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113. Elena, la justiciera. PARTE 2


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Elena, la justiciera. PARTE 2

ELENA

Al terminar de desayunar, Gio me asigna una de las habitaciones vacías de su piso y me encierro el resto del día a dormir.

Despierto por ratos, cuando alguna pesadilla me perturba y quiere llevarme de vuelta al abismo. Cansada, con la cabeza aún apoyada en la almohada, contemplo la luz del sol filtrarse a través de las cortinas y disperso mis pensamientos sobre estas. Sin embargo, sintiéndome todavía adolorida del cuerpo y del alma, vuelvo a dormir hasta que afuera es otra vez de noche.

Y no me levantaría si no fuera porque Nastia insiste en golpear mi puerta y repetir que Gio me espera para la cena. Colgados en la manivela y frente a la puerta, dejó tres vestidos sencillos, ropa interior y zapatos.

Cuando me trajeron solo me lavaron superficialmente la cara y las heridas, de manera que aprovecho para esta vez si darme un baño.

No lo hacía cómodamente desde que enfermó Thiago. Después tuve que estar en el Cenicero, donde los chicos y Wes me daban privacidad, pero no es lo mismo lavarte en una tina que en una pileta. Y ni hablar de la Isla de las viudas, donde tuve que recurrir al lago con decenas de soldados mirando, o el río en el campamento donde me tuvo Adre, la mitad del tiempo perturbada por alucinógenos y en todo momento vigilada.

Gozo de privacidad por primera vez en semanas y eso ayuda a mi ánimo. Sin presiones. Es como si de nuevo sintiera lo que es descansar.

Al verme en el espejo una vez que me visto, me vuelvo a sentir bonita a pesar de que aún luzco demasiado delgada y estoy llena de moretones.

Aun así, siento que me hace falta algo.

Lo que Gio me dijo hoy por la mañana no deja de dar vueltas en mi cabeza; vine aquí derrotada, sin un plan, pero de nuevo me atrevo a pensar que puedo hacer «algo».

«Algo». Vuelvo a pensar en esa palabra. Pero, ¿algo cómo qué? No obstante, ¿y si vuelve a salir mal? Mis ojos pican con la sola idea.

Siento miedo, no dejo de mover torpemente mis manos con nerviosismo, pero el fuego que siempre he llevado dentro también continúa quemando mis entrañas.

—Desde la temporada que estuve en el Castillo gris no me sentía tan limpia —le digo a Gio al tomar asiento con él para comer y enseguida me da un vistazo aprobatorio.

La mesa en la que se halla sentado es la misma del desayuno, pero ahora adornada en el centro con rosas de un rojo intenso, casi negro, que le da un aspecto más elegante. Por lo demás, Olya, Nastia, Francis y Petí Lonú comerán en otra habitación para que podamos platicar.

—Y eso ayudará a mejorar tu ánimo —señala Gio cuando yo misma confirmé hace un rato que tiene razón.

Comemos en silencio. La cena es pollo rostizado con puré y ensalada de lechuga.

—En la Isla de las viudas comí ratas rostizadas —le platico a Gio como anécdota pero este deja caer su tenedor y esboza una mueca seguida de un agudo «Yiuuuu».

También dejo caer mi tenedor y río, libero con fuerza aire que retengo y cubro mi boca con mis manos riendo por primera vez en mucho, mucho, mucho tiempo. Y aunque mis heridas todavía duelen al estirarse los músculos de mi cara, no me importa.

Gio parece ser consciente de ello porque se relaja y trata de imitar con su boca y sus manos a un roedor.

Y porque así lo quiero, lo siguiente que hago es saltar de mi asiento y rodear la mesa para sentarme sobre él y abrazarlo. Y como si fuera una locura, pero al mismo tiempo tuviera sentido porque soy un mar de emociones, paso de reír a llorar en segundos, lo mismo Gio; y así, con mi cabeza apoyada sobre la suya, ahora los dos lloramos.

—Te extrañé —digo.

—Yo también a ti —dice él, tirando de mí con más fuerza—. Eres mi mejor amiga.

Nunca terminaré de agradecerle lo que hizo por mí. Además de también ser mi mejor amigo, es mi salvador y con él siempre me siento como en casa. Una muy bulliciosa, adornada con hermosas cortinas, listones de colores y pedrería fina.

Conmigo sobre su regazo, Gio señala con indiferencia la comida, coge una bandeja llena de pastelillos que parecen ser el postre e, indicándome ponerme de pie para a continuación seguirle, salimos de ese salón para dar de saltitos hasta su habitación y al llegar dejarnos caer sobre la cama.

Una sola lámpara de gas ilumina el lugar, que es tan emperifollado como lo es Gio, pero con nosotros dos, uno sentado frente al otro ahora compitiendo por quién se engulle más rápido el pastelillo de crema que tiene en las manos, parece de todo menos un lugar elegante.

Soy la ganadora y Gio me anima a deslizarme más sobre la cama hasta recostarme. Me coloco de lado y él hace lo mismo dejando en medio de los dos la bandeja con pastelillos. Hay de todo tipo, sabor y tamaño, pero yo prefiero los de crema y los cojo primero.

—Sasha no me querrá si estoy gordo —bufa Gio—. Aunque creo que estaremos bien mientras sepa apretar fuerte mi culo.

De nuevo río tan fuerte que escupo migajas de pan a la cara de Gio, pero a él no le importa, incluso coge una con los dedos para metérsela en la boca.

—Pero ¿te trata bien? —quiero saber.

—Excelente —Gio alza la barbilla con orgullo—. Hasta me pide hacerle piojito antes de dormir mientras lo llamo «Budincito». Sasha es bastante cursi en la intimidad.

Imaginar a Sasha recostado en una cama mientras es llamado «Budincito» es algo que necesitaba para poder reír más.

—¿Gavrel nunca te pidió que lo llamaras de esa manera? —pregunta Gio—. ¿Budincito, Terroncito o... algo más?

—¡No! —Niego con la cabeza sin dejar de reír.

»Pero si... Veamos —Pienso en algo y no puedo creer que quiera hablar de ello.

Gio, en respuesta, termina de girar hasta quedar por completo recostado sobre su estómago y con ternura apoya encima de sus manos la cabeza.

De verdad quiere escuchar.

Cojo un nuevo pastelillo de crema para comerle primero lo de encima.

—Las rosas en la mesa —pregunto antes, arrastrando las palabras y susurrando a pesar de que estamos solos—, ¿eran Príncipe Negro?

—Sí —confirma Gio y asiento.

—¿Gavrel las dejó?

—Sí —Gio no parece seguro de querer decirlo—. Las plantó en el jardín del hostal cuando tú todavía estabas en el Cenicero. Vino con Sasha, me preguntó de ti y él mismo me platicó lo de Wes y... demás.

»Perdóname si no querías mirarlas.

—Está bien. —Miro un punto lejano mientras hablo—. Quería... escoger una rosa para representar nuestro amor. Pero yo le dije que no, que lo nuestro no era «amor» —alzo mis cejas—, y que, por eso mismo, de ser representado, quedaría mejor un narciso.

—Tú siempre de anti-romántica —me acusa Gio.

—Pero en una carta que le llegó por error, le escribí «Ya que una rosa representa nuestro amor...»

Gio abre tanto su boca que de proponérmelo podría meter dentro al menos cinco panecillos.

Los dos volvemos a reír.

—¡Pero...! —Conmocionado, Gio abanica su cara con una mano.

—Quería morirme cuando supe que leyó esa carta —digo—. Ellos no sabían que yo escuchaba, creo; e Isobel la recitó en voz alta frente a todos.

—Y precisamente Isobel que adora leer poesía —comprende mi bochorno Gio y luego de esbozar una mueca asiento.

—Debiste oír el tono que le dio —carraspeo y procuro imitar lo mejor que puedo la poética voz de Isobel—: «Gavrel, ya que una rosa simboliza nuestro amor».

Gio se vuelve a sacudir de la risa mientras yo una vez más intento tragarme el bochorno engulléndome casi entero otro panecillo.

—A Gavrel debió hacerle ilusión —dice Gio.

Vuelvo a alzar mis cejas.

—Hasta que leyó en otra carta que también lo llamo «Grandísimo hijo de puta» —digo y Gio agacha la cara volviendo a reír.

—Me apena.

Niego con la cabeza.

—Es inteligente... sin duda sacó una buena conclusión de todo.

—¿Lo amas? —pregunta enseguida Gio sin rodeos y antes de contestar reparo en los sonidos de la calle: un tipo llamando a otro, las ruedas de un carruaje saltando sobre camino empedrado y los ladridos de dos perros.

La ventana de Gio da a la calle.

«¿Amo a Gavrel?». Alzo mi pecho, pensando.

Y aunque claramente quiere seguir escuchando, Gio no me presiona. Con la cabeza otra vez apoyada sobre sus manos espera paciente a que encuentre dentro de mí la respuesta.

Que no hace falta, la sé, desde la última noche que estuvimos juntos, cuando yo misma busqué besar sus labios una última vez, la sé... pero me cuesta decirla en voz alta o confrontarla para mí sola en silencio. Y se lo hago saber:

—Nunca había querido de «esa forma» a alguien —digo y Gio asiente—, y es difícil, ¿sabes?

»Toda mi vida solo he escuchado sobre el Partido, la revolución, los rebeldes y Eleanor... y, mientras eso pasaba, muy poca gente fue cercana a mí.

»Antes de ti o Marta, solo tuve a Thiago, a mi padre y al tonto de Garay. Nunca tuve buena relación con mi madre, mi otro hermano o hermana... No recuerdo a nadie más que realmente me importara.

»Chicos campesinos le llegaron a pedir mi mano en matrimonio a mi padre, algunos luego de solo haber cruzado un par de palabras conmigo, y, pese al enojo de mi madre, yo le pedí a mi padre que les dijera que no.

—¿Tu madre te quería casar?

—Sí. Siempre odió la idea de que participara en la revolución. Quería que me quedara sentada tal como lo hace ella.

—¿Por ser mujer? Una mujer empezó la revolución —dice Gio.

—Sí —suspiro— y mira cómo terminó.

»Pero entonces yo solo quería pelear, ser tan importante como cualquier otro hombre en el Partido, yo no pensaba en una pareja... y menos él que, desde el primer momento que lo vi en el palco de familia real aquel día en Reginam, me dije que debía odiarlo, porque desde pequeña me dijeron que debía odiarlo... y si pudiera, incluso matarlo.

»Gavrel, como primogénito de Eleanor, y, en consecuencia, el heredero al trono, era uno de los principales propósitos de la revolución.

—¿Y qué pasó? —pregunta Gio.

«Su boca me besó, sus manos me tocaron e hizo aletear dentro de mí a un colibrí», pienso.

Pero con Gio primero recuerdo a Gavrel atento a mi reacción al yo ver con terror Reginam en el graderío de la Rota. 



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