
CAPÍTULO 20: Copera de la reina
En un rincón de la ostentosa sala, junto a la que era su institutriz y un par de doncellas más que habían sido designadas para otras tareas, Brida sostenía entre sus manos la jarra de arcilla rebosante de vino.
La bebida desprendía un aroma afrutado que embotaba los sentidos de la joven, quien se mantenía con la cabeza gacha intentando escuchar las entrecruzadas conversaciones por si alguna podía llegar a serle de utilidad.
Cuando la reina pronunciaba su nombre, la doncella se acercaba a ella y rellenaba su copa vacía. Aquellos breves instantes eran los únicos que tenía para escrutar la estancia son sus propios ojos.
Llevaban allí cerca de una hora a lo largo de la cual la amplia mesa había estado siempre repleta de comida. Entre lo que le habían contado y aquello que había podido oír, a Brida no le quedó ninguna duda de que aquel festín no era algo habitual. Parecía que aquellos invitados eran personas importantes y se había organizado aquel banquete en su honor.
¿Quiénes serán? ¿Qué es lo que querrá obtener Juler de ellos?
Las preguntas se amontonaban en la mente de Brida, pero por mucho que se esforzaba en mantenerse atenta a todo cuanto sucedía a su alrededor, no conseguía darles respuesta.
La reina volvió a llamarla. Brida no se hizo de rogar y acudió enseguida, cumpliendo con la que era su obligación.
En aquella ocasión Jimena le pidió que aguardara a su lado hasta que acabara de apurar su copa para que así se la volviera a rellenar antes de retirarse. Aquello le dio a la muchacha la oportunidad de escrutar mejor a su alrededor.
Los ropajes de los invitados en nada se parecían a los que ella estaba acostumbrada a ver. Tanto los tres hombres como las cinco mujeres vestían telas aterciopeladas de estridentes colores, entre los que destacaban los fucsias y los morados. Por la cercanía que mostraban entre ellos, parecía que les unía un vínculo familiar. Aunque dada la cantidad ingente de alcohol que todos ellos habían consumido, muy bien podría ser que dicha cercanía no fuera más que un efecto de la bebida.
La chica más joven se había sentado junto al príncipe Ervin, el hermano menor de Juler, e intentaba ganarse su atención a base de palabras dulces y coquetos movimientos. Sin embargo, el muchacho no parecía muy interesado.
Brida rellenó de nuevo la copa de la reina en cuanto esta acabó de nuevo con su contenido, y después de aquello se retiró volviendo a ocupar de nuevo su puesto.
A la joven no se le escapó la mirada que le dedicó el rey.
No tenía pruebas de ello, pero su intuición le decía que había sido él quien había escogido el vestido que le habían hecho llevar en aquella ocasión. Ajustado a su cuerpo y con un gran escote, aquella prenda podía ser muy elegante pero no resultaba nada cómoda. Dificultaba sus movimientos, y en más de una ocasión la joven había temido que se le saliera un pecho al agacharse para servirle el vino a la reina.
La reunión no se extendió mucho más. La conversación se fue apagando pasados otros veinte minutos, y aunque los comensales permanecieron en la sala, a las doncellas se les dio permiso para retirarse pues ya no precisaban sus servicios.
Serían los esclavos quienes se encargaran de recoger y limpiar cuando la sala quedara vacía.
Brida se retiró siguiendo los pasos de Dharlyn, y antes de salir del salón se permitió dedicarle a este una última mirada.
Sonrió al ver que la joven muchacha permanecía sentada en el mismo sitio, pero Ervin ya no estaba a su lado. Hacía varios minutos que el príncipe se había retirado a su alcoba.
—Hace tiempo que el rey intenta encontrarle a su hermano una buena esposa —le comentó Dharlyn al salir del gran salón—, pero parece que el príncipe no está muy por la labor. Hubo un tiempo en el que por la corte corrió el rumor de que Ervin estaba más interesado en los hombres que en las mujeres, pero pronto se desmintió. Más de una vez ha contratado el muchacho el servicio de las jóvenes de los burdeles.
A Brida le costó ocultar el asombro, pues no se esperaba que Dharlyn estuviera al corriente de las habladurías. Y menos aún que quisiera compartirlas con ella. A simple vista parecía una mujer severa que no se inmiscuía en los cotilleos de la corte, pero resultaba evidente que en aquella ocasión su percepción le había engañado.
A la institutriz no se le pasó por alto aquel detalle. Apenas conocía a Brida, pero comenzaba a caerle bien. Era discreta y trabajadora, pero al mismo tiempo era muy observadora. En cierto modo le recordaba a cómo era ella cuando llegó a la corte.
Sonrió, y tas darle las buenas noches se dispuso a ir a su alcoba. Brida hizo su lo propio.
La doncella se tumbó en la cama nada más llegar, sin molestarse siquiera en quitarse el vestido. Debía aprovechar que los recuerdos todavía estaban vívidos en su memoria para rememorarlos e intentar percibir en ellos detalles que se le hubieran podido pasar por alto.
El rostro de Ervin enseguida cruzó su mente.
Debía reconocer que jamás hubiera llegado a imaginarse que el príncipe tendría ese aspecto, pues en nada se parecía a su hermano el rey. Mientras que Juler era un hombre atractivo, más con el aura de poder y misterio que le envolvía, Ervin pasaba muy desapercibido. Tenía el pelo largo y lacio, de color marrón apagado a juego con sus ojos, demasiado pequeños para su rostro. Unos dientes ligeramente amarillos decoraban su sonrisa enmarcada por unos finos labios de color rosado, y una fea cicatriz cruzaba su mentón partiendo por la mitad su escasa barba.
