Capitulo 11
Nunca creía en los ataques de ansiedad. Pensaba que solo eran estupideces psicologías que le pasaban a la gente más sensible o débil de la sociedad. Esa sensación de miedo y preocupación tan brumadora que iniciaba en tu pecho y comenzaba a esparcirse por todo tu cuerpo, aumentando la presión a cada segundo. Empiezas a sudar, los escalofríos en tu espalda aumentan, tu cuerpo se pone tan tenso que comenzabas a pensar que si no te mueves en cualquier segundo podría explotar, y al final hasta el simple hecho de querer respirar comienza a ser difícil.
Los ataques de ansiedad siempre me parecían ridículos, y yo estaba a punto de ser víctima de uno.
Habían pasado ya dos semanas desde el incidente de las armas en el aeródromo, y no había sucedido aun nada relevante hasta ahora. Una noche simplemente recibí una llamada de Don Armando donde se me exigía mi presencia y la de mis amigos a una reunión muy importante. Algo que según él me "interesaría". Cuando llegue al lugar de la reunión, me lo explicaron todo.
Alberto, ese hombre que se veía tranquilo y sereno, resulto ser alguien mucho más astuto de lo que todos habíamos pensado. No sabía cómo, ni cuanto le había costado, pero el loco hijo de perra había conseguido organizar una reunión "pacifica" entre los Lirios y los Connor. Una reunión en la que intentaran negociar y arreglar todas las disputas que llevaban en los últimos meses. Era la última oportunidad que tenían de poder llegar a un acuerdo, o desatar oficialmente una guerra civil.
Establecieron el punto de encuentro en uno de los tantos almacenes que tenían los Connor en la costa de la ciudad. El lugar era relativamente grande, con cajas alrededor que a saber qué tipo de cosas guardaban en su interior. Dudo que fueran armas, sería muy estúpido traer al enemigo a un lugar en el que podrían armarse hasta los dientes en cuestión de solo un parpadeo; las cajas debían guardar otro tipo de cosas, claro, pero nos seria yo el que lo intentaría descubrir.
Era de madrugada, y la noche no era la más cálida de todas. Todos ya estábamos dentro del almacén, esperando a los Lirios con una intriga como pocas veces la sentí...
El lugar estaba alumbrado por una lámpara que colgaba en el techo, justo debajo de una mesa y dos sillas que los Connor habían puesto para la reunión de los dos líderes. Don Armando ya estaba sentado en una de las sillas, esperando, cada vez poniéndose más ansioso. A su lado estaba Jackson, parado como un soldado, y otros 3 hombres más que hacía de guardia. Había muchas personas en el lugar, todos los allegados a su mafia supongo. Podía contar por lo menos algunos 20 o más, no estaba seguro. Y afuera de almacén, debían haber al menos unos 50; todos alertas que a los Lirios no se les fuera a ocurrir alguna estupidez.
Del otro lado, estaba esa chica llamada Michelle, como siempre vistiendo de negro, aunque con un estilo de ropa diferente. Se veía muy nerviosa, caminando de un lado a otro, fumándose cigarros de una inhalada, escupiendo el humo para volver a meterse otro en los labios Siempre tenía la idea de que esa chica iba a todos lados vestida como si fuera un funeral, pero no sería yo el que le dijera eso; no quería recibir un disparo en la cabeza por idiota.
— Esto es una estupidez, una terrible, terrible estupidez —finalmente comento la chica, después de un largo silencio, nerviosa, siguiendo caminando de un lado otro, mirando a Don Armando—. Deberíamos contratacarlos maldita sea, no una estúpida reunión en un intento patético por "evangelizarlos". Tenemos suficientes personas como para derrotarlos.
— Por primera vez, no puedo creer que este diciendo esto, pero estoy de acuerdo con Michelle—, le siguió Jackson, con los brazos cruzados, alado de su padre—, tiene razón, esta reunión no va a terminar de ninguna manera bien.
Don Armando, solo miro a la chica de una manera fría, y saco lo que parecía una pipa, para encenderla y después inhalarla un poco, escupiendo el humo después de unos segundos.
— ¿Todos están de acuerdo con ella? ¿Todos quieren esto?
Algunos no se atrevieron a levantar la voz, mientras que otro, respondieron con un firme "si" al instante. Yo solo me quede callado; no me quise atrever a hablar en un lugar donde mi sola presencia podría causar algún problema.
— Ya pasamos una guerra con ellos una vez, y todos sabemos cómo termino eso. Los 70 fueron años muy difíciles para esta ciudad, no sé si lo que quiero es otra época como esa en estos días.
— Solo estas protegiendo a tu familia —uno de ellos alzo la voz, pero no pude visualizar quien.
— ¿Qué hay de nosotros? —otro más lo siguió—, saquen nuestras bases, matan a nuestras familias, incendian nuestro hogar ¿Qué sucede con nosotros?
— No protejo a mi familia, intento protegerlos a todos ¿Saben lo que una guerra de esta magnitud podría traerles a todos? Créanme que más paz y tranquilidad es lo último que les darán.
— ¿Entonces solo olvidaras lo que paso? ¿Les darás una palmada en la espalda, y olvidaras a todas las personas que han muerto por ese puto psicópata caprichoso? Michelle parecía ya más enfadada, al ver que su líder no estaba dispuesto a cambiar de opinión—. Podemos emboscarlos aquí y ahora, terminar con toda esta mierda. El Armando que yo conocí, no le tendría miedo a un maldito adolecente con aires de grandeza y superioridad.
Don Armando se relevante de su silla, quizás ya algo molesto, hasta estar cerca de ella cara cara, volviendo a inhalar de su pipa, pero esta vez escupiendo el humo cerca del rostro de Michelle.
— ¿Te parece que tengo miedo? —no sé si fue la manera en como lo dijo, o la expresión en su rostro que puso al decirlo, pero sentí un escalofrió recorrer toda mi espalda; al mismo tiempo, provocando que todos los mormullos que haba en la sala.
— No, miedo no—le respondido la chica, de manera desafiante— pero si débil. Y eso... ya es otro asuntó aparte.
Acto seguido, Michelle se dio la media vuelta, y decidió salirse de la sala, a la mirada de todos, molesta. Don Armando solo la miro con una mueca, y regreso a su asiento, mientras se restregaba el rostro en la mano, frustrado.
— Esa niña a veces puede ser un maldito dolor de cabeza.
— Es Michelle, ya sabes cómo es —le contesto Jackson, mientras soltaba una risa burlona—, caprichosa, revoltosa e impulsiva; pero también bastante lista.
— Eso... eso es lo que me preocupa.
Después de unos minutos más, las cosas comenzaban a ponerse aburridas. Se suponía que el hombre del momento, Alberto, estaría aquí antes del comienzo de la reunión, pero parecía que se le había hecho algo tarde, lo que solo hizo que Don Armando se pusiera aún más irritable.
—Esto se está haciendo eterno. –Don Armando tomo una botella de whisky, y comenzó a servirse en un vaso, bebiéndoselo de un trago.
—No creo que lo más prudente sea que bebas ahora... –Las palabras de Jackson fueron interrumpidas por el grito de Don Armando.
—¡Ya tengo suficiente presión encima como para que ahora tu vengas y me digas lo que puedo hacer y lo que no! Si quiero beber, beberé, maldita sea –seguido, vertió más alcohol en su vaso, y dio otro trago, a lo que Jackson solo tercio los ojos molestos, y cruzo los brazos.
Yo estaba parado en un extremo del almacén, intentando llamar lo menos posible la atención. De todos mis amigos, fui al único que le permitieron la entrada a la reunión. Los demás estaba fuera del almacén, con todos los demás hombres que Don Armando había traído para su seguridad, esperando. Pero ¿Esperando que? Nuestra condena de seguro. Mi condena. Yo sabía que estaba vivo solo como una garantía de poder negociar la paz conmigo; después de todo yo fui cómplice de la cagada que hizo Oscar, además de yo ser igual el culpable de su muerte...
Era demasiada presión para mí; me estaban obligado a presenciar mi propia condena, y mi mente estaba al borde del colapso. No fue hasta que se escuchó el chirrido de un automóvil que me torne un poco esperanzado de que fuera Alberto. Seguía siendo muy ingenuo...
El sonido de las puertas del almacén abriéndose con fuerza me dio escalofríos, y un miedo como el que jamás sentí en mi vida. Había llegado la hora de la verdad; si es que viviría, o moriría. Entraron alrededor de cinco o seis personas, todas armadas y con cara de pocos amigos. A la cabecilla de ellos, y por la pinta que mostraba, estaba su líder. Un chico que no pasaba de los veinticinco años, pelirrojo de cabello rizado, delgado y con una mirada deteriorada por las ojeras tan marcadas que tenía arriba de las mejillas llenas de pecas que le daban un aspecto poco amigable. Tenía una especie de tatuaje en el cuello que no se lograba apreciar bien por su playera de tirantes, y los brazos llenos de garabatos, igual tatuados, pero sin tener algo específico. Era el mismo desgraciado pelirrojo de la noche que fuimos a la casa de Oscar.
Algo no estaba bien con ese chico, el solo hecho de tenerlo frente mío me daba...miedo.
A su lado estaba un chico de aspecto oriental que portaba el enrome estuche de una katana en su espalda. Tenía el cabello negro y lacio que le llegaba hasta la frente, con las puntas ligeramente pintadas de una especie de color verde agua. Se veía mayor que el chico pelirrojo, pero igual le calculaba unos veinticinco años o un poco más. Su miraba se mostraba un poco más tranquila y pacifica; sus ojos eran de un color café muy oscuro, o quizá negro, y tenía una enorme cicatriz que le cruzaba su parpado izquierdo. Aunque la cicatriz estaba bastante marcada, no llegaba al punto de deformarle la cara.
Las demás personas que los acompañaban no eran muy destacables. Un tipo con piel morena, y los otros pálidos como una hoja. Aunque todos se veían relativamente jóvenes, seguían dándome la sensación de que eran más peligrosos de lo que se notaban. Cargaban fusiles como a los que nos habíamos enfrentado la última vez, y se notaba que tenían una especie de protección o blindaje debajo de sus ropas. Eran una especie de soldados o fanáticos militares.
–¿Por qué las caras tan largas? –el pelirrojo fue quien rompió el silencio, embozando una sonrisa que solo me causo escalofríos. –Esto no es un funeral, o al menos no todavía –Ese comentario solo le echo más gasolina al fuego.
–Siéntate chico –le respondió a secas Don Armando, señalándole la silla –Tenemos mucho de qué hablar.
–Aun no estoy muy seguro de que quieres hablar –le contesto, soltando una leve risa, solo acercándose a la silla, pero sin sentarse.
–Llego el momento de dejar las cosas claras contigo...y con tu grupo –Don Armando miro a los acompañantes del chico con algo de desprecio, como si no fueran más que perros con rabia.
–Ustedes nos atacaron –levanto los hombros, riendo, para después cambiar con brusquedad su expresión a una fría y dura –Creo que las cosas están más que claras.
–¿Disculpa? –el líder de los Connor arqueo la ceja, como si el chico hubiera dicho un chiste que no dio gracia –Si la memoria no me falla, ustedes son los lunáticos que masacraron, desmembraron, humillaron y exhibieron los cuerpos de mis hombres por toda la ciudad. Aún recuerdo lo que le hicieron al rostro de ese chico.
–Así que, si te llego nuestro mensaje –volvió a embozar su sonrisa burlona –Que alivio, comenzaba a preocuparme que no lo hubieran recibido.
Don Armando torció los ojos resentido. Hizo un ligero movimiento en la mesa, para tomar algo, pero al parecer el pelirrojo y todos sus acompañantes lo malinterpretaron, desenfundando sus armas y apuntándole a todos los que se encontraban en la habitación; lo que provocó que todas las personas que estaban del bando de los Connor reaccionarán a la defensiva, y también levantarán sus armas. Si alguien respiraba lo suficientemente fuerte, provocaría una lluvia de balas. Solo me pude quedar helado, mirando como todos se apuntaban entre todos, con la esperanza de que no se me bajara la presión, y me desmayara. Don Armando solo se quedó estático, abriendo mucho los ojos, estupefacto. Movió su brazo lentamente, y mostro la botella de whisky, colocándola en la mesa.
–¿Qué uno ya no puede tomar un trago sin que le disparen? –bromeo, mirando a todos los de la habitación con una sonrisa –. Todos aquí ya estamos nerviosos como para empezar a dispararnos entre nosotros. Le diré a mis hombres que bajen sus armas, espero que tú puedas hacerlo también... –se dirigió al pelirrojo, que tenía un enorme fusil apuntando directo hacia él, preparado para jalar el gatillo en cualquier segundo.
Don Amando hizo un ademan con la mano, a lo que todos los de bando bajaron sus armas con lentitud, guardándolas. Ezequiel tardo unos segundos en copiar la acción; se le veía en los ojos las ganas de jalar el gatillo de su arma, pero ladeo la cabeza, embozando una ligera mueca de risa, y bajo su arma, lo que hizo que los Lirios lo imitaran de igual modo.
En eso, las puertas del almacén se abrieron de una manera violenta, apareciendo Alberto agitado, caminando con rapidez hacia la mesa donde estaban los dos líderes, con la mirada de todos los invitados de la reunión sobre él.
–Me sorprende que aún no hayan intentado matarse— bromeo, mientras se dirigía al escritorio—, perdón por el retraso, hubo algo de tráfico de camino. Veo que ya se están conociendose –comento Alberto, llegando hasta la mesa, posicionándose en medio de los dos.
–Tu amigo no es muy conversador –le recrimino Don Armando, mirando al pelirrojo, recio.
–Si quieres hablar, entonces habla, anciano –le respondió con amargura el chico.
–Yo quiero que ustedes dos hablen –continuo Alberto, tomando el liderazgo de la discusión –¿No creen que ya mucha gente ha muerto por esta especie de guerra fría? Guarden esas balas para mejores amenazas; es claro que todo esto es un terrible mal entendido. Aun podemos resolverlo.
–La única amenaza que yo veo, es la que está frente mío –el pelirrojo metió sus manos en las bolsas de su chaleco, entrecerrando los ojos.
–Escucha, ya sé que estas molesto, y piensas que nosotros matamos a su líder. Es justo que ahora quieras venganza y justicia, pero solo ocasionaras que las personas mueran en vano por un conflicto que ni siquiera nosotros iniciamos –Alberto se escuchaba firme al momento de hablar, con elocuencia y calma en sus palabras, pero el pelirrojo solo torció los ojos, como si estuviera escuchando el sermón de un profesor que lo estaba regañando por llegar tarde a clases.
–No me vengan con esa mierda –escupió, con desprecio –Yo sé quiénes son ustedes exactamente. Unos egoístas de mierda que quieren todo el mercado para ustedes. Lo han hecho por más de veinte años. Negociar con ustedes es hacer un trato con el mismo diablo. Nuestro líder lo intento, y miren lo que le hicieron. No cometeré el mismo error de él.
–Cuando hablamos con él, establecimos un acuerdo de paz. Tener una guerra con una pandilla no nos beneficia en nada, solo son recursos, armas, y hombres mal gastados. Un líder sabio no resuelve sus problemas a la fuerza, por justificada que parezca, pues entiende que la violencia siempre le regresará a el –Don Armando fue quien tomó la palabra esta vez, meneando el alcohol en su vaso, antes de dale un pequeño sorbo.
–¿Y qué es lo que sugieren entonces? –La desconfianza con la que lo decía el chico pelirrojo, solo me hacía pensar que todo lo que le decían Don Armando y Alberto para convencerlo, le entraba por una oreja y le salía por otra. Y comenzaba a preocuparme.
– Los Lirios se quedan con la parte este de la costa del sur de la ciudad –le respondió Don Armando sin perder el tiempo –Nadie cruza, nadie hace trueques ni comercia. Pueden hacer cualquier negocio sucio que quieran en ese lugar, vender su droga sin ninguna interferencia; no es mi problema, no tendremos que vernos las caras nunca más, ni seguir atacando a nuestros hombres en este estúpido juego de poder.
– Si...si, tiene razón –le apoyo con entusiasmo Alberto –Definan fronteras y así cada quien estará en sus asuntos sin meterse en los de alguien más. Ya lo hemos hecho antes con otras pandillas y nos ha funcionado bastante bien...
– Esperen ¿Qué? –el pelirrojo le interrumpió, comenzándose a reírse de una forma algo despectiva – ¿Se supone que tengo que aceptar esto? ¿Qué se supone que es?
–Es...una solución –le contesto Alberto algo nervioso.
Solo recibió una carcajada del chico.
–¿Esa es su solución? –le siguió una carcajada tras otra, agarrándose el estómago por la fuerza –Después...después de todo lo que han hecho ¿En serio creen que voy a aceptar algo como eso?
–¿Qué diablos hago aquí Alberto? –Don Armando comenzaba a alzar la voz, molesto, mientras el pelirrojo seguía riéndose como un maniaco –tú me dijiste... ¡Me dijiste que este idiota estaba dispuesto a hablar! ¡Me dijiste que iba a negociar!
–Esto es una maldita pérdida de tiempo –escuche mustiar a Jackson, tenso, desviando la mirada para que nadie pudiera notar lo furioso que estaba.
–Yo...yo... –Toda esa seguridad que Alberto había mostrado antes, se empezaba a desvanecer.
–Tu hombre no miente, Don Armando –el pelirrojo dejo de reírse, para solo volver a embozar su macabra sonrisa, recargándose de una manera soberbia en la mesa, todavía sin sentarse en la silla–. Pero ustedes no están en ninguna posición de ofrecer una oferta. Si estoy aquí, es solo por una cosa –coloco su dedo en la mesa, apoyándolo en ella, mostrando más autoridad – Y esa es, su rendición.
La sala entera se quedó en silencio al escuchar su declaración. Incluso Don Armando se escuchó sorprendido por las palabras del chico. Yo solo cerré los ojos, pensando en que mi momento estaba por llegar; la única opción que Don Armando tenia ahora era ofrecerme como su jodido boleto a la paz. Todo había terminado para mí.
–¿Quieres nuestra rendición? –esta vez Jackson se adelantó a hablar –Ven por ella hijo de perra. Todavía no has visto ni una mínima parte de lo que podemos hacer ¿Escuchaste? ¡Nada!
–¿Te relajas, Jackson? –Alberto volvió a retomar la discusión –Venimos aquí a resolver esto ¡No a desatar una puta guerra!
–Sí, estoy de acuerdo –le respondió más relajado Don Armando –Lo que menos quiero es que se siga derramando sangre en vano, y poder llegar a un acuerdo que resuelva todo esto de una vez ¿Qué te parece si despejamos el lugar un poco? –se dirigió al pelirrojo –Hay demasiadas personas como para poder conversar a gusto ¿No crees?
El chico se mostró desconfiado a esa idea; pero después de pensarlo unos segundos, supo que era mejor hablar un poco más en privado.
–Bien, suena lógico. Pero quiero que se quede una persona, para la seguridad.
–Claro, no veo por qué no. Fuera de aquí todos–ordeno Don Armando, levantando la voz –Menos tu Alberto. Tu quédate.
–Espera ¿Qué? –Jackson parecía alterado con esa decisión, lo que hizo que protestara casi enseguida –Si no estoy aquí yo, se van matar ustedes antes de que el sol salga.
–Yo me encargo de esto. Además, Alberto sabe cuándo cerrar la boca, tu no; estaremos bien.
–Pero...
–Jackson –levanto su tono de voz –No lo volveré a repetir.
El hombre soltó un gruñido, y le indicó a todos los demás que salieran del lugar.
–Tu igual chico –se dirigió a mí –te contare después que es lo que pasa. Sal de aquí.
Si antes me sentía tenso y nervioso al estar en esta reunión, ahora me sentía peor; ya no tendría ni puta idea de a qué acuerdo llegarían. Si mi cabeza estaba condenada o no. Y ese chico pelirrojo...no me daba buena espina. Era como si tuviera al mismo diablo enfrente mío, y peor aún, no lograba comprender el por qué me hacía sentir de ese modo. De igual manera, no importaba, ahora solo quedaba intentar tranquilizarme con mis amigos.
–Ryuu, te quedas conmigo –el pelirrojo dirigió su mirada al asiático, el cual solo asintió de una manera fría. Después la desvió, y miro a sus demás hombres –Los demás esperen afuera, no hablen con nadie, no se le acerquen a nadie. Si intentan algo, no lo duden, ataquen a matar. No son nuestros anfitriones, ni nosotros sus huéspedes, somos enemigos, que no se les olvide.
Salí de la habitación, pasando a un lado del pelirrojo, a lo que el cruzo mi mirada con la suya, solo sonriéndome de oreja a oreja de una manera macabra, como si supera algo sobre mí; haciéndome sentir el peor escalofrió que alguna vez tuve en toda mi vida.
Jackson cerró la puerta, dejándonos fuera de la reunión con todos los demás, esperando. Ahora mi vida estaba en las manos de esos dos mafiosos a los que no les agradaba. Si alguna vez desee que me tragara la tierra, este era el día.
Solo me quedaba esperar...
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