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La cazadora


La brisa gélida perforaba la tela desgastada de la capa de Lyra, la cazadora conocía el bosque como las líneas de su mano.
Aquella mañana, la escarcha se acumulaba en las ramas más bajas de los árboles muertos, formando extrañas figuras que parecían imitar animales petrificados. El bosque era conocido por dos cosas: las criaturas carroñeras que acechaban bajo el manto de hojas podridas y las pocas presas que quedaban, tan astutas y desesperadas por sobrevivir como aquellos que los cazaban.

El crujir de la nieve bajo sus botas era un recordatorio constante de que debía ser rápida. Llevaba tres días sin conseguir carne y sus raciones personales se habían agotado la mañana anterior. Pero Lyra no estaba cazando solo para ella. Dos familias dependían de su éxito. Los niños habían comenzado a mostrar signos de inanición y los ancianos no solían durar mucho bajo el peso de las raciones. El mañana no tenía nada que ofrecerles, solo trabajo y tareas que parecían castigos.

Lyra posó la mano sobre su ballesta artesanal. La bestia que seguía no era común, había escuchado los rumores y cuando vio las huellas, más grandes de lo normal, supo lo que tenía que hacer. Sabía que enfrentarse a algo así podía ser tanto un milagro como una sentencia de muerte, pero estaba desesperada, loca de hambre. Si conseguía abatirla, la carne podría alimentar a los necesitados durante semanas.

Los árboles le parecían más oscuros cuanto más se adentraba, una parte de ella odiaba aquel bosque, pero la otra encontraba refugio en su soledad. Había aprendido desde pequeña que el bosque no juzga a los seres; mata o deja vivir, pero nunca castiga, ni tortura. Ese pensamiento la reconfortaba mientras avanzaba, aunque un extraño nudo en el estómago la mantenía en alerta.

De pronto, un berreo largo y hueco rasgó el aire, cualquiera lo hubiera confundido, pero Lyra no. Se detuvo, rogando que sus pisadas no hubieran sido escuchadas, por aquello que se movía en el bosque. Agachándose, encontró el rastro nuevamente, pero ya no estaban solas. Un segundo rastro, más pequeño, se entrelazaba con el primero. Lyra apretó los dientes. Una cría.

Por un instante, la duda la paralizó. Las criaturas con crías eran las más peligrosas y estaban dispuestas a atacar. Se apretó el pecho y continuó, arrastrándose entre la maleza hasta que finalmente vio algo.

La bestia estaba allí: un ciervo negro, tan grande como un caballo, con una cornamenta retorcida que parecía hecha de metal oxidado. La piel del animal brillaba como si estuviera cubierta de aceite y sus ojos rojos se clavaron en el corazón de Lyra como si ya supiera lo que iba a hacer. A su lado, una tambaleante cría intentaba beber agua de un charco helado ajena al peligro inminente.

Lyra alzó su ballesta en silencio, sintiendo su peso como en tantas otras ocasiones. Solo había una oportunidad: detrás de la pata delantera y entre las costillas, asegurando un dardo al corazón. Si fallaba, no habría tiempo de recargar. 

Respiró hondo, sus dedos temblaron, pero no por el frío.

Y entonces, la cría levantó la cabeza y la miró solo por un instante. Había algo humano en sus ojos, algo que la hizo dudar.

«¿Qué estás haciendo?" pensó, sacudiéndose los pensamientos. "Esto no es un juego. Si no disparas, el siguiente podría ser...».

La cuerda se soltó como un trueno, el dardo rasante atravesó pelo y carne, hundiéndose con un sonido seco. La bestia se tambaleó, cayendo al suelo con un rugido gutural. La cría, aterrorizada, huyó entre los árboles. Y Lyra se quedó allí, mirando al cadáver, hasta que la nieve alrededor del cuerpo comenzó a teñirse de un rojo oscuro, casi negro.

No sintió orgullo ni alivio. Solo había vacío.

Cargó el cuerpo en el trineo improvisado luego de trocearlo y comenzó el largo viaje de regreso. Sabía que la carne alimentaría a muchos, pero esa mirada de la cría que dejó desamparada la perseguiría durante días.

En su pueblo, nadie le preguntó cómo había conseguido una presa tan grande. Solo tomaron la carne, partieron las raciones y le dieron su parte. Nadie le agradeció, pero eso no importaba. Nada importaba, salvo sobrevivir un día más.

Mientras se envolvía en su manta aquella noche, Lyra se preguntó cuánto tiempo más podría seguir continuar así.

"¿Cuánto tiempo puede uno vivir tomando todo lo que necesita?"

El bosque a la mañana siguiente, y como siempre, no tenía respuestas. Solo frío y hambre, solamente la promesa de otro día igual al anterior.

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