Capítulo 7. La desgracia nos persigue
TERESA
Tercer Anochecer de Floreciente Bosque, 17
La princesa pasó las siguientes semanas recluidas en su cuarto, sin comer, ni dormir, sobresaltándose cada vez que oía a los pájaros picotear su ventana. Le parecía que volvía a estar con ella al lado, acechándola. Enfermo. Yorin fue enviado a su lado de la isla, no sin antes recibir un escarmiento por parte de la joven. Teresa le posó una mano en la cabeza y su largo pelo dorado se quemó cual desierto bajo las llamas de un vivo sol. El fuego llegó a su cuero cabelludo y aquello aseguró que jamás volviera a crecerle pelo. La piel quedó rugosa y rosada, tratando de cicatrizar sobre los gritos que el joven profería.
Iguales a los míos, pensó.
El padre de Teresa regresó con apuro. Lo primero que hizo fue declarar la guerra a Grinnlan por atentar contra su pueblo y su honorable familia de esa forma. Por su parte, ella permanecía resignada y dolida, y se negaba a dejarle entrar. No quería hablar con nadie, no quería ver a nadie. Tan solo quería desaparecer.
Sus intentos de libertad habían quedado reducidos a retazos de esperanzas rotas, que no alcanzaba a recoger con sus temblorosas y pálidas manos. Ella no había pedido nacer noble. Y sin embargo...
Una mañana, nada más despertarse, tomó una decisión. Hizo llamar a su madre y a su padre. No se vistió formal, ni se arregló el pelo. Permaneció dando vueltas en su habitación, con un vestido marrón de una sola capa.
Cuando entraron, se cubrió con su orgullo y alzó la cabeza sin titubeos.
Su padre presentaba arrugas nuevas por todo el rostro y su pelo le pareció más gris de lo habitual. Su madre tenía el moño desecho y las mejillas secas de llorar durante horas.
—Me marcho a Árshide. Voy a unirme a los nigromantes.
Un silencio incómodo se instauró en la alcoba.
—Dijisteis que habría dos opciones para mi futuro: embarcarme en una misión hacia tierras peligrosas o gozar de la comodidad de palacio siendo esposa. Pues elijo la primera.
Entonces el duque abrió la boca para hablar:
—Escribe a tu tía Verea para avisarla, te conseguiré el barco más veloz que tengamos en Brottlan.
Se mostró estupefacta. Había pensado que se enfadaría y que la obligaría a casarse con algún otro noble. Había infravalorado su amor hacia ella, y por primera vez se paró a pensar en la culpa que debía sentir él. No había podido proteger a su hija de ser violada. Quizás tras esa máscara de normas y apariencias frías, existía un hombre que tan solo se sentía sobrepasado por tener que ocuparse de todo un ducado.
—Gracias padre. —Por primera vez en días dejó entrever una sonrisa.
—¿Puedo? —Se acercó cauteloso con los brazos ligeramente abiertos; solicitando un abrazo.
Teresa se estremeció y negó con la cabeza, abandonando toda alegría.
—Lo siento, yo... —Observó con apuro las puntas de sus botas—. Necesito tiempo para sanar.
—Comprendo.
Entonces se giró hacia su madre.
—Madre, ¿podría ver a mi hermana?
Tras reflexionar, había decidido acabar con todas esas normas inhumanas y consideró que si se iba ya no tendría que seguir con ese teatro. Bela alzó la cabeza despacio y despejó las dudas con un asentimiento.
—¿Por qué no me permitíais verla antes? —Era el momento de hacer preguntas, pues no sabía si iba a volver ilesa.
—Te separamos para que Hilda no tuviera celos de ti.
—¿Celos? ¿Habría de tenerlos? —Teresa guardaba las distancias con ellos.
Sus padres se miraron con complicidad y apuro.
—Cuando te casaras y la reina Verea abdicara, ibas a ser la heredera del trono y ella no —razonó su padre—. No queríamos que tuvierais peleas por el poder.
—Hija —pidió ser escuchada su madre—, si vas a la Isla Central, no le menciones a tu tía nada sobre nigromantes, ¿entendido? —le dijo con seriedad.
—¿Pasa algo? —La mirada de Teresa recorrió a uno y a otro.
—A Verea no le agradan y no le gustaría que la heredera del reino se viera relacionada con sospechosos de ayudar a brujos —aclaró Bela.
