XXII - Choque de realidades
Enero de 2016
Tres con treinta minutos de la tarde y el mundo de Elena Miller se volvía a derrumbar tras una llamada.
Soltó la taza de café que aun llevaba en sus manos con un estruendo. Los trozos de porcelana saltaron a todas partes y el líquido oscuro tiño la blanca alfombra del living.
Accidente automovilístico.
En eso se resumía la llamada.
Anthony había sufrido un accidente automovilístico y ahora estaba en el hospital. Solo.
Se demoró quince minutos en arreglar un bolso y llamar a su hermana para que cuidara de los niños. Entre sollozos le explico lo poco que la enfermera había dejado entrever en su llamada y le rogo que se apurara. Otros treinta minutos para que Elisa llegara al orfanato y otros quince más para llegar al hospital.
Elena corría por los pulcros pasillos repitiendo en su mente fragmentos de la reciente llamada.
Lo atropellaron.
Estaba herido.
Estaba solo.
Su niño nuevamente huía de su lado.
En ese momento Elena tuvo una revelación. Un descubrimiento que cortó su suministro de oxígeno y detuvo su desesperada carrera por los pasillos del hospital: Anthony era suyo.
Se dio cuenta, sin temor a equivocarse, que inconscientemente había hecho con Anthony algo que jamás se había permitido hacer con ningún niño: lo estaba considerando propio. Estaba aferrándose a él, preocupándose por él, sufriendo por él, como solo una madre haría por su pequeño.
Elena hace tiempo había desistido ser madre. El destino no había querido concederle hijos propios y de alguna forma todo ese amor maternal que corría por sus venas fue depositado en cada niño que pasaba por el orfanato.
Pero sabía que esos niños no eran propios, conocía la verdad tras cada mañana preparando desayunos, tras cada desvelo por un resfriado, tras cada emoción por un logro: esos niños partirían. Debían partir. ¿Cuál era el propósito de un orfanato si no es el de encontrarle familia a esos angelitos? Y de esa forma siempre se reservó en el fondo de su corazón el instinto puro de madre. Claro, cuidaba y amaba a cada uno de esos niños, pero jamás los considero propios. No podía, sería un daño para el pequeño y para ella misma.
Entonces, ¿en qué momento cambio? ¿En qué instante comenzó a ver a Anthony Harper como el hijo que la vida no le había concedido? Y aúnmás importante ¿qué sería de ella si ahora le era arrebatado de su lado?
Cuando Kayden había muerto el mundo de Elena se había derrumbado. Había experimentado en primera mano la cruel mano del destino, y ahora, el destino volvía a golpearla cuando aún intentaba levantarse del suelo.
Busco información, desesperada pidió ayuda a cualquier persona que pudiera saber algo pero siempre recibía la misma respuesta: Le están operando. Debe esperar. Cualquier cambio se le informara. Debe esperar.
Esperar.
No quería esperar.
Quería a su niño entre sus brazos. Sano y seguro. Ahora.
Cuando pensó que todos a su alrededor se negarían a darle una respuesta, Leonor Davies apareció.
Leonor había visto muchas cosas en sus años de servicio, escenas desgarradoras que llegaban a los cuarteles de pediatría, largos llantos que salían de las salas de maternidad, miradas cansadas desde el pabellón de geriatría y la eterna angustia de las personas que esperaban, al igual que Elena, las respuestas desde la sala de operaciones.
Si se sentía orgullosa de su trabajo, era principalmente por la capacidad que tenía para consolar o calmar a las personas que entraban por las antiguas puertas del hospital. Siempre tenía una palabra cálida o un gesto amable para tales almas atormentadas. Y ahora no era diferente: se acercó y sin mediar palabras o cuidarse del protocolo abrazo a la mujer que parecía más una niña perdida que una adulta de casi cinco décadas.
La sentó afuera de la sala de operaciones y en palabras simples le explico todo lo que llevaba pidiendo desde que llego.
Habían encontrado a Anthony cerca de un callejón, mismo callejón en el que había muerto Kay, con varios huesos rotos y una preocupante pérdida de sangre. El hombre que había ido manejando no lo había visto salir del callejón y no había tenido tiempo para parar antes que el pequeño cuerpo había impactado con el parabrisas.
La operación era delicada pero él era un niño fuerte y tenía todas las probabilidades de ganar, además le estaba operando la mejor cirujana del hospital, la doctora Sophie Newman.
Después de conversar un rato, de obligarla a tomar un café y prometiendo que volvería, la enfermera Davies siguió con su recorrido y dejo a una Elena casi catatónica en el vacío pasillo del hospital.
El reloj a su espalda generaba un molesto y rutinario tic-tac, muy parecido al que haría una llave rota, o el latido de un corazón dormido. Muy parecido al tic-tac del viejo reloj que decoraba el living del orfanato.
La silla en la cual se encontraba era fría y dura, con una extraña mancha parduzca que no quiso examinar, pero que aun así paso varios segundos observando.
Todo por distraerse.
Había escuchado los escasos murmullos que a esa hora le rodeaban.
Había contado cuantos cuadros negros componían el patrón del suelo.
Pero aun así, aun con todos sus esfuerzos por distraerse sus ojos volvían al molesto reloj y al inescrupuloso segundero que seguía avanzando.
Sin que ella lo supiera, en la sala de espera, al final del pasillo, un anciano hombre esperaba abatido. Su cabello cano estaba enmarañado y su mirada se encontraba perdida entre las arrugas de sus manos.
El comisario Marco Leiva observo con ojos cansados la puerta de cristal y a la enfermera apesadumbrada que atravesaba estas. Sabía que Elena se encontraba a solo unos metros, y que en algún momento debería ir a hablar con ella, pero su cuerpo, su mente, su alma no le permitían atravesar aquella puerta y descubrir que nuevamente se volvía a encontrar con Anthony. Y otra vez era un encuentro marcado por el dolor y la tragedia.
Le dolía. Se le apretaba el corazón el hecho de que un niño tan joven tuviera que pasar por situaciones como estas.
Recordaba con la fuerte memoria entrenada con los años, la mirada del pequeño cuando atendió el caso de su madre. Recordaba la noche que paso en vela intentando encontrar las palabras para explicarle a un niño de cuatro años que su madre se había dormido y ya no despertaría más.
Sentía impotencia ante la vida misma. Una carga pesada se posaba sobre sus hombros. Siempre hubo rumores de que Luciano, el padre del niño, era agresivo. Mas nunca salió nada en las evaluaciones psicológicas del departamento, al final todo había desencadenado en que Mayra, la hermosa y débil mujer que había sido esposa y madre de aquella pequeña familia, se suicidara.
Y para aumentar su culpa, la policía de Chicago jamás había indagado en los motivos de esto.
Luciano se jubiló a temprana edad para cuidar de su hijo. Como un padre responsable, como un ejemplo a seguir, como un excelente actor.
Si solo hubiera expresado sus sospechas antes, indagado más en la extraña forma de actuar de su ex hermano de fuerza, tal vez, el pequeño Anthony no tendría que haber cargado con culpas que no le pertenecían.
Tal vez si se hubiera esforzado más la historia de este magnífico muchacho no habría desembocado como lo había hecho.
Pero la triste realidad es que así es como el mundo afronta sus problemas; olvidando.
Olvidando a la madre muerta y al padre violento. Olvidando los antecedentes de alcoholismo y al menor de edad. Olvidando que incluso las mejores personas pueden cometer un pecado.
Y en el caso de Luciano, que incluso las peores personas pueden parecer buenas.
En ese momento Elena lloraba silenciosamente en aquella silla con la mancha parduzca. Leonor deambulaba por el hospital con la mente en la sala de operaciones y Marco observaba de manera perdida el triste avanzar del tiempo en un viejo reloj.
«Padre, solo te pido que le salves» fue una plegaria de tres almas preocupadas por un mismo destino.
El tic-tac seguía sonando, la luz del pabellón seguía encendida y el cuerpo de Elena temblaba ante el terror de volver a perder a uno de sus niños.
Solo se tenía que salvar.
«Padre, protégele» Elena era devota. Ese era uno de los rasgos que más le reconocía la gente, y ahora era un rasgo que se mostraba con todas sus fuerzas.
Y entre su plegaria, entre sus lágrimas y sollozos contenidos, entre los desvaríos de un oficial de policía que no atrevía a afrontar la realidad y una enfermera que se le destrozaba el alma por un niño que acababa de conocer, la luz del pabellón se apagó.
Una mancha verde con salpicaduras rojas salió desde las grises puertas.
El aire se espeso y el corazón de Elena se detuvo.
Observo los ojos cansados de la doctora y espero. El silencio se hiso eterno, y cuando estaba a punto de preguntar, la doctora le sonrió.
–Está vivo.
Y con esas simples palabras el mundo de Elena Miller volvió a restaurarse.
Llevaron a Anthony a una sala privada, envuelto en vendas y con tantos cables que su pequeño cuerpo parecía un estereotipo cinematográfico de una disección alíen. Tras él entraron dos enfermeros que de manera silenciosa le instalaron y se marcharon antes de ser notados. Segundos después llego la doctora Newman acompañada de la enfermera Davies.
La doctora Sophie Newman era joven, con una cabellera rubia y unos ojos azules que parecían más adecuados a una revista de trajes de baño que a una mujer con bata de cirujana. Un fuerte contraste a la cabellera negra y la piel curtida de arrugas de Leonor.
Pero lo que más llamo la atención de Elena fue, que pese a las anteriores alabanzas de la enfermera al trabajo de la doctora, ahora que compartían una misma habitación parecían dos cobras midiendo el momento exacto para atacar.
No supo porque la mujer que a simple vista inspiraba confianza le generaba una picazón en la piel parecida a la que le generaría un mal padre o un hombre peligroso en la calle. Llámenlo sexto sentido o simplemente un mal presentimiento. Tal vez era solo una influencia del claro desagrado que estaba mostrando en ese momento Leonor hacia la doctora pero de pronto Elena quería a esa mujer lo más lejos posible de su niño.
Lo que ella no sabía es que en ese cuarto de hospital se habían entrelazado sus vidas de una forma que nadie esperaría.
¡Hola angelitos!
No tiendo a poner notas de autor, pero este capitulo lo merece.
Si alguno de ustedes ha leído mis otros trabajos, es probable que parte de este capitulo les parezca muy familiar. Eso es porque en este capitulo se encuentra la semilla inicial de Crónicas de una infancia desafortunada.
Originalmente esto era un relato corto, el cual se encuentra entre mis otros trabajos llamado Satélite.
El problema con Satélite es que si bien me encanta como esta escrito, aun tenia mucho por contar. A medida que pensaba la historia de los dos hermanos, mi imaginación se desviaba con posibilidades e ideas que no tenían cabida en aquella historia. Es así como nació #CID.
No quise modificar esta parte, si bien es bastante parecido al corazón de Satélite pues es el origen de todo. Es la primera puntada que después se fue tejiendo con otras miles para formar a la vida de nuestro querido Anthony.
Asi que si les parece familiar, no están confundidos, Satélite y #CID tienen una misma raíz de las cuales nacieron distintos frutos.
Abrazos,
Angelus.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro