43. Un narciso blanco
Cuando termino de curiosear el óleo, temblorosa, lo vuelvo a cubrir con la manta y salgo del taller de pintura.
Me pintó.
Gavrel dibujó mi rostro... mirándolo a él. Estoy yo de perfil y en mi ojo diluyó un reflejo de si mismo. No sé cómo sentirme. ¿Cómo debo sentirme? ¿Fue mala idea ver el óleo? No estaba preparada para algo así. Siento miedo.
Sin saber qué hacer, camino hasta una ventana enrejada con vista al lago. En el panorama busco la Gran Isla y de esta observo el castillo gris. Debo salir del Castillo gris. Ya entregué a Garay un mapa importante y ahora sé cómo entrar al castillo por medio de un pasadizo. Es todo, no más, si me quedo más tiempo peligro.
No lo amo. Llevo años odiándolo, ¿cómo podría amarlo?
¿Él siento algo por mí? Imposible. Lo nuestro es físico, no está el corazón de por medio, no es espiritual. Cuando él me toca soy consciente de que lo que hago lo hago por el Partido. No involucro sentimientos. Yo...
—Elena...
Escuchar su voz tras de mí, llamándome, me hace sentir una opresión en el pecho. Miedo. Gavrel me provoca miedo. Sin embargo, es un miedo diferente al que sentí cuando le conocí.
—Te estaba buscando —añade.
Mi espalda hormiguea al sentir que se aproxima.
Me abraza por detrás y apoya su barbilla en mi hombro izquierdo para así poder besar mi mejilla y mi oreja. Contengo mi aliento.
—Te siento tensa —dice, besando también mi oreja. Mi cuerpo responde al manso calor de su aliento.
Admito que no me reconozco. Viro hacia Gavrel para poder advertir sus demás movimientos. No obstante, él interpreta esto como una invitación a besarme...
No correspondo el beso.
—Otra vez me odias —dice, dudando.
Busco mi reflejo en sus ojos, preguntándome quién cree Gavrel que soy. ¿Por qué me llevo hasta el aljibe? ¿Por qué me mostró cómo abrir el pasadizo? ¿Por qué me trajo aquí? Todos en el castillo saben que el Monasterio es un lugar importante para Gavrel. ¿Por qué traerme a mí?
—Elena, ¿pasa algo? —Me libera lentamente—. Hace un rato estabas.... bien
Trago un poco de saliva y otra vez vuelvo la vista al lago. —Estoy... bien.
—Mírame.
Lo hago y él sujeta mi barbilla, rozando con su pulgar mis labios. —Dime qué pasa.
Eso es algo que ni siquiera yo tengo claro.
—Es tarde para que volvamos —digo, sintiendo cómo los lugares más reconditos de mi cuerpo responden al toque de su dedo.
Maldición, Gavrel...
—Vamos a dormir aquí —me informa. ¿Aquí? De pronto siento que me falta aire—. Pero no juntos, tranquila —aclara al ver la expresión de alerta en mi rostro—. No, si no quieres...
Parece consciente de que me estoy alejando. ¿Intuirá el por qué?
—No es eso.
—¿Entonces qué es?
Puedo ver lo mucho que necesita mi respuesta.
—Me arriesgo demasiado... un día van a regañarme.
—Estás con una de las pocas personas que tienen derecho a regañarte —dice, esta vez acariciando mi cabello .
Siento mi estómago quemar. Sin embargo, como no sé explicar lo que me está pasando, compararé esta experiencia con lo que sentí al saber que mi padre me obsequiaría un caballo. Expectativa. Ilusión. Esperanza. Saber que papá escondía a Regalo en nuestro establo me obligó a estar pendiente de sus movimientos, esperando con expectativa, ilusión y esperanza el momento en el que él quisiera entregármelo.
Te odio tanto, Gavrel. Tanto. Aunque ya no por los mismos motivos.
—Creo que necesito recostarme —digo.
—¿No vas a cenar?
Niego con la cabeza y él me pide seguirlo por los pasillos. El lugar está oscuro, por lo que Gavrel coge de una mesa una lámpara de gas.
Y como todos los monjes están en el comedor, recorremos en privado el camino entre los talleres y el claustro.
—¿Aquí es a donde viene cuando desaparece? —pregunto, fingiendo que no lo sé.
—Sí —le escucho decir, mientras le sigo entre paredes de piedra decoradas con objetos arcaicos, pinturas eclesiásticas y ofrendas—. Y si alguien viene a buscarme los monjes me niegan.
—¿Incluyendo a su madre?
Él se vira un poco y me sonríe antes de decir: —Incluyendo a ni madre.
—Las habitaciones de esta área están vacías —explica, cuando llegamos a un lugar recóndito.
Gavrel abre una puerta y me indica entrar. La habitación es amplia, dentro hay muebles, una cama, todo rodeado por cuatro paredes cubiertas con más cuadros eclesiásticos, incluyendo una ventana enrrejada con vista a la playa.
—Lamento que todas las ventanas están enrrejadas —se disculpa Gavrel—, el Monasterio se construyó como fuerte. La idea es que nadie entre.
Sin preguntarme si estoy bien con eso, él se saca su saco y sus botas. Aunado a eso, para estar más cómodo, se recuesta sobre la cama.
¿Pretende que haga lo mismo?
Recorro con mi vista la habitación. Aquí hay libros, mapas, llaves, pinturas a medio terminar... diversas prendas de caballero. Un momento. Estamos en su alcoba.
Ignorando el hecho de que él me está mirando apreciativamente, desplazo mi atención a los cuadros en las paredes. La mayoría son monjes son diferentes expresiones. Me siento señalada por ellos.
—Pavo dice que sólo las personas que tienen algo que esconder se sienten vigiladas por esos cuadros —dice Gavrel, leyendo mis pensamientos —Le miro con Molestia—. ¿Qué? Yo sólo repito. ¿Tienes algún pecado que esconder, Elena?
—Uno grande a decir verdad —digo, caminando de un cuadro a otro para curiosearlos uno por uno, y no porque me interese mucho el arte... No quiero ver de frente a Gavrel.
—¿Me lo vas a platicar?
—Sólo si usted me platica uno suyo.
—Hecho.
—Me estoy acostando con el heredero al trono de Bitania —confieso y al instante escucho a Gavrel bufar.
—¿Con ese idiota?
—No se necesita ser listillo para lo que hacemos.
—Al menos espero que te satisfaga.
Hay orgullo en su voz. Él sabe que cumple.
Evito con todas fuerzas que las comisuras de mis labios se eleven.
—Sí... Lo intenta. Es su turno de contarme un pecado.
—No llegaré casto al matrimonio.
Aunque le estoy dando la espalda a Gavrel, finjo rascar mi nariz para esconder una sonrisa.
—Ahora pecados que no sepamos —dice.
Me vuelvo hacia él. Está recostado sobre la cama apoyado en sus brazos. Luce relajado.
—¿Promete no pedir que me latiguen?
—Lo prometo.
No me cuestiono si haré bien en decirle esto, solo busco saber si al menos puedo confiar un poco en él y ver cómo reacciona al conocer a la verdadera Elena.
—He robado cosas en la Plaza de la Moneda. Soy una ladrona.
Y aunque el semblante de Gavrel no me permite adivinar qué está pensando, percibo que estaré bien.
—Es su turno —añado.
—Antes me gustaría saber por qué robas a otras personas.
Echo hacia atrás mi cabeza. No preví ser confrontada. —¿No es obvio? Soy pobre.
Gavrel asiente. —¿El régimen de los Abularach no te favorece?
Mi mandíbula tiembla. Este es el momento en el que podría descocerme hablando mal de él y su familia, pero tampoco busco empujar tanto mi suerte. Por lo que me limito a decir:
—No.
—¿Por qué? —insiste en saber.
Río por lo bajo. Ya que quiere honestidad...
—La reina sólo piensa en matar y su heredero en follar —digo, esperando a que se moleste.
Pero Gavrel está sonriendo. —Aquí la pregunta es quién es la doncella y qué tipo de encantos ofrece para que el heredero al trono sólo piense en follar.
Espero que mi rubor no se note a la luz de la lámpara. —Dicen que no es la gran cosa.
—Y pueda ser que sea eso lo que al heredero le guste de ella —Miro a Gavrel preguntándome a qué se refiere—. Puede que él esté aburrido de las mujeres emperifolladas de pies a cabeza y encuentre interesante y mucho más atractiva a una doncella que deje su cabello suelto y no ocupe maquillaje... Una doncella con belleza natural... y que además sepa andar a caballo y sepa pelear. Esa es una mujer interesante.
