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CAPÍTULO 34: Hermanos

Ervin fue el primero en despertar. El sol apenas comenzaba a colarse entre la tela de las cortinas que cubrían las ventanas y aprovechando que Brida seguía durmiendo, se tomó unos instantes para contemplarla. Seguía desnuda y las mantas la cubrían tan solo hasta la cintura.

Salió de la cama intentando hacer el menor ruido posible, pero los murmullos de la muchacha a su espalda le demostraron que sus esfuerzos habían sido insuficientes. Se sentó de nuevo en el cómodo colchón. No llegó a tumbarse, solo se inclinó lo justo para quedar cerca de la joven y que así pudiera oírle.

—Es temprano, vuelve a dormirte —susurró el hombre al ver que Brida comenzaba a despertar—. Yo he quedado con mi hermano para entrenar, pero tú puedes quedarte aquí si lo deseas. Vendré en cuanto termine y desayunamos juntos. ¿Te parece bien?

Brida, quien permanecía en el limbo entre el mundo de los sueños y la realidad, apenas fue capaz de responder. Un inentendible murmullo y un leve asentimiento de cabeza fueron todo cuanto Ervin obtuvo a modo de respuesta. Después de aquello la joven volvió a quedarse dormida y el príncipe pudo acabar de incorporarse. A tientas, iluminado solo por la escasa luz que lograba penetrar desde el exterior a través de las ventanas, se dirigió a su armario a por sus ropas de entrenar.

Hacía años que había rechazado los servicios de los sirvientes que le había ofrecido su hermano. El realizar por si mismo sus tareas cotidianas era una de las pocas cosas que le hacían recordar que no era más que una simple persona. No deseaba que le vistieran ni que le asearan cuando podía valerse perfectamente él solo, y únicamente aceptaba que le preparasen la comida porque sabía que de intentarlo él, acabaría provocando algún destrozo en la cocina.

A diferencia de Juler, a quien le encantaba hacer gala de todo el poder que ostentaba, a Ervin no le agradaba sentirse superior a los demás. No negaba que le eran útiles las comodidades proporcionadas por el dinero y era perfectamente consciente de que le costaría renunciar a ellas, pero entre aquello y tener a un séquito de personas a sus órdenes dispuestas a hacer todo cuanto les pidiera, había todo un abanico de puntos intermedios.

Antes de salir de su alcoba tomó la espada que guardaba junto a su cama. Su padre, el difunto rey Francis, les había inculcado a todos sus hijos aquella costumbre para que tuvieran cómo defenderse en caso de que alguien intentara acabar con sus vidas en plena noche, aprovechando su momento de máxima vulnerabilidad. Del mismo modo que había hecho él con sus enemigos.

Aunque de poco le sirvió aquello a Eradwin, el segundo de los hermanos, pues la prostituta acabó con su vida antes de que él pudiera siquiera intentar agarrar su arma.

Ervin a penas se topó con un par de guardias por los pasillos. Tras la gran fiesta de la noche anterior los invitados deberían estar descansando, esperando a que sus cuerpos se recuperasen de los efectos del alcohol. Y los soldados que habitualmente montaban guardia por aquella zona de palacio estarían demasiado ocupados controlando a todos aquellos que se hubieran excedido hasta el punto de no ser capaces de hallar por sí solos el camino de vuelta a sus hogares.

A los sirvientes y a los esclavos les esperaba una jornada de duro trabajo limpiando los estropicios del día anterior.

Al girar en una de las esquinas de los zigzagueantes pasillos el príncipe se topó con un muchacho que iba acompañado de dos jóvenes que le tomaban cada una de un brazo. Él apenas lograba sostenerse en pie, y no era necesario ser muy avispado para saber cuál era el oficio de sus dos acompañantes.

El príncipe sonrió. De no haber conocido a Brida él se hallaría en el mismo estado deplorable que aquel hombre. Dejó de lado aquellos pensamientos al llegar al patio de entrenamiento en el que Juler ya aguardaba.

El sudor perlaba la frente del monarca, señal de que llevaba un buen rato entrenando. Había dado orden a su escolta privada de que se retirase pues en aquel patio en el que solo unos pocos tenían acceso se sabía seguro, y mientras esperaba la llegada de su hermano, se había dedicado a practicar algunos movimientos con su pesada espada.

La misma con la que le había arrebatado la vida al rey Jorge.

—No estaba seguro de si vendrías —saludó el rey al percatarse de que su hermano le observaba desde un rincón del patio de armas—. Se te veía muy animado ayer con aquella doncella y sus amigos. Pensaba que seguirías en tu cama maldiciendo el efecto del alcohol. Imagino que tuviste que beber mucho para poder soportar aquello.

—No tendrás tanta suerte —replicó Ervin mientras se colocaba frente a Juler y desenfundaba su arma—. Creo que ayer bebiste más tú que yo, hermano. Ya ves que estoy en plenas facultades y no voy a darte tregua solo por el hecho de que seas el rey.

Ervin lanzó una estocada tras pronunciar aquellas palabras. Era un gesto previsible con el que solo buscaba tantear el terreno para ver cuán desgastado estaba el monarca tras su entrenamiento previo. A Juler no le fue difícil detener el golpe.

El rey no parecía en absoluto cansado. A diferencia de su hermano, estaba acostumbrado a arduas batallas que se extendían durante horas y largas jornadas de viaje, por lo que había desarrollado una resistencia envidiable.

A partir de entonces y tal como Ervin había prometido, no hubo tregua alguna entre los dos hombres. Juler era un excelente espadachín, pero Ervin era un digno contrincante. La adrenalina no tardó en hacerse dueña de sus cuerpos y sus movimientos y ambos se dejaron embriagar por el fragor de la lucha.

Y aunque estaban solos, si hubiera habido allí alguien observándoles, este enseguida se hubiera dado cuenta de que aquel espectáculo era una auténtica obra de arte. A pesar de la fuerza de sus embistes, ambos contrincantes se movían con gran elegancia pareciendo aquello más una danza de espadas que un duelo.

Evin fue el primero en cometer un error, ganándose un fuerte golpe con la empuñadura de la espada de su hermano en su costado derecho, a la altura de sus costillas.

Juler se detuvo al ver que el príncipe tenía ciertas dificultades para respirar.

—¿Estás distraído pensando en aquella muchacha? —preguntó el monarca, enfundando su espada. Ervin seguía doblado sobre sí mismo, esforzándose por olvidar el dolor y reprendiéndose por su despiste— Ya sabes que uno debe dejar a un lado todos los pensamientos cuando se está batallando, hermanito. Brianna es sin duda una joven hermosa, pero no merece la pena recibir un golpe como este por ella. No hay duda de que te he dado fuerte.

—No metas a Brianna en esto —gruñó Ervin con  dificultad. Su hermano había vuelto a vencerle en el duelo, como siempre, y lo último que le apetecía era mantener con él una conversación que involucrase a la doncella—. Ha sido un error mío. Ella no tiene nada que ver.

A Juler se le escapó una desagradable carcajada.

—¿Estás seguro de ello? Estuviste toda la noche riendo sus gracias y aguantando a sus amigos. Te humillaste lo suficiente como para permanecer rodeado de todas esas personas indignas de la compañía de un miembro de la realeza. Todo para conquistar a esa doncella, y lo entiendo. Yo mismo he intentado acercarme a esa muchacha y reconozco que es complicada. No se deja encandilar con cualquier cosa. Por eso no te reprendí cuando te vi mezclado con ellos, pues en el fondo sentía curiosidad por ver qué conseguías con tu estrategia. Lamento que todo aquello no te sirviera para acostarte con Brianna. Aunque es comprensible, si me rechazó a mí era evidente que iba a hacer lo mismo contigo. ¿Por qué iba a preferirte a ti?

Ervin, quien todavía no había soltado su espada, apretó con fuerza su empuñadura intentando con aquel gesto mantener el control. Sabía que de lo único que le serviría perder los papeles ante su hermano era para llevarse un nuevo golpe, y no quería que en un arrebato se le escapara el secreto que Brida le había desvelado aquella misma noche.

Ella había confiado en él, y él no estaba dispuesto a traicionarla.

—Dejé mi juego con ella por respeto a ti, hermano —continuó Juler—. Sabía que tú estabas interesado y por eso me aparté. Pero en vista de su rechazo, voy a retomar mi conquista. Estoy convencido de que sigue siendo virgen y quiero ser yo quien la desvirgue. Estoy cansado ya de sus juegos de niña inocente. Si no está dispuesta a entregarme ella misma su virtud, la tomaré por la fuerza.

Ervin fue incapaz de seguirse conteniendo tras oír aquellas palabras. Había aprendido a vivir bajo la sombra de su hermano. Se había acabado resignando a que Juler le arrebatase todo cuanto le importaba, pero Brida le había devuelto aquella ilusión que creía perdida. Y no estaba dispuesto a volverla a perder.

No podía permitir que el monarca destrozara lo único bueno que quedaba en su vida.

Las últimas palabras del rey habían acabado con los muros de contención que Ervin había construido en su interior. En apenas unos segundos estos se resquebrajaron y se vinieron abajo, liberando el odio y el rencor acumulados a lo largo de todos aquellos años. Y estos sentimientos nublaron el juicio del príncipe.

Fue un simple movimiento el que acabó con todo.

En tan solo unos instantes, el mundo tal y como hasta entonces lo conocían se desvaneció.

Ervin agarró con más fuerza la espada de la que no se había desprendido en todo aquel rato y aprovechando la cercanía de su hermano, atravesó su cuerpo con el afilado acero. Cuando Juler fue capaz de entender aquello que estaba sucediendo ya era demasiado tarde.

El monarca apenas tuvo tiempo de llevarse la mano al cinto del que pendía su espada antes de soltar su último aliento.

El príncipe le había clavado el arma por la espada a la altura del corazón y Juler nada había podido hacer para impedirlo.

El rey estaba muerto.

Poco a poco el odio que había tomado el control del joven se fue disipando y cuando Ervin vio su obra se echó a llorar. Retiró la espada del interior del inerte cuerpo de su hermano y tras dejarla caer, se agachó junto al cadáver y lo acunó entre sus brazos en un vano intento para redimirse de sus pecados.

Ervin sabía que una gran parte del pueblo se sentiría aliviado ante la noticia de la muerte del monarca. No dejaba de repetirse una y otra vez que con aquello había salvado la vida de Brida, así como la suya propia. Estaba convencido de que todo sería mejor a partir de entonces y aun así no podía evitar estar arrepentido.

Al fin y al cabo, Juler era su hermano.

Y aunque le odiaba por todo lo que le había hecho y por todo aquello que su figura representaba, la parte de él que todavía le quería se lamentaba por haberle matado.

Debería cargar con el peso de su muerte hasta el último de sus días.

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