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𝐄𝐥 𝐒𝐮𝐬𝐮𝐫𝐫𝐨 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐏𝐚𝐫𝐜𝐚

Recuerdo claramente el sonido de la sangre goteando al unísono de las lágrimas de Bárbara. Me sujetaba el brazo con fuerzas, mientras que yo me cortaba con los añicos de aquel jarrón en mis manos. No tenía claro por qué, si era yo quien sangraba, a ella le dolía y por qué a mí no me importaba nada más que la decepción en su mirada. Seguía desnuda sobre mí a espera de mi próximo movimiento. Tardé en reaccionar y para entonces noté aquel pedazo gigante de vidrio que sostenía mi amada en sus delicadas manos, lista para atacarme.

En las paredes solo retumbaba el eco de nuestra respiración agitada, y a la luz tenue de aquellas velas solo le faltaba gritarnos para alertarnos de lo espeluznante de aquella escena. Solté aquel vidrio que me impedía abrazarla. Comencé a acercarme a su rostro lentamente, con mi mano ensangrentada profané su pulcro rostro para borrar sus lágrimas. Ella, en cambio, tiene la mirada perdida y muerde sus labios con fuerza. No se alejaba y comenzaba a estar deseoso por sosegar su miedo en mi pecho.

El cuarto pasaba a ser mar en calma, y ella, mi hermosa anglosajona, emanaba cuánta belleza y bondad podía, haciendo tributo a aquel apodo con que la bauticé. Su lengua sabía a paz, y acariciando sus mejillas descubrí cómo eran de suaves las nubes. Los minutos se detuvieron frenando mi dolor, aunque en realidad solo era yo tratando de ignorar lo que ocurría. Mi cuerpo, que claramente no se percibía místico e indestructible como yo, empezaba a quejarse de la herida. Fue solo cuando vi aquel rostro espantado que noté la gravedad del asunto. Para mis adentros pensaba: No soy alguien por quien ella deba llorar.

— Perdóname— dijo ella.

— Saca el vidrio, comenzará a sangrar más rápido y mi muerte también lo será—

— Yo no quería, yo— seguía sin poder hilvanar una frase.

— Cálmate, respira profundo y mantén la calma. Ahora te darás un baño quitando de tu cuerpo cada marca de mi sangre y de mi ser. Seca tu cabello, que nadie note que recién te duchaste. Taparé mi herida y andaré hasta la otra calle—

— Morirás si haces eso antes de llegar a cualquier sitio—

— Cambia tus sábanas y limpia el suelo. Deshazte de ese florero roto y con él de las flores; para ser sincero, no me gustaron desde un inicio—

— ¿Acaso estás loco? Llamaré a la policía, diré que fue un error, que me asusté—

— No, no lo harás. ¿Crees que sé todo esto porque me gustan los documentales? ¿Dejarías tu libertad por un tipo como yo? Escucha, Bárbara, si muero hoy o mañana, incluso en este instante, nadie era más indicado que tú para matarme. Ver tu rostro excitado será mi último recuerdo, más bien el único que conservaré hasta el final del túnel. Ahora vete al baño, no te preocupes por el cristal, yo lo sacaré—

— ¿Cómo podría hacer tal cosa? No quiero que mueras, juro que no sé en qué estaba pensando. Te vi romper ese jarrón y mi mente quedó en blanco. Perdóname—

— Eres de armas tomar — no pude hacer más que reír a carcajadas — Por eso me gustas. Quiero que la próxima vez que alguien intente hacerte daño, te sientas libre de reaccionar de este modo. Te guiaré siempre para que no te acobardes —

— Para eso tienes que vivir, llamaré a un doctor—

— Harás lo que te he dicho y punto, puedo cortar tu carótida desde acá con este mismo cristal, prefiero verte muerta a tras las rejas. Elige—

— ¿Cómo puedes decir esas cosas y quedarte tan ancho?—

— Entonces, mi ángel, haz lo que te pido—

Lucía atolondrada, pero seguía todas las indicaciones al pie de la letra. Mientras que San, presionando a aquel agujero en su intento por frenar la hemorragia, se las ingeniaba para ayudar en las tareas a Svetlana. Pisoteó las flores con alegría, dejando salir un suspiro de satisfacción. Parecía ser el mejor día de su vida, poco imaginaba que los susurros de la Parca se escuchaban como melodías. Recostado al umbral de la puerta del baño, observaba el cuerpo desnudo de Bárbara bajo la ducha. Una sonrisa pícara, incluso en aquella situación, era visible en su rostro. Ella, en cambio, no dejaba de llorar al ver la sangre deslizarse por los azulejos.

— Un último beso— dijo él sin otra introducción al tema.

— Por favor, no te vayas— su miedo se convertía en súplicas.

— No merezco nada de este mundo, pero quiero ser egoísta una última vez. Justo ahora, desearía poder robar tu último aliento, pero me conformaré con un beso—

— Te daré besos toda la vida, si me lo permites—

—Quizás porque es el último, es solo este beso que quiero—

Sus cuerpos se empapaban de sangre y agua, pero poco parecía importarles. La vida y la muerte se sentaron a contemplar tal escena. Mientras ellos se burlaban del tiempo en sus narices, besándose como si el mañana estuviera cerca; no había un mañana para ellos. No era aquel beso típico de novelas románticas o con simples ganas; era de esos besos con un cúmulo de emociones distintas. Sus bocas estaban cargadas de terror y tristeza, de aspiraciones y desesperanzas, de mentiras e inocencia. Sujetaban sus rostros dispuestos a no dejarse ir nunca y se aferraban a sus labios con hambruna. Un último beso fue, luego todos volvieron a sus oficios. La vida siguió siendo hostil y la muerte continuó siendo un misterio. El tiempo volvió a correr velozmente y Bárbara regresó a su vida de palcos y alta costura.

Nadie pensaba en San, aunque para ser sinceros, ¿quién lo haría? A veces se hablaba de aquel hombre sexy que tuvo la gloriosa oportunidad de pasar la noche en aquel bar con la veneranda Lady Godiva de España. Dejó solo tres cosas a su amada tras su partida: la angustia, el recuerdo de aquel beso y un cuaderno incompleto, como su vida. Cada tarde la pobre mujer buscaba noticias de muertos desconocidos en algún callejón de Madrid. Quizás había muerto solo y asqueado tal y como vivió. Aquella última escena volvía  siempre a su mente como un evento latente en su alma que recién sucedía. En cuanto al cuaderno, estaba cargado de garabatos espeluznantes que aturdían la cabeza de quienes intentaban descifrarlos. Una nueva religión, promovía la perfección del cuerpo y alma hasta el grado más póstumo. Relatos verídicos de la inmundicia humana que poco a poco corrompe todo lo que toca. Una mínima esperanza que daba a entender que su amado podía volver de entre los muertos, cuantas veces quisiera, y las tantas historias que en su cabeza comenzaban a tergiversarse despertaban en Bárbara un interés por lo espiritual antes inexistente.

Incluso cuando las viejas páginas relataban de forma explícita todas las formas en que "liberó" a cuánta mujer se le vino en gana de sus pesares, a ella solo le alarmaba su limitación a purificar féminas. Dando a entender que es ella quien se podría encargar de la jauría pecaminosa de hombres que andaba tan campante por el mundo. Era el inicio de una revelación religiosa, no; en realidad era más que eso. Era el principio de la pérdida de cordura, el principio del fin que se hacía cada vez más cercano. Durante los primeros meses insistía en no abandonar aquel piso en que vivía porque era el único lugar que San conocía para volver, pero era necesario mudarse a un lugar más discreto si es que planeaba llevar al siguiente nivel los planes de su querido. Pasó toda una noche entre cajas y maletas, intentando encontrar las palabras correctas para dejar una carta a San para cuando volviera. Pues aunque era muy hermosa y talentosa, a diferencia de él, Bárbara no era muy buena con las palabras y mucho menos si se trataba de escribirlas.

                                                               PARA SAN, DE SU GODIVA:

¿Cómo estás? Debería ser capaz de decir más que eso, pero te he imaginado leyendo estas líneas y me he puesto nerviosa. De seguro te asombra no encontrarme en casa, pero tranquilo, no he ido lejos. No me he ido lejos para no olvidarte, para que no me olvides. No salí huyendo, en cambio, he decidido acompañarte en esta pelea. Me enfurece a veces pensar que quizá no me contaste sobre esto porque planeabas limpiar mi alma como aquellas chicas; sin embargo, nace la duda casi al instante: ¿por qué no lo hizo entonces? ¿Era amor? Lo dudo, parecías moverte por otro tipo de pasiones menos triviales que esa. Aun así, no puedo sacar de mi cabeza tus grandes manos acariciando mi cuerpo con suavidad. Fue solo una noche, San, solo una, bastó para que me volviera loca por ti. Aún sonrío cuando recuerdo tu rostro hipnotizado al acercarme a ti en aquel bar; me pareció muy tierno. No estoy divagando o haciéndote perder el tiempo con estas tonterías, tampoco me tomes por una prosista. Solo quiero dejarte en claro que si aquella noche clavé vilmente ese cristal en tus entrañas, no me arrepiento. No moriste, yo lo sé, estoy segura, porque aún no has aparecido en mis sueños para reprocharme. He tomado prestado el cuaderno que te dejaste. Me gustaría ver tu rostro en este instante, tal vez no te sorprenda demasiado. No tengas miedo de volver, porque te estuve esperando todo este tiempo. Sabrás cómo encontrarme, no me cabe duda. Te envío un enorme beso, mi chico misterioso, y no hablo de ese último beso que me diste para remover mis sentimientos. Ese te lo devolveré cuando nos encontremos, así que ven a mí pronto.

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