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67. Tengo un bicho en el estómago






Los capítulos comienzan con el número 67 porque el último capítulo del primer libro fue el 66 (Tengo mis razones para ahora ponerlo de esta manera) AQUÍ COMIENZA LA NOVELA. Este es el PRIMER CAPÍTULO.



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Tengo un bicho en el estómago

—¡Argh! ¡Ya...! —regurgito, apoyando con fuerza mis manos contra la muralla que rodea la isla—. ¡Ya...!

—¿Ya... ya terminaste? —Marta me tiene paciencia pero tampoco puede evitar que la escena le asquee.

—No —niego, incomoda—, que ya... —«¡Mierda!»— ya ni siquiera sale nada —Trato de mantenerme erguida pero me siento débil. Mis compañeras no tardarán en dejar de verme con respeto.

Exhausta, me dejo caer en el suelo y me quedo ahí. «Así es mejor».

—Será peor en esa posición, Elena. Levántate —aconseja Creusa y obedezco porque no tengo ninguna experiencia en el tema.

Me siento inútil.

No sirvió de nada que al llegar ganara adeptos si hoy soy un trapo.

«No es justo».

Estoy por incorporarme cuando siento venir otra arcada.

—Ay, Elena —escucho gimotear a Marta cuando solo vemos salir saliva. En mi estómago no hay más.

—¿Lo... está? —inquiere Apia con voz ansiosa.

«No».

—Lo está —confirma Creusa, palpándome otra vez la frente, los pechos y las caderas. Yo... me niego a creerlo—. Elena... estás embarazada, linda.

«No».

Trato de negarlo pero solo consigo echar mi cabeza hacia atrás como si alguien tirara de mi cabello.

«Embarazada».

—¡No! —gruño, sacudiendo mi cabeza.

—¿Te duelen los pechos?

—No hay diferencia —Mi voz de nuevo sale con dificultad—, me duele todo siempre.

—Lo lamento pero tienes síntomas y...

«¡Y una mierda!»

—¡No! —repito, negando la sentencia. También necesito lanzar maldiciones al aire; pero, de momento, me conformo con empujar la pared que me sirve de soporte. Siento frustración, rabia, ¡de todo!

—Es mejor que lo aceptes.

Para ellas esto comenzó hoy por la mañana, cuando ya no pude esconder lo que mi cuerpo y mi ánimo gritan.

«¡Que tu castigo en el infierno sea que te arranquen la polla, Gavrel Abularach!»

—Mierda —escupo y le pido a Marta que humedezca un trapo para poder quitar porquería del contorno de mi boca.

Este lugar, como todo lo hecho para encadenar, es deprimente; una isla con una alcazaba que abarca casi todo el suelo debajo. Al otro lado de la muralla no es mejor, la «Isla de las viudas» es un fuerte custodiado por soldados. Es una prisión para mujeres que estorban. Marta y yo compartimos una celda y esta semana la apoderada nos asignó la tarea de lavar ropa y cobijas de los soldados de la Guardia junto con Apia, Crista y Creusa.

Somos esclavas, somos viudas, somos mujeres abandonadas.

—No me congratulo contigo —continua Creusa, con tirria, lo que me enfada más—. Tener un crío aquí es problemas. Más problemas.

Lo sé. Es por eso que la mayoría de las mujeres que son enviadas aquí interrumpen el embarazo por voluntad propia. Al llegar, la apoderada les ofrece beber aceite de clavo de olor o atenerse a las consecuencias; las valientes acceden, el resto... no tardan en arrepentirse. Aquí eres una más aunque estés enferma o embarazada; pues, a pesar de tu condición, no se te dará más alimento o disminuirá la carga de trabajo. Por el contrario, muchas prisioneras se aprovechan de eso para robarte.

Desde donde estoy puedo ver el cementerio de la prisión, un reducido espacio repleto de cruces viejas. La mayoría de mujeres ahí, murieron durante el parto. Creusa tiene razón, esto solo complica mi condena. Insisto en que necesito llorar, maldecir y gritar; pero no me servirá de nada. Debo afrontar mi nueva realidad.

—Tenemos que regresar, Elena —dice Crista. Aunque ya terminó la jornada no podemos permanecer fuera.

Asiento y, permitiendo que la brisa que salpica el lago revuelva mi cabello, aparto mi vista del cementerio y me vuelvo otra vez hacia mis compañeras. No obstante, en el momento advierto que, en mi periferia, alguien intenta pasar desapercibido al sacar la cabeza por encima de la muralla. La persona corre al verse descubierta. Aparto el cabello de mi cara, pero es tarde, ya... no está. «¿Quién era y a quién se lo dirá?». De cualquier manera, no puedo seguirle porque eso alertaría a todas.

—¿Qué vas a hacer? —me pregunta Creusa tratando de amarrarse la lengua para no sugerirlo ella. Teme hablarme claro.

Teme hablarme claro a mí que detesto que me subestimen.

—No correré riesgos —decido.

—¡No, Elena! —llora Marta, abalanzándose sobre mí para abrazarme—. ¡No lo hagas!

—Marta, no puedo tenerlo —mi voz aún sale baldada—. Mírame... Mírate.

Tengo hambre, frío y estoy sucia. Luzco como una pordiosera y tan solo llevo aquí semanas. ¿Qué me espera? Observo a Creusa, Crista y Apia; las tres han vivido aquí años y lucen viejas; su piel está adherida a sus huesos, sus ojos son solo cuencas; no dejan su cabello crecer por miedo a coger alguna plaga y sus dientes, como el menor de sus problemas, se están pudriendo. Hace mucho perdieron su feminidad. No son mujeres, son poco menos que piltrafas. Eso me espera.

—Con todo lo que has pasado es increíble que no se venga solo —opina Apia.

—Se aferra a la vida —intenta convencerme Marta, cogiéndome de las manos. «Siempre has sido mejor persona que yo, Marta».

—No puedo tenerlo aquí —le repito, firme.

—Lo que han hecho algunas prisioneras es enviar a su criatura a un familiar o amigo —dice Crista, intentando ser condescendiente con el dolor de Marta; sin embargo, Creusa y Apia no ven eso como opción. Hace poco comentamos casos en los que críos nunca llegaron a su destino.

Preferimos no preguntarnos qué pasó.

—¿Hay otra opción? —inquiere Marta, evitando ir por ahí. Tampoco permitiría que pongamos algo así en manos de extraños.

—Si el padre vive —dice Creusa, viéndome con interés—, a él si le autorizarán venir por la criatura. Solo a él.

No puedo evitar reír.

«El padre».

Las cuatro me miran distinto. Marta esperanzada; Creusa, Crista y Apia, repito, con interés. Los rumores son lo suficiente fuertes como para que sospechen quién me hizo esto.

—No contamos con el padre —digo, forzándome a sonreír. Después me maldigo en voz baja por hablar en plural.

—Miente sobre quién es el padre —sugiere Apia—. ¿No tienes algún amigo o conocido?

Pienso en Garay, Alan y Gio. No creo a Garay capaz de cuidar a un bebé, pero si a Alan o a Gio. Aun así, los tres son fugitivos; además de que, como sea, es imposible contactarles.

—¡Mi abuela! —exclama Marta como si de repente tuviera en la mano la solución más obvia—. Ella ha criado a muchos niños que no nacieron de ella, Elena. La conoces. Amaría a tu bebé —dejo de mirarla cuando dice «tu bebé»—. Puede venir desde el momento del parto, traer cobijas limpias, agua tibia y hierbas... ¡En el castillo puede pedir a alguna sirvienta que le de pecho! —Marta camina de un lado a otro feliz—. ¡Los soldados de la Guardia la respetan, ellos mismos los trasladarían!

Niego con la cabeza y hablo en voz baja para que las demás no escuchen.

—¿Qué si los Abularach se enteran de que un bastardo vivirá bajo su techo?

Su destino, en ese caso, sería más cruel que no dejarle nacer.

Marta me mira asustada.

—Mi abuela jamás hablaría, Elena —promete—; ella... ella...

Cuando por fin logra interpretar mi mirada, calla. «¡Hay oídos cerca!» «Confío en ti y en tu abuela, Marta, pero no en ellas». Mira de mí a Apia, Crista y Creusa con dificultad.

No podemos tomar decisiones con más gente cerca. Me vuelvo hacia Creusa y, sin mostrar duda, le pido conseguirme clavo de olor. Lo que ella o cualquier otro deben saber sobre el hijo bastardo de Gavrel Abularach es que va a desaparecer.

Yo también me lo repito.

...

Al caer la noche, antes de la hora de dormir, hay mucha actividad afuera de las celdas; las demás prisioneras e hijos juegan, platican y tratan de cazar ratas que salen en búsqueda de alimento. Apia tiene un criadero y las intercambia por objetos o apoyo en el trabajo que le asigna la apoderada.

Esta celda es oscura, pequeña y húmeda, dentro solo hay dos catres. Nuestras cosas las guarda Creusa en un lugar más seguro, donde otras prisioneras no las puedan robar. No es mucho y casi todo le pertenece a Marta que si tuvo tiempo de preparar equipaje. Yo solo tengo otro vestido y una barra de jabón que suelo extrañar en momentos como estos. Huelo a sudor luego de un largo día de trabajo, pero no iré al lago a lavarme tan tarde; hay soldados bordeando el perímetro y no confío en ellos. Me tocará ir mañana junto con las demás prisioneras.

Pienso en eso y también en...

«Creusa prometió que para mañana tendrá el aceite de clavo».

Tan solo... una noche más.

Me incorporo al escuchar pasos. No obstante, las risas de Marta y Meg, hija mayor de Crista, rápido me avisan que se trata de ellas.

—¿Te sientes mejor? —me pregunta Marta. Asiento y la dejo recostarse junto a mí en el catre.

La pequeña Meg se acomoda en medio.

—Mamá dice que estás enferma —dice, colocando una mano sobre mi frente—. ¿Qué tienes, Elena?

—Un bicho —digo, porque no sé de qué otra manera explicárselo—. Hay... un bicho dentro de mi estómago.

Meg abre significativamente sus ojos.

—¿Grande?

—Eh...

—Aún no —ríe Marta y entierro mi cara en el catre.

«A veces quiero morir». Esa idea aún no me abandona.

—Así no podrás jugar conmigo —lamenta Meg, haciendo resaltar su labio inferior. Se ve adorable cuando hace eso.

—¡Ah no, de mí no te salvas! —le advierto, agradecida de que se hable de otra cosa, y comienzo nuestra rutina de cosquillas.

Meg es tan pequeña como lo era Thiago.

—¡Elena! —ríe y en cuanto la dejo descansar se entretiene contándonos qué hizo hoy.

Meg, según la apoderada, ya tiene edad suficiente para ganar su derecho a un plato de comida, por lo que ayuda a remendar uniformes. Fuera de este lugar nunca me pregunté quiénes se encargan de lavar las cobijas y doseles de las camas del Castillo gris o remendar botas y uniformes de los soldados de la Guardia, entre otras cosas; pues todo es tarea de las prisioneras de esta isla. A cambio, recibimos techo, un catre, un par de vestidos sencillos, una barra de jabón y el derecho a dos platos de comida al día; pan con sopa de verduras o papas cocidas. Nunca carne. También, para nuestra «comodidad», hay cuartos de servicio sanitario que niños como Meg deben mantener limpios y el agua para beber o lavarnos la debemos tomar del lago.

En el último conteo la apoderada nombró doscientas doce mujeres y veintidós niños, la mayoría familia de hombres que murieron en la Rota. Solo unas cuantas fueron enviadas aquí por algún otro castigo. Entre las personalidades que destacan, nos encontramos yo y otra tipa de nombre Ida, las dos sobrevivientes de Reginam.

Desde que llegué el trabajo me fue asignado rápido, por lo que no tuve tiempo para llorar. Aquí las emociones no importan. Una de las primeras cosas que hice fue preguntar por Ida, la que hasta mi participación en Reginam era conocida como la única mujer a la que Eleanor le perdonó la vida, envió como castigo aquí y después exilió a su esposo. Toda una historia de «amor».

No congeniamos.

Ida lleva tanto tiempo aquí que se convirtió en los ojos y oídos de la apoderada, y, por ende, es tan hija de puta como ella.