Podían usarse muchos adjetivos para describir al príncipe, pero bello no era uno de ellos.
Unos golpes en la puerta la alejaron de sus cavilaciones, y dejándose llevar por la curiosidad Brida se incorporó y acudió a la llamada.
—¿Majestad? —preguntó al ver quién estaba tras la puerta de sus aposentos. Su voz fue apenas un susurro, y aunque sabía que debería apartar la mirada en señal de respeto, era tal su asombro que no fue capaz de ello.
—Sé que no debería estar aquí —comenzó el monarca, tomándose la libertad de entrar y cerrar la puerta tras de sí. Brida reculó asustada—, pero no he podido evitar fijarme en ti esta noche. Eres hermosa Brianna. Una joven de actitud inocente atrapada en el bello cuerpo de una mujer.
La mirada de Juler se posó en los pechos de Brida; no se tomó siquiera la molestia de disimular. El monarca sabía que era él quien tenía el poder, y que solo necesitaba dar una orden para obtener aquello que quisiera.
Y aunque una parte de él no paraba de repetirle que estaba en todo su derecho de poseer a aquella doncella allí mismo, su ego no le permitía hacerlo. No deseaba forzarla. Quería que fuera ella misma quien se le ofreciera.
Como la mayor parte de los matrimonios de la realeza, el de Juler y Jimena había sido concertado por sus padres. No se desposaron por amor, sino que lo hicieron por mero interés económico y estratégico. Ella era la hija de un rico terrateniente y la corona precisaba fondos con los que subvencionar las numerosas reformas del castillo. Y aunque siempre mantuvieron una relación de cordialidad y respeto, Jimena y Juler jamás llegaron a amarse. Por ello, aunque reconocía el atractivo de su esposa y no le importaba el tener que yacer con ella para asegurar la perpetuidad de su estirpe dándole al reino vástagos herederos, eran numerosas las veces en las que Juler había contado con la compañía de otras mujeres.
Jimena estaba al corriente y no le importaba, pues sabía que esos encuentros no iban más allá de lo carnal y que por lo tanto su posición como consorte del rey estaba asegurada.
Juler jamás había amado a una mujer.
—He venido únicamente a hacerte entrega de un presente —habló finalmente el rey tras lograr refrenar sus instintos más básicos. Aquellos que le pedían que asaltara a la muchacha que tenía enfrente y no tuviera piedad—, para agradecerte que acudieras tan rápido a la corte. Y porque tanto mi esposa como yo estamos contentos con tus servicios. No llevas aquí más que un par de días, pero son todo palabras buenas las que han llegado a nuestros oídos.
Juler le tendió a la muchacha, quien al ver que el monarca no tenía intención de herirla había logrado calmarse, un pequeño paquete envuelto en fieltro rojo.
Esta ocultaba una preciosa pinza para el pelo de oro labrado y con un pequeño rubí en la parte superior.
—No puedo aceptarlo, majestad —sentenció Brida al ver cuál era el regalo—, es demasiado. Solo estoy haciendo mi trabajo y cumpliendo con mis obligaciones. El rey ya ha tenido conmigo un gran detalle conmigo al regalarme este vestido.
—¿Cómo sabes que he sido yo quien lo ha escogido para ti? —preguntó Juler, claramente sorprendido. No se esperaba que aquella tierna e inocente muchacha pudiera llegar a descubrirle. A aquellas edades eran pocas las jóvenes que se dedicaban a contemplar a su alrededor y reflexionar. Normalmente se limitaban a aceptar todos los presentes que recibían sin molestarse en cuestionarse quién se los había dado.
—No lo sabía —se sinceró Brida—¸ únicamente lo sospechaba. Pero ahora ya estoy convencida de que no me equivocaba.
El monarca sonrió, y aquel gesto le hizo sentirse mejor consigo mismo. Sus obligaciones apenas le dejaban tiempo para ser feliz, y no era capaz de recordar cuál era la última vez que se había podido permitir trazar en su rostro una sincera sonrisa.
—Insisto en que te quedes con la pinza para el pelo —comentó Juler al fin. Y sorprendiéndose incluso a sí mismo, añadió: —Por favor, preferiría que no me obligaras a ordenártelo. No me gustaría tener que usar mi posición de poder contigo.
Brida tomó la pinza de entre las manos del rey y recogió con ella su largo pelo, haciéndole saber al monarca con aquel gesto que aceptaba su regalo.
—Buenas noches, majestad —comentó la muchacha, confiando en que aquello sirviera para que el rey se fuera.
—Cuando estemos a solas puedes llamarme Juler, Brianna —se despidió el monarca. Y dichas aquellas palabras, abrió la puerta y se fue dejando tras de sí a una confusa Brida luchando por comprender aquello que acababa de suceder.
Para la muchacha aquella noche estuvo repleta de pesadillas. Soñó en Dolma huyendo con ella de palacio, en un desfigurado Ervin acompañado de varias muchachas ligeras de ropa y en un Juler varios años más joven ensartando con su espada a un maltrecho Jorge que luchaba por poner a sus hijos a salvo.
Juler quería ganarse su corazón, pero en este no había sitio para más sentimiento que el odio.
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