30. Su nombre es Elena
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HEDDA
Obligué a Macabeos a acompañarme a el Callado. También traje conmigo la videocámara de mano. Hay un brote de enfermedades gastrointestinales entre los campesinos y quiero investigar. Hoy, por primera vez, Hedda será una verdadera reportera.
—Le dirán a la reina que los entrevistamos.
—No si les decimos que estamos aquí por orden de ella.
—Eso es peor —Mi maestro luce aterrorizado—. Es demasiado riesgo, Hedda.
Tal vez tiene razón. Tal vez.
—Visitemos una casa —intento convencerlo—. Ya estamos aquí. Aprovechemos el tiempo.
Tengo mis sospechas sobre cómo pudo empezar la epidemia, por lo que quiero hacer una investigación completa y estar segura de quién es el responsable.
Nos rodean campos de maíz y arboledas, en el Callado todas las casas son de adobe y en la mayoría viven más de dos familias. Macabeos y yo caminamos hasta una vivienda especialmente concurrida y en la que sabemos hay dentro un televisor.
Al acercarnos compruebo que los campesinos improvisaron un modesto hospital aquí. Hay niños y ancianos sobre catres, todos gimiendo por el dolor o vomitando.
—Buenas tardes —saludo tímidamente desde la puerta. Quince rostros cansados y hambrientos se vuelven para verme—. ¿Podemos entrar? —pregunto—. Traje un poco de comida.
Quizá debí traer algo más. Mucho más.
La mayoría de personas me ignoran y dirigen su atención a una campesina un poco mejor vestida y más limpia que el resto.
—¿Quiénes son ustedes? —pregunta ella, desconfiada.
Es por nuestra ropa, lo sé. Saben que no pertenecemos a este lugar y quizá hasta nos odien por ser evidente que vivimos en mejores condiciones.
—Hedda y Macabeos. Somos comerciantes —miento.
Nadie toma bien la noticia.
—¡Largo! —llora una mujer, sosteniendo entre sus brazos a un niño asustado.
—¡Váyanse antes de que formamos una turba para lincharlos! —nos amenaza una anciana.
—Vámonos, Hedda —me apremia Macabeos, tocando con insistencia mi hombro.
Pero a mi me duele darme cuenta que ante los ojos de los campesinos soy un parásito. Un parásito.
—Por favor —insisto, colocando frente a mis pies la canasta con comida y sacándome los aretes y el reloj—. Si quieren podemos vender esto para comprar más comida y medicinas.
Una vez más se vuelven para mirar a la campesina con ojos color verdemar. ¿Quién es ella que piden su aprobación?
—Alguien coja las cosas —pide y un niño se acerca a mi con decisión.
Le entrego todo lo que traigo. Todo excepto la videocámara. Macabeos también le ofrece algunos de sus objetos de valor.
Con esa acción recibimos el visto bueno de todos y entramos a la casa.
—¿Cuál es tu nombre? —pregunto curiosa a la campesina. No tendrá más de veinte años, es joven y agraciada.
—Elena —contesta, pero su voz todavía suena desconfiada.
¿Qué tengo que hacer para que me miren como uno de ellos? Haber nacido aquí, supongo. Mi rostro no refleja cansancio y hambre.
Observo el televisor que los soldados trajeron hace un poco, está encadenado a una mesa y está encendido, tal como Eleanor ordenó que debía estar siempre. En la pantalla se puede observar el emblema de Bitania. Un sol.
Al marcar mi reloj las cinco de la tarde, el televisor parpadea. Al mismo tiempo, en lo altavoces, se escucha el sonido de trompetas.
Los campesinos saben que se trata de El Heraldo.
Y yo, como asistente del encargado de el Heraldo, sé que en este momento la pantalla de cada televisor en Bitania está mostrando a la reina.
Esa es una de las razones por las que Macabeos y yo estamos aquí. Queremos ver cómo reaccionan los campesinos ante los mensajes de Eleanor. Esta es la cuarta vez que mirarán uno.
Elena se pone de pie y camina entre los ancianos y niños recostados sobre catres hasta poder estar cara a cara con la reina, o al menos con su imagen en el televisor. Su cara no da crédito a lo que está viendo.
Lo que Elena está viendo es uno de los mensajes que Eleanor grabó con nuestra ayuda.
—Amados hijos de Bitania —empieza Eleanor, sentada cómodamente en su trono—, hoy voy a hablarles sobre la importancia de continuar respetando jerarquías —La mirada de Elena es de asco—. La familia Abularach ha gobernado durante trescientos años esta tierra, trayendo para todos progreso y justicia.
Los impuestos que mensualmente pagan los ciudadanos han servido para construir escuelas, hospitales y calles. Asimismo, servicios básicos como agua potable; y muy pronto luz eléctrica para la Gran isla y la Plaza de la moneda.
》Hagamos oídos sordos a los alborotadores, enemigos del orden y el desarrollo. La familia Abularach has sido, es y seguirá siendo la mano que mueve al reino.
Al terminar de hablar Eleanor en la pantalla del televisor vuelve a aparecer un sol y la leyenda: Fin del comunicado.
Los campesinos reciben con molestia el mensaje y debaten entre ellos. Sólo Elena continúa viendo el televisor como si esperase que algo más suceda.
—¿Qué fue eso? —pregunta.
—Los soldados los llaman Manifiestos —El anciano que le está respondiendo señala al televisor—. Cuando trajeron esas porquerías dijeron que estamos obligados a verlos.
Se escuchan más reclamos.
—No lo estamos —dice Elena, indignada—. Cerremos nuestros ojos y tapemos nuestros oídos cuando hable Eleanor.
—Imposible —dice uno de los enfermos—. Los soldados hacen preguntas. No podemos huir. Hay televisores aquí y en la Plaza de la moneda.
—¿Televisores? —pregunta Elena, confusa y toca con miedo el objeto.
—Así los llaman. ¡Qué ganas de...
Un hombre anciano se pone de pie, decidido a coger el televisor para destrozarlo. Macabeos tiembla. Arreglar cada televisor le costó muchas ojeras y reclamos de la reina.
—¡No! —Otros campesinos detienen al anciano—. Ya escuchaste a los soldados: Si algo le pasa a alguna de estas porquerías —Uno de ellos señala el televisor—, toda la familia que viva dentro de la casa en la que estaba, será castigada.
Eso no lo sabía.
—¡Esos lame culos del Heraldo! —chilla alguien más.
Ouch.
—¿Y qué dice la H? —pregunta Elena.
Mi mente se pone en alerta. En los dos años que he estado a cargo de la H nunca he tenido la oportunidad de escuchar hablar de mí a mis oyentes.
—No ha dicho nada sobre los televisores —responde molesta una mujer.
No. No puedo decir nada porque Eleanor descubriría quién soy y lo de los televisores debe funcionar hasta que se nos ocurra cómo volver todo en contra de los Abularach.
—Tal vez hoy —dice Elena, esperanzada. Me llena de orgullo que una líder de El Callado crea en La H—. Igual no tengo una radio donde estoy —Se encoge de hombros—. Ahí únicamente puedo escuchar los mensajes que hace sonar El Heraldo por el altavoz.
Ouch.
—Yo te puedo mantener al tanto de lo que diga la H —le dice un niño a Elena.
Ella lo besa y abraza. —Gracias, Thiago.
Macabeos me hace un gesto para que mire la puerta. Más campesinos airados están entrando a la vivienda:
—¿Escucharon el mensaje de la reina? —pregunta uno.
—Sí —responde Elena—. Vieja mentirosa.
Los campesinos recién llegados ven con sorpresa a Elena. —Oye, ¿y tú dónde has estado?
Elena luce un poco avergonzada. —Es información secreta. ¿Por qué? ¿Qué pasa?
—Garay no ha repartido comida durante tres días.
Elena gira sobre sus pies pidiendo al resto de campesinos que confirmen lo dicho. Todos asienten.
—¿Y por qué no ha repartido?
—No sabemos.
Así que Elena trabaja con Garay. Macabeos y yo nos miramos significativamente. Hay muchos quizá en nuestras mentes.
Sin esperar más, Elena entrega mis joyas, un reloj de Macabeos y todas las monedas que trae con ella a la mujer. —Compren comida para todos —indica—. Yo veré qué más hacer. Buscaré a Garay. Algo haré.
Más dudas me invaden, ¿Elena es Serpiente?
Todos en lugar le aplauden. —¡Te extrañabamos! —le agradecen.
¿Quién eres, Elena?
—La siguiente carreta a Roncesvalles sale mañana, ¿vendrás con nosotros? —le preguntan.
¿Roncesvalles?
—No, Elena, quédate —ruegan otros. Más enfermos gimen—. Garay es un asno trayendo la comida a tiempo.
Toda la atención está sobre Elena y ella oculta muy mal lo conmovida que se siente por tantas muestras de afecto. ¿Quién eres, Elena?, insisto.
—¿Sabes algo nuevo de las Serpientes? —pregunta alguien más.
Entonces sí eres Serpiente.
Elena hace una mirada de advertencia al hombre que le preguntó esto último, viéndonos de reojo a nosotros. Somos extraños y no debe hablarse frente a los extraños.
—Entonces... nosotros nos retiramos —anuncia Macabeos, advirtiendo que estamos incomodando a todos.
Ambos empezamos a hacer nuestro camino hacia la puerta. Sin embargo, la mano de un niño moribundo que casualmente decidió sujetar mi pantalón, me obliga a detenerme.
Este pequeño es uno de los enfermos.
—Agua —me pide.
Cojo el vaso de vidrio situado junto a su catre y voy y vengo para llenarlo con el agua que está dentro de un balde.
Me pongo en cuclillas junto a la cama del niño y, paciente, le ayudo a beber. —Aquí tienes, pequeño.
Mientras el niño bebe, mis ojos ponen atención al agua dentro del vaso. No está limpia. Tiene pizcas de algo que no es tierra. Algo que no puede ser tierra.
—¿De dónde sacan esta agua? —pregunto.
—Del pozo —responde Elena, mirándome escéptica.
Supongo que no puede creer que una forastera se haya arrodillado a dar a beber agua a un niño del Callado.
—¿Dónde está ese pozo? —le pregunto.
Murmullos. Todos me miran con desconfianza. Ninguno quiere hablar.
—Váyanse ya, por favor —nos pide con firmeza una anciana.
Macabeos me coge del brazo y me guía fuera.
—Ya vimos lo que queríamos. Suficiente —dice, cuando estamos lejos del oído de todos—. ¿Grabaste todo?
Reviso la videocámara de mano, discretamente escondida en mi bolso. Porque bajo ningún motivo los campesinos nos hubieran permitido grabar.
—Sí —afirmo—. ¿Se lo mostramos a los muchachos?
Sería bueno que tuvieran presente una razón más para prenderle fuego a la Rota.
—No lo sé... —duda Macabeos.
—¡Esperen! —nos volvemos al escuchar que alguien nos llama.
Es Elena y viene corriendo hacia nosotros.
—¿Crees que —Macabeos tiene miedo— deberíamos esperar a ver qué quiere?
—Es Serpiente —digo, decida a darle una oportunidad—. De ganarnos su confianza podría ayudarnos a entrar al Partido.
Recibimos con reservas a Elena, pues primero queremos saber qué quiere.
—¿Para qué quieres saber dónde está el pozo? —me pregunta, directamente. No suena molesta, suena curiosa.
—Quiero ayudarles —es lo único que digo. No puedo suponer nada frente a ella.
—Está aquí, en el sector veintidós —señala con su mano el oeste—. En medio de las casas nuevas —explica.
¿Casas nuevas?
—Gracias —digo, mirando lo que mi lejanía me permite ver de ese lugar.
Elena asiente y da media vuelta. Está por irse:
—Por cierto... bonita voz —dice, despidiéndose carialegre y al mismo tiempo guiñándome un ojo. Me quedo de piedra. También escucho un jadeo que proviene de Macabeos—. También me gusta tu cabello —agrega y regresa por donde vino, sin esperar respuesta.
—Te reconoció —dice Macabeos, asustado—. Ella afirmó que escucha a La H. No debiste hablar.
—Está con las Serpientes —le resto importancia, pues me siento halagada por lo de mi cabello y porque nadie me había reconocido antes—. No creo que diga algo.
—Ojalá —gripe Macabeos.
Sí, ojalá.
—Ahora háblame de El Callado. ¿A qué se refiere Elena con sector veintidós?
—El Callado está dividido en sectores —responde él, limpiando un poco de sudor de su frente—. Cada sector tiene un Lord asignado por la reina y supervisado por el Burgo. Estamos en el sector número veintidós de ciento noventa y ocho que tiene Bitania.
—¿Ciento noventa y ocho? —repito, asustada.
Macabeos asiente. —Cada sector se dedica a plantar una planta, fruta o verdura diferente, dependiendo de la temporada. El veintidós siembra mazorcas y es uno de los más populares porque aquí vivió Imelda.
—¿Imelda?
—Al ser echada del Castillo por el Rey Fabio buscó apoyo entre los campesinos. Por ende, en el sector veintidós de El callado inició el movimiento rebelde.
Me cruzo de brazos. —¿Por qué no me habías contado eso?
—Sabías que vivió en el Callado.
—Pero no dónde.
Macabeos ladea su cabeza de un lado al otro. —Eso no es importante.
Él no sabe que a las mujeres nos gustan los detalles.
—Cada sector está acondicionado para que en su territorio vivan treinta familias campesinas —continúa—, pero el Callado se ha sobre poblado tanto que ha conurbado y el Burgo ha tenido que abrir sectores nuevos y saturar otros. No te costará encontrar el pozo del veintidós. Lo comparten con el veinte y el veintiuno, y está en medio de las casas nuevas que está construyendo el Burgo.
—¿Casas nuevas? —insisto, preocupada—. ¿Cerca de un pozo?
Macabeos suspira. —Sé prudente, Hedda.
Sé prudente, Hedda.
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¿Qué tal el encuentro entre Elena y Hedda? :)
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