IV - Cambios
Durante el año 2007
Era extraño. Llevaba ya tres meses viviendo en el orfanato y ciertas cosas habían cambiado. Si eso era bueno o malo era algo que Anthony aun no era capaz de decidir.
Lo primero fue su soledad. De cierta forma Anthony estaba acostumbrado a su soledad. Su madre tendía a pasar largas horas en el patio observando el sol, incluso cuando las nubes le bloqueaban. Cuando ella partió, su padre que ya era una figura ausente desapareció casi por completo. Solo lo veía por las noches, envuelto en su bruma de alcohol y rabia.
Doña Jacinta, la vecina de tercera edad que viva en la casa de junto con sus tres gatos se encargaba dos veces al día de llevarle un plato de comida pero nunca se quedaba. Era una mujer extraña, huraña, de la cual Anthony estaba seguro que le odiaba y que si le llevaba comida era exclusivamente por el dinero semanal que Luciano le daba. Por lo cual tampoco era una interrupción a sus largas horas de soledad junto a Teddy. Era una mujer a la cual nunca le importaron los gritos o las marcas en la piel del menor. Su vida era fácil y se basaba en una única regla: mientras a ella no la tocaran todo estaba bien
Pero ahora en el orfanato, esa soledad había sido cambiada de forma radical. Sus compañeros de cuarto: Kayden y Aleska, parecían no conocer el significado de espacio personal. Se subían a su cama, le despertaban para el desayuno, le preguntaban cosas todo el tiempo y lo obligaban a jugar con ellos.
No le molestaba.
Era extraño, daba miedo y lo confundía. Pero pese a todo, no le molestaba.
Por naturaleza, Anthony no podía guardar rencor, jamás lo hiso, ni siquiera con su padre. Por lo que enojarse con aquellos niños que se metían en su vida de manera bulliciosa era un concepto totalmente desconocido para él pequeño.
Aceptó esa intromisión constante en su soledad.
Y de a poco fue aprendiendo.
Aprendió a conocer a la niña, hija de un americano y una mujer polaca de la cual había heredado su cabello casi blanco. Aprendió como un día de lluvia, dos años antes de su llegada, un viaje familiar terminó en tragedia y los dos padres de la alegre niña se fueron en un mar de sangre y metales retorcidos.
Aprendió sobre él niño que era una estadística más de los embarazos adolescentes. Aprendió como llego dentro de una canasta envuelto en una manta azul, con su oso Bob y su nombre en una carta que aun guardaba bajo su almohada.
Descubrió como aquel niño, un año mayor, de cabello arena que hablaba a cada momento, lloraba de manera silenciosa cuando por las noches se metía en su cama tras haber tenido una pesadilla. O como Aleska separaba cada palabra hasta pronunciarla correctamente porque aún se le confundía el idioma con el polaco que hablaba siempre su madre.
Y en contra de todas sus barreras se fue encariñando.
Eran como una infección, pensó un día, o como las hormigas. Ciertamente más parecido a las hormigas. Aparecieron en su vida sin que él se diera cuenta o quisiera y antes de estar plenamente consciente ya habían invadido todo de forma irremediable.
Se convirtieron en sus amigos.
En los hermanos que jamás había tenido o necesitado tener.
Se convirtieron en una extraña familia formada por tres huérfanos y dos osos de felpa.
Fue un día a principios de mayo, cuando ya se había resignado a la intromisión inevitable de los dos niños en su vida, que escucho por primera vez el apodo.
–Despierta, Tony despierta.
La voz chillona de Aleska interrumpió su sueño como cada mañana. Observó a la niña saltando sobre su cama con el cabello desordenado y la chaqueta mal puesta. Aún confundido por el sueño se demoró en que la palabra penetrara completamente en su mente.
– ¿Tony?– La voz le salió patosa y la confusión se escuchaba a metros de distancia.
–No tonto. Yo soy Aleska y tú eres Tony–. La niña se reía como solo los niños de esa edad pueden reír.
Le costó despertar lo suficiente para entender que es lo que decía Aleska. Muchas veces sus palabras cambiaban de idioma sin que ella se diera cuenta y dejaban a todo el mundo confundido.
¿Era Tony una palabra polaca? No sonaba a nada extranjero.
Más bien sonaba a algo que el debería saber el significado. Como cuando te nombran algo y te demoras en darte cuenta que es algo que ya conoces pero llamado de distinta forma.
De pronto, como una bombilla metafórica, se hizo la luz.
Era un apodo.
Un apodo para él.
Nunca había tenido uno. Todo el mundo le llamaba Anthony. Su padre siempre ocupaba su nombre para llamarlo cuando su madre estaba con ellos, luego ese llamado muto a otras palabras de las cuales ninguna sonaba como un apodo.