—No es casualidad que sepa pelear —digo, esquivando los comentarios sobre mi belleza—. Mi padre tuvo que enseñarme después de que intentaron abusar de mí.
Gavrel asiente, su actitud es la de hombre meditando. —Viktor es un gran instructor —dice—. Hizo bien en enseñarte.
—Sí, él... —Me detengo y abro mucho mis ojos al darme cuenta de que Gavrel sabe el nombre de mi padre—. Oiga, ¿cómo...?
—Perteneció a la Guardia, ¿no?
Que Gavrel digo eso con tanta tranquilidad no calma mis nervios. Al contrario. Nadie debe saber a dónde pertenezco en caso de que sea atrapada espiando. Estoy poniendo en riesgo al Partido.
—Hace mucho.
—Fue soldado durante el reinado de mi abuelo —expone Gavrel—. Quedó cojo durante una batalla, ¿no es así? —Asiento y él continúa explicando—. Dejó de pelear pero se quedó en el Castillo como instructor. La mitad de la Guardia real actual entrenó con tu padre. Él formó a miles de soldados antes de retirarse... incluyéndome.
—¿Qué?
—Me entrenó en grupo y de forma personal durante años —continúa Gavrel—. Fue uno de los que me enseñó a pelear con puños y espada. En ese entonces la Guardia contaba con dos instructores. Malule y Viktor. Malule era el favorito por no exigir tanto y recompensar a sus alumnos llevándoles a Amarantus. Con él se entrenaron Baron y Sasha. Viktor no tenía piedad... El único incentivo que nos daba era no matarnos. Con él entrené yo, Jakob y demás soldados de los escuadrones más importantes de la Guardia; puesto que, con los años, fue evidente que los soldados mejor preparados fueron los entrenados por Viktor.
Sigo sin poder creerlo. —¿Mi padre...?
—Empecé a sospechar de tu parentesco con él cuando Isobel me dijo tu apellido. Lo confirmé en las Caballerías, cuando dijiste que sabes pelear. Por supuesto que sabes —Los ojos de Gavrel se entrecierran un poco—, eres la hija de Viktor... Lo que también me orilla a concluir que si sabe lo que te estoy haciendo me matará.
—Es decir que me tomó pese a saber que soy la hija de un hombre que respeta —esbozo y Gavrel baja su mirada.
—Es una larga historia.
Cruzo mis brazos sobre mi pecho. —Quiero escuchar.
Estoy un tanto enfadada.
Gavrel hace una mueca de resignación. —Tras la pelea con Baron en la Caballería, después de que te marchaste, Sasha me dio a entender que eras, digamos, una mujer libertina. Dijo "Sabe montar a caballo, sabe pelear... Sin duda muchos hombres han pasado por su cama. Es hija de Viktor Novak, Gavrel, debe ser una dama atrevida". Y ciertamente eras todo eso, excepto...
—Que era virgen —termino por él y asiente sintiéndose culpable.
—Me sentí mal de hacerle eso a la hija de Viktor. Estaría mal con cualquier doncella, pero tú, en especial, eres hija de un hombre que admiro.
No sé cómo sentirme tras escuchar eso.
—Es una pena que Viktor no te haya hablado de mí —dice Gavrel.
Mi padre habla mal de la familia real en general.
—Es un hombre de pocas palabras —Lo excuso.
—Es eso o que me odia —ríe Gavrel, a modo de dar a entender que esa insinuación es una pregunta.
Oh, Madre Luna. Él no debe sospechar que mi padre tiene que ver con las Serpientes.
—No lo odia... —empiezo. Mis manos sudan.
—¿Segura?
Gavrel se incorpora, se levanta de la cama y se instala frente a mí... Ya no está sonriendo. Trato de lucir calmada.
—Hace poco me llegaron rumores de que forma parte del Partido Rebelde. Es más, afirmaron que es uno de los dirigentes.
Permanece seria. No parpadees.
—Es pescador, Alteza —digo, procurando que mi voz suene natural—. Por lo mismo pasa temporadas largas fuera de Bitania, pero le pediré que se comunique con usted al regresar.
Los ojos de Gavrel me miran serios, como si esperara que diga algo más. No obstante, aunque sospeche de papá no puede probar nada. De estar seguro ya lo hubiera enviado a Reginam. En cualquier caso, papá no volverá a Bitania, con nuestra familia en Roncesvalles no hay razón para hacerlo.
—¿Le... le confieso otro pecado? —pregunto a Gavrel, procurando que ya no piense en mi padre.
—Por favor —dice, todavía serio.
Será mejor que esto te salga bien, Elena.
—Lo deseo, Alteza —digo, con voz sensual. Espero que suene sensual—. Desde aquella primera noche, usted... —Estoy tartamudeando. ¡Concentrate!—. Usted...
—¿Yo qué, Elena? —pregunta, todavía a la defensiva.
—Usted me ha hecho sentir diferente. Me ha hecho sentir mujer.
Hay duda en sus ojos cetrinos.
Desesperada porque olvide el tema, sin dejar de mirarlo, bajo una por una las mangas de mi vestido para liberar la mitad de mis pechos. Los ojos de Gavrel caen hasta ellos.
Bien. Ahora me vuelvo lentamente, a modo de darle la espalda. —¿Me ayuda a retirar el resto del vestido?
Sus dedos tocan con temor mis hombros. —Pensé que no querrías pasar la noche conmigo.
Mi respiración se entrecorta.
—Pensó mal.
—Eres hermosa, Elena —dice, a medida que mi vestido baja, cayendo de mi pecho a mis caderas.
...
La lumbre de la lámpara de gas muestra nuestras siluetas en la pared a un costado nuestro. Nuestras siluetas entrelazadas de brazos y piernas.
El sonido de fondo son las olas del lago Leuven, algunos grillos y nuestras bocas sofocándose la una a la otra; sobre la cama, con desesperada anticipación, recibo a Gavrel con el mismo temor de siempre... El temor y culpa por sentir el aleteo del colibrí cuando él me toma.
De esa forma, cuando nuestros cuerpos explotan, él coloca su oído sobre mi pecho.
—Ahí está —susurra—. Está aleteando más que nunca.
Mi cuerpo responde a sus caricias aunque mi corazón se niegue a darle cabida. Debo abandonar el castillo gris cuanto antes... No vaya a ser que mi corazón me traicione.
...
El segundo día Gavrel y yo recorremos los jardines y demás lugares del Monasterio que reciben la luz del sol.
El tiempo rápido cuando hablamos.
—¿Está de acuerdo con masacrar seres humanos en La Rota?
—¿Así es cómo tú lo ves?
—Así es como es.
—Yo lo veo como justicia.
—¿Justicia para quiénes?
—Nosotros. Todos —dice él—. En Bitania vivimos todos. Un alborotador de la paz nos afecta a todos.
—Si hablamos de todos como un todo igual, partamos del origen del problema. Sus todos no viven en igualdad de condiciones, Alteza.
Fue él quien me motivó a hablar sin tapujos.
—No. Cada cual tiene lo que merece.
—Lo que usted cree que merecen.
—Lamento haber utilizado una palabra que te molestó. Déjame cambiarla: Cada cual tiene lo que cosecha.
—¿Le está hablando a una campesina de cosecha? —sonrío. A mis ojos les entretiene el paisaje con pájaros y flores—. ¿Sabe usted lo agotador que es trabajar bajo el sol, Alteza?
—Una vez más, utilicé una palabra que te ofendió y que no me ayudó a explicarme
—dice—. Permíteme defender mi punto: Lo que quiero decir es que un campesino que al mes ara un pedazo de tierra, que, aclaremos, no le pertenece, sólo obtendrá la ganancia que le ofrezca esta. No así el dueño de la tierra que aran cien campesinos.
—Eso no es igualdad.
—Es justicia, Elena.
—¿Y pensando de esa manera quiere acabar con las revueltas?
Él arruga su frente y sonríe. —¿Acusas a un señor de recibir lo que por derecho le corresponde?
—¿Por derecho? Esas tierras, en primer lugar, no les pertenecen a ustedes más que a nosotros.
—¿Ah, no? —duda él. Un poco tarde me doy cuenta de que quizá hablé demasiado—. ¿A quién le pertenece esa tierra, Elena? —Niego con la cabeza—. Habla —pide.
—A los hijos de la luna.
—Háblame de ellos.
—Yo... —parpadeo. Quizá es más sensato callarme.
—Tú delimitaste el origen del problema. ¿Qué hay con eso?
No tiene idea. —No, yo...
—No temas hablarlo conmigo.
Suspiro. —Esa tierra era de los hijos de la luna, ustedes se las arrebataron.
—Estás utilizando como referencia una leyenda, porque, claro está, no es así como yo lo veo. Nosotros los instruimos y mejoramos sus condiciones de vida. Antes vivían en casas hechas con palos y...
—Viviamos en armonía con la tierra.
—Los liberamos. ¿No te han contado la parte de la leyenda que narra que todos servían a un señor?
Esbozo una mueca de molestia. —No muy diferente a como es ahora.
—Gozan de más libertad ahora y viven en una tierra más prospera.
—Vivimos en un pedazo de tierra segregado.
Gavrel busca mi mirada. —Elena...
—Es eso o vivir como esclavos —Lo confronto—. Además, pagamos impuestos.
—Se sirven de los dispensarios y escuelas, por supuesto que deben pagar impuestos. Ahora, sobre lo esclavos: No tomamos esclavos entre nuestros plebeyos. Los hombres y mujeres que esclaviza mi madre provienen de tierras lejanas.
—¿Y eso está bien?
Gavrel se encoge de hombros. —Así es cómo es.
—Pues hay que hacerlo diferente.
Cállate. Estás hablando demasiado.
Él me mira de forma divertida. —¿Tampoco estás de acuerdo con eso?
—¿Por qué habría de estarlo? ¿Acaso yo tengo esclavos?
Él arquea una ceja en mi dirección. —¿Quieres un esclavo?
Niego con la cabeza. —¿Quién soy yo para decidir sobre la vida de alguien?
—¿Qué propones entonces?
—Libertad e igualdad.
Él abre su boca lentamente mientras sus ojos miran un punto lejano. —Permíteme ver las cosas a tu manera. Te consideras hija de la luna —dice y asiento con la cabeza—. ¿Mereces más esta tierra que yo, entonces?
—Usted lo dijo, no yo.
—Sí, sí lo mereces. Pero lo mereces desde un punto de vista moral. Sin embargo, también considero necesario volver la vista atrás y recordar que aquello fue una ocupación; y que de no haber sido mi linaje el que les dividiera sus tierras a los hijos de la luna, lo hubieran hecho otros. No sabemos si peores o mejores que nosotros, pero ese pueblo ya estaba condenado a ser subyugado —Me quedo sin palabras y trato de disimular la ira que siento dentro—. ¿No dirás más?
—¿Para qué? —Mi voz sale molesta—. Usted está convencido de lo que dice y sabe debatirlo.
Gavrel ríe. —Tengo que estar convencido. ¿Qué tipo de gobernante sería si no regento mi propia suerte?
¿Y quién le debate eso?
—Pero no contestó mi pregunta inicial, Alteza —digo firme y él me mira confuso—. ¿Está de acuerdo con celebrar Reginam? Dijo que para usted esa masacre es justicia, pero no dijo si está de acuerdo con valerse de ese tipo de justicia.
—Nunca he dicho a nadie que no sea mi madre lo que opino de Reginam —admite.
—Lo mismo yo con mi padre.
Él coge mi mano antes de responder. —No, no estoy de acuerdo con Reginam.
Angustiado por el rumbo que tomó nuestra conversación, él mismo cambia de tema.
—Celio es quien pasa más tiempo aquí —dice, mirando con admiración los jardines—. Aligera su aflicción el poder cultivar flores.
—¿Qué aflicciones puede tener un monje enclaustrado? —río, aunque Gavrel no lo toma bien.
—¿Nunca te has tomado un tiempo para reflexionar que todos, sin excepción, tenemos penas? Monjes, nobles, plebeyos... Nosotros sufrimos más o igual que ustedes.
—Menos —aseguro sin dudarlo.
—No puedes saberlo.
—Tienen oro.
—Hay cosas que valen más que el oro... La libertad, por ejemplo.
Tiene que estar de broma.
—¿Según usted, un campesino es libre? —río, pero me siento molesta—. No, señor, trabajamos día y noche para que a ustedes no les falte nada —Ahí está mi bocaza otra vez—. Lo lamento. No debí...
Él sostiene mi mano entre sus manos para acariciarla. —No te disculpes, por favor. Continúa —pide. Sólo si quiero perder la cabeza. Gavrel nota mi renuencia a continuar hablando—. Elena, está bien que alguien me lo diga. No te preocupes... No habrá castigo.
Aún así soy cautelosa. —No somos libres.
—Pero tienen más opciones.
Mi voz tiembla. —¿Trabajar o no comer?
—Me refiero a dónde vivir, qué amigos tener... con quién casarse.
—No hay muchas opciones, Alteza. Créame.
Él me mira. —¿Puedes elegir con quién casarte, Elena?
Ese no es un problema mayor que no tener la barriga llena.
—Sólo entre los hombres fuera de la Gran isla. Y para colmo son ellos los que eligen.
Porque también tengo la desventaja de ser mujer...
—Aún así son más opciones que las que yo tengo.
No, no me vas a ganar esta.
—No puede elegir con quién casarse, Alteza, pero al menos puede elegir qué comer. ¿No le parece que el alimento es más importante que el afecto?
—No sólo de pan vive el hombre —dice, convencido—. ¿Dónde escuché eso? —se pregunta a si mismo. Ciertamente tus prioridades son diferentes a las mías—. No importa ahora. ¿No pueden elegir qué comer?
Asiento. —A veces ni siquiera comemos.
—Pero trabajan la tierra —intenta justificar él.
—Para ustedes —repito—. Que cada vez nos piden más granos... A nosotros nos queda poco.
Por lo menos ahora luce apenado. —¿Cuándo verán la siguiente cosecha?
Percibo que su preocupación es honesta. —En un par de meses.
Gavrel asiente y medita un poco. —Hoy entrará a Bitania una encomienda con cincuenta carretas repletas de trigo, un obsequio de Orisol para el Monasterio. Pediré que la mitad se quede en el Callado —decide y no puedo ocultar mi gratitud—. ¿Bastará eso hasta la siguiente cosecha?
—Sí, es más que suficiente —sonrío y lo abrazo.
—Bien —Su suspiro me indica que se siente aliviado—. Ahora que tienen que comer... —Me separo de él y lo miro— ¿podemos dejar esto como un empate? —Él me ofrece su mano a modo de hacer las paces y la acepto—. Ahora elijamos la flor más bella.
—¿Para qué? —pregunto, sin comprender.
Gavrel mira en redondo el jardín. —No sé, ¿cómo símbolo de nuestro amor?
Me echo a reír. —Lo nuestro no es amor, Alteza.
—Tienes razón —Él luce decepcionado, aunque no puedo deducir si está fingiendo—. Elijamos una flor como símbolo de nuestro odio, entonces.
—Sabe a qué me refiero —justifico—. Pero si necesita ayuda, le puedo ayudar a elegir una flor que simbolice el amor que un día sentirá por Lady Farrah.
Gravel arruga su frente e intenta no reír. —Bien. Busquemos una flor para eso entonces —Vuelve a mirar en redondo el jardín—. ¿Qué te parece aquel cactus? —señala.
Si tan sólo ella se lo mereciera. —Ella no es mala persona, Alteza —digo.
—Si me dieran una moneda cada vez que escucho eso —Le demuestro que no comprendo—. El problema no es que ella no sea buena persona —explica—. Lo poco que he platicado con ella, cuando su madre no interfiere; me ha demostrado ser una mujer bondadosa, inteligente e íntegra.
—Oh.
—Pero te ruego que no hablemos de ella.
Si eso es lo que quiere...
—Elijamos una flor para nosotros entonces —Acepto. Si eso quiere, eso haremos—. Me gusta aquel narciso.
Camino hasta una exposición de narcisos de colores, pero Gavrel no está de acuerdo.
—Preferiría una rosa o una orquídea —dice.
Sin importarme que diga yo cojo el narciso. —No, las rosas son para los enamorados —insisto y sostengo entre mis manos un narciso de pétalos blancos.
Es hermoso, realmente hermoso.
—El más poderoso y valiente de los hombres puede aspirar a conquistar a punta de espada un reino, más no así un corazón.
—¿Qué? —pregunto, volviendo mi atención del narciso a Gavrel. No le estaba poniendo atención.
—Que el narciso está bien —dice, mirando de mí a este.
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Interesante capítulo, ¿no? Mañana serán dos c: Veremos en acción al Partido Rebelde y conoceremos el taller del Maestre Adnan, a quien Gavrel ya ha mencionado.
¡Gracias por votar!
Les comparto este dibujo de Eleanor que Ayelén Caprini publicó en el grupo de Facebook Tatiana M. Alonzo - Libros
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