La medicina forense es, de lejos, una de las peores profesiones que pueden existir en el mercado. Créanme, no es como se ve en las series de televisión. El salario es malo, estás rodeado de cadáveres y olores repulsivos todo el tiempo. No obstante, lo peor es que los abogados y periodistas (sin saber nada de biología o medicina forense) se la pasan desmereciendo nuestro trabajo cuando los resultados no les gustan. Es casi como si tuviéramos que buscar lo que ellos quieren encontrar, un absurdo total.
Odio mi trabajo, pero el tiempo hizo que mi desilusión se fuera diluyendo. Tal vez a causa de mis nuevas amistades dentro del laburo o por el simple hecho de que terminé renunciando. Con los años, me harté del trabajo en la morgue y preferí dedicarme a la atención primaria. Luego, a la enseñanza universitaria. No obstante, mis motivos para dejar la profesión no estuvieron relacionados con mi desilusión.
Nunca olvidaré que, cuando terminé de estudiar medicina y opté por esta rama, muchos de mis compañeros intentaron detenerme, pero no les hice caso. Ese fue mi primer error. El segundo fue trabajar para la policía federal. El tercero convertirme en perito forense. El cuarto, no renunciar el primer día.
Es por eso que mis primeras vacaciones fueron, por mucho, las mejores de mi vida. Quería deshacerme de toda esa carga, olvidar por un momento que mis malas decisiones me estaban costando caro. Recuerdo que esa misma noche partí de la ciudad de Buenos Aires con destino desconocido. Mi objetivo era simple: vagar por los rincones más alejados del país, conocer aquello que solo podía ver gracias al internet. Por desgracia, mi aguante apenas me permitió conducir hasta Córdoba, donde me hospedé por un par de días en un pueblo bonito llamado "La Falda".
Charlando con el dueño del hotel, me enteré de la existencia de una mina abandonada a unos cuantos kilómetros del poblado. Sin dudarlo, decidí partir hacia ese lugar tan pronto amaneciera. Mi obsesión por coleccionar piedras me obligó a ir hasta ese sitio, tenía la esperanza de que, con un poco de suerte, quizá podría conseguir un fragmento de amatista. Por desgracia, lo único que hallé fue una triste piedra con un cristal cuarzo azul. Se decía que ese material poseía ciertas propiedades espirituales, aunque nunca me detuve a escuchar más al respecto, siempre tenía cosas más importantes que hacer.
Esa misma tarde, tan pronto pasó el mediodía, partí con dirección a Buenos Aires, desilusionado ante mi fracaso en la mina y también enojado por el poco tiempo que pude disfrutar fuera de la ciudad.
En el camino, me crucé con una mujer joven levantando el dedo pulgar al costado de la ruta. Llevaba el cabello atado y una gran mochila sobre su espalda. Todos los autos la ignoraban, yo tomé la misma decisión. Estaba demasiado enojado, no podía volverme responsable de una desconocida. Con el paso de los segundos, mi conciencia se ocupó de hacerme cambiar de opinión de una forma muy cruel. Recordé las incontables muchachas que conocí durante mis días laborales: muchas en tablones de búsqueda, otras en la mesa de la morgue. Confiar en un desconocido no era una buena idea, en especial para las mujeres.
Avancé hasta una rotonda a pocos metros de allí, di la vuelta y regresé a buscarla. En unos minutos la encontré, se había cansado de esperar y decidió recostarse bajo la sombra de un árbol. Se sorprendió cuando le dije que la llevaría de regreso a Buenos Aires (si es que viajaba hacia allá) y dudó de mis palabras, al menos hasta que vio mi identificación policial. La llevaba amarrada a las llaves del auto. Necesitaba tenerla a mano, me servía para eludir los controles (por lo general, fraudulentos) de la policía caminera. Pocas veces debí utilizar mi placa, pero esa fue especial. Luego de ese día, nunca más la volví a usar.
Ambos entablamos una entretenida charla en nuestro largo trayecto de regreso, quizá la más agradable que pude sostener con una persona. Se llamaba Ofelia, era estudiante de contabilidad en la Universidad de Buenos Aires. No debía finales, pero no tenía dinero para salir de vacaciones, por lo cual decidió emprender una travesía dependiente de la suerte.
Sus historias me resultaron interesantes, su lucha por sobrevivir en el exterior no fue nada fácil. Muchas veces debió dormir en la calle, racionó su alimento y "ahorró" buscando frutas en algunas plantaciones privadas. Su condición de viajera o "mochilera" le costó miles de miradas inescrupulosas, todas escondían segundas intenciones que disfrazaban detrás de favores, en teoría, "desinteresados". Su viaje de placer terminó por convertirse en una pesadilla cuando comenzó a sentir que alguien la seguía. Era un hombre, lo había visto varias veces. Fingía comprar, deambular, visitar plazas. Siempre estaba ahí, observándola.
Desesperada, logró interceptar un camión que se dirigía a Buenos Aires, pero, por cuestiones que prefirió no explicar, terminó al costado de la ruta, esperando a que alguien la llevara de regreso a su ciudad natal. Ella me comentó la gran frustración que sintió al estar tantas horas bajo el sol sin que nadie se detuviera, casi como si no pudieran verla.
Ella deseaba volver a su hogar, disfrutar de una buena siesta en su colchón, darse una ducha relajante y jugar con sus mascotas, las extrañaba mucho. Le ofrecí mi teléfono para llamar a su madre, sin embargo, ella se negó enseguida. Quería darle una sorpresa, no buscaba arruinar el plan.
Ofelia se bajó en Campana, donde, en teoría, residía. Me agradeció por mi ayuda y los buenos modales. Se fue, no sin antes jurar que no volvería a ser mochilera nunca más.
El viaje a mi domicilio tomó unas dos horas, pero, por desgracia, la anécdota no termina allí. Tres patrullas policiales custodiaban las calles de entrada y salida circundantes a mi casa. Un oficial me esperaba en la puerta, él se percató enseguida de que había llegado. Lo conocía, era un viejo amigo de la fuerza con el que tomaba mates cuando no quedaba trabajo en la morgue. Lucía serio, no estaba feliz por verme a pesar de no nos veíamos hace más de una semana.
Bajé del auto, él se acercó y me detuvo en seco, me dijo que debía acompañarlo a la comisaría para prestar declaración. Sus palabras eran contundentes: era el principal sospechoso de un homicidio.
Luego de oírlo, mis pensamientos se volvieron muy confusos, no recuerdo con precisión lo que ocurrió, las cosas que dije o lo que él me preguntó. De golpe, mi vida se había transformado en un molesto sube y baja: el trabajo era horrible, las vacaciones también y, ahora, a mi regreso me esperaban con una orden de detención. Las cosas no podían ponerse peores.
Cuando mi mente decidió despertar, me encontré en una habitación oscura, con un detective haciendo preguntas y un abogado a mi diestra. No comprendía lo que estaba pasando, ambos discutían sin parar mientras que un oficial esperaba en la puerta del recinto.
—¿Cómo puede seguir sosteniendo esa teoría? Es un hecho que mi cliente estuvo trabajando el día en el que falleció la señorita Ofelia.
Ese nombre erizó mi piel. Alcé mi vista y me centré en el detective que, furioso, esperaba una respuesta de mi parte.
—¿Qué pasó con ella? —le pregunté.
—¿No deberías decírmelo vos? —me respondió— Estoy seguro de que lo sabes.
—No digas nada más, este busca un perejil para lavar sus trapos—asegura el abogado—. Una acusación vacía no vuelve sospechoso a mi cliente.
—¿Entonces por qué Ofelia le envió un mensaje el día de su muerte?
Intenté responder, pero el abogado me detuvo.
—No lo sabemos, debe ser una coincidencia.
—¡No puede ser una coincidencia que Ofelia haya intentado mandarle un mensaje a su cliente!
Sin poder contenerme más, levanté mi vista en dirección al detective. Necesitaba respuestas, ¿por qué ella tenía mi número telefónico?
—¿Qué intentó decirme? —pregunté— ¿Ofelia intentó mandarme un mensaje?
Mi abogado volteó hacia mi decepcionado, con una mueca furiosa que a penas podía manejar. El detective apoyó una caja de cartón en la mesa de interrogatorios y, de su interior, sacó una bolsa con un teléfono celular. Se puso guantes de látex, encendió el dispositivo y entró a la aplicación de mensajería.
Había un mensaje no enviado, escrito hace casi dos semanas atrás, con mi número de teléfono como destinatario.
"Gracias por llevarme de regreso a mi hogar, Oliver".
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