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CAPÍTULO 1: Jorge y Abigail

Siguiendo aquello que ya era costumbre, Abigail permanecía en sus aposentos privados mientras su marido, el rey Jorge III, se reunía con sus consejeros. Había transcurrido ya algo más de un año desde que entraran en guerra con el reino vecino, y a pesar de que había habido victorias y derrotas en ambos bandos, bien sabido era que sus fuerzas estaban muy igualadas.

No parecía que hubiera para aquel conflicto un desenlace próximo, y cualquier error podía decantar la balanza a favor de uno u otro bando.

Una gota carmesí apareció en la yema del dedo índice de Abigail cuando el templado acero de la aguja se clavó en ella. Esta se fue escurriendo por su blanca piel trazando un desigual camino hasta perderse en la tela que sostenía entre sus manos.

Una mancha rojiza quedó grabada en el blanco pañuelo junto a las iniciales B.C., bordadas con hilo dorado en una de las esquinas.

-¿Está usted bien, majestad? -preguntó una de las doncellas quien, al ver la sangre correr, no tardó en ir a socorrer a la reina. Le quitó el pañuelo de sus manos, y tras humedecer ligeramente un trapo limpió la superficial herida.

-A penas me he hecho nada, Dolma -respondió la reina, permitiendo que en su rostro apareciera una dulce sonrisa. Aquella joven le agradaba y no se molestaba en ocultarlo-. Mi única preocupación ahora es hacer desaparecer la mancha del pañuelo, y terminarlo antes de que dé a luz a la pequeña que llevo en mi vientre.

-Si me permite usted la osadía de preguntar, ¿cómo está tan segura de que será una niña, majestad? -preguntó la muchacha cuya mirada resplandecía presa de la ilusión al ver cómo su señora acariciaba con sumo cariño su abultada barriga de ocho meses.

-He dado a luz a cinco hermosos y fuertes herederos, Dolma. Con ello la continuidad de nuestro linaje está más que asegurada. Amo a mis hijos más que a nada en este mundo, pero ya va siendo hora de que la vida me permita tener entre mis brazos a una pequeña a la que pueda colmar de cariños. Mis hijos están creciendo, y pronto mostrarán más interés en la lucha y en las armas que en su propia madre. Deseo que esta vez sea una niña, pues tengo mucho que darle y mucho que enseñarle. Aunque, si es un niño, le amaré de igual modo.

Mientras Abigail hablaba, Dolma había tomado el delicado pañuelo y lo había sumergido en agua de rosas confiando en que aquello sirviera para limpiar la prenda. Tras varios minutos la mancha rojiza fue perdiendo intensidad hasta casi desaparecer por completo, sin embargo también se había deshilachado parte del bordado.

-Lo siento, majestad -se lamentó la doncella mientras le tendía la prenda a su señora-. No era mi intención estropear así su trabajo.

-Es mi deseo que te quedes con el pañuelo, Dolma. Tengo tiempo suficiente para hacerle otro a mi hija, y el destino bien parece que quiere que este sea para ti pues son tus iniciales las que han quedado grabadas.

La doncella, de apenas catorce años de edad, tomó la todavía húmeda tela entre sus manos y se permitió contemplar aquel valioso regalo. Su señora tenía razón: parte de los hilos de la B se habían roto dejando en su lugar un bordado muy similar a una D.

-Muchas gracias, majestad -respondió al fin, dedicándole una reverencia-. No voy a olvidar jamás el detalle que ha tenido usted conmigo.

La reina se incorporó, y tras hacer un gesto apenas perceptible con su cabeza, dos de sus otras doncellas acudieron en su ayuda. Su pesada capa de terciopelo verde con acabados plateados enseguida acabó puesta sobre sus hombros.

-No es preciso que me des las gracias por ello, Dolma -comentó la monarca mientras tomaba el rostro de la doncella, quien permanecía todavía arrodillada frente a ella, para que la mirase directamente a los ojos-. Es un pago por tus excelentes servicios.

Y dichas aquellaspalabras Abigail se dirigió a la puerta y salió de su alcoba. Su guardiapersonal no tardó en rodearla, y siguiendo su habitual rutina cruzó losextensos pasillos de palacio poniendo rumbo al ala oeste en la que sus hijosrecibían a diario su formación.

-¡Me niego a aceptar estas palabras como ciertas! -exclamó un desesperado Jorge mientras golpeaba con ambos puños la mesa que tenía enfrente. Se encontraba reunido con sus hombres de mayor confianza analizando los últimos movimientos del enemigo, y según sus informes era mucha la ventaja que este les había sacado en las últimas incursiones.

-Todavía hay esperanza, majestad -comentó Günter, jefe de la guardia montada y el más veterano de los presentes-. Fueron muchas las enseñanzas que nos dejó su padre, que en paz descanse, durante su reinado. Únicamente debemos mantener la cabeza fría y sacar provecho de cada situación. En algún momento el enemigo cometerá un error, y nosotros estaremos listos para contraatacar y recuperar terreno.

