50. Una visita inesperada
Me despierta el ruido de las trompetas anunciando al salir el sol un nuevo mensaje del Heraldo. No extrañaba eso. Después de dos días, recuerdo lo que sucedió en el castillo como una horrible pesadilla. O al menos eso intento. No quiero abrir los ojos, pero la insistencia de Thiago me obliga a salir de la cama.
—Mensaje del Heraldo, Elena —dice, moviéndome.
—Las trompetas me lo dejaron claro, Thiago —me quejo, con mis ojos todavía entre abiertos.
No más desayunos servidos en bandeja de plata, camas con almohadas extra y príncipes acosándome. Me toca volver a ordeñar vacas, trabajar la tierra y ser una campesina más.
—¡Vamos! —insiste Thiago.
Desde donde estamos podemos escuchar los altavoces, sin embargo, a mi hermanito le gusta salir a escuchar junto con los demás vecinos. Eso acostumbramos hacer para comentar.
Atención todos, este es un mensaje de El Heraldo, a partir de hoy se añadirá a la recompensa quinientas monedas de oro para quien entregue la cabeza u ofrezca información que contribuya en la captura de Duardo Garay.
—¿Qué hizo esta vez Garay?
Los vecinos están tan confundidos como nosotros.
El mensaje se repite tres veces.
A pesar de aún estar enojada con Garay, con preocupación advierto que algunos vecinos admiten que la recompensa es tentadora.
¿Qué hiciste ahora, Duardo?
La noticia se esparce por el Callado después de medio día: Intentó secuestrar a Isobel.
¿Por qué, Duardo?
Según escuché, trató de secuestrarla en un callejón de la Plaza de la moneda. Su cita. Pero no sabía que soldados de la Guardia espiaban a la princesa. ¿Qué tanto de esto es culpa mía? En la revuelta murieron dos soldados y Castor, un miembro de la cuadrilla. Isobel, afortunadamente, salió ilesa.
Ahora Isobel sabe que Lamar es en realidad Garay. Duardo Garay. ¿Vendrán a buscarme los soldados? Ella sabe que yo sé...
O quizá piensa que también fui engañada. Sin embargo, la duda me basta para preocuparme. Eso y llorar a Castor. Era un pillo, pero era mi socio y a regañadientes suyo mi amigo.
Tal vez murió por mi culpa. ¡Nada de tal vez! Murió por mi culpa. Yo le envié aquella nota a Jakob. Madre, salve a Isobel pero Castor está muerto.
Lo más seguro es que Garay esté escondido o haya huido lejos. Con tristeza me doy cuenta que seguiremos enojados hasta que nos volvamos a ver las caras. Y es que es un idiota, pero lo quiero como a un hermano.
Para ocupar mi mente y mis manos, hago las labores de la casa y al caer la tarde me hago de un hacha y salgo al pequeño patio frente a mi casa a cortar leña. Está empezando el invierno y debo avivar nuestra chimenea.
No es una labor fácil para una mujer, pero lo he hecho cada que papá y mi hermano se van de viaje. Puedo con leña y más.
—En verdad tienes fuerza —aplaude una voz a un costado mío.
Gavrel.
No, por favor, Madre.
Debí advertir que se trataba de él al escuchar cerca el relincho de un caballo.
Me vuelvo para verle de frente. —¿Qué quiere?
Él se encoge de hombros. —Vengo a verte.
Le vuelvo a dar la espalda. —Tengo una fotografía por si la quiere.
—Sí, me encantaría tener algo así.
Él me rodea hasta situarse delante de mí, sin embargo no busco su mirada. En parte avergonzada por verme fachosa y sudorosa. En parte por la perra de Farrah.
—Permítame recibirlo con una reverencia —me inclino.
—Tomaré eso como una broma —me regaña y espera un par de segundos para decir algo más—. Puedo hacer eso por ti —añade, señalando la leña al verme tomar de vuelta el hacha.
Como si no estuviera acostumbrada a cortar leña.
—No querrá lastimar sus manos, Alteza.
Hay orgullo en mi voz.
—Elena, sabes mejor que nadie que mis manos son callosas porque son manos de trabajo.
Me sonrojo un poco. Supongo que sí puedo dar fe de cómo son sus manos.
—Yo puedo hacerlo —objeto, cogiendo con dificultad el hacha. Puedo sola pero él me pone nerviosa.
—No es caballeroso de mi parte estar aquí de pie... sólo mirándote.
Me rindo fácil. —Tenga entonces —suspiro, cansada, y le entrego el hacha.
Él sonríe y me hago a un lado para dejarle trabajar.
Rayos, debo aceptar que lo hace mejor que yo.
—Me iré a asear un poco —me disculpo.
—Aquí te espero.
En mi casa me lavo y me visto con el vestido más presentable que tengo. No puedo recibir a la realeza en fachas
Cuando vuelvo fuera Gavrel ya terminó de cortar la leña, pero está entretenido conversando con Thiago. Oh no. Mi hermano le está mostrando el soldadito y el caballito de madera que él mismo le obsequió.
Es una escena tierna de ver, pero me obligo a no ir por ese lado.
—Thiago, ve a jugar a casa de Sigrid —pido a mi hermano.
—Pero estoy platicando con Gavrel —hace un mohín el otro.
Él sabe que no debe retarme.
—Y ponte un suéter que te escuché toser.
—Adiós, Gavrel —se despide Thiago, recibiendo de Gavrel un gesto amistoso.
—Adiós, Thiago.
Cuando Thiago se marcha le pido a Gavrel que entremos a mi casa. No quiero que los vecinos lo reconozcan.
—Eres peor que mi mamá —dice, echando un vistazo a la cobacha en la que vivo—. ¿Al menos lo dejas jugar con tierra?
—Antes del caballo y el soldado sólo jugaba con tierra —le hago saber, conservando mi seriedad.
—Linda casa —dice, todavía mirando mis cuatro paredes.
Debe ser sarcasmo.
—Cabe un millón de veces en su castillo.
—Eso no hace mejor al castillo —afirma él.
Tomamos asiento en mi mesa y le confronto sin titubeos:
—¿Qué quiere, Alteza? ¿Cómo me encontró?
—Seguí el camino de habichuelas —bromea.
—Hablo en serio.
Él suspira. —El mensajero de Gio me indicó cómo llegar.
Piojo.
Me cruzo de brazos. —Bien. ¿Y... qué quiere?
No se apresura a hablar. —Vuelve, Elena —pide.
—¿A dónde? ¿Al castillo?
Tiene que ser una puta broma.
—No... Conmigo.
—Creo que no estoy entendiendo, señor.
—Sé que mi situación es complicada —Él extiende sus brazos sobre la mesa y toma mis manos—, pero te pido paciencia.
Tengo que atreverme a preguntárselo.
—¿Se va a casar? —Mi voz tiembla.
Él mira nuestras manos entrelazadas antes de responder.
—Por ahora tengo que hacerlo.
Por supuesto. ¿Qué esperaba que dijera? Isobel tiene razón en esto: Él jamás dejará a Farrah. Además, si me hubiera respondido que no, ¿qué hubiera hecho yo? No puedo ir con mi padre y decirte que soy la mujer del hijo de la reina, el propósito del Partido Rebelde. Pensar en eso hace que duela mi pecho. No me gusta admitir el ahínco de lo que siento por Gavrel. Ni siquiera me gusta poner cabeza a eso. No debo. Tengo que acabar con esto.
—Entonces, ¿a qué viene? ¿Qué quiere?
Tiene que marcharse ya.
Él medita sus palabras antes de volver a hablar.
—Puedo acomodarte en una casa de la Gran isla —propone. ¿Qué? Me lo pone fácil diciéndome esto—. Puedes vivir allí con Thiago y tu familia mientras...
—Y recibir sus visitas —digo, a regañadientes.
Él baja su mirada. —Sólo si quieres.
—Como una concubina —concluyo, enfadada.
Al menos tiene la amabilidad de mostrarse un poco avergonzado.
—No lo mires de esa manera.
Así que esos son sus planes.
—No acepto, Alteza—digo, soltando sus manos. Él suspira con pesadez—. Sé que no soy más que una plebeya —agrego y su rostro se tensa—, pero quiero más. Quiero ser la esposa de alguien y quiero ser madre.
Sus manos tiemblan y no dice nada hasta beber por completo mis palabras.
—Elena, yo...
—No puede darme eso y no se lo estoy pidiendo —acepto. Yo siempre tuve claro cuál es mi lugar—. Pero si le estoy pidiendo —continúo en voz baja, pero clara—: que me deje en libertad —Él niega con la cabeza y me obligo a no llorar— Permítame seguir... lejos de usted. Esto nos hace daño a ambos.
Uno de los dos tiene que ser sensato. Uno de los dos tiene que decir que no. Y es que, en cualquier caso, no puedo estar con él sólo porque sí. Soy miembro del Partido Rebelde. Soy Serpiente.
—Pero Sasha tiene un plan... —dice, mirándome dolido.
—No me interesa.
Gavrel traga un poco de saliva, sus ojos lucen húmedos.
No, no llores, por favor. Eso me mataría.
—¿Te es fácil hacer esto? —quiere saber.
—No entiendo.
Mi mandíbula se tensa al verle querer tocarme. ¿Qué intenta?
—Esto —Él señala la distancia entre nosotros—. Esto, Elena.
—Yo...
No.
—¿Al menos me amas?
No puedo responderle eso. No puedo.
—Teníamos un cuerdo. No íbamos a meter el corazón en la cama. ¿Lo olvidó?
Maldita, Moria.
—No, claro que no—dice, apretando los dientes. Sus ojos todavía están húmedos, pero ahora se ríe de sí mismo—. Cual idiota y soñador, ¿no? Fue egoísta de mi parte pedirte sacrificar tu vida por mí... cuando ni si quiera me amas.
Su reproche me afecta.
—Alteza, Farrah es una buena mujer. Sé que odia que le digan eso, pero acéptelo y viva feliz con eso.
—¿Algo más? —pregunta, mirando la puerta.
Niego con la cabeza y le dejo ir.
Se tiene que casar con ella. Que estúpido de mi parte pensar por un momento que no lo haría. Que estúpida fui por pensar, aunque sea un segundo, que lo dejaría todo por mí.
Espero hasta escucharle irse montado en Relámpago para dejarme caer junto a la puerta a llorar mis penas. Nunca imaginé terminar en un lío así por intentar robar algunas agujas e hilo.
Mensaje de la H
Además de doblar la recompensa por la cabeza de Duardo Garay, El Heraldo anunció que se ofrece una recompensa aún mayor por saber quién está detrás de nosotros, La H. Sabemos que ustedes, oyentes, son fieles; sin embargo también sabemos que vuestra necesidad de medicina y pan es grande, por lo que si quieren denunciarnos ante la reina, ponemos a su disposición nuestras cabezas.
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