Su madre le decía cariño, pero eso tampoco sonaba como un apodo pues lo ocupaba también con su padre.
La señora Jacinta le decía mocoso, pero dudaba que fuera de cariño.
Los apodos se decían de cariño, ¿cierto?
Si alguien ocupaba un apodo de mala manera era una ofensa y las ofensas eran malas. Pero los apodos se decían entre amigos, familiares, personas con lazos de cariño.
Y ahora él tenía un apodo.
Tony.
Tony era un diminutivo, una abreviación de su nombre. Tony era algo que no podían ocupar para llamar a otra persona que no fuera él. Era algo meramente suyo. Su apodo.
Le gustaba.
Aleska era la única que lo llamaba así y de alguna manera eso lo hacía aún más especial. Decía que Anthony era muy largo, que sonaba a nombre de caballero, que todo niño debía tener un apodo. Siempre cambiaba de excusa para justificar el diminutivo que poco a poco comenzó a formar parte de su identidad.
Con el tiempo solo Aleska tuvo derecho a llamarlo así. Después de todo era ella la que le había puesto el diminutivo. De manera silenciosa todo el mundo sabía que ese nombre era un lazo especial entre él y la niña. Jamás pensó que ese mismo diminutivo se transformaría en uno de sus peores temores cuando años después otros labios le llamaran "Tony"
Si el primer cambio en su vida fue la lenta desaparición de su soledad, lo segundo fue su miedo al tacto.
Anthony sabía que temía al contacto. Era de manera inconsciente, de esa manera en la que manejamos la mayoría de nuestros temores, almacenándolos en el fondo de nuestra mente y creando barreras protectoras para hacer frente a esos demonios ocultos que gritan en nuestros sueños y parecen salir a cada momento de descuido para atacarnos por la espalda.
Demonios que nacen de una mala experiencia, de un accidente, un acto horrible presenciado sin querer. Y al igual que esos demonios que nacen de la más pequeña circunstancia. De una palabra mal dicha, de un sueño transformado en una pesadilla, de una película que uno no debería ver.
Los demonios nacen desde cualquier parte, y al igual que cada cosa tiene su origen, el demonio de Anthony tenía un comienzo muy claro: su padre.
Si, Anthony Harper temía que lo tocaran, temía a los toques que en su sueño solo hacían daño. Temía a los golpes injustificados, a las heridas causadas por manos supuestamente amables. Temía a todo aquello porque en un momento todo fue real.
Pero el problema era que Kay y Aleska eran personas bastante táctiles. Les gustaba abrazar, tomarse de las manos, jugar en espacios pequeños donde los hombros se rozaban.
¿Cómo esquivas el abrazo de un niño?
En el tiempo que llevaba durmiendo en la misma habitación que ellos, habían logrado de manera lenta, paciente y bastante persistente lograr que Anthony se dejara abrazar y no se alejara cada vez que alguno tomaba su mano.
Y si bien, ese avance era solo con ellos, era un avance a fin de cuentas. Una pequeña mejoría en los traumas que el pequeño cargaba sobre su espalda.
Si, muchas cosas habían cambiado desde que Anthony vivía en el orfanato Vicente Miller. Cambios que habían sido generados principalmente por aquellos dos niños, ambos mayores que él por un año, que parecían conservar toda la inocencia y alegría que él había perdido en sus pocos años de vida.
Cambios que no daban tanto miedo como él creía en un comienzo. Cambios que alejaban cada noche las pesadillas de manera lenta pero progresiva. Cambios que provocaban un aumento en su nivel de sonrisas diarias y un descenso en sus lágrimas nocturnas.
Era increíble, a un nivel casi surrealista, el hecho de que quedarse huérfano fuera lo mejor que le pasara a Anthony.
Aun aparecía en su mente de vez en cuando la cara de Luciano. Después de todo la cicatrices, las heridas abiertas, no sanan de un segundo a otro. Pero durante ese tiempo, durante aquellos primeros meses en el orfanato, sus demonios por primera vez en su vida, guardaron silencio.
Por la noche, mirando fijamente a Teddy, Anthony se preguntó si esto era tener una familia. ¿Apodos? ¿Abrazos? ¿Despertares llenos de risas y noches de cuentos entre susurros?
¿Así es como viven los niños que nacían en familias normales?, esos niños que veía pasear por la calle acompañados de su mamá y su papá, ¿Así se sentía pertenecer a un lugar? ¿Tener una familia?
¿Era esto lo que se sentía ser amado?
Por un momento en su mente apareció el rostro de Mayra cantándole una canción antes de dormir. Y con esa melodía sonando suavemente desde lo profundo de su memoria, Anthony cayó un pacífico sueño.
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