-Confío en su experiencia, lores -habló finalmente el monarca tras serenarse y ocupar de nuevo su puesto en la cabeza de la mesa-. No podemos permitirnos perder más campos de cultivo ni cabezas de ganado, pues de hacerlo este será un invierno muy crudo sin apenas provisiones. ¡Y bajo ningún concepto debemos cederle al enemigo la gestión de las dos ciudades portuarias de la región de Escona! Si logran acabar con nuestras rutas comerciales, será nuestro fin.

Y dichas esas palabras, el rey Jorge III se retiró dejando a su consejo de guerra debatiendo acerca de cuáles iban a ser sus próximos movimientos.

Él necesitaba ver a su esposa, y sabía exactamente dónde encontrarla.

Eran ya doce los años que llevaba Jorge en el trono. Se le había nombrado rey tras la muerte de su padre, Roberto el unificador, cuando tenía tan solo diecinueve años; y desde entonces había luchado por ser un digno sucesor de la corona.

Pero a sus treinta y dos años, el poder resultaba cada vez más pesado sobre sus hombros y no veía el momento de que su heredero tuviera la edad suficiente como para dejar el reino en sus manos.

Aunque para aquello todavía faltaba.

Se desposó con Abigail a la edad de veintiún años, cuando ella contaba con quince primaveras, y tuvieron su primer hijo transcurrido un año desde aquella fecha. Así pues, su heredero Phol contaba entonces con apenas nueve años.

La unión de Jorge y Abigail había sido resultado de un matrimonio concertado, como lo eran la gran mayoría de los que se daban entre los miembros de la corte y en especial los de la corona. Un enlace basado en el poder, el dinero y las influencias, que en la mayoría de los casos desembocaba en un matrimonio infeliz y repleto de traiciones.

Afortunadamente, no era aquel su caso.

A pesar de las muchas diferencias que había entre los monarcas se acabó forjando entre ellos una fuerte estima que llegaba casi a rozar el amor. Abigail apreciaba a su marido por su gran coraje y sus dotes de liderazgo, pero en especial le amaba por su bondad y el respeto que le mostraba. Por su parte, Jorge había encontrado en su esposa una excelente confidente. Alguien en quien podía confiar, un fuerte apoyo en los momentos de debilidad y por encima de todo, una excelente madre para sus hijos.

Y en aquellos momentos, en los que su mente permanecía sumida en el caos, necesitaba a Abigail a su lado para que con su luz y su templanza disipase todas sus inseguridades.

-Mi reina -saludó tras llegar al ala oeste, donde su mujer supervisaba las lecciones que los tutores les impartían a sus hijos. El monarca tomó la mano de su esposa, y depositó en el dorso un casto beso al que ella correspondió con una cortés reverencia.

-Mi rey -contestó tiñendo aquellas dos simples palabras de todo el cariño que sentía por él, pues era poco más lo que se podían decir en público rodeados por toda su escolta.

-Desearía que nos reuniéramos a solas, Abigail.

-Si me disculpáis -se excusó la monarca, dirigiéndose al tutor que permanecía sumido en su clase, y dándole permiso para descansar a los soldados que tenía apostados a su alrededor. Antes de salir le dirigió a sus dos hijos menores una última mirada, y tras cerciorarse de que todo estaba bien siguió los pasos de su esposo quien también había excusado parte de su escolta privada.

Los soldados restantes se quedaron en el pasillo, salvaguardando la puerta de entrada a los aposentos del monarca y dándole así a la pareja algo de intimidad.

Abigail dejó a un lado su postura regia en cuanto la puerta se cerró a su espalda, y permitiéndose romper con el protocolo que únicamente debía cumplir cuando estaban frente a otras personas, se acercó a su marido y acarició su rostro.

-¿Qué sucede, Jorge? ¿Malas noticias? Luces agotado, mi amor. Deberías descansar.

-No quiero hablar de ello, Abigail. En estos instantes tan solo necesito estar a tu lado.

Y sin dejarle a la mujer tiempo de responder, Jorge recortó la distancia que les separaba y depositó en sus labios un beso repleto de necesidad y desesperación. Un contacto al que ella correspondió, y que fue ganando intensidad a cada segundo transcurrido.

-Eres tan hermosa, mi dulce Abigail -susurró el marido junto al oído de su mujer mientras la despojaba de sus ropas. Y tras conducirla a la cama, se tumbó a su lado y volvió a besarla paseando esta vez sus labios por su cuello, y trazando un camino hasta su abultada barriga pasando antes por sus turgentes pechos-. Te quiero. A ti, a nuestros hijos, y a la pequeña que llevas en tu vientre.

A partir de ahora las actualizaciones serán semanales: actualizaré los fines de semana (entre viernes y domingo).

Aprovecho para comentar que si alguien quiere que le dedique un capítulo, solo tiene que pedirlo aquí mismo.

¡Nos leemos!

Laura.

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