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III - Un niño muy especial

A lo largo del mes de noviembre de 2006

Elena Miller era muchas cosas: una religiosa devota, una gran amiga, una estupenda persona, pero lo que más le reconocía la gente era su eterno amor a los niños.

Es por eso que, al cumplir los veinte años, se comenzó a hacer cargo del Hogar Vicente Miller, fundado hace un par de décadas por su bisabuelo Vicente Estaban Miller.

Ahora, casi dos décadas después, había visto peregrinar por esas paredes a más niños de los que una persona puede recordar, pero ella los recordaba: su nombre, su edad, por qué y cómo llegaron; sus miedos y aficiones.

Elena amaba su trabajo, y aunque muchas veces era duro, siempre hallaba consuelo en la sonrisa inocente de un niño que encuentra su hogar.

A lo largo de su trabajo le habían tocado casos difíciles, la mayoría involucraban a padres violentos que el gobierno no encontraba aptos para criar o accidentes trágicos que destruían familias cuando estas recién se estaban formando. Pero esto, el caso actual, rebasaba todo lo que sus ojos habían visto.

Anthony Harper era sin lugar a dudas un enigma, envuelto en una mirada verde y cabello negro, acompañado de un oso.

El niño no permitía que le tocaran, casi no hablaba, era tímido, retraído y todo en su actuar gritaba abuso. Elena sabía. Había visto muchos niños en aquella condición, pero Anthony, el pequeño Anthony, expelía algo más. Una cierta esencia que los otros niños no. Una madurez que su pequeño cuerpo no debería cargar. Una conciencia sobre sí mismo y el mundo que lo rodeaba que un niño de su edad no tendría por qué tener.

Había llegado solo para sorpresa de Elena, que se habría aterrado si no la hubiesen llamado diez minutos antes para que estuviese preparada.

Y como un soldado frente a un campo de batalla la había mirado y presentado a su oso.

Al día siguiente había llegado el comisario Marcos Leiva para asegurar su llegada.

Ambos se encontraban sentados en la pequeña cocina con una taza de café recién preparado. Era el encargado de la mayoría de casos infantiles en los que se sospechaba abuso o en que los niños terminaban huérfanos.

Era como el guardián de los pequeños y se había ganado a pulso su título de guía de los niños perdidos. Pese a los años transcurridos, aún le arrancaba una sonrisa cuando en la comisaria se referían al orfanato como el mundo de Nunca Jamás, solo que ella no era ni Campanita, ni él Peter Pan.

—Realmente, Elena, no sé cómo tratar con él. Me dijo que era un niño grande y que iba a venir solo, que no necesitaba que le trajeran. —La mano del policía temblaba frenéticamente con la taza peligrando entre sus dedos—. Lo tuve que seguir para asegurarme de que llegara bien. ¡Seguir, Elena! Tiene solo cinco años y actúa como un hombre de cuarenta. Él es...es...

— ¿Un enigma?

Marcos observó a Elena intentando encontrar una palabra mejor pero nada era mejor sinónimo de Anthony que aquella expresión.

— ¿Te diste cuenta?

—En el mismo momento en que lo dejé pasar.

Elena entendía el desconcierto del hombre pues Anthony no actuaba como un niño. Claro que tenía todas las señales visibles de abuso y se aferraba desesperadamente a su oso como cualquier pequeño de esa edad. Pero su mirada, su postura. Pareciera que el pequeño creía que el depender de alguien era un pecado.

Dolía mirarlo, de una manera emocional, moral y casi física, dolía saber que la sociedad había fallado de tal manera con un ser tan pequeño.

—Lo conozco desde que tenía meses. Y aun así jamás lo vi realmente hasta ahora. Jamás me di cuenta de qué era lo que pasaba.

— ¿Cómo podrías saberlo?

— ¡No es excusa!

La taza rebotó sobre la encimera y por primera vez desde la muerte de su esposa hace casi una década, Marcos Leiva, guardián de los niños, policía centenario, esposo, padre y amigo, lloró de impotencia.

—Marcos. —Tomó el rostro abatido entre sus manos y observó sin máscaras ni fortalezas fingidas lo cansado que realmente estaba su compañero—. Escúchame. Esto no es tu culpa. Confiabas en Luciano, todo el mundo confiaba en él. No puedes culparte por aún creer en la bondad de la gente.

Marcos contempló a Elena frente a él, con la preocupación surcándole el rostro y los ojos compasivos escaneando su alma y una vez más agradeció que aquel hogar fuera sostenido por ella.

Todos los niños que pasaban por el orfanato Vicente Miller tenían pesadas historias en sus espaldas. Algunos ni siquiera las recordaban, demasiado pequeños para saber sobre muerte o abandono, pero otros, como Anthony, vivirían para siempre con las memorias en su inconsciente, esperando atacar al menor rastro de debilidad.

Elena tenía razón, no podía derrumbarse ahora, fuera de esa cocina existía un jovencito al cual él debía ayudar, al cual por fin debía proteger. Se prometió que el niño ya no sufriría, sin saber que el destino preparaba un camino mucho más pedregoso que el suave andar que él esperaba.

Mientras la cocina iluminada por el dorado sol olía a galletas recién preparadas y el café que ellos bebían, afuera de esas paredes, en un cuarto con tres camas y sin olor a humedad o alcohol, Anthony intentaba comprender qué era lo que les deparaba la vida ahora a él y a Teddy.

Era tan difícil conciliar aquella casa llena de risas con el edificio frío que acostumbraba a llamar hogar. No sabía cómo enfrentase a la enorme edificación de madera.

Claro, en su casa estaba su padre, y sus gritos, y su alcohol, y el permanente miedo. Pero también estaba su manta-fortaleza. Conocía cada rincón donde esconderse y cada sonido que alertaba el peligro.

El orfanato no era un lugar conocido, no conocía los rincones, no sabía que esperar de cada ruido, no tenía ninguna fortaleza, y lo asustaba. De alguna manera ese mundo desconocido podía asustarlo más que las pesadillas repetitivas de su casa.

Abrazó más fuerte a Teddy.

En su mente de niño Anthony temía más al dolor desconocido que al dolor ya repetitivo de su padre. Temía confiar. Temía amar esta nueva vida para solo perderla tiempo después, al igual que perdió a su madre.

Elena tenía razón, él niño tenía una conciencia peculiar sobre él y el mundo que le rodeaba. Misma conciencia que le llevaba a protegerse de todo y a no confiar en las manos que solo prometían amor. Misma conciencia que le hacía temer, en ese cálido cuarto, al futuro que le esperaba dentro de esas paredes.

De alguna forma Anthony Harper podía presentir el camino que el destino había escrito para él, y a sus cinco años de manera inconsciente creaba paredes para proteger su corazón de la guerra que le esperaba.

Una guerra en la cual sin saberlo estaban metidos los habitantes de ese orfanato desde el momento en que Anthony llegó, o incluso antes, desde el momento en que Marcos observó a un pequeño bulto en los brazos de Mayra y descubrió que su ex compañero de fuerza se había transformado en padre.

En la cocina aun perdidos dentro de su mente, Elena y Marcos escuchaban las risas de todos los niños del orfanato correteando entre los pasillos. Risas de cada menor que habitaba esas paredes menos el ultimo pequeño que parecía tan silencioso como un anciano que ya no necesita del ruido para llenar sus silencios. Sería una característica que Anthony mantendría arraigada toda su vida. En cierta manera el silencio se transformaría en su compañero incondicional, un compañero que le abrazaría en las noches de pesadillas o en las tardes frías de Chicago donde los recuerdos volverían con toda su fuerza.

Desde muy pequeño, incluso cuando Mayra aún estaba con él, en sus silencios, Anthony intentaba comprender el mundo que le rodeaba, intentaba darle sentido al caos que los adultos llamaban vida. Descifrar aquel juego enfermizo en el que todos participamos sin siquiera saber las reglas.

Era inteligente. No en el sentido básico, no en la capacidad de leer con dos años y tocar el piano con tres. No poseía esa inteligencia aclamada por los cultos quienes otorgan el título de genio. Anthony poseía una inteligencia más elemental, una inteligencia que se entremezclaba con la sabiduría. Anthony tenía la capacidad de observar el mundo y aprender.

Aprendía de todo. De las expresiones, las palabras, los gestos y los silencios. Esa era su inteligencia, su mayor capacidad. Una cualidad increíble para examinar a todo y todos quienes le rodearan. Misma capacidad que Elena catalogaba como una conciencia superior y que se reflejaba en cada una de sus acciones.

Esa tarde, cuando el sol ya caía dormido sobre el horizonte, Marcos se despidió de Elena prometiendo una visita apenas el tiempo se lo permitiese.

Cuando ya estaba en su casa recordó la pregunta que el pequeño Anthony le había hecho cuando lo llevó a la comisaria luego del accidente: «Iré a un orfanato ¿Tendré pronto una nueva familia?».

No preguntó si podía volver a su casa; no preguntó por sus padres ni lloró. Simplemente abrazó a su oso y le pidió algo tan simple que él, a sus cincuenta años, no sabía cómo responder.

¿Cómo le decías a un niño que no sabías si realmente le adoptarían? Peor que eso, ¿cómo le explicas a un pequeño que debe ser adoptado porque ya no tiene familia?

Pero Anthony no necesitaba explicaciones, en el fondo él sabía lo que ocurría. Porque Anthony era inteligente, más inteligente tal vez de lo que Marcos se había dado cuenta.

En el orfanato Elena repasaba la conversación en su mente e intentaba dilucidar qué acciones podría hacer para ayudar a un niño que creía que la única ayuda que merecía era la que él mismo podía otorgarse.

Y vagando entre sus pensamientos, preparó la cena de los diez niños que habitaban el orfanato. Los nueve que revoloteaban por todo el primer piso y el niño que junto a su oso guardaba silencio en el segundo piso de aquella antigua casa.

De esa forma el día terminó y aquella noche, Anthony nuevamente soñó con camas cálidas y madres amorosas.

Él sabía que en ese lugar estaría protegido. Era después de todo, un niño muy especial.

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