[11] KALU
El dragón no solo estaba sujetado en su trompa. También había cadenas en sus cuatro patas y en sus alas para que no pueda ni siquiera pensar en extenderlas. Eso último debía realmente doler, estaba lastimado en ellas, podía ver la sangre a esta distancia.
El rocacraneo se defendía de un grupo de guerreros ataviados en gruesas armaduras y lanzas y espadas. Parecían estar divirtiéndose y no luchando, torturando al animal.
Tampoco parecía estar en todos sus sentidos, tal vez estaba dopado. Le habrán dado algo para que no obtuviera toda su fuerza y los matara a todos. Sacudía su cabeza cada tanto, como si le costara enfocar.
La furia creció por dentro.
Dejé a Isis en la escalera y me arrodillé junto a ella. No podía estar concentrado en ella y en el dragón, tendría que elegir esta vez. Y por lo poco que la conocía, ella era una chica lista. Incluso puede que estuviera más segura lejos que cerca de mí.
— Escúchame — La tomé por los brazos y me cercioré de que me entendiera — Ahora tendré que ir por ese rocacraneo, será peligroso y necesito que te quedes aquí. El Zyrath cuidará de ti.
Ella me observó entre dudosa y preocupada, observó el dragón a su izquierda y volvió a mí.
— ¿Pero si te hieren? ¿Si mueres?
Su voz sonó algo ahogada, casi al borde de las lágrimas. Mi corazón se ablandó al darme cuenta de que estaba más preocupada por mí que por ella misma, sola, entre tantas personas.
— Sé cuidarme, nada ocurrirá — Ella frunció sus labios aún triste, lo pensé por un momento y luego terminé sacando el cuchillo de mi bota — Quiero que tengas esto, es un arma muy valiosa y muy especial para mí. Aruna me lo regaló, es de la suerte. En tanto confíes en esta daga nada malo te ocurrirá.
Ella la tomó con sus manos temblorosas y uñas llenas de tierra. Apreció el elemento con sorpresa.
— ¿Es para mí?
— Sé cuánto te gustan los cuchillos — Sonreí — Quiero que lo atesores, si algo llegara a ocurrir recuerda que esto es un arma, una herramienta. No es un juguete.
Tomé sus manos e hice que me apuntara con la punta filosa al sacarlo de su estuche.
— Siempre al corazón — Le enseñé — De esa manera te aseguras de que el enemigo muera. Pero no podrás si tiene pechera, por lo que tienes dos opciones. Eres menuda y rápida, te sobrestimarán pensando que eres débil pero yo sé que no lo eres. Puedes clavarlo en la pierna, de esa manera serán lentos y no correrán por ti, te dará ventaja de tiempo. Y si estás lo suficientemente cerca...
Hice que rodeara con su mano derecha el mango y ponga en horizontal la cuchilla a la altura de mi cuello.
— Un rápido movimiento — Llevando su mano de izquierda a derecha — Y están muertos — Puse la punta a un lado de mi cuello — O apuntas y apuñalas ¿Está claro?
Ella asintió con más entusiasmo del que debería.
— Si algo ocurre, debes correr. No te preocupes por mí. Y si todo sale bien, te buscaré y juntos volaremos a Draco en ese rocacraneo ¿Entendido?
Volvió a asentir. Sacudí su cabello con una de mis manos y busqué la bolsa con el resto de los caltios que me quedaban. Hice que se los guardara y prometiera no gastarlos a menos que fuera necesario.
Me paré y volví mi vista al frente donde la acción tenía lugar.
Bajé las escaleras rápidamente, esquivando las personas y tratando de pasar entre aquellas que decidieron aglomerarse en las escaleras justo al final para tener una mejor vista. Con mucho esfuerzo pude llegar hasta la baranda y observar de primera mano todo.
Estaba seguro de que había más guerreros vivos que muertos hace tan solo cinco segundos, cuando me había fijado. Ahora solo quedaban tres de pie y ya no se veían tan divertidos como antes.
El dragón no tenía arañazos visibles, no era tan sencillo penetrar esas escamas. Pero sus alas estaban maltratadas y estaba agotado y sufriendo, se veía a leguas de distancia. La desazón me penetró, como un gusto amargo en la garganta.
Apreté mis puños en la baranda, desde aquí vislumbraba mejor el palco real. El ave ahora parecía más tétrica y sombría. No me agradaba. Sabía perfectamente que los caelios tenían como mascotas desde bellas hasta siniestras aves, mi papá una vez nos había contado sobre la gran garza de la majestuosa reina Mérida Le Blanc. También, parado desde aquí y viendo fijamente hacia el palco, podía darme cuenta de que aquel sentado en el centro y con la atención de varios sirvientes se trataba de uno de sus descendientes.
El descendiente caelio tenía la piel tostada, vestía una armadura plateada que no podía distinguir si era lo bastante buena para soportar una espada draconiana, y su sonrisa parecía juvenil y descuidada. Aun cuando aquel hombre podría tener unos cuantos años más que yo, todo en él gritaba inexperto. Solo era un niño mimado caelio.
Uno que debería estar muerto.
Una mujer estaba sentada a su lado, tenía ropa blanca que caía como una túnica y se ajustaba en un cinturón dorado. Desde sus hombros caía una especie de capa, una formada por plumas extrañas de color verde vivo y marrones. Ella parecía mucho más madura que el mismo rey.
Juré que la risa del hombre me llegó hasta mis oídos, aún entre las carcajadas y exclamaciones de las personas a mi alrededor. Eso me hacía hervir de furia.
Volví mi mirada hacia el dragón, había un último contrincante vivo y el rocacraneo se tambaleaba en su lugar. Tal vez el efecto de los sedantes estaba surtiendo más efecto, debía moverme ahora si queríamos salir de aquí con vida.
Puse mi pie derecho en la baranda mientras me sostenía con mis manos. Las personas se apartaron lo que pudieron y comenzaron a exclamar cosas que no escuché. Me impulsé hacia el otro lado y caí desde la altura como tantas veces había hecho, rodé sobre mi cuerpo para amortiguar el golpe y terminé arrodillado en el piso.
Todas las tribunas comenzaron a gritar por mí, asombradas de lo que ahora acontecía.
Saqué mi espada y sonreí mientras divisaba al hombre que se debatía entre atacar a la bestia o prestarme total atención. Tardó demasiado para decidirse.
Ataqué.
Con mi espada atravesé su cuello en un ágil movimiento que dejó el lugar en silencio. Me saqué la capa, porque me estorbaría para luchar, y observé al imponente dragón detrás de mí.
Me hinqué sobre una de mis rodillas hacia él, bajé mi cabeza. A los dragones les debíamos respeto, debíamos enseñarles que podían confiar en nosotros porque nosotros los protegeríamos con nuestras vidas si fuera necesario. Éramos uno solo con ellos, no había grandes diferencias. Ambos controlábamos el fuego, ambos éramos peligrosos y no debíamos ser subestimados.
Mucho menos ahora, cuando mi piel parecía escamas negras en mi brazo que había quedado al descubierto.
Levanté mi cabeza, el dragón me observaba algo, tal vez bastante, confundido. Yo había matado a su contrincante y me había entregado a su merced. Comprendía que la situación era extraña.
Alcé mi mano buena, aún revestida en piel humana, y acerqué mi puño a mi boca. Soplé y dejé al descubierto mi palma. El fuego brotó de mi en chispazos que se prendieron en cortinas, olas flameantes que surcaron el lugar vacío frente a mí. Destellos dorados salieron de ella y el dragón pareció completamente obnubilado por la pequeña demostración.
Me paré poco a poco, tomé mi espada haciéndola girar en mi mano en un círculo y esta se prendió fuego. La giré en un ocho horizontal frente a mí, jamás saqué mis ojos del dragón.
El rocacraneo lanzó un gruñido que me hizo detener. Olfateó el aire, que olía a quemado, y respiró tan cerca de mí que creó un gran viento caliente que casi me tira hacia atrás.
Él prestó atención algo fascinado por mi presencia. Yo no le tenía miedo.
Encontré un destello en su mirada grisácea, algo así como un destello de fuego y chispas que se prenden al tirar más brazas. Era el destello de la esperanza. Sabía quién era yo, ellos eran inteligentes y tenían muy bien sabido que aquellos que controlan el fuego eran leales a su raza.
Escuché aplausos que me trajeron de nuevo a la arena, al espectáculo caelio. El dragón alzó su mirada más allá de mí, hacia el palco. Yo me di la vuelta para ver quién nos interrumpía.
— ¡Y esto pueblo mío! — Decía el descendiente Le Blanc, ahora parado y gritando a la gente — ¡Este es el espectáculo principal!
Nadie dijo nada mientras él reía con júbilo, no parecía tener todas sus velas prendidas. Su cabello rubio destacaba más que sus ojos verdes bajo el sol. Me parecería apuesto de no ser por esa arrogante y estúpida mirada suya.
Todo lo que sus acciones y su porte me hacían sentir eran ganas de atravesar su cuello con mi espada.
El hombre me observó como si tuviera el mundo a sus manos, lo que no sabía es que todo su mundo estaba a punto de arder.
— ¿Te sientes así de confiado? — Pregunté caminando en su dirección unos pasos — ¿Te olvidas de que fuimos los draconianos quienes mataron a toda tu familia?
— ¿Te olvidas de que no lograron matarnos a todos? — Su sonrisa desapareció y su voz sonó frenéticamente desquiciada.
Pestañeó y miró a su alrededor, como recordando dónde estaba y cómo debía comportarse. Sonrió otra vez.
— ¡Aquí, frente a nosotros, se encuentra nada más ni nada menos que el príncipe draconiano!
Las personas parecieron asustadas, algunos exclamaron obscenidades y la mayoría de los otros comenzaron a querer escapar del lugar.
Dejé pasar el tema de que se haya saltado varias formalidades y títulos y, con una media sonrisa arrogante, volví a hablarle subiendo mi tono de voz para que todo el mundo escuche.
— ¿Por qué no vienes aquí y demuestras de lo que estás hecho caelio? ¿O huirás como tu gente lo está haciendo? Cobardemente, intentando salvar su vida y dejando atrás al rey que se supone que alaban — Sonreí aún más — ¡Patético!
Él pareció enojarse, no esperé a que decidiera hacer su jugada. Una gran bola de fuego surgió en mis manos y la lancé hacia el palco, creando una explosión y humo. No atacaría las gradas porque la niña y el Zyrath podrían aún seguir allí, no tenía la certeza de que ya habían salido del lugar.
Me di media vuelta y alcé mi espada que ardía en mis llamas para golpear uno de los grilletes de la pata del rocacraneo. Rompió uno de los candados haciendo que se libere. Fui a la otra pata delantera e hice lo mismo.
Escuché gritos y movimientos, observé por detrás dándome cuenta de la gran cantidad de caelios que comenzaban a rodearnos. Ninguno saldría con vida de esto.
El dragón chilló, como si algo malo estuviera a punto de ocurrir, y no pude distinguir qué hasta que fue demasiado tarde. Una gran malla pesada de cadenas gruesas cayó sobre nuestras cabezas. El dragón me aprisionó con su pata liberada, atrayéndome a su cuello, justo a tiempo. Él soportó el peso de las cadenas, si me hubiese pegado a mí estaría muerto.
Eran demasiado grandes y pesadas, con lo débil que se encontraba el dragón no había mucho que él pudiera hacer. Tenía que comenzar una buena ola de fuego y calor para derretirlas.
Intenté pasar mi cuerpo por un agujero de la malla, pero yo era demasiado grande. Me estaba trabando demasiado.
Gruñí de frustración. Sentí mi pecho subir y bajar con mi respiración, mis manos arder y escuché el chispear de mis llamas. En una gran explosión hice que las cadenas cedieran creando un agujero lo suficientemente grande para que yo pase, pero esto no era suficiente. Esquivé el metal derretido para no quemarme y salí de mi lugar, el humo no se disipó lo suficiente que los cuerpos caelios comenzaron a atacarme.
Mi espada cortó carne y rompió armaduras, el fuego hizo lo suyo para darme un respiro entre la oleada de soldados pero no parecía ser suficiente.
Mis oídos comenzaron a pitar, mi mirada se desenfocó. No ahora, no podía ocurrirme esto ahora. Sentí el dolor, el escozor que hacía esa capa dura cuando cubría más espacio en mi cuerpo. La maldición estaba surtiendo efecto nuevamente, esparciéndose, y aunque estaba poniendo todo de mí para no caer rendido resultaba cada vez más difícil no caer.
Y mucho peor cuando me di cuenta de que esta vez no se detuvo al instante como las demás veces. Sentí el cosquilleo por mis piernas, había alcanzado mi hombro y mi brazo aún bueno. Supe que cruzó mi pecho por completo, comiendo, absorbiendo mi piel. Pegándose a mi carne como agujas que picaban continuamente.
Cuando el dolor recorrió la base de mi cuello ya ni siquiera tenía fuerza para invocar fuego. El dolor era insoportable y la desesperación creció por dentro. Pensé en Aruna, no podía dejarla a ella sola porque me iría a buscar hasta a la muerte misma para traer mi trasero de vuelta. Si yo moría, todo su mundo se caería a pedazos y lo sabía porque eso ocurriría conmigo también si fuera al revés.
Pensé, inclusive, en la niña que había dejado y que tanto miedo tenía por mí. El Zyrath no era tan buena compañía como ningún desconocido lo era. Ese animal estaba tan desquiciado y era tan peligroso como yo para una niña indefensa e inocente como ella.
Grité, tomando todo lo poco que tenía de mis energías y expulsándolas en una corriente de aire caliente que quemó a todos los soldados a mi alrededor y a una distancia de al menos veinte pasos.
Caí rendido de rodillas, soltando mi espada sin poder soportar su peso, y mi cuerpo entero fue el siguiente en derrumbarse.
Lo último que recuerdo son esos sonidos lastimeros del dragón que se apenaba por mi inminente muerte.
*****
Ahora es cuando tengo que correr por mi vida ¿verdad?
(Tranquilos, no se alarmen hasta leer el siguiente capítulo)
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