Meg se despide de nosotras y dando de saltitos regresa a la celda que su mamá comparte con Apia. Me obligo a recordar sugerir a Crista enviarla al Castillo gris con Adre. Tendría más y mejores oportunidades si ella la toma bajo su protección que aquí, convirtiéndose en una mujer frente a tantos soldados.

—Adivina qué te traje —me sonríe Marta, sacando un pañuelo de su bolsillo.

—No es necesario, la puedo oler —digo, agradeciéndole.

Desdobla el pañuelo y acerca a mi cara la rata rostizada que este trae dentro.

—¿Qué le diste a Apia? —pregunto, alcanzando a la rata y la muerdo.

—Una moneda. Tenemos derecho a seis ratas esta semana.

Suspiro.

—No gastes tus ahorros en mí.

—El bicho debe crecer sano.

«¡¿El bi...?!». Claro.

—¿Tú comiste? —pregunto, intentando partir en dos al animal.

—Sí.

—No mientas, Marta.

La primera vez que vimos a las prisioneras pelearse por ratas, sentimos asco; sobre todo Marta que comía más o menos bien al ser sirvienta. Pero no había pasado una semana cuando nosotras mismas intentamos cazar alguna.

—Tú debes comer mejor —dice—. Tampoco permitiré que cargues objetos pesados. A partir de mañana, los cestos con cobijas sucias que te sean entregados los cargaré yo. Tú solo lavarás.

Elijo terminar de comer en lugar de opinar.

—Tampoco organizarás más amotinamientos —continúa Marta—. Si la apoderada descubre que eres tú la que provoca los incendios en las bodegas, te va a volver a encerrar.

Hasta ahora solo me ha encerrado por contestarle pesado a ella o a Ida. Solo sospecha que tengo que ver con los incendios. Solo sospecha.

—Marta...

—Creusa ya no intervendrá para sacarte, está advertida. Tu comportamiento a partir de ahora no debe poner en riesgo al bicho.

Marta es todo corazón.

Le devuelvo el pañuelo que albergaba a la rata y, con el pretexto de tener sueño, me giro para darle la espalda. No... quiero hablar. Ella comprende y se despide para acomodarse en su propio catre. «No quiero hablar». Aún me cuesta asimilar.

«Un bicho».

Coloco una mano sobre mi vientre y lo presiono ligeramente. Tengo miedo.

Tampoco puedo dormir.

Pasan las horas y, a pesar de que me siento débil y lo intento, no consigo mantener los ojos cerrados. Muchas cosas me preocupan.

Gio.

Garay, Alan y Mael huyendo. ¿Qué si ya los atraparon?

También me inquieta suponer qué sabe de mí mi padre. ¿Qué tanto le dijo Garay? ¿Sabe que terminé en Reginam y por qué? No puede no saberlo. Tal vez vino en secreto a Bitania y se enteró de todo o, y es lo más probable, Garay y Sigrid le escribieron.

Sigrid. Ya debe estar en Roncesvalles.

«Daría lo que fuera por hablar con Garay».

Incluso me preocupa el bicho...

—No puedo tenerte aquí —musito— o en otro lado, bicho. Estamos en guerra.

Mi plan es encontrar la forma de escapar de aquí e ir a ayudar a papá, a repartir comida o a pelear, pero ayudar. Me lo debo. Mucha gente cree en mí. Me pregunto qué conclusiones sacaron al ver lo que sucedió en la Rota. ¿Pensarán que Gavrel me ama? Maldito, debe estar comiendo todo tipo de viandas mientras el bicho y yo una rata.

—No contamos con él —digo, sintiendo cerrarse mi garganta—. Jamás te daría su apellido y yo no permitiré que tú, al crecer, se lo ruegues.

No puedo hacer planes con el bicho. Estoy aquí como prisionera y esto solo complica todo. No puedo quererlo, no cuando su cabeza ya debe tener precio.


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Reginam ya tiene su propio grupo de Facebook, coloquen en el buscador de esa red social: Crónicas del circo de la muerte: Reginam. Ahí o aquí pueden fangirlear todo lo que quieran c:

Instagram: TatianaMAlonzo

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