La herencia de Claudio Castillo
2022
Por aquellos tiempos, yo era un pibe aburrido que, a sus veinticuatro años, hacía lo posible por sobrevivir mientras mantenía su carrera a flote, una hazaña (dependiendo del punto de vista). Mi viejo*, un hombre muy capaz para manipular las nuevas tecnologías, había sido contactado por un cliente o, mejor dicho, un viejo conocido de la familia: el hijo mayor de los Castillo, quien necesitaba equipar su casa con un aire acondicionado que había comprado hace poco (gracias al dinero que dejó la herencia de su madre).
Aquel día amaneció nublado y triste, las tormentas de verano habían comenzado y amenazaban con quedarse por bastante tiempo, pues veníamos de una ola de calor histórica que protagonizamos como el país más caliente de Sudamérica (y no en el sentido hot).
Mi viejo, que ya comenzaba a sentir el peso de los años, me había pedido que lo segundeara* para poner el aire porque no podía cargar solo con el motor (aunque no le gustaba admitirlo) y, además, necesitaba hacer el trabajo lo más rápido posible. El cielo amenazaba con librar una tormenta muy pronto.
Salimos cerca de las doce del mediodía, justo después de almorzar y ver la actualización del estado epidemiológico del país. Todo era un caos, pero nada detenía el curso de la vida. Necesitábamos comer, debíamos salir a trabajar y tomar todas las precauciones posibles: doble barbijo y protección ocular.
El viaje a la casa de los Castillo fue corto, pues no vivían muy lejos de nuestro hogar. En el camino hablé con mi viejo sobre la última vez que visitamos ese lugar, hace más de siete años, cuando la señora Antonia seguía con vida y su hija adoptiva, Iris (quien llevaba tiempo desaparecida), aún era mi amiga. Era curioso, las cosas habían cambiado demasiado, pero el claro desgaste del tiempo no fue evidente hasta que llegamos a nuestro destino.
La fachada lucía gris, con sus paredes despintadas, sus rejas oxidadas, el suelo agrietado y el pasto invadiendo un espacio donde antes había un jardín. Mi viejo aplaudió en la entrada para llamar al dueño y fue a buscar sus herramientas mientras que yo aguardaba en el portal, esperando que Claudio Castillo, el heredero de la residencia, nos abriera la puerta para comenzar con nuestro trabajo.
Un hombre gritó desde el interior de la casa. No le di mayor importancia a ese detalle, supuse que él saldría muy pronto y que nos había escuchado, pero no era así. Mi viejo alcanzó a sacar todas sus herramientas, sin embargo, él no salió a darnos la bienvenida.
—¡Claudio! —le llamó mi viejo—¡Llegamos!
Pasaron unos segundos antes de que la puerta de la casa se abriera y la robusta figura de un hombre se hiciera presente. Claudio Castillo era un señor afortunado que vivía en una situación bastante cómoda, no trabajaba y subsistía gracias a la herencia de su madre. Había ganado muchos kilos, tantos, que incluso diría que rozaba la obesidad mórbida; una barba tupida ahora poblaba su rostro, una que databa de varios meses, al igual que su largo y desalineado cabello. Él nos salió a recibir sin remera y con un short que, por sus caderas estrechas, le quedaba pequeño y se le caía a con cada paso que daba.
—Está abierto—exclamó con desgana—. Entren.
Tal y como había dicho, el portón de su reja estaba abierto, pero tan oxidado que necesité hacer un gran esfuerzo para moverla. Mi viejo me pidió que llevara las herramientas junto a la puerta de la casa mientras él hablaba con el dueño y, tan pronto como me acerqué para cumplir su orden, un hedor insufrible atravesó el espesor de mi barbijo. Era orina, solo podía ser eso. Noté que el suelo estaba pegajoso y que, junto a la entrada, había una caseta para un perro, un caniche. Él dormía con placidez cuando nosotros llegamos y, con desdén, nos observó sin emitir ningún sonido.
Tan pronto logré acumular las herramientas afuera, mi papá me indicó que lo ayudara a preparar los agujeros para colocar el soporte del aire acondicionado mientras él revisaba el lugar donde iría el motor.
Tomé el taladro y unos tarugos para preparar la estructura, mientras tanto, el dueño de casa nos vigilaba con una sonrisa en su rostro. Él era de los que no creían en la enfermedad, tampoco en la vacuna, no se molestaba en cuidarse y vivía como si nada hubiera pasado en el mundo. Él nos observaba a los ojos, a sabiendas de que nos incomodaba, en cierto modo, su falta de interés y empatía con los demás.
De hecho, tan pronto como cerré la puerta de la casa, él comenzó a toser con fuerza, sin cuidado alguno y sin quitar sus ojos de mí, como si disfrutara de imaginar mi mueca de miedo u repugnancia. No dije nada, cuando toca trabajar, el cliente siempre tiene la razón, siempre está en lo correcto. De lo contrario, corres el riesgo de perder tu paga, en especial cuando sos un agente independiente.
Tan pronto comencé a taladrar la pared (después de marcar los agujeros con un nivel) un ataque de tos lo tomó por sorpresa una vez más. Era difícil saber si se trataba del polvo rojizo que se desprendía del muro o si aún estaba incordiándome. Lo cierto era que, aun con todas las molestias, nada borraba la sonrisa de su rostro.
—Eh, nene—alcancé a escucharlo cuando terminé con el último agujero—, guarda las herramientas dentro de la casa. Nosotros somos los buenos, pero no puedo decir lo mismo por los de afuera—concluyó.
Asentí ante su consejo y, tan pronto voltee hacia la puerta, observé que aquella molesta sonrisa se volvía a dibujar en su rostro. Quizá por el miedo a su tos no lo había notado, pero el insoportable hedor frente a su puerta no se comparaba con el olor dentro de la casa, sin embargo, ya me había desensibilizado a los aromas.
Aun así, la atmósfera opresiva del salón principal resultaba asfixiante.
La casa no era como recordaba, es decir, las habitaciones seguían en el mismo lugar de siempre (con sus puertas cerradas), pero las luces no iluminaban como antes, el suelo lucía gris y, de vez en cuando, era común pisar un pedazo de comida para perros. Las ventanas estaban cerradas y cortinas de tela impedían ver hacia el exterior. El aire no tenía buen olor y, gracias al polvo, era casi imposible respirar sin barbijo. No obstante, al señor castillo no le importaba.
Una vez logré transportar todas las herramientas, me dispuse a instalar el soporte y colgar el aire cuando mi viejo llegó para pedirme que lo siguiera un momento.
—Tenés que ayudarme con esto—me ordenó—, yo cuelgo eso, necesito que hagas espacio para poner una escalera.
Y, tan pronto como mencionó aquello, abrió una de las puertas que yacían cerradas dentro de la casa. Estaba oscuro, pero el cielo raso dejaba entrar unos cuantos haces de luz que revelaban un infierno de basura y elementos desechables. Ese cuarto estaba lleno de chatarra, colchones viejos, bolsas de contenido dudoso, ropa hecha harapos y piezas de tecnología arruinada por el tiempo. Todo lucía húmedo, pues el agua se colaba por el techo y bañaba los objetos olvidados en ese pequeño cubículo.
—No podés pedirme esto—le respondí, pues el hedor húmedo de ese cuarto me indicaba la basura era la menor de todas mis complicaciones—, es mucho, es mucho.
—Tenemos que pasar los tubos por ahí—señaló—, mirá.
Mi viejo forzó una de las ventanas que yacían obliteradas gracias a la basura y, tan pronto como esta se abrió, él corrió la cortina y reveló que estábamos justo detrás del lugar que el dueño había elegido para colocar su aire acondicionado. Parecía una trampa de mal gusto, una planeada, en mi opinión.
—Dale, te banco* en esta—me rendí—, pero solo para la escalera—aclaré.
—Dale, movete, no creo que quieras estar ahí por mucho tiempo.
Mientras mi viejo regresaba al gran salón de la casa, pude ver por la ventana que, por alguna enfermiza razón, ese hombre me seguía observando con una sonrisa.
—Mis hijos siempre tiran mierda por ahí cuando vienen—se excusó—, hacé espacio, no te preocupés por ver donde caen las cosas, si están ahí, es porque no sirven.
Hice caso a sus palabras y comencé a ordenarlo todo sin importarme donde caían las cosas. Así logré quitar un montón de tubos para desagüe, un colchón viejo, un pilón de baldes con pintura, un espejo roto y los restos de una cama que se había hecho pedazos. Así fue, hasta que llegué al final.
En el fondo del montículo yacía una boca de tormenta* obliterada por una bolsa de consorcio negra, agujereada y llena de agua. Sin embargo, tan pronto como traté de quitarla, cuatro cucarachas y una araña salieron del interior de la bolsa.
Retrocedí sorprendido, los insectos no me daban miedo, nunca tuve temor por seres que no pueden hacerme ningún daño. El problema con ellos es su apariencia nauseabunda. Indignado, voltee en dirección al dueño que, complacido, me observaba con aquella sonrisa que tanto me había molestado en un principio, pero que, por alguna razón, estaba comenzando a incomodarme.
—No voy a tocar esa bolsa—le indiqué al dueño de la casa.
Él no me respondió y, tan pronto como regresé mi vista, pude notar que una marejada de cucarachas había poblado el suelo. Estaban por todos lados, bajaban hacia la boca de tormenta y rodeaban mis pies como si no les importara su presencia. Mientras ellas estuvieron ahí, me quedé paralizado ante la abrumadora cantidad de insectos, sin embargo, estos se refugiaron en el agua que yacía estancada debajo de la bolsa y me dejaron en paz.
Cuando ellos ya se habían ido, decidí correr un poco aquel plástico con la punta de mi pie, pues una sombra extraña se veía desde la boca de tormenta. Un montón de insectos desconocidos para mí nadaban en la superficie del agua. Del desague salía un hedor nauseabundo que me hacía pensar en una sola cosa: la muerte.
El olor del agua era comparable a la podredumbre que se siente en los cementerios durante los veranos más despiadados o, en su defecto, al que se puede sentir desde la banquina de algunas rutas del conurbano, donde se acumulan los cadáveres de perros al aire libre como si fueran simples desechos, en su mayoría, dispuestos por sus propios dueños.
Tan pronto como vi esas cosas, decidí que no seguiría ordenando en ese cuarto, mi viejo se las arreglaría.
Camino al salón estaba la cocina y el comedor de la casa, donde el dueño me esperaba con un manojo de llaves oxidadas. Él abrió una de las puertas que permanecían cerradas y el sol iluminó el interior del recinto con fuerza abrumadora. Afuera, un camino empedrado yacía cubierto de musgo y un pasto tan alto que llegaba a cubrir mis caderas. Se podían observar grandes árboles que crecían a pocos metros y tapaban parte del cielo de forma imponente. Eran colosales, como si no los hubieran podado en un largo tiempo.
Era imposible ver hasta donde llegaba el sendero, pues aquella pequeña arboleda impedía ver el fondo de lo que alguna vez fue un jardín trasero, sin embargo, en mis memorias pude ver que, ahí atrás, alguna vez se alzó un quincho cerrado en el que los invitados se reunían para hacer un asado. Sin embargo, ahora estaba cubierto por árboles.
—Tu viejo está en el techo, me dijo que lo ayudes a poner el motor—indicó—, ya lo ayudé a subirlo.
—¡Claudio! —exclamó él, desde el techo—¿Tenés cinta aislante? Se me acabó la mía.
—Pibe, ahí atrás hay una vieja caja de herramientas—masculló, mientras regresaba en dirección a su casa—, ya hice mucho por ti.
Él cerró la puerta a sus espaldas y, sin otra cosa por hacer, decidí caminar hacia el bosque en miniatura que ese hombre guardaba en su jardín trasero. Tan pronto como me adentré en la arboleda, observé el viejo quincho* al final del camino, el cual lucía húmedo, abandonado y cubierto de musgo. Tenía un par de ventanas, pero se hallaban tapadas por viejas cortinas rasgadas por el tiempo.
Junto a la puerta había una montaña de basura compuesta por cajas y restos de muebles viejos. Un maletín con herramientas estaba junto a la ventana y, tan pronto me acerqué para obtener la cinta adhesiva, un olor repulsivo me alejó del lugar. No provenía de aquel maletín, sino de la ventana junto a él. Era tan fuerte, que ni siquiera los barbijos podían atenuarlo.
El hedor era similar al que sentí en aquella habitación pequeña, pero mucho más intenso, pútrido y húmedo. El aire se había vuelto opresivo, respirar me resultaba nauseabundo y hasta mis ojos comenzaron a lagrimear ante el horrible olor que provenía del quincho.
—¡Hijo, necesito la cinta! —gritó mi papá.
Voltee hacia el pasillo que llevaba de regreso a la casa, pero era imposible ver más allá de un par de metros. Los grandes brazos de los árboles envolvían todo con un verde manto de hojas, al punto que ni siquiera el sol se podía colar con facilidad. Regresé mi vista al quincho y no pude evitar sentir curiosidad por saber lo que había dentro. Todo era demasiado extraño: el olor, los árboles, lo oculto que estaba el lugar. La despreocupación del señor Castillo me resultaba molesta, había algo pudriéndose ahí dentro, pero no le importaba en lo absoluto.
De hecho, a ese hombre no le importaba nada y el deterioro de su casa era la máxima demostración.
Tapé mi nariz y me acerqué con rápidos pasos a la ventana, abrí el maletín y saqué un rollo de cinta aislante para justificar mis actos. Por curiosidad, me asomé al oscuro cristal y, observé una bolsa extraña tendida junto a un montón de basura. Estaba agujereada y, por lo visto, el olor provenía de allí, pero era imposible ver su contenido. El aire se había tornado mucho más pesado, no necesitaba respirarlo para saber que no era buena idea hacerlo.
La curiosidad me llevó a sacar mi celular e iluminar el interior del pequeño salón. Reprimí un grito de terror antes echar a correr hacia mi viejo, lo que vi superó todas mis sospechas. Dentro del quincho, ahora convertido en vertedero, descansaba una figura humana destrozada por el deterioro, irreconocible y seca como una pasa de uva. Todo a su alrededor lucía un aspecto húmedo y amarillento, pútrido y plagado de insectos. Aunque era imposible saber de quién se trataba, era obvio que, por alguna razón demencial, el señor Castillo escondía el cadáver de una persona en el quincho de su casa.
El señor Castillo era un loco o, en el peor de los casos, un asesino. Me costaba mucho imaginarlo como tal, pues se trataba de una persona demasiado cómoda y holgazán. ¿Era posible que alguien más hubiera dejado el cuerpo en ese sitio? De pronto, recordé las palabras que había mencionado con anterioridad: sus hijos de vez en cuando regresaban para tirar cosas en su casa.
Tenía que ser eso, el señor Castillo era demasiado vago como para matar a alguien y guardar su cuerpo en un quincho abandonado.
Aunque reprimía demasiadas dudas, decidí que no le diría nada a mi viejo, no quería meterlo en problemas, mucho menos en medio de su trabajo. De todos modos, no me creería, él conocía a Claudio de la iglesia y, aunque había dejado de venir, ambos sabíamos que se tomaba ciertas reglas muy en serio.
Intenté no intercambiar palabras con mi viejo, pero él me preguntó por el lugar en el que había estado. Me resultó extraño, sin embargo, tan pronto como le respondí, admitió que lo decía por el olor de mi ropa. La muerte había impregnado en mí, ahora yo llevaba el hedor del cadáver. El señor Castillo me descubriría.
Mi viejo me ordenó que guardara las herramientas y lo esperara en la entrada de la casa mientras él se aseguraba de que todo funcionaba de forma correcta. No quería hacerlo, pero no tenía opción, no podía explicarle lo que había visto ahí dentro. Sin embargo, tan pronto como bajé del techo, el señor Claudio Castillo me esperó con una botella de agua en su mano derecha. Claro, era para él.
Bebió del pico de la botella y esbozó aquella molesta sonrisa que tanto me había perseguido durante el día, esa que me repetía sin palabras una y otra vez "te estoy observando".
—Olés como el ojete*, ¿a dónde te metiste?
Tragué saliva ante la pregunta, no podía decirle la verdad.
—Fui a donde usted me dijo—le respondí.
Aquel hombre mostró sus dientes como un animal feroz, se suponía que estaba sonriendo. En ese instante, agradecí llevar barbijo. Él solo podía ver mis ojos, no obstante, parecía entender lo que sucedía.
—Ya veo, solo hay mierda ahí atrás, pero... ¿estás seguro de que no viste, no sé, un fantasma? —inquirió—Aunque no pueda ver tu cara...
Sin embargo, él guardó silencio y cambió de opinión.
—Dejá*, haz lo que tu viejo te dijo, nene.
Nunca me sentí tan feliz por cumplir una orden de ese hombre. Apurado, acumulé las herramientas y la escalera frente a la puerta y, antes de que mi papá tuviera todo listo, tomé las llaves del auto y llevé las maletas de regreso al baúl. Tan pronto terminé, me escondí dentro de la cabina y esperé con paciencia a que mi viejo volviera mientras oscuros pensamientos deambulaban por mi mente.
Él lo sabía y, aunque deseaba quedarme ahí dentro, era obvio que dejar a mi papá solo con ese hombre podía llegar a ser peligroso. Sin embargo, antes de que pudiera reconsiderar aquella idea, mi viejo salió de la residencia con las herramientas que había conservado y, tras despedirse del hombre, volvió al auto para irnos a casa.
Claudio Castillo permaneció quieto en la entrada, observándonos con esa sonrisa hasta que doblamos la esquina y dejamos la casa en el pasado, donde se quedaría por el resto de nuestros días. Mi viejo rompió el silencio y mencionó que nunca en su vida había visto una casa tan sucia, pero, viniendo de ese hombre, todo era esperable.
—Cuando su madre aún estaba viva, él no hacía nada, supongo que te acordás.
Asentí con la cabeza, estaba demasiado espantado como para decir cualquier otra cosa.
—Pero ese olor... Tan pronto como llegues a casa, date una ducha, no des vueltas por ahí—me ordenó.
Sin embargo, una duda carcomía mi mente y no podía dejar atrás ese día sin saciar mi curiosidad por última vez.
—Pa, ¿te acordás de la señora Antonia? —pregunté.
—¿La madre de Claudio? —respondió—¿Qué pasa con ella?
—¿Fuiste a su velorio?
Él negó con la cabeza y, sin despegar su mirada del camino, concluyó con una frase simple:
—Nadie fue invitado a su velorio.
Glosario:
*Viejo: en el siglo 20 era una falta de respeto llamar "viejo" al "Padre", en el siglo 21 se hizo demasiado normal, aunque no todos lo aceptan.
*Segundear: ir con alguien, acompañar, apoyar.
*Boca de tormenta: no sé como le dicen en otros países, pero sería casi lo mismo si lo comparamos con una boca de desague, es un agujero con una rejilla para que pase el agua y filtre objetos grandes.
*Banco (Bancar): el significado depende del contexto, puede ser una silla (en cuyo caso también se le dice "banquito"), puede ser el banco (entidad financiera), puede significar "te espero" (yo te banco, yo te banqué, yo te bancaré, bancame), puede significar soportar ("no te banco mas"), puede significar apoyar ("vos siempre me bancás amigo, te amo", "Yo te banco a donde vayas") y puede significar "soportar" ("ahora te la bancás por pelotudo", "bancátela, te la buscaste, salame").
*Quincho: es un espacio físico en las casas en las que se hace el asado, generalmente el quincho es abierto, osea, es un techo con el asador y algun que otro mueble abajo. El quincho cerrado es una habitación espaciosa, generalmente el asador y el comedor, los más modernos tienen paredes de vidrio, los demás tienen muros de concreto y grandes ventanas para evitar que todos se incineren dentro.
*Ojete: tiene dos significados, el primero (y clásico) es el ano, el segundo es el agujerito de las agujas (por donde pasa el hilo). Nadie usa el segundo significado por lo fácil que es generar un malentendido. Si queres confundir a un argentino, mandale un tutorial de como coser ("ahora metes el hilito por el ojete"), aunque lo más probable es que se rian de ti.
Dejá: simplemente significa "Olvídalo".
----------------
¿Qué les pareció?
Recuerden que seguiré subiendo cortos que, aunque no estén enlazados directamente, comparten el mismo espacio (osea, pueden haber referencias a esto más adelante).
También les aclaro que no todos hablan con el mismo nivel de lunfardo, por ejemplo, el próximo protagonista es un cura, si bien hay curas copados, este es bien de CABA y no habla como los del conurba.
No hay más garantias sobre el próximo capítulo, así que les recomiendo que, si les interesa, guarden el libro en sus bibliotecas o listas de lectura (o también pueden seguirme ahre), así les saldrá la notificación de la actualización.
¡Nos leemos!
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro