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Noche de soledad

Las historias de terror se caracterizan por tener un elemento común: el "factor perturbador", como siempre me gustó llamarle. Cualquier medio visual abusa de los sonidos agudos y repentinos, los gritos y rostros deformados, tan distintos al humano que incluso podría tratarse de un alienígena. Los libros, por su parte, ahondaban en temáticas que las personas decidían esquivar en su día a día y se situaban en escenarios conocidos o que alguna vez alguien pudo pensar. Una noche lluviosa, una tarde solitaria, e incluso un día radiante pueden convertirse en una pesadilla con los ingredientes correctos.

Me gustaría llamarme un experto en el terror, de hecho (y como resultado de mi fama), durante mucho tiempo presumí ser una persona imperturbable, imposible de asustar. Sin embargo, eso cambió más rápido de lo que imaginé.

Amaría decir que mi camino hacia el miedo comenzó una tarde de verano, con lágrimas en los ojos y con mi amor imposible abandonándome tras rechazarme de la forma más cruel posible, pero, en realidad, comenzó justo después.

Por lo tanto, me valdré de mis "habilidades" como lector y consumidor del terror, para mostrarte aquello que asusta más que el peor de mis miedos. Pero ten en cuenta que, aunque presumo mucho, realmente no suelo contar historias muy seguido. Digamos que no es mi fuerte.

Todo comienza con el amor, mejor dicho, con mi búsqueda insana por él.

En verdad, nunca fui una persona muy exitosa a la hora de buscar pareja. Las chicas huían de mí, como si yo fuera algún tipo de monstruo caricaturesco del que pueden temer y burlarse al mismo tiempo. "No te acerqués a Juan", "¿Te imaginás enamorarte de ese?", "¿Quién podría enamorarse de alguien tan feo?", "Dicen que a Eleo le gusta, ¿qué tiene esa chica en la cabeza?", "¿Por qué querría salir con él, no me agradan los animales?".

Si bien se suponía que, con el paso del tiempo, debía acostumbrarme, algo en mí mantuvo una lejana esperanza. Deseaba que las cosas cambiaran, así, de un momento a otro. Al principio cometí el error de pensar que alguien podría enamorarse de mí por lo que era, sin embargo, me equivoqué.

En este mundo, lo único que importa es tu apariencia, nada más.

La crueldad de las personas me llevó a cambiar por completo una vez terminé el secundario: teñí mi cabello, conseguí un nuevo peluquero, comencé un largo tratamiento para solucionar el acné que tanto me había perseguido durante mi adolescencia y emprendí un arduo entrenamiento en el gimnasio.

¿Mi objetivo? Confesar mis sentimientos a la persona que más amé en mi vida, una jovencita llamada Lucero. Ella, lejos de ser una suerte de salvadora, fue más bien, una compañera silenciosa. Sin embargo, podía ver en sus ojos que no era como el resto de las chicas. Ella no se burlaba de mí, no me veía con asco, ni con pena. Su mirada indicaba una simple cosa: indiferencia.

Con el tiempo, comencé a notar cierta simpatía de su parte, sin embargo, nunca podíamos charlar con tranquilidad, pues corría el riesgo de que un nuevo chisme se instaurara y, a decir verdad, lo último que deseaba era involucrarla en mis problemas.

Estaba seguro de que mis cambios me habían vuelto alguien distinto, deseable. Lo podía sentir en la mirada de los desconocidos, quienes ya no volteaban con repulsión al verme, sino que me observaban por un corto período de tiempo antes de seguir su camino o, en casos más raros, me detenían para pedir mi número de teléfono.

Era mi sueño: ser visto por todos. Sin embargo, por alguna razón, nada de eso fue suficiente.

—No eres mi tipo, nunca lo fuiste, tampoco lo serás—fueron sus palabras.

En ese instante, todo lo que había hecho se derrumbó como un triste castillo de arena. Mis logros, mi amor propio, nada fue suficiente. ¿Qué era lo que tenía que hacer para conseguir una pareja? ¿Por qué algunas personas ni siquiera se esforzaban y lograban todo lo que deseaban? En ese momento, lo que pensé que era mi mayor miedo se hizo realidad: estaba solo, no había forma de revertirlo.

Parecía que una especie de maldición me aquejaba, pues no podía establecer ninguna relación más allá de la amistad, era imposible.

Cayó la noche y me sentía tan devastado, que decidí quedarme en el parque Leloir, al cual había llegado tras caminar durante bastante tiempo por las oscuras calles de Ituzaingó. No obstante, eso no era lo más sorprendente. A esas horas la seguridad se volvía, por así decirlo, inexistente. Sin embargo, nada extraño me había ocurrido en el largo transcurso a la plazoleta.

Un corazón roto es el menor de los problemas que una persona puede llegar a tener, sin embargo, también se trata de una situación abrumadora e imposible de ignorar. Hasta ese momento, yo era un romántico, una persona que amaba pensar en el onírico día de encuentro con la mujer indicada. Ella y yo seríamos el uno para el otro, nadie nos separaría jamás.

Claro, eso tendría sentido si esa persona existiera, al menos ahora estoy seguro de ello.

Esa noche recordé mi vida y todo lo que hice durante aquellos cortos 25 años: una carrera simple, un trabajo aburrido y mucha preparación para el soñado día de mi confesión. Tomé todas las precauciones, incluso me ocupé de establecer una amistad firme con ella antes de mostrar mis verdaderas intenciones, no obstante, no sirvió de nada.

Esa noche, entre lágrimas y lamentos, pedí un deseo, uno que, en teoría, nunca debió hacerse realidad. No obstante, no le di importancia, pues mis penas y gran parte de mi consciencia yacían ahogadas bajo los efectos del alcohol.

—¿Puedo sentarme? —fueron sus primeras palabras.

Una mujer de cabello y ojos negros se dejó caer junto a mí en ese momento. Llevaba un atuendo formal, típico de oficinista, una camisa a rayas y una falda negra que se extendía hasta sus rodillas.

Intenté no mirarla de frente, sin embargo, fue ella la que se interesó en mí.

—Te ves mal—masculló—, ¿necesitas algo? ¿Estás bien?

Sin poderlo prever, aquella simple pregunta significó más de lo que ella pensaba.

—Sí, bueno, me han rechazado—respondí a duras penas.

—¿Ah sí? Mal ahí, ya llegarán más—concluyó con desinterés—. No tenés cara de andar necesitado, ¿o eres de esos románticos que van sufriendo por la vida?

Si bien su comentario me resultó gracioso, no pude exteriorizarlo, estaba demasiado centrado en no parecer ebrio como para entablar una conversación normal.

—Bueno, fue un mal chiste—respondió—, esa chica no tiene idea de lo que se pierde.

—Sí que, lo sabe—le corregí.

—Ah, ¿eran amigos? Esto se pone cada vez mejor.

Si bien me resultó extraño que lo dedujera con tanta facilidad, preferí no pensar al respecto. En ese momento, lo único que necesitaba era soledad. Así debía ser, al menos hasta que ella presentó sus verdaderas intenciones.

—Sabes... yo vi a muchos como vos. Sé que es duro, pero, con los contactos correctos, hay una forma de obtener lo que deseas.

—Lo que deseo va más allá de que ella me acepte—le respondí—. No sé cuál es el negocio, pero no quiero saber nada.

La mujer sonrió y, tras ignorar mis palabras, sacó un formulario de un maletín que, por lo visto, traía con ella. Si bien mis recuerdos son borrosos, juraría que, cuando llegó, no llevaba nada consigo.

—Lo que yo hago es simple, ayudo a las personas a... poder alcanzar sus objetivos.

—Ah sí. Adivinaré, ¿hacés coaching? —me burlé.

—Mi trabajo... Ah, ya lo sé. ¿Una demostración? ¿Es lo que deseas?

—No quiero nada—espeté.

En ese momento, intenté ponerme de pie, pero la borrachera había comenzado a privarme de mis sentidos y, preso del alcohol, percibí que la tierra se movía bajo mis pies. Perdí el equilibrio y caí de regreso al asiento.

—La vida ha sido injusta contigo—concluyó, con una sonrisa en su rostro.

—No me jodas—alcancé a responder.

—No has hecho más que sufrir, ¿no sientes... envidia por los demás?

—Cállate—intenté ordenarle, sin embargo, mi cabeza comenzó a doler con más fuerza.

Al poco tiempo, supe que no solo eran los efectos del alcohol. Algo más estaba pasando. El mundo a mi alrededor se distorsionó, los haces de luz que se desprendían de los faroles torcieron su trayectoria y se elevaron hacia el cielo. Al poco tiempo, una molesta neblina cubrió el parque. Si bien el mundo parecía estar cubierto por un velo brumoso, la figura de aquella mujer se mantenía definida y sus ojos, tan negros como la noche, destilaban un extraño interés en mí.

—Ellos viven en paz, como si nada hubiera pasado, acompañados por sus lindas familias, son felices, no tienen preocupaciones, son inocentes, o eso aparentan. El pasado y sus culpas quedaron atrás para ellos, pero no es así para ti ¿no es injusta la vida?

—Ya basta—intenté detenerla, pero fue imposible.

Mis sentidos no solo me estaban traicionando, sino que habían comenzado a asustarme. Recuerdos fugaces de las horribles situaciones de mi pasado transcurrieron frente a mis ojos, como si de pronto la muerte me estuviera llamando para descansar en sus brazos.

Y, en ese instante, pude ver una sombra detrás de ella, con la forma de dos alas emplumadas y opacas. Su sonrisa, antes dulce y comprensiva, se había comenzado a retorcer hasta adoptar una mueca imposible de imitar. Desbordaba locura, cada gesto de su rostro parecía escapar de lo humanamente posible. Era evidente, ella no era de este mundo.

Podía ser parte de mi imaginación o, más bien, de mi destrozada mente. Era probable, si nada de eso era real, tal vez me excedí con las copas.

¿Era un sueño?

En ese caso, mi deber era despertar.

—Puedo ofrecerte justicia—añadió—, solo tenés que firmar...

—No quiero justicia, solamente deseo ser feliz—admití, como un desesperado intento por espantarla con sinceridad.

Ella abrió sus ojos con malicia y se acercó a mi oído para susurrarme su última oferta.

—Puedo darte felicidad—aseguró—, solo tenés que firmar.

Su voz, gruesa y despampanante, me aterró al punto de obligarme a tomar distancia de ella. Fue entonces que vi su rostro una vez más.

Su expresión deformada me resultó imposible de tolerar y, tan pronto como se acercó a mí, le grité para que se alejara. Sin embargo, ella no me hizo caso.

En un arrebato de espanto, empujé a la mujer y, tan pronto como cayó al suelo, el mundo volvió a la normalidad. Había "despertado".

Al posar mi vista sobre ella, noté que su mueca ya no era retorcida, sino que desbordaba miedo, y el responsable, por lo visto, era yo. Un grupo de personas se había amontonado a mi alrededor, entre los cuales destacaban un par de policías que, alterados por mi comportamiento, se acercaban a mí a paso rápido.

Uno de los peatones, un hombre de buen parecer y trajeado como oficinista, ofreció ayuda a la mujer y, tan pronto como ella tomó su mano, pude notar que, de alguna forma, el semblante de ese hombre comenzó a palidecer hasta tomar la apariencia de un muerto. Y mientras los oficiales se acercaban para expulsarme de la plaza, ella me dedicó unas últimas palabras:

—Solo quería ayudarte.

Esa mujer se fue, acompañada por el hombre que la había ayudado a ponerse de pie.

Tan pronto como me sacaron de la plaza, los oficiales intentaron llevarme a la comisaría, sin embargo, cambiaron de opinión en cuanto escucharon mi extraño relato. Ellos juraron que yo deliraba, que esa mujer solo me estaba ofreciendo un pañuelo para secarme las lágrimas y que yo, en un arrebato de ira irracional, la había empujado.

A partir de ese momento, mis recuerdos son confusos, no sé con seguridad cómo llegué a mi casa, pero lo cierto es que, al otro día, desperté en mi cama, abandonado, maloliente y con un charco de vómito sobre mi sábana.

Intrigado, decidí buscar por internet si alguien más había tenido una experiencia tan extraña, pues, ya sin la borrachera, me resultó muy sospechoso que una mujer se acercara sin más a ofrecer una solución mágica a cualquier problema. Sonaba más a un tipo descarado de estafa.

Intenté recordar su atuendo y, tan pronto como reuní todos los detalles que podía, publiqué mi historia en un grupo donde se discutían asuntos relacionados con el crimen en Argentina. Sin embargo, muchos creyeron que se trataba de un creepypasta más y, a causa de ellos, los administradores dieron de baja mi publicación al considerarla inadecuada para el foro.

No obstante, al poco tiempo de la baja, un usuario llamado "TheGuardian" me envió un link que, por lo visto, llevaba a un sitio web de esoterismo y asuntos paranormales.

"La dama sin nombre", "el vendedor de deseos" o simplemente "el demonio de la soledad" eran los apodos que le daban a una criatura que, según el foro, se trataba de una entidad que se alimentaba de almas humanas. Este tomaba distintas formas y, según el autor, atacaba a mujeres despechadas que escapaban hacia la soledad tras ser rechazadas. No obstante, en los últimos tiempos también había comenzado a cazar hombres.

La apariencia de este ser era muy variada, unos pocos lo recuerdan como una mujer elegante, otros lo describen como un niño, un hombre bien parecido o incluso un anciano que se acercaba para ofrecer algo, por lo general, un caramelo.

Los que fueron testigos de sus acciones, al igual que yo, mencionaron que el mundo se deformaba a su alrededor y que esa persona, con el transcurso del tiempo, adquiría una apariencia más terrorífica, similar a la de un demonio.

No se sabía lo que pasaba si, por alguna razón, aceptabas su oferta, que bien podía ser un contrato, un caramelo o, en ocasiones, una tarjeta de presentación con una dirección escrita en ella. Sin embargo, según ese foro, quien osara aceptar la oferta de aquel ser estaba condenado al vacío.

En ese momento, cerré la página pensando que se trataba de un disparate. La explicación que se me ocurría era simple: era un cuento hecho para asustar a los niños, con el fin de que no aceptaran dulces de un anciano. No obstante, no era el tipo de historia que yo le contaría a mi sobrino.

Cansado, asumí que, tal vez, habían echado algo en mi bebida o que, por alguna razón, esa mujer cargaba consigo algún tipo de estupefaciente muy potente. No sería la primera vez.

Procuré vivir con tranquilidad durante el resto de la semana, temeroso de que la policía llegara a mi puerta con una denuncia por violencia de género o peor, que esa mujer se presentara en persona con una demanda judicial para saldar cuentas conmigo. Sin embargo, eso nunca pasó.

Una semana después, al llegar a mi casa, encontré la puerta de mi departamento entreabierta y la televisión encendida. Desesperado, llamé a la policía mientras esperaba en el pasillo exterior, temeroso de que el criminal siguiera dentro.

El servicio de seguridad del edificio llegó primero, inspeccionó mi habitación y aseguraron que nadie se hallaba en el departamento. De hecho, no me faltaba ninguna de mis pertenencias. En la TV se había sintonizado el canal 26 de noticias, el cual mostraba la foto de Alberto Carlos Paladino, un oficinista de 23 años que, por lo visto, había desaparecido hace casi una semana. En ese instante, mi atención se volcó hacia la foto que los periodistas señalaban con preocupación.

Mi cuerpo se estremeció en cuanto reconocí al muchacho en la televisión y, de forma inconsciente, agradecí haber negado la propuesta de esa mujer en aquella noche de borrachera, pues Alberto Carlos Paladino era, sin lugar a duda, el hombre que la había ayudado a ponerse de pie.

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