les platicaron lo sucedido en la fiesta de Sasha y en la Rota, y mi presencia les dio esperanza. Me dieron ánimos e ideamos formas de protesta, siendo la de su mayor agrado prender fuego a las bodegas de la alcazaba. Ansiamos que el humo llegue hasta el Castillo gris.
Asimismo, tampoco es la primera vez que tengo un enfrentamiento con Ida o la apoderada; sin embargo, hasta hoy, mi único castigo había sido pasar noches completas en una mazmorra. Las demás prisioneras igualmente me han ayudado a escapar de ahí y ése es el enojo de Ida; ver que, a diferencia de ella, mi espíritu continua inquebrantable. Ella ya olvidó quién es y terminó cambiando por privilegios sus ideales.
—¿Qué haremos hoy, Elena? —me pregunta una de las prisioneras. Hay más rodeándome, las que me defendieron y las que se están uniendo.
—Elena no puede hacer más en su estado —contesta a todas Creusa. En los ojos del grupo hay decepción. Confiaban en que yo haría mucho por ellas.
—Sí puedo —defiendo—. Además, no es seguro mi «estado» —No quiero que hablen más del bicho—. Mientras decido qué hacer seguiré a cargo —anuncio entre aplausos para el horror de Marta.
Sé que no está de acuerdo, pero con Mah, Atria e Ida lejos podremos hablar.
—¿Prenderemos fuego a otra bodega? —me preguntan.
Pido un segundo antes de contestar y me giro para observar en redondo el patio. Lo único ustible son las sábanas secándose. Todas las que ya lavamos. Las observo con decisión y Creusa comprende al instante el mensaje. Cuando la apoderada venga, como hemos hecho antes, fingiremos no saber cómo empezó el incendio y miraremos a los soldados tratar de apaciguarle.
...
Un delegado de la Guardia ordenó que las prisioneras que nos hallábamos en el patio principal regresemos a nuestras celdas en lo que controlan el incendio. Comenté el incidente con otras prisioneras antes de venir a la celda que comparto con Marta y ahora ella, como era de esperarse, me recibe con indiferencia.
—Marta, lo siento —digo al interpretar el porqué.
—Las demás prisioneras cuidan al bicho más que tú —me reprocha.
Está sentada en una esquina con un pedazo de vidrio en mano que agita sobre una tela. Me aproximo para ver a qué se debe: rasga en pedazos uno de sus vestidos para que le sirva de ropita al bicho.
Verla tan positiva me hace sentir inane.
—Yo no quería esto —digo, sintiendo que de nuevo me falta aire. No me siento lista para ver, una vez más, a un ser indefenso vivir en injusticia. Fue suficiente con Thiago. Fue demasiado con Thiago.
Yo ya tuve un hijo.
Marta acepta eso.
—Nadie, Elena —reitera.
—Me arrepiento de lo que pasó allá afuera —me disculpo con ella y con el bicho—. Te prometo que no me arriesgaré otra vez. Es solo que a veces, te juro, no sé qué hacer.
—Yo sí sé —contesta ella, decidida; haciendo a un lado la tela para sacar debajo de su catre hojas de papel y un carboncillo con punta—. Le escribirás una carta al príncipe Gavrel.
Estoy con la boca abierta.
—No —Retrocedo algunos pasos—. Prefiero que sea a tu abuela.
—Elena —Marta no será paciente esta vez—, mi abuela solo podrá ayudarte cuando bicho esté por nacer. ¿Antes qué? Ida, Mah y demás rufianas aquí ya saben de él y acabas de prometer no volver a arriesgar su seguridad.
Ella tiene razón. Es solo que...
—Isobel —propongo.
Marta sacude su cabeza con negación.
—Sabes tan bien como yo que la reina no la escucha. ¡Lo viviste, Elena! Ni la princesa Isobel, ni el príncipe Sasha, la duquesa de Jacco o Baron. Nadie es tomado en cuenta. El único que puede interceder por ti es el príncipe Gavrel. ¿Vas a permitir, una vez más, que tu orgullo esté por encima del bienestar del bicho?
—¿Y si no me quiere ayudar? Me envió aquí, Marta —insisto—. Es mi enemigo —Mi voz tiembla.
—Si no quiere ayudar al menos lo sabrás. Pero si me preguntas a mí, estoy segura de que ayudará —insiste.
Esta vez opta por confiar en Gavrel. Quiere confiar en Gavrel.
—Por algunas cosas que pasaron hasta pueda dudar que el bicho sea de él —reconozco.
—Elena, tengo la misma edad que el príncipe Gavrel —dice Marta acercándose a mí con hojas de papel y carboncillo en mano—, crecí sirviéndole; por lo que te puedo asegurar que la duda no lo dejaría vivir en paz. Ya te lo dije: es justo. Se hará cargo.
—¿Y cómo le haremos llegar la carta? —digo, todavía insegura.
—Se la enviaré yo a mi abuela. Ella se la entregará al príncipe.
Asiento al mismo tiempo que, preocupada, pondero cada posible dificultad.
—¿Confías en que no la incautarán?
—Los guardias respetan a mi abuela y dos de los que custodian la isla me conocen; no se arriesgarían a ayudarnos a huir de aquí, pero si le llevarán esta carta a ella.
Marta consideró cada riesgo y no puedo pensar en otra persona en la que crea tanto, excepto quizá mi padre o Gio. En cualquier caso, ¿qué otra alternativa tenemos ella, el bicho y yo? Atrapados aquí, solo nos queda esperar un poco de piedad por parte de Gavrel.
Acepto las hojas y el carboncillo. Luego tomo asiento y, mirando con duda la hoja en blanco, pienso en qué debería escribir y cómo.
—Primero su nombre y título nobiliario —aconseja Marta entretanto retoma su remiendo de prendas de vestir para el bicho.
—Título —repito, apoyando la punta del carboncillo sobre la hoja.
—También puedes empezar con «Estimado Gavrel». O quizá no —añade al ver mi cara.
Mi amado Gavrel,
Ya que una rosa simboliza nuestro amor, tengo a bien informarte que entre sus abundantes espinas surgió un botoncito...
Leo a Marta lo escrito para demostrar mi punto y las dos reímos, después tomo otra hoja.
Respetable, Gavrel
No me convence y lo rayo.
Detestable, Gavrel
Lo puedo hacer mejor.
Despreciable, Gavrel
Eso es.
Te escribo desde el agujero en el que nos tienes a mí y al bicho. Así llamamos Marta y yo a mi hijo para no levantar sospechas.
—Así llamamos Marta y yo a mi hijo para no levantar sospechas —releo para Marta—: Mi hijo. Tu hijo. Nuestro hijo —Niego con la cabeza—. No sé cómo llamarlo —admito.
—Deja que las palabras salgan de tu corazón —me alenta Marta.
¿De mi corazón? Devuelvo mi atención a la hoja sintiendo que lo puedo hacer mejor. Hago a un lado lo que ya había escrito y empiezo de nuevo.
Tú, grandísimo hijo de puta
¿No podía ser otra sirvienta? ¿Tenía que ser yo? Porque adivina, estoy embarazada...
No «Grandísimo hijo de puta» es demasiado. Agarro otra hoja y lo cambio a «Tú, perro embustero»
Puesto que fuiste incapaz de dejar esa polla en su lugar, por lo menos debiste considerar la posibilidad de haberme hinchado la barriga antes de enviarme a este infierno. Aunque, puede, haya sido a propósito.
Tu hijo y yo sobrevivimos comiendo pan duro, sopa y ratas...
—Evita que suene como un reproche, estás pidiendo su anuencia —me recuerda Marta y reviso una vez más lo que llevo escrito.
¿Cómo no va a sonar como un reproche si lo es?
Y aunque me siento conforme con llamarle «Perro» o «Grandísimo hijo de puta», admito dudar que Gavrel responda una carta dirigida de esa manera.
Hago un lado esa hoja y empiezo de nuevo.
—Tienes que pedirle enviarte a un lugar seguro mientras el bicho nace; también más alimento y ayuda para, al ya tenerlo, enviarlo con alguien de confianza para que lo críe —agrega Marta.
Después de tenerlo no lo volveré a ver. Es difícil pensar en eso. No obstante, creo tener ya a la persona adecuada para que lo cuide.
Marta y yo nos miramos al escuchar pasos, pero no pasa nada; es Meg quien entra a nuestra celda sujetando en su mano pequeña un pan duro.
—Hoy no nos darán de comer —cuenta—. La apoderada lo mandó a decir con Ida.
«Grandísimas hijas de puta ellas también».
—Pero tu mamá ni siquiera estuvo en el patio —alego.
—No le darán de comer a nadie —dice Meg, triste.
¿Cómo pueden no darle de comer a niña pequeña? Luce tan desnutrida que puedo verle las costillas.
—Iré a averiguar —dice Marta, también molesta y sale de nuestra celda a buscar a Creusa.
—¿Tú cómo estás? —me pregunta Meg extendiendo hacia mí sus bracitos.
—Intento escribir una carta —le cuento, cargándola para enseguida acomodarla sobre mi regazo—. ¿Quieres leerla conmigo?
—No sé cómo.
Mi corazón duele.
—¿Cuánto tiempo llevas a aquí, Meg? —le pregunto. Ella niega con la cabeza sugiriendo no comprender a qué me refiero—. ¿Has vivido en otro lugar?
—¿Dónde? —Parece creer que bromeo. No conoce otro lugar además de este.
Acerco mis labios a su frente y le dejo ahí un beso, después tomo su manita entre las mías y la observo. Es... tan delgada.
—¿Para qué trajiste un pan duro? —pregunto. Parece ser de ayer.
—Es para tu bebé —dice, recostando su cabeza sobre mi pecho—. Él no puede quedarse sin comer.
Me ofrece el pan y lo acepto sintiendo mi pecho contraerse. Nunca antes alguien, con tan poco, me había dado tanto.
—¿Se los quieres dar al bicho? —Ella asiente—. ¿Y qué te parece si mejor lo comparten? —Acepta y parto el pan en dos.
¿Esto le espera a mi hijo? ¿Vivir en las mismas condiciones que Meg? Peor, ¿morir de hambre o frío? Thiago creció con más opciones y ni siquiera así pude mantenerlo vivo.
Cuando Meg se marcha mi corazón todavía duele y mi mano tiembla al continuar escribiendo la carta.
Gavrel,
Desafortunadamente hay noticias. Estoy embarazada.
Nunca te he pedido algo, sin embargo, esta vez me veo ante la necesidad de suplicarte interceder de nuevo. Ayúdame a que mi hijo, a quien por seguridad Marta y yo llamamos «Bicho», nazca sano.
Tres cosas precisamos sobre todo:
1. Enviarme a un lugar seguro mientras bicho nace pues aquí no soy del todo bienvenida y eso le pone en riesgo.
2. Recibir más alimento, solo mientras esté embarazada.
3. Cuando el bicho tenga un mes de nacido o menos -es tu decisión- ayudarme a trasladarle junto con una persona de mi confianza para que lo críe. Mi propuesta es Marta. Ella vino aquí por voluntad propia, se auto infringió este castigo luego de morir su prometido; pero estoy segura de que retomaría su vida por el bicho. No ha nacido y ya se preocupa por él.
Ayúdame con eso y te prometo no volver a saber de nosotros. Hasta puedo inventar que bicho tiene otro padre si su existencia contraviene tus intereses; pero, por favor, dale la oportunidad de nacer y vivir bien. No tiene por qué cargar con mi culpa.
Otra cosa...
A Marta y a mí nos ayuda una niña de nombre Meg. ¿Podrías, si te es posible, igualmente ayudarla a salir de aquí? A Marta tampoco le importaría tenerla bajo su cuidado.
Esperando tu benevolencia y pronta respuesta,
E.
Limpio con mi mano dos lágrimas que cayeron sobre la carta antes de doblarla. ¿Qué pensará si las ve? La idea me hace sentir humillada. Peor aún, ¿qué haré yo si no contesta?
—Novak... Elena Novak —escucho que canturrea una voz a medida que se acerca. Escondo la carta entre las cosas de Marta, y doblo y guardo las demás hojas sucias en el bolsillo de mi vestido; y espero...
La sombra de la persona finalmente llega hasta el umbral de mi puerta.
Es Ida.
—¿En verdad creíste que vamos a dejar esto así? —me pregunta dejándose ver. Aún no es de noche, pero como este lugar es oscuro, eso da a su aspecto un aire más tétrico.
—¿«Vamos»? —inquiero y enseguida veo a Mah y a Atria también acercarse.
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Ay, Elena :/
Un capítulo de 3.4k palabras :O Ahora les voy a estar contando eso pa' que vean de a cómo me toca :'( ♥ Pero vale la pena, de verdad amo hacer esto.
Gracias por dejar su voto y comentar, de esa forma me ayudan a posicionar bien esta novela ♥
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