—Pero... es lo que hacen —apuntó la princesa—. Y lo que son —añadió.
—Tu tía les tiene rencor a todos los brujos. Menos a tu primo. A él lo querían mucho —murmuró.
Teresa rebuscó en su memoria y recordó la mención de su primo en el libro familiar. Su rostro había sido quemado del papel antes de que lo conociera, así que no tenía conocimientos de su físico. Hacía años que había desaparecido sin dejar rastro. ¿Era pelirrojo como ellos? Por más que se esforzaba su nombre seguía desconocido para ella.
—¿Qué le pasó a Reika? —decidió usar su apellido para no cometer errores.
Su madre bajó la vista con dolor.
—Fue secuestrado por una bruja mala.
—Por eso Verea y Amira...
—Sí.
—Oh. De acuerdo, no mencionaré a los brujos. —Seguía teniendo dudas, pero vio que las peguntas dirigidas a sus padres no la llevaban a ningún sitio. Decidió que le preguntaría a Hilda. Quizás ella estaría más gustosa de conversar sobre el tema. La joven miró a la nada un momento y después se giró de nuevo hacia ellos—. Bueno, eso es todo. Pedirle a una doncella que prepare una merienda para Hilda y para mí. Mientras tanto escribiré la carta para tía Verea.
—Haré que llamen a un cinfo —decidió el duque.
Teresa se acercó a ellos y los tomó de la mano tragándose su miedo. Las apretó con cariño y sonrió.
—Gracias. Ahora voy a seguir mi descanso.
Eso fue todo. Podría haber sido un reencuentro más efusivo, como los que leía en esas novelas que nada tenían que envidiar a las enciclopedias de astronomía y geografía. Podría haber saltado a sus brazos y llorado durante horas y ellos llorarían con ella. Pero en su ígneo corazón aún había espacio para un ápice de rencor. Ellos lo comprendieron con una mueca de dolor, pero respetaron su decisión y tras una reverencia, pues su familia siempre guardaba la compostura, salieron de sus aposentos.
Teresa se dejó caer en la gigantesca cama y observó el techo pintado como el cielo nocturno de Ardientes Llamas. Solo entonces se permitió llorar.
Más tarde, cuando ya se hubo relajado con una buena taza de chocolate caliente, oyó un picoteo en la cristalera del balcón. Levantó la cabeza de su escritorio y dejó la pluma a un lado del tintado papiro. El cinfo descansaba sentado en una rama de vid que se enroscaba en aquella zona del edificio.
—Aún no, me falta el sello —le pidió con paciencia.
Dobló el papel en tres y lo introdujo en un sobre amarillento. Mojó la pluma en tinta de oro y escribió con primorosa caligrafía un Verea Lywen en el dorso. Tomó el alargado trozo de cera dorada y derritió un poco en el sobre, encima de una hoja de pino. Estampó entonces el sello de Brottlan: un escudo con una deirina de largo cabello de algas y múltiples escamas en todo su cuerpo. Por último, roció esencia de violetas espinosas.
Salió con entusiasmo al balcón y abrió el ventanal para recibir al cinfo azulado. Este la observó con docilidad y abrió el pico para que ella depositara su carta en él.
—A la reina Verea Lywen —indicó.
El ave asintió y se alzó sobre las hojas. Con un chasquido de fuego, se descompuso. Teresa avanzó bajo las chispas que quedaban y se apoyó en las altas columnas para observar como el sol comenzaba a descender desde lo alto. El bosque bañado en amarillo era hermoso y acentuaba los hilos cobrizos de su pelo. Cerró los ojos con el último rayo de sol. Amaba los atardeceres.
Un golpeteo en la puerta del servicio la sacó de sus pensamientos.
—Adelante.
Una criada abrió la puerta y se posicionó en medio de la habitación con una breve reverencia. Teresa volvió a entrar y cerró la cristalera del balcón con su llave, para que no entrara frío.
—Su majestad, la marquesa Hilda la espera en el Salón de los Cristales. Vengo a ayudarla a prepararse.
Teresa asintió y se dejó hacer.
Se detuvo en el pasillo, a unos metros del Salón de los Cristales, para observarse en el espejo. No siempre tenía la oportunidad de hablar con su hermana mayor y debía estar presentable. Se pasó la mano por el hombro para quitar un tirabuzón de su semirecogido. Llevaba un vestido blanco, en señal de paz e indiferencia en cuanto a sus sentimientos. Algo neutral.
Avanzó entonces con decisión y entró en la sala, donde Hilda ya aguardaba sentada en una mesita blanca de metal fundido que simulaba enredaderas. El salón era reconocido por las paredes hechas de resistente cristal y su bóveda transparente que de noche dejaba ver las estrellas. Tenía el bello aspecto de un invernadero lujoso y cuidado.
Observó que Hilda también había seguido su código de color, pero con ciertos detalles dorados, lo que simbolizaba que la apoyaba en su luto de recuperación. A Teresa le complacía la psicología de los colores en los atuendos. Era una bella forma de mostrar sus sentimientos.
Sobre la mesa, aguardaban con tentación dos enormes bandejas con pastas de té, magdalenas y pequeños pastelitos de distintas cremas.
—Hilda —saludó.
—Teresa —respondió ella con amabilidad.
Se sentó con ceremonia sobre las sillas tapizadas y dejó que la acercaran a la mesa.
Bien.
¿Qué debería decirle? No podía ir al grano, teniendo en cuenta que no contaban con la confianza suficiente. Hilda la salvó del aprieto y comenzó con algo banal.
—Hoy hizo un día precioso, ¿no crees?
Teresa asintió y entonces trajeron la tetera y colocaron las tazas frente a ellas. Teresa se adelantó, ya que había sido su idea lo del té. Cogió la tetera con gracilidad y sirvió a las dos.
—¿Leche? ¿Miel? —ofreció.
—Miel, dos cucharadas.
Introdujo la cuchara en la espesa y cristalizada miel de azahar y cumplió su deseo.
—Me... he enterado de lo ocurrido con Yorin —dijo entonces Hilda con un ligero titubeo, algo poco normal en ella. Seguidamente, acercó la taza a sus labios, como si quisiera borrar sus palabras. Al ver que Teresa la miraba fijamente añadió—: Quería decirte que lo siento y... que tienes totalmente mi apoyo.
Teresa iba a contestar un No es nada, pero cayó en que sí era algo, y mucho, así que reescribió sus pensamientos.
—Gracias.
—Siento no haber podido hacer nada —continuó—. Estaba al lado tuya, debería haberlo visto.
La princesa estaba sorprendida. No culpaba a Hilda de no detenerlo porque sabía que no podría haber hecho nada, pero que ella sí se sintiera culpable la dejó sin palabras.
—No es la imagen de hermana mayor que me gustaría dar. Cuando dirija el ducado me encargaré de acabar con toda esta misoginia por parte de los nobles. —Esta vez no ocultó su sorpresa—. Creen que solo somos un título que pueden poseer o no para ascender en el poder, como un objeto mágico que te ayuda en una misión pero que no tiene sentimientos. Nos ven inferiores y estoy harta de esto. Luego salimos todas perjudicadas. —Hilda la miró fijamente, dando a entender que se refería a ella. Luego hizo algo totalmente inesperado. Alzó la mano sobre la mesa y cogió la de su hermana para darle un tímido apretón. Ese era todo el contacto físico que habían tenido en años y a Teresa casi se le llenaron los ojos de lágrimas. Le había tocado mucho el pequeño discurso de su hermana. Por un momento recordó su infancia junto a ella, cuando apenas se conocían a sí mismas y al mundo que las rodeaba.
Ahora que eran adultas, no reconocía esa cara comprensiva y empática de su hermana. Y le gustaba. Comenzó a pensar con tristeza en que, si no las hubieran separado, podrían haber sido grandes amigas con apoyo mutuo y mucha confianza. Sintió que dos regueros comenzaban a bajar con prisa por sus mejillas.
—¿Te puedo abrazar? —preguntó con una triste sonrisa avergonzada.
—Claro. —Hilda se levantó, se arrodilló junto a ella y la estrechó en sus brazos, dejando que Teresa apoyara la cabeza en su espalda.
—Te quiero —susurró.
—Yo también. Que triste que no lo hubiéremos sabido antes... —Se apartaron y se miraron a los húmedos ojos—. Ten cuidado, Teresa. No dejes que te hagan daño nunca más.
—No les dejaré —sollozó la princesa. Se sorbió los mocos sin pudor—. Los odio tanto. ¿Qué pasará ahora que... él —No quiso pronunciar su nombre— sabe que puedo hacer magia?
Hilda alzó la cabeza hacia ella.
—Te temen. A los brujos los temen porque desconocen cómo es su magia. Sé que no soy bruja, pero he pasado tantos años estudiando el tema que te puedo asegurar que ahora mismo están retorciéndose en sus palacios, preguntándose si deberían atacar o no. La idea de acabar con una amenaza para el pueblo los complace, en pos de los vítores que recibirán. Pero si sospechan que no eres la única del reino, se echarán atrás. No quieren morir a manos de diablos, como ellos los consideran.
—Por Délide —suspiró—. Si ni siquiera soy tan buena con mi magia. Solo he conseguido manejar ciertos elementos, y de mi especialidad solo sé cambiarme el color de los ojos. Aún no sé invocar el polvo de la creación.
—Pero eso ellos no lo saben. Ni siquiera saben que hay tipos de brujos. No saben que hay brujos más experimentados y otros que apenas acaban de tener su despertar. No saben que cuando todos ellos mueran, es probable que tú sigas aquí. —Aquello era cierto. Los brujos de las estrellas al ser capaces de manejar la materia —el polvo de estrellas del que venimos, el cosmos en su totalidad—, podían extraer el alma de un cuerpo y volver a meterlo en otro cuerpo. Como preferencia, creado en base al anterior. Así que siempre que su alma no se anclara al Bajo Mundo, los brujos como Teresa podían seguir vivos hasta la eternidad.
—Cierto. —Teresa se secó las lágrimas y ayudó a Hilda a alzarse para dar un paseo por los alrededores del castillo, allá donde los ventanales dejaban vislumbrar el acantilado en penumbras.
—¿Por qué la reina Verea no quiere oír hablar de brujos? Nadie más que ella sabe todo lo que ocurre en el reino.
—En el año diez tras el Día de la Separación ocurrió algo —comenzó Hilda—. Una bruja trató de secuestrar al que llegaría a heredero de Alharia, descendencia de tu tía, Amira y el rey Rudolf. Lo manipuló con promesas y falsos hechos, para que huyera de Alharia y fuera con los brujos al sur.
—¿Hacia Londra?
—No. Cruzando el mar. Hacia un lugar del que ni siquiera tenemos mapas. De donde vinieron los brujos.
Teresa la miró con asombro.
—¿Pretendía secuestrarla voluntariamente hacia un lugar desconocido, donde quién sabe qué cosas podrían pasar?
—El heredero tenía diez años en ese entonces. O heredera, no lo tengo claro.
—Con diez años yo hacía estrategias de guerra con padre. —Hilda destensó los hombros.
—Eran otros tiempos. Había relativa paz en ese entonces.
—Vale, pero sigo sin entender a Verea. —Ella reanudó su relato.
—Después de eso, el hijo de Amira se volvió loco, y sigue desaparecido hasta ahora. Por culpa de una bruja. Y lo peor es que él mismo tenía poderes como los tuyos, va por herencia del rey Juhl. Verea odia la magia, pero amaba a su padre. Y al ver que el reino que él le encomendó proteger estaba siendo asaltado por gente que quería aprovechar tu poder, decidió comenzar con las cacerías de brujos. —Aquella información le dolió. Que su propia tía, fuera capaz de ordenar su muerte—. Decidió que prefería purgar Alharia de gente excepcional antes que cederle ese poder al enemigo. Te cedió a ti el derecho al trono porque no sabe que tienes poderes. Y debe seguir sin saberlo —le advirtió. La tomó de los hombros y la miró a los irises violáceos con fijeza—. De lo contario, Alharia está perdida. Yo jamás sabré gobernar mejor que tú. Y si cuando la reina Verea muera, aún no hay un sucesor, esto podría convertirse en un campo de batalla eterno.
—¿Quieres que reine yo?
—Sí. Sé que también tienes que realizar esa misión, y por si acaso estaré formándome como posible heredera en los meses siguientes, pero te lo suplico. Vuelve. Sana y salva. Todos te necesitan.
Teresa se estremeció. Había tanto en juego... Ella no era capaz de soportar tanto. Estaba la amenaza inminente de Mortus de quemar su propio mundo desde los cimientos, y a la vez la de evitar el posible caos. No podría hacerlo sola