Agua negra
Corría el 2016 cuando decidí tomar la decisión más importante de mi vida, al menos hasta ese momento. Contra mi voluntad (en parte) abandoné mi tierra natal y, con el sueño de hallar un mejor trabajo, viajé al interior de Buenos Aires. Casi por accidente, llegué a un pueblo pintoresco llamado Azul y, desanimada por los malos comentarios sobre la capital, decidí hospedarme por un tiempo en una casa pequeña cerca del centro de la ciudad.
Los viajeros con los que pude hablar (porteños, por lo general), no dejaban de quejarse de la inseguridad y el ruido de la capital mientras, anonadados, disfrutaban de la silenciosa paz en los parajes provincianos o ciudades del interior. A decir verdad, yo también tenía mis propias dudas, después de todo, sintonizar un noticiero nacional era sinónimo de enterarse de los numerosos crímenes que ocurrían en el corazón de la provincia.
Si bien, al menos al principio, mi objetivo era descansar en la ciudad, no pude evitar enamorarme de la tranquilidad del lugar. No obstante, también debo admitir que los numerosos sitios de culto (en especial, la catedral "Nuestra señora del rosario") terminaron por decantar mi decisión. Mi familia siempre fue muy religiosa, tener una iglesia cerca era, tal vez, el requisito que más me importaba en ese momento. Era un nexo con Dios y, sobre todo, con las personas que habitaban allí.
Me hacía ilusión asistir a las misas de los domingos en el gran templo que se alzaba en el centro de la ciudad, aquel que lucía un elegante reloj en su piso más alto y numerosas columnas que terminaban en diminutas cruces. El cura de la parroquia, tan simpático como un guía turístico, se emocionó en cuanto le confesé que el final de mi viaje había llegado y, con prontitud, me recomendó varios hospedajes (cuyos dueños, según él, eran amigos suyos) donde podría asentarme hasta conseguir un empleo formal.
No obstante, yo ya tenía mis ojos puestos en una casa cerca de los límites de la ciudad, en un barrio silencioso y pintoresco: un dúplex que, en teoría, estaba en alquiler.
Supuse que la tarifa de ese lugar debía ser muy elevada y, por lo visto, no me equivoqué, pues el cura alegó que, mientras estuviera desempleada, no era un buen lugar para comenzar. Sin embargo, mis ahorros no opinaban lo mismo. Además, mi hermana planeaba seguir mis pasos, abandonar la provincia y venir conmigo a Buenos Aires.
En general, era una decisión segura, o eso parecía.
—Mirá, no te recomiendo ese sitio—insistió el cura—, hay otros mejores, si tienes recursos.
Me resultó extraño que se opusiera a mi decisión, sin embargo, me intrigaba saber sus motivos. Por alguna razón, se los guardaba para sí mismo.
—Esa casa está en un punto bastante cómodo, mi hermana vendrá pronto y, ya sabe, es un dúplex, hay espacio de sobra.
—Bueno, lo entiendo—masculló, con una sonrisa que aparentaba calma—- Aun así, yo lo... consideraría.
—Es una decisión casi tomada, pero...
—No se preocupe, es que los viejos inquilinos de ese lugar... Ya sabe, eran amigos nuestros—alegó, era obvio que se estaba reservando la información—. Allí vivían los Martínez, un matrimonio encantador, eran almas gemelas, se conocían desde pequeños.
—¿Qué les pasó? —inquirí.
Sin embargo, tan pronto como pronuncié aquella pregunta, el semblante del cura decayó, bajó su mirada con lástima y masculló algo incomprensible. No obstante, tan pronto se percató de mi confusión, echó unas risas y sonrió para disimular aquel extraño episodio.
Pensaba demasiado sus palabras, lo podía notar, en otras charlas me percaté de que hacía numerosas pausas entre frases, se detenía para observar el suelo y esbozaba muecas mientras miraba hacia la nada.
—Yamila, así se llamaba ella, trabajaba en una de las agencias de turismo. Un día salió y no volvió a su casa, supongo que podrás comprenderlo.
—No entiendo las indirectas, será mejor que sea sincero, padre—rebatí, pues me resultaba extraña su respuesta.
Sus palabras parecían ser evasivas, como si, en realidad, quisiera decirme otra cosa. No obstante, él sonrió y guardó silencio por un breve instante. Se trataba de un hombre joven, a lo sumo tendría treinta años, sin embargo, su semblante era el de un anciano, encorvado, cansado y débil. Al mismo tiempo, su comportamiento se asemejaba al de un niño asustado, uno al que le han ordenado que mantenga su boca cerrada.
Su actitud evasiva lo llevó a responder con un sinsentido y divagar sobre temas que no venían al caso. Ese hombre, pensé en ese momento, quizá estaba por volverse loco.
No obstante, la actitud sospechosa del cura me asustó en esa ocasión, llegué a creer que la casa podía estar embrujada, sin embargo, no renunciaría a un dúplex con esas características solo por un rumor y un cura asustado.
Decidí llamar a la empresa inmobiliaria, conseguí una cita con un agente y, con amabilidad, me mostró cada rincón de la casa. También me comentó sobre lo ocurrido a los anteriores dueños pues, según sus propias palabras, las personas más supersticiosas se inventaban leyendas sin sentido.
Yamila y Ángel Martínez eran los antiguos inquilinos de ese lugar, una pareja muy conocida por los religiosos por su particular historia de amor. No obstante, un día ella desapareció y, ofendido por la incompetencia de la policía, su marido decidió partir a la Capital Federal para comenzar una nueva vida.
La casa estaba abandonada desde entonces, pero, más que los rumores, no había nada extraño en ella. El recorrido me dejó conforme, la casa era espaciosa, con varias habitaciones y, además, por su ubicación estaba cerca de todo lo que necesitaba. Tenía una sola desventaja, no estaba conectada al agua de red. El agua de red no llegaba a los límites de la ciudad y, por lo tanto, el agua que subía por el tanque no era apta para consumo humano. No obstante, aquello se podía solucionar con un filtro para metales pesados, nada del otro mundo.
Aquella noche llamé a mi hermana, quien me aseguró que vendría con su novio a hasta que tuviera los ingresos suficientes para viajar a la capital. Su pareja era el hijo de unos viejos amigos de la familia, un muchacho que, al menos yo, conocía desde su nacimiento. Era simpático, no me molestaba compartir mi espacio con él, siempre y cuando fuera temporal.
El tiempo pasó, conseguí trabajo en un hospital en el centro de Azul y mi hermana llegó con su pareja para ocupar las habitaciones que sobraban en la casa. Como estaba encaprichada en recuperar todo el dinero que gasté durante el viaje, decidí tomar guardias y hacer horas extra hasta cumplir mi meta.
En ese tiempo, solo regresé a mi casa para dormir o buscar un atuendo elegante antes de acudir a la misa de los domingos. Dejé de hablar con mi hermana por el trabajo y, a la semana, me sorprendí al enterarme de que ella rompió con su novio. La causa de su ruptura, hasta el día de hoy, las desconozco.
Con un ingreso menos, terminé afrontando la mayoría de los gastos, pues mi sueldo era el mejor en la casa, sin embargo, todo eso fue a costa de mi propia salud.
En mi afán por mantener las finanzas estables, comencé a desarrollar una extraña enfermedad. Lo podía notar, mis manos temblaban, mi cabeza me dolía, tenía sueño todo el tiempo y mis pensamientos se sentían lentos, pero no me detuve hasta que, una tarde, me desmayé en la sala de enfermeras durante un descanso.
Los médicos me internaron de inmediato, pero me dejaron salir esa misma noche. Dijeron que se trataba del síndrome de burnout o "del trabajador quemado", por lo cual me recetaron una semana de descanso y un control más realista sobre mis horas de guardia en el hospital. Fue entonces cuando, obligada a volver, noté que algo muy extraño estaba ocurriendo en mi casa.
No fue hasta la tarde siguiente (pues dormí más de doce horas) que me percaté de que, por alguna razón, todo el lugar estaba impregnado con un insoportable hedor a putrefacción. Pensando lo peor, me levanté enseguida y corrí hacia la sala, de donde aquel olor provenía. Encontré a mi hermana, con un balde lleno de agua negra y un tarro con lavandina y perfume en su mano derecha.
Algo muy raro había ocurrido.
—¿Qué es este maldito olor? —inquirí, mientras me tapaba la nariz para no sentir aquel hedor.
Ella esbozó una sonrisa castigadora y, como si disfrutara de mi reacción, profirió una risotada justo antes de tirar un chorro de lavandina en el balde de agua.
—De acá—respondió con normalidad, mientras mezclaba ambos líquidos.
—¡¿Qué mierda estás haciendo?! ¡¡De dónde sacaste esto!!
—¿Qué te pasa, loca? —Me enfrentó—¿Qué carajo te pasa? No estás nunca en casa y de pronto te venís a hacer la...
—Yo pago casi toda la maldita factura—le respondí, harta de su insolencia y su increíble capacidad para responder a todo.
Amelia, en ocasiones, podía ser demasiado atrevida.
—Casi, vos lo dijiste, casi. Yo también pongo guita, no me vengas a echar en cara estas boludeces.
Estaba cansada, aún con las doce horas de sueño sentía un gran pesar en mi cuerpo. No quería pelear, mucho menos con ella.
—¿Por qué? —pregunté, mientras me frotaba la frente.
—¿El agua decís? —inquirió con una sonrisa—Siempre fue así, pensé que lo sabías.
Tan pronto como la escuché decir eso, maldije de todas las formas posibles al agente inmobiliario que me entretuvo durante muchas horas con las lujosas habitaciones del dúplex, pero, por "casualidad", olvidó mostrarme el agua.
—Esto está horrible—mascullé—, eso... ¡Tirá esa mierda! ¡¿Qué pensabas hacer con eso?!
—Trapear, la mucama de la casa soy yo, licenciada—se burló.
Aunque Amelia era insoportable cuando discutía, el resto del tiempo era una persona amable y gentil, o eso intentaba pensar siempre que discutíamos. A decir verdad, la quería mucho, por eso acepté vivir con ella, de hecho, yo misma la invité. Pero estos instantes de pelea me hacían, por un momento, reconsiderarlo todo.
—No lo hagás, mirá que el suelo se nos llenará de esa bosta... ¿desde cuándo hacés esto?
—Desde nunca—respondió—, suelo trapear con agua que pido prestada al vecino. Ya sabés, le miento con que la bomba no funca y, bueno, se la cree. Peeero hoy no tenía ganas, así que decidí ver si podía... quitarle la peste con un poco de lavandina y Blem.
—¡Mierda! Debe haber una jodida paloma muerta en ese tanque—supuse.
—Quizá el pozo no es tan profundo y el agua se contaminó con los pozos ciegos—argumentó mi hermana—. No sería la primera vez que nos pasa.
Ella tenía razón, durante nuestros años viviendo en Rosario, nos enfermamos más de una vez a causa de la contaminación del agua. Las posibilidades eran limitadas, pero todas se solucionaban de una simple forma: llamando a un fontanero. Para colmo de males, nuestra casa era de las pocas que no estaba conectada a la red de distribución del agua.
Decidimos acudir al cura de la catedral y él, sin perder mucho tiempo, llamó a un hombre que, en teoría, era el profesional al que recurría cada vez que alguien tapaba los baños de la parroquia. Si bien al principio se mostró reacio ante la idea de venir (quizá por lo que se decía de nuestra casa), no tardó en cambiar de opinión en cuanto hablamos de dinero. No era millonaria, pero podía pagarle bien para que no se quejara.
Durante el viaje de regreso, Jonás (el fontanero) nos habló sobre las extrañas supersticiones alrededor de la casa. Se decía que, así como Ángel Martínez perdió al amor de su vida, toda persona que se adentrara en el dúplex sufriría su mismo destino. Eso, acompañado por su vieja arquitectura, facilitaba que la gente se inventara relatos que no tenían ningún sentido.
—Pero son historias de viejas locas—respondió entre carcajadas—, ¿o ustedes han visto algo extraño?
Ambas negamos de forma rotunda, lo último que deseábamos era alimentar su miedo. No obstante, al poco tiempo preguntó acerca de nuestro problema, pues, por lo visto, él pensó que teníamos dificultades con las cañerías.
—Parece que se murió una paloma en el tanque o algo—alegué.
—Esos pájaros, ¡no tengo idea de cómo lo hacen!, pero, por lo visto, es común que esto pase.
No quisimos profundizar mucho más en el asunto, pues ya era demasiado incómodo, no era necesario dar más detalles.
A los pocos minutos llegamos a nuestra casa, le indicamos al fontanero el problema y la localización del tanque. No obstante, él deseaba ver el agua para poder hacerse una idea de lo que ocurría. Aunque yo accedí de inmediato, mi hermana se negó de forma rotunda. Confundida, le pedí a Jonás que nos diera un momento, pues su reiterada oposición terminaría, tarde o temprano, obstaculizando su trabajo.
—Vos ni siquiera venís a bañarte—encaró—, no tienes idea, ¿verdad?
Estaba confundida y sus palabras, lejos de aclarar la situación, no hacían más que desorientarme. Cansada, la llevé hasta el baño y decidí girar la perilla del lavabo. Sorprendida, retrocedí con asco al ver el color del agua que bajaba desde nuestro tanque. Era de un tono negruzco, casi grisáceo, no se parecía a nada que hubiera visto antes.
Me sorprendió no haberme percatado de aquellos detalles, sin embargo, mi hermana tenía razón en una cosa: yo solo pisaba esa casa para dormir y cambiarme de ropa. Era lógico, el hospital en el que trabajaba me facilitaba todo lo que pudiera necesitar con tal de que cumpliera mis horas de guardia, desde comida hasta un vestidor con duchas elegantes.
De hecho, incluso era parte del protocolo de higiene en el hospital: ningún empleado debía salir sin haberse higienizado y cambiado de ropa.
En ese momento, no sabía si enojarme conmigo misma por mi falta de perspicacia o si, en realidad, debía desquitarme con mi hermana por no avisarme en cuanto supo lo que pasaba.
—¡Es que cuando llegamos no estaba así! —se excusó—¡Lo juro, en serio! Tenía un sabor raro..., pero no era de ese color. Creí que el agua era pesada, ya sabes, como en casa.
El fontanero nos interrumpió de pronto, pues, gracias a su curiosidad, se pudo percatar de las extrañas características del agua. Él intentó tranquilizarnos, alegando que tranquilamente se nos podía haber contaminado el pozo con aguas servidas, lo cual solía pasar.
Con nuestro permiso, él decidió subir a revisar el tanque de suministro, más que nada para asegurarse de que no hubiera ningún animal muerto en su interior, la cual era otra de las posibilidades.
Indignada (por alguna razón que desconozco), mi hermana abandonó la casa y me pidió que la llamara cuando el fontanero terminara con su trabajo. Yo decidí esperar, sin embargo, aquel hombre comenzó a tardarse demasiado. Al principio se oían ruidos en el techo, era evidente que estaba trabajando, pero, al cabo de unos minutos, la casa completa se sumió en un eterno silencio.
Decidí asomarme en dirección al patio delantero, donde Jonás había puesto su escalera, para preguntarle si había ocurrido algo, sin embargo, tan pronto como abrí la puerta, me topé con un patrullero, dos policías y el fontanero que, aterrorizado, me señaló como quien ha visto un monstruo.
—¡Es ella! —gritó—¡Ella lo hizo!
Los oficiales se miraron entre ellos y, confundidos, intentaron razonar con el hombre. No obstante, uno de los uniformados se acercó a mí y me pidió, con amabilidad, que lo esperara dentro de la patrulla, pues necesitaba hablar conmigo. Por supuesto, me negué, al menos hasta que los indiscretos vecinos salieron de sus casas para ver lo que ocurría.
—¡Ella mató a alguien! —sentenció con un alarido desesperado.
El oficial que intentaba tranquilizarlo no tuvo otra opción que llevárselo en el patrullero, mientras que yo, confundida, esperaba a que llegaran los refuerzos. Algo había ocurrido, pero, por lo visto, ni siquiera el policía que se había quedado conmigo parecía tomarlo en serio. Se lo veía muy tranquilo, quizá ya estaba acostumbrado a situaciones como esa.
—¿Qué pasó? —le pregunté—Hace un rato... Él actuaba normal, no lo entiendo—le intenté explicar—. Solo le pedí que arreglara el tanque o lo que sea que estuviera fallando.
—Quédese tranquila, sabemos quién es usted—me respondió ese hombre—, apenas lleva un mes por aquí. No puede ser responsable de lo que ese tipo encontró ahí arriba.
Confundida, intenté preguntarle si podía responder a mi más grande duda, sin embargo, él insistía en que primero debía esperar al equipo forense y que, si aún tenía curiosidad, podía ver por mí misma lo que había dentro del tanque de agua.
Espantada ante las posibilidades, me preocupé por mi hermana, recordé todo el tiempo que estuvo expuesta al agua negra y, por su comodidad, había permanecido callada. Intenté llamarla para advertirle de lo ocurrido, sin embargo, no respondía al teléfono. Pensé en ir a buscarla, pero el oficial fue muy tajante con su respuesta en cuanto intenté abandonar el lugar.
—Aunque no sospechemos de usted, debe quedarse conmigo para ser interrogada—sentenció—. ¿Dice que su hermana salió? Puedo buscarla por usted, le voy a pedir que nos facilite su número telefónico y una foto suya—agregó—. La ciudad es pequeña, no pudo ir muy lejos, intentaremos contactarla primero, es lo más simple.
Tan pronto como le di todos los datos, una caravana policial se hizo presente en mi casa y, con pulcra organización, cercaron un perímetro y echaron a todos los vecinos que se acercaron para observar.
Un fotógrafo llegó junto con los forenses y, tan pronto como terminó de registrar la casa completa, decidió subir al techo para tomar fotos del tanque de agua.
Las horas pasaron y una ambulancia llegó, dos camilleros bajaron y se acercaron a la escalera para transportar, desde el techo de la casa, los húmedos restos de un cadáver que estuvo escondido dentro del tanque de agua.
Mi hermana apareció el mismo día, estaba comiendo en un café cercano y no se había percatado de mis llamadas. Ambas fuimos interrogadas, pero nos dejaron ir en cuanto dieron con la identidad de la mujer ahogada, como decidieron llamarle en los medios de comunicación.
Esa misma tarde rompimos el contrato y tomamos la decisión de viajar a Buenos Aires, donde alquilamos un departamento en una de las ciudades del área metropolitana, muy lejos de la "paz" tan propia de los pueblos.
Desde aquel día, ninguna de las dos volvió a probar agua extraída de un pozo.
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