XXI - Muerte inevitable
Diciembre de 2015
Lo descubrieron en un callejón oscuro, entre dos botes de basura y una par de cajas con ropa vieja. Se encontraba sumido en el olor de la podredumbre, en las escancias nauseabundas de la basura en descomposición y los rincones húmedos que habían olvidado cómo era la luz.
Tenía los ojos abiertos. De alguna manera en su mirada vacía permanecía aun el rastro de un niño triste perdido en el limbo entre la vida y la muerte.
Los forenses dijeron que ya llevaba dos días de fallecido, pero Anthony sabía que eso era solo la fecha oficial. Su amigo llevaba muriendo lentamente hace años, desde que perdió la esperanza de ser adoptado o incluso antes. Desde que se llevaron a Aleska de su lado.
Droga. En eso se resumía su caótica muerte. Una sobredosis de heroína que ningún niño debería tener en su sistema.
Él sabía que Kayden consumía, lo sabía desde hace meses pero nunca había encontrado razón suficiente para detenerle, ¿quién era él para negarle un escape a su amigo? Vivian en una sociedad donde ellos eran el desecho, donde su existencia era un gasto inútil y un desperdicio de espacio. Y no solo Chicago. El mundo entero pacería darles la espalda a aquellos niños que incluso sus creadores habían desechado.
De alguna forma su silencio lo transformo en el asesino de aquel joven con cabello de arena. Tal vez si hubiera intervenido Kay no se hallaría tirado en el callejón como un juguete roto, tal vez si hubiera dicho algo Elena no estaría llorando desgarrada al lado de un cuerpo que no respondería ninguna de sus suplicas.
Tal vez Anthony no tenía nada que ver. Pero en ese momento, bajo una lluvia helada y con los ojos fijos en el cuerpo del que fuera su hermano descubrió que a veces un silencio, una omisión, una palabra guardada pueden hacer más daño que años de golpes, gritos y locura.
Kayden James, 15 años, dejado en el Orfanato Vicente Miller una noche de febrero, amigo intachable, amante del chocolate y fanático de las películas de superhéroes. Kayden James, Kay para los amigos, muerto un 12 de diciembre de 2015, en un callejón de la ciudad de Chicago por una sobredosis de heroína. Kay, su amigo, su hermano, el único con quien jamás tuvo que ocultar su verdadera personalidad, el único que entendía su amor por su oso Teddy, el único que lo había apoyado de manera incondicional siempre, ¿y ahora?
Frente a aquel húmedo callejón Anthony entendió que haberes la edad no importa, ese niño muerto frente a sus ojos teníamás años en el alma que cumpleaños vividos. Era una mescla de un anciano con un niño atrapados en el cuerpo de un desesperado adolescente.
Nadie entendía.
Nadie comprendía que aquel niño no había muerto por la droga en su sistema, sino por el dolor de su alma contaminando cada una de sus venas hasta que todo lo que quedo era veneno puro.
Kayden era una estadística, siempre lo fue. Fue un número más en la estadística de abandono en embarazos adolescentes, un número en la estadística de drogadicción juvenil, un número en la estadística de muerte de niños huérfanos.
Fue tal vez esa la razón de que cuando los policías le trataron como un número más, como otro caso en que un joven perdía ante las drogas, Anthony se enojó... y golpeo.
Golpeo con la furia de una tormenta desatada. Golpeo con el dolor de la perdida. Golpeo con la rabia de una vida injusta que ninguno había pedido. Y cuando su cuerpo cedió a los intentos de la policía por detenerle, cuando los gritos de Elena atravesaron sus tímpanos y la lluvia se hiso insostenible, corrió al cuerpo de Kayden y golpeo por la única razón que en su mente valía la pena: por el abandono.
No recordaba mucho después de aquel primer golpe, tenía en su mente un revoltijo de escenas que difícilmente concordaban una con la otra.
Recordaba haber gritado. Eso era lo único que tenía seguro. Haber gritado por todo y a todos. Por la injusticia, por el dolor, por la pérdida de unas de las pocas cosas que aún tenía en su vida.
Los siguientes días fueron una tormenta en la cual se perdió dejándose cegar por el dolor y los recuerdos. De pronto y sin saber cómo se vio vestido completamente de negro, sobre un silencioso auto y acompañado de Elena camino a la última morada de su mejor amigo.
El funeral sería un evento sencillo al cual solo iría Anthony, Elena, Elisa y un párroco para oficiar la misa. Se había decidido que no era necesario llevar a los más pequeños del orfanato que no lograban comprender que es lo que era la muerte o donde se había ido Kay.
El día auguraba buen clima y Anthony odiaba cada segundo de aquello. Bajo en silencio y camino tras Elena como una sombra silenciosa. No pronunciaba palabra alguna desde su arrebato a golpes cuando habían encontrado a Kay. Se dejó guiar como un niño manso. Se aisló de la realidad intentando controlar el dolor abrazador que intentaba ahogar su alma de manera lenta y tortuosa.
Se encontraba a solo unos metros de donde se había instalado el ataúd cuando la vida lo volvió a golpear con la fuerza de la naturaleza enardecida. Frente al él enfundada en un vestido negro y con su largo cabello rubio en una trenza se encontraba la única persona que podría haber salvado a su amigo: Aleska.
La vio y la rabia surgió como una vertiente desde su alma, inundando su corazón, invadiendo sus venas, cegando sus ojos y ensordeciendo sus oídos con el rugir de un animal herido. ¿Que se creía? Aparecer ahora, ¿para qué después de tanto tiempo?, ¿para entregar condolencias vacías y derramar lágrimas falsas? Hipócrita.
No entendía que podría haberla traído a este lugar, ¿acaso ahora le pesaba su conciencia? ¿Se encontraba aquí escudándose en una amistad que ella misma había negado? Le dolía, le dolía saber que si la situación fuese otra, Kay estaría feliz de verla. Correría a su encuentro y dejaría caer en dos segundos y una espasmódica risa su careta de adolescente rebelde. Pero no, Kayden se había ido y ahora era solo él observando, junto a un frio ataúd, como Aleska intentaba consolar a Elena. Observaba como apretaba su mano intentando no llorar y como sus nuevos padres hacían casi una pared a su espalda intentando protegerla. Protegerla del dolor de la pérdida del que en algún momento fue su amigo. Protegerla de la asfixiante escancia de la muerte que vagaba por los recovecos del cementerio. Pero sobre todo, para protegerla de él.
Anthony no era tonto. Y los padres de Aleska tampoco. Ambos en diferentes extremos de la situación sabían que sería una pésima idea dejar a la niña cerca del roto adolescente. Él no le haría daño. En cierta forma, como memoria a su tiempo de amistad, jamás le haría daño. Pero culparla, observarla con rencor, recriminarle sus silencios y su cobardía por mantener los lazos de amistad con un par de huérfanos, eso sí podía hacerlo. Y era por eso mismo que no se acercaría. Era por eso que rogaba a cualquier divinidad que le escuchara que Aleska no se separara de sus padres, porque si la llegaba a ver sola no sabía lo que su alma cargada de odio y pesar podía llegar a hacer.
El funeral fue una mezcla de palabras dichas por un hombre que jamás había conocido a Kay. Llantos ahogados desde su lado le recordaban continuamente que no era el único sufriendo. Pero no podía evitar pensar que dentro de ese cementerio el único capaz de comprender aquella muerte era él. Tal vez porque sabía lo que era sentirse completamente solo en el mundo, tal vez porque sabía que el verdadero motivo tras la muerte de su amigo no eran las drogas o simplemente porque en el fondo más oculto de su inconsciente se preguntaba si era acaso tan grave el rendirse y dejarse llevar por la muerte.
La ceremonia termino sin que él se diera cuenta, demasiado perdido en los pasadizos de su mente como para prestarle atención a la realidad.
Elena fue la primera en salir tras la partida del sacerdote, demasiado angustiada para permanecer frente a la tumba de uno de sus niños.
Estaba por seguirla cuando sintió la pequeña mano en su hombro.
No necesito darse vuelta para saber de quién era aquella mano. No necesitaba darse vuelta para ver el cabello casi blanco y los ojos azules, para ver el vestido negro y las pecas que decoraban su nariz. No necesitaba darse vuelta para ver a Aleska detrás de él.
No quería hablarle, no la quería cerca de él, no quería darse vuelta y descubrir que aquella niña de siete años que reía de todo y separaba las palabras estaba frente a él después de tantos años. En un funeral.
No quería.
Pero por más que no quería su cuerpo desobedeció a su mente y giro tan lento como un niño asustado. Tan lento que por un segundo todo estaba detenido: el aire, la gente, el mismo mundo. Pero ese segundo paso y frente a sus ojos estaba la epitome de la amistad y el abandono.
¿En qué momento llego a importarle tanto lo que hiciera esa niña?
Tal vez él también la había idealizado, y al igual que Kay, en los años de separación había creado a una persona basándose en un rostro y un nombre.
– ¿Qué quieres?– con los dientes apretados y la postura tensa observo esos ojos azules de cristal.
–Tony... yo– no pudo evitar estremecerse. Había pasado tanto desde que ese apodo se había asociado con algo bueno. Pareciera que en su vida todo se contaminaba tarde o temprano.
–Quería disculparme, quería decirte que siempre los quise. A ti y a Kay. Es solo, es solo que estaba asustada. Creí tontamente que por decir de donde venía perdería todo lo que tengo ahora.
–Bastante tarde, ¿no crees?– salió más duro de lo que quería, cargado de veneno. –no te disculpes Aleska, lo hecho, hecho esta. Tu elegiste tu vida, Kay la de él y yo la mía. Ahora por favor vive tu vida que para eso sacrificaste tu pasado.
Se dio vuelta sin esperar una respuesta. Escuchando a su espalda como la niña lloraba.
Escucho el grito roto llamando su nombre pero no volvió. No era que la odiara, al contrario la quería más que a nadie, pero volver a ella. Incluirla de nuevo en su vida solo serviría para que ambos se hicieran daño.
Fueron unos estúpidos al creer que en base a recuerdos mantendrían viva una amistad que dejo de existir hace años. El amor, el cariño, no sobrevive a base de recuerdos y palabras bonitas.
Era mejor así, ella tenía su vida y él la suya. Y esa amistad etérea de sus primeros años en el orfanato seria el recuerdo más preciado que albergaría en su memoria.
Salió del cementerio sintiendo que le decía adiós a dos personas en vez de a una.
Fue la última vez que vio a Aleska.
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