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42. El Monasterio

Como no sé nada sobre Marta fui a buscar a Adre y a Rama para preguntar dónde está. Me explicaron que se fue de viaje.

—No se despidió de mi —les hice ver, doliéndome darme cuenta de eso.

—De nadie, Elena —suspiró Rama—. Sólo dejo una nota en la que explicó que estaría una temporada en casa de su padre. No quiere estar aquí para el siguiente Reginam.

Eso lo comprendo.

Con Isobel ocupada todo el tiempo con los preparativos de la boda, Gio de luna de miel y Marta lejos, no tengo a nadie con quien platicar. Fui al Callado a visitar a Sigrid y a Thiago sólo para darme cuenta que todo sigue mal. Hay más niños y ancianos enfermos y tres han muerto. ¿Es un castigo, Madre? Me quedé a dormir en casa para ayudar a los campesinos del sector veinte, veintiuno y veintidós a rendir tributo a la Madre Luna y pedir por la salud de nuestros ancianos y niños. Juntos fuimos al Lago Leuven a encender velas para después colocarlas sobre canastas y finalmente dejarlas flotar sobre el lago, acompañadas de nuestras mejores cosechas.

Tendría motivos para llorar si no hubiera recibido una carta de mi padre.

Mi querida Elena, mi soldado,

¡Te extraño tanto!

Perdóname por escribirte hasta ahora, Alastor me mantiene ocupado.

¿Cómo estás? ¿Cómo está Thiago? Te cuento que ayudé a tu madre y a Ana a acomodarse en la granja Roncesvalles. La amarás. Hay todo tipo de animales, hay espacio para cabalgar y no está lejos del mar.

¡Estamos tan cerca de la libertad, Elena! Sé que siempre digo eso, pero esta vez es en serio. Muy pronto todo cambiará y recuperaremos Bitania para nuestra gente.

No olvides que tienes que partir en la última carreta. Si no lo haces por ti, hazlo por Sigrid y Thiago.

Te ama.

Papá.

He leído la carta tantas veces que ya la puedo citar de memoria. "¡Estamos tan cerca de la libertad, Elena!" Y la estoy leyendo por milésima vez cuando Gavrel entra a la biblioteca.

Escondo rápido la carta.

—¿Es de algún enamorado? —me pregunta, prudente.

Soy evasiva con él, no lo veo a los ojos e intento concentrarme en el vestido de Farrah. —Es de mi padre.

—¿Él no está en Bitania?

Gavrel se sienta en el sofá situado a un costado mío. No me preguntes por mi padre, no quiero hablar contigo de él. 

—No.

—Es bueno saber que la carta no es de algún enamorado —musita. 

No respondo nada a eso y trato de "concentrarme" en mi trabajo con el vestido. Pero ignorarle no resulta fácil.

—¿Me odias, Elena? —pregunta, tomándome por sorpresa.

Arrugo mi frente. ¿Lo odio?  —No, Alteza —respondo, categóricamente.

—Entonces me amas —insinúa, consiguiendo que por fin por lo mire. Se echa reír al ver mi cara de espanto—. Eso imaginé —concluye, sin dejar de reír. 

¿Qué debo decir? —Yo...

—No tienes que decir que sí —pide—. No por compromiso... Me he tomado un tiempo para pensar, sabes —aclara. Me he dado cuenta—. ¿Todavía estás de acuerdo con lo que hacemos?

La verdad ya no lo sé. —Sí, Alteza —digo, bajando mi mirada.

—Mírame, por favor, Elena —pide—. No seas esquiva conmigo.

No puedo. 

—¿Qué necesita, Alteza? —pregunto, seria.

—Hablar.

Parpadeo un par de veces. Maldita sea, ¿qué? —¿Conmigo?

Gavrel sonríe. —¿Con quién si no? Mi perro no es un gran conversador.

Ya veo, necesitas que alguien te entretenga. —Oh.

—Acompáñame —pide, extendiendo su mano hacia mí para que la tome.

No.

—¿Es una orden? —me atrevo a preguntar, mirando de reojo su mano.

—Es una invitación, Elena.

Asumo que hoy no quiere follar en la biblioteca. Aclaro mi garganta y vuelvo mi atención al vestido. —Deme un momento para recoger todo primero —digo, pensando cómo evadirlo. No quiero seguir con esto ahora que Farrah sabe lo nuestro.

Gavrel ríe con voz poco audible. —Y dices que no me odias —objeta.

Alzo un poco mis cejas, sin mirarle. —¿Va a asumir que lo odio sólo porque le estoy pidiendo tiempo para ordenar mi área de trabajo? 

—Es tu tono de voz, Elena —aclara, retándome. 

Consigue enojarme y lo encaro. —¿Y con qué tono de voz quiere que le hable? ¿Uno dulce y que añada "mi cielo" o "mi amor"?

Gavrel sonríe peligrosamente y mi quijada tiembla. Poco a poco vuelvo a ser consciente de a quién me estoy dirigiendo.

—Perdón, Alteza —me disculpo, sintiendo mis mejillas arder—. No debí...

—No —declara, haciendo que tiemble. Hay molestia en su voz—. No te disculpes —Es todo, me enviará a Reginam—. Es la primera vez que me hablas de forma honesta —asegura... suavizando sus palabras. Lo miro sin comprender—. Que no te de miedo quien soy, Elena. Quiero que, a partir de hoy, cuando estemos a solas, no me trates como al "príncipe Gavrel", sino como a un hombre normal. Olvida mi título cuando esté contigo  —Estoy dudando, pero él insiste—. No te enviaré a la Rota porque me digas no, no estés de acuerdo conmigo o te niegues a complacerme. Sólo te pido honestidad, Elena.

Nos miramos fijamente durante unos segundos antes de que yo decida decir algo, y es que, tal como él lo pidió, por primera vez procuro ver y  dirigirme a Gavrel como si este fuese uno más.

—Pues no quiero acompañarlo —declaro indiferente y le escucho reír. No comprendo por qué le entretiene que le desprecie.

Y haciendo caso omiso a mi molestia, se acuclilla a un costado mío. —¿Es más entretenido ese vestido que yo? —pregunta, cerca, tan cerca que me permite sentir su respiración. 

¿Intenta ser seductor?

Le sigo el juego. —¿Y a dónde quiere que lo acompañe? ¿A mi habitación? —lo acuchillo.

Eso debió doler.

Lo miro de reojo, él está sonriendo. ¿Cuál es su juego? —¿Quieres que vayamos a tu habitación?

—Iré a dónde a usted le parezca bien que vaya, Alteza.

—Vamos entonces.

Vuelve a extender su mano hacia mí, pero no la tomaré. Hacer eso es demasiado intimo. ¡No seas ridícula, Elena, te has acostado con él! 

—No tomes mi mano si no quieres —dice—, pero acompáñame por favor.

Me incorporo y, sin coger su mano, lo sigo fuera. No vamos a mi habitación, él me guía hasta el último piso del castillo, el que Marta dijo que no puede visitar nadie sin autorización. ¿Qué quiere?

—Esta puerta te lleva a la iglesia situada detrás del castillo —explica, en lo que recorremos un enorme pasillo.

Ah, quiere volver a aquel palco. Eso pienso de inmediato, pero sigue de largo. Guardo silencio.

En la pared al final del corredor de este piso atisbo un óleo que llama mi atención. Son los rostros de tres mujeres jóvenes. No tengo que preguntar quiénes son, porqué, a pesar de los tantos años que ahora tienen encima, reconozco a dos: Eleanor y Mina. Y asumo que la que está en medio de ellas dos es Imelda. Imelda... Cabello dorado, frente amplia, ojos zarcos, sonrisa astuta y mentón pronunciado. 

Garay si se parece a ella...

—Murió hace años —dice Gavrel, explicando, al notar mi especial interés en Imelda. 

Sí, tu madre pidió su cabeza.

No conocí a Imelda Abularach, pero, por lo que Adre me contó sobre ella, asumo que fue una buena mujer que murió defendiendo los ideales por los que ahora lucho yo.

—Dicen que era valiente —digo, con un poco de miedo—, que tenía ideas revolucionarias...

—Una soñadora —expresa Gavrel, despectivo, y me pide continuar.

¿Soñadora? Escuchar eso me enoja, pero callo. Por más que Gavrel asegure que no me enviará a la Rota por ser honesta con él, no debo ser idiota. 

—Este es uno de los aljibes del castillo —dice, al llegar a un espacio descubierto. En esta parte del castillo no hay techo—. Aquí hay unas escaleras —señala—. Vamos a bajar 

Escaleras. Es un pozo. Es un pozo oscuro y profundo. Gavrel se hace de una lámpara.

—¿Tenemos que... bajar? —pregunto, temerosa.

—Los monjes que cantan en la iglesia vienen y van todo el tiempo, no tienes nada de que preocuparte —me anima—. Yo mismo bajo y subo cada tanto. 

Empezamos a bajar. Sin embargo, a la mitad del camino he tropezado al menos cuatro veces.

—¿Segura que no quieres tomar mi mano?—insiste. 

—Estoy bien.

Finalmente llegamos a lo que parece ser una cueva, una cueva oscura, húmeda y solitaria. Hay un pasadizo rodeado de botes frente a nosotros. Es un río subterráneo. Y al final del pasadizo, a varios kilómetros de distancia de donde estamos, puedo ver el brillo de la luz del sol. ¿A dónde me trajo Gavrel?

Él responde pronto. —Esto es parte de la ruta que surcan los monjes para ir y venir del Monasterio al castillo. Este río te lleva al lago Leuven. ¿Ves? —señala el final del túnel de agua y piedra.

Es la entrada secreta que comentamos con Marta cuando dibujé el mapa del castillo. Pero, ¿por qué me trajo aquí?

—Muy bonito —digo, sarcástica.

—No es bonito, es terrorífico —ríe él y noto que nuestras voces hacen eco—. Pero es un buen lugar para hablar.

—Y para asesinar.

Me mira con un aire divertido. —¿Me quieres asesinar, Elena?

Ja. Ja. —Buena esa, Alteza.

—Ven, acerquémonos a la orilla del río —Lo sigo—. ¿Nos subimos a un bote o nos sentamos en la orilla?

—Orilla. Tierra.

—De acuerdo. 

La luz de la lámpara es necesaria y siento calor. ¿Este es un buen lugar para hablar?

—Yo venía mucho aquí de niño —dice, en lo que nos sentamos—. Este era nuestro lugar secreto para jugar.

—¿Jugar quiénes?

Gavrel sonríe. —Sasha y yo.

—¿A qué jugaban?

—Al regicidio —dice, burlón. Yo abro mis ojos como platos—. Lo sé, suena horrible, pero era divertido. Adre bajaba con nosotros y los tres luchábamos sobre esos botes usando espadas y escudos de madera. Casualmente yo siempre era el rey a asesinar y Sasha el regicida.

—Qué tiernos.

Gavrel hace una mueca. —Era divertido.

—Es interesante escuchar eso —digo. Él me mira sin comprender a qué me refiero—. Sasha y usted. Es que... no parecen tener una relación cortés, no me esperaba escucharle hablar bien de él.

—¿Y qué me dirías si te dijera que no hay nadie en Bitania en quien confíe más que en Sasha? 

—No le creería —acepto.

Gavrel suelta otra risa. —Lo sé.

Silencio. Él no dice nada y yo tampoco. ¿Le debería preguntar sobre Farrah? ¿Le dijo algo? ¿Hubo reclamos? Puede que sea mejor no saberlo. Tal vez quiere pedirme que me vaya. Sería lo mejor.

—¿En qué piensas, Elena? —pregunta, mirando de reojo mi mano.

¿Eh?  —En que la avena de hoy estuvo exquisita, Alteza —digo, esquiva y ocultando una sonrisa—. ¿Quién cocina?

No es la respuesta que él esperaba. 

—¿La cocinera?

—Sí, ¿pero cómo se llama?

Gavrel arruga su frente. —¿Esther? No tengo idea.

—Ah.

¿Por qué estamos aquí, Gavrel?

—Sabes —Él coge un poco de aire—, la primera vez que te vi fue en las pantallas gigantes de la Rota —¿Qué? Me yergo—. Estabas ahí, con la mira pérdida... y después te acurrucaste sobre tu regazo intentando no ver lo que estaba sucediendo en la palestra.

—¿En las pantallas gigantes? —pregunto, sorprendida.

—Sí —asiente—. Las videocámaras te enfocaron. Fueron sólo unos segundos... Pero eso bastó para que yo... te buscará entre el auditorio.

—Oh.

Él mueve un poco sus hombros. —Afortunadamente estabas cerca.

Gio nunca me dijo nada de esto, o quizá tampoco se dio cuenta. —Oh.

Eso explica por qué me miró con interés ese día...

—¿Tenías miedo? —cuestiona.

Cuida tus palabras, Novak. Suspiro. —Era la primera vez que veía Reginam.

—Por lo que todavía no estás insensibilizada.

Le miro. —¿Perdón?

—La mayoría de personas en la Gran isla han visto tantas veces el circo de la muerte que ya pocas cosas les sorprenden. La última persona a la que le perdonaron la vida era una mujer enamorada. ¿Te enteraste de eso? Al parecer las historias de amor ayudan a dulcificar el furor colectivo.

—Es bueno saberlo —digo, a la ligera—. Perdón —¿Qué estupidez dije?—. Digo, que es bueno saberlo por sí...

Ay no, Elena.

Gavrel no borra la sonrisa de su rostro. —Sí, te entiendo.

Igual ya me impacientó este lugar. 

—¿Por qué o para qué me trajo aquí, Alteza? —vuelvo a preguntar, inquieta. 

—Quiero saber —dice, mirando al vacío.

—¿Qué cosa?

—¿Qué cosa? —A continuación él me mira de una forma que me da miedo—.  Bueno... quiero saber quién es la persona cuyo corazón aletea como las alas de un colibrí cuando le estoy haciendo el amor.

Madre pura. Sacudo mi cabello para intentar esconder la vergüenza en mi rostro.

—¿Colibrí?—repito, sofocándome un poco. Mierda.

—Sí.

Cierro mis ojos, recordando. Mencioné al colibrí el día que me tomó en la iglesia. —No pudo escuchar eso.

—Lo dijiste aquella noche. Aquella... primera noche.

—¡Pero no es voz alta! —me quejo, azorada.

Él suprime una sonrisa. —Yo no leo mentes, Elena.

Mierda. Procuro acomodar mejor mi cabello a modo de entretener mis manos con algo. —Pues no es caballeroso de su parte repetirlo.

—Fue encantador oírte decir eso.

—¡Pero no lo repita otra vez, carajo!

Gavrel se echa a reír una vez más. —Compórtate como una doncella educada frente a un príncipe de Bitania y no digas palabrotas, Elena Novak.

Oh, rayos. 

—Oiga —suspiro dejando entrever mi preocupación—, no hablaba en serio.

Él finalmente se aventura a tomar mi mano. Oh, Madre Luna. —Estoy bromeando, di lo que quieras.

No mires tu mano, Elena, no mires tu mano. Arqueo una ceja. —¿Ah sí? ¿Qué me quiere escuchar decir?

—¿Qué me quieres decir tú a mi?

No voy a caer en esa. —Lo que usted quiera que le diga —devuelvo.

—Pues dime lo que quieras.

Bueno, ya basta. —Oiga, sólo pídalo.

Él se encoge de hombros. —Sólo dilo.

Niego con la cabeza. —Ya cierra el pico.

Ahí está otra vez la risa burlona. —Primero me echas de una iglesia—dice—, después de mi biblioteca —recuerda, todavía riendo. Oh, sí, momentos épicos—. Ahora maldices frente a mí y me pides ¿cerrar el pico?

—¿Me vi demasiado obscena? Perdón —me burlo—. Lo pediré educadamente: Cierre el pico por favor, Alteza.

—Eres increíble —sonríe y hago lo mismo. La platica ha resultado amena, lo acepto—. Anda, cuéntame más.

Él me mira con curiosidad. ¿Más sobre... qué?

—Sabe mi nombre —digo—, ¿qué más necesita saber?

Gavrel duda un poco. —¿Puedo preguntar lo que quiera? —arriesgándome, asiento con la cabeza. Él suspira—. ¿Por qué me permites ver y tocar tu cuerpo, sin dejarme antes abrazar tu alma?

La platica se tornó íntima una vez más. Yo bufo. —El príncipe está poético.

—No soy un cretino —dice, serio—. Puedes sincerarte conmigo. No soy alguien al que debas... temer.

No lo creo. —Está bien —digo, aunque le huyo con la mirada.

—Mírame.

No. Me encojo de hombros. —Puedo responder lo que quiera sin tener que mirarle a los ojos.

—No soy un monstruo.

Mentira. —Me alegra saberlo.

—Mírame, por favor, Elena —insiste, apretando un poco mi mano. Lo hago—. Hoy no traigo yelmo o peto y no vamos a terminar esta conversación en una cama si no quieres.

Tiemblo. —Lo que usted ordene, Alteza.

—Y llámame Gavrel —Esa petición sí que me pilla desprevenida—. Y no me mires así... —insiste—. Te pedí tratarme con confianza cuando estemos a solas. 

—¿Que no lo mire así... cómo?

—Como si no me conocieras.

Es que no te conozco. —Es que...

¿Por qué hace esto?

—Porque por lo menos hemos de ser amigos.

¿Amigos?  —Bien —suelto una risa sarcástica—. Me gusta tener amigos.

—A mi también... y los amigos deben conocerse bien.

Pesco la indirecta. —En cuerpo y alma, supongo.

—Como tú lo prefieras, Elena.

Otra vez nos miramos sin decir nada de inmediato.

—Bien —cedo—, ¿qué quiere saber, amigo?

Él se acomoda lo mejor que puede. —Por ejemplo, ¿por qué tu caballo lleva por nombre Regalo?

¿Quiere saber de Regalo? Río por lo bajo. No me lo creo. —¿Por qué se llama Regalo?

—Sí. Quiero saber eso. 

¿Está de broma? —Es una historia tonta —le advierto.

Él acaricia un poco mi mano, mirando de esta a mí. —Es la historia del nombre de tu caballo, nada puede ser más serio que eso.

Arqueo levemente una ceja. —¿Me dirá por qué el suyo se llama Relámpago?

Gavrel asiente con la cabeza. Sus ojos tienen un brillo extraño. 

—Bien —empiezo—. Verá... Cuando niña solía esperar a mi padre afuera del establo para que me permitiese montar alguna yegua. Hacer eso era parte de mi rutina. Por lo que días antes de mi quinceavo cumpleaños él empezó a comportarse de manera extraña. Me pidió que ya no lo esperara afuera del establo y me dio más tareas para hacer con tal de que yo me mantuviera ocupada. ¿Extraño, no? —Gavrel asiente con la cabeza. Por la forma en la que me mira cualquiera pensaría que realmente le estoy contando algo importante—. Quería distraerme, pero soy curiosa e impaciente, así que lo confronté un día que le vi salir del establo.

»Sin embargo, justo cuando iba a empezar a reclamarle, el relincho de un potro me distrajo. "¿Qué es eso?", pregunté mirando a hurtadillas lo que él intentaba esconder detrás de la puerta. El respondió "¿Eso? Nada. Bueno... es tu regalo, pero no puedes verlo hasta el día de tu cumpleaños". Me eché a reír, salté de la felicidad, lo abracé y ya no pregunté más. Lo juro, ya no pregunté nada más. No obstante, en mi mente empecé a llamar Regalo a aquel potro.

Gavrel asiente e intenta analizar aquello, lo que me abochorna un poco. —Es una historia tierna —dice, haciendo una mueca graciosa. No, que no se ponga de niño bonito—. Ahora me da vergüenza decirte por qué mi caballo se llama Relámpago.

—Usted lo prometió —le recuerdo.

—Cierto —Él ladea su cabeza hacia un lado—. Porque corre rápido. Se llama Relámpago... porque corre rápido.

Abro mucho mis ojos. —¿Eso es todo?

—Me temo que sí —dice, abochornado.

—¿Y Rudo por qué se llama Rudo?

—Así que recuerdas el nombre de mi perro.

Me sonrojo. —No cambie de tema —me apresuro a decir.

Él chasquea la lengua. —Bueno, porque es... rudo —Me echo a reír. Él rasca su nariz—. ¿Te estás riendo del heredero al trono, Elena?

—Terrible —digo.

—No soy demasiado creativo, ¿cierto? —Ahora rasca su cabeza.

—¿Tuvo alguna vez otra mascota?

—Sí —dice, sonriente—. A los trece mi madre me permitió tener un gato. Era un gato negro con enormes bigotes blancos.

Lo miro de reojo. —Se llamaba Bigotes, ¿cierto?

Gavrel abre ligeramente su boca. —¿No te parece hermoso el lago? —cambia de tema, mirando al vacío, aunque intenta ocultar una sonrisa—. Desde aquí sólo se ve el final del túnel, pero puedes imaginarlo ¿Lo haces? Está allá —Señala la luz al final del pasadizo—. Y a lo lejos también se puede ver la pequeña isla en la que está ubicado el Monasterio. He de llevarte alguna vez.

—Alteza, ¿cómo se llamaba el gato? —insisto.

Él se encoje de hombros, rindiéndose. —Bigotes —confiesa, por fin.

Me suelto a reír. —Terrible.

—Sí. ¿Tú tuviste alguno?

—Sí —digo, feliz de poder recordar al buen Clemente—. Clemente.

—Clemente —repite él—. Sospecho que esa historia es aún mejor que la anterior.

—Tal vez —digo, nostálgica—. Clemente era un gato demasiado indulgente. Atrapaba ratones, pero sólo jugaba con ellos. Nunca los mataba.

—Clemente —Gavrel repite el nombre del gato como si intentara no olvidarlo—. Ahora que recuerdo también tuve un conejo —dice.

—¿Se llamaba Nube? —me río.

—¡No! —se queja, pero está riendo—. Nube es un nombre llano —se defiende, un tanto orgulloso—. En realidad se llamaba Conejo.

Me suelto a reír más fuerte.

Gavrel salta de la orilla al río y acerca hasta donde estoy yo uno de los botes, me coge de la mano para ayudarme a subir y después, con el apoyo de un remo, lo guía por el pasadizo. Al final del túnel nos topamos con un enrejado con forma de sol. Asombroso. Él se pone de pie para estar de cara a este y desliza hacia abajo uno de los rayos del sol. Sin embargo, el movimiento tiene truco, porque, aunque todos los rayos giran mecánicamente al mismo tiempo, hay que saber cuáles empujar hacia afuera para que las rejas cedan. El primero y el quinto del lado derecho, trato de recordar y siento un extraño calor en mi pecho. ¿Qué tan valiosa es esta información? Cuando Gavrel se desocupa y se vuelve para mirarme, finjo estar distraída con mis manos. ¿Le importará que sepa cómo entrar al castillo utilizando este pasadizo?

—¿No es impresionante? —pregunta, viendo de mi al enrejado.

—Eso creo... No sé mucho sobre objetos mecánicos —resto importancia a mis palabras.

—Lo diseñó el Maestro Adnan —dice a modo de explicación—. He de llevarte a conocerlo a él también.

También.

Una vez del otro lado, empuja hacia arriba una palanca para volver a obstaculizar la entrada al pasadizo. Me pregunto si se abrirá de igual forma de afuera hacia dentro. Tendré que esperar para saber.

Dejamos atrás el enrejado y empezamos a recorrer el lago. Gavrel rema mientras yo hago preguntas sobre la Gran isla. Está cayendo el sol, pero él quiere remar hasta el Monasterio.

—¿Está seguro de querer hacer esto?

—Me gusta escaparme al Monasterio —admite. Eso he oído—. Quiero mostrarte los talleres de arte que hay dentro.

¿Talleres de arte?

Al llegar a la orilla de la pequeña isla en la que se ubica el Monasterio de Bitania, Gavrel me coge de la mano para llevarme dentro del amurallado. Sí, amurallado. El Monasterio es un bastimento de piedra gris amurallado a pesar de estar situado en una isla. ¿Qué rayos?  Gavrel me señala dónde está la iglesia, la biblioteca y el refectorio viéndoles desde fuera, pero quiere llevarme más allá, hasta el área del claustro. ¿Puedo entrar a pesar de ser mujer? Aunque no tiene prisa en entrar, por lo que nos tomamos un tiempo para caminar por la playa. 

Está anocheciendo, soy más consciente de ello al verlo mirar el cielo con sumo interés .  

—¿Te sabes el nombre de algunas constelaciones? —pregunta.

También miro el cielo. —Osa menor. Osa mayor —señalo, buscando otras—. Las podemos ver dependiendo del clima y la época del año.

Menciono todas las que puedo ver, puesto que como hija de la luna las conozco bien.

A Gavrel le gusta escucharme. Me deja ser, por lo que además de platicarle de mis mascotas también le hablo de mi familia y de lo enojada que estoy con Kire porque va a casarse con alguien que no ama. Él también me platica un poco sobre sí mismo. Dice sentirse inseguro de lo que tiene, pero a la vez cómodo en lo que describe como un trono personal. Cree vivir rodeado de mentiras y por eso mismo agradece la honestidad de personas como yo o como Sasha. Lo escucho sin interrumpirlo.

Cuando la noche termina de caer nos aventuramos dentro del amurallado. El Monasterio es mitad mágico, mitad terrorífico, así lo describo. He visto por lo menos cincuenta hombres, todos vistiendo de negro hasta el cogote; y aunque les sorprende verme, se portan amables. Me admira ver que a Gavrel lo saluden sin inclinarse ante él o que le reciban sin ceremonias. Él es uno más entre ellos.

También me sorprende ver armas. ¿Por qué en un monasterio hay armas? ¿Está información también será valiosa?

—Este es el taller de pintura —me señala, ya en el área del claustro. Dentro del pequeño salón hay cuatro monjes, dos de ellos pintan cada uno un óleo mientras el otro, en apariencia más bonachón, mezcla un poco de pintura—. Pavo, ella es Elena —me presenta con este último.

Pavo sonríe al vernos y me saluda con un  abrazo. —Menuda visita —reclama a Gavrel, pero está sonriente—. Al menos avisa 

—Hola —saludo, tímida.

—Tulio, Celio, Andre, vengan a saludar —los ánima Gavrel.

Los demás monjes son más prudentes. —Señorita, es gusto conocerle.

Algunos hasta se inclinan ante mi con una reverencia. 

Hago lo mismo. —Igualmente.

—Deberías mostrarle tus pinturas, Gavrel —ánima Celio a mi acompañante.

Gavrel niega con la cabeza mientras todos insisten en que me permita ver sus oleos.

—Por favor —le pido, pues ahora me siento curiosa.

—Está bien —cede, aunque sin darse mucha importancia y me guía hasta un rincón del salón—. Este es mi espacio —explica, mostrándome algunas de sus pinturas.

Observo todo con interés genuino. Hay flores, sobre todo rosas; paisajes, un maldito colibrí... En serio tiene que superar eso. También hay pinturas de Relámpago, Rudo, Sasha, Isobel, Adre... Y aunque quiero ver la pintura en la que está trabajando ahora, se apresura a apartarla de mi vista y, abochornado,la cubre con una manta.

—Oh, yo te quería ver mostrándole esa —ríe Pavo, junto con otros monjes. 

Pronto me doy cuenta en que estos tipos son más que monjes para él, son sus amigos.

Gavrel niega con la cabeza. —Vamos, Elena —me coge otra vez de la mano—. Ahora te voy a mostrar el taller de cerámica.

Yo quería ver la pintura...

El salón del taller de cerámica está al lado del de pintura. Aquí hay más monjes y también hay un piano pequeño. Gavrel no lo duda y se sienta a tocar.

—Justo a tiempo —dice uno de los monjes que está trabajando con arcilla—. No tenía inspiración hoy.

—Tú también tocas el piano —le digo a Gavrel, acercándome a él lo más que puedo y miro con devoción cómo mueve sus dedos sobre cada tecla.

—¿Tú también? —inquiere.

—Sasha lo hace.

—Y es mejor que yo —asegura—. En esto y en cualquier otra cosa que tenga que ver con arte. Es su fuerte, mientras lo mío es la montura y la pelea con puños o armas.

Es bueno saberlo.

—¿Sasha también viene al Monasterio? —pregunta.

—Lo tiene prohibido —Gavrel hace una mueca. ¿A quién demonios le prohíben la entrada a un Monasterio?—. También tiene prohibido entrar a la iglesia. Pero pinta en su habitación.

Me río al imaginarlo pintar. ¿Qué pinta Sasha? ¿A Eleanor con dientes enormes y un culo del tamaño del lago Leuven?

Gavrel toca el piano por un rato. Yo lo dejo ser y me aproximo a las mesas de trabajo para ver de cerca qué hacen los monjes. Ellos son cordiales y me ofrecen un poco de arcilla para que pueda moldear algo. Intento hacer un caballo, pero lo hago terrible. Escucho reír a Gavrel desde el piano y le arrojo un poco de tierra seca. No te burles.

Y es que no, las artes tampoco son mi fuerte.

Espero a que Gavrel se distraiga, por lo que cuando él y otros monjes se van al refectorio a ayudar a Pavo con la cena, a hurtadillas regreso al salón de taller de pintura. La curiosidad me mata, quiero ver que está pintando Gavrel. 

Cuando aparto la manta con la que él cubrió la pintura, mi primera reacción es el asombro, después me picas los ojos. En el óleo... en el óleo estoy yo.


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¿Les gustó el capítulo? :) Seguiré publicando uno diario, por lo que agradezco sus comentarios y votos :') De esa forma pueden apoyarme.

Los quiere,

Tati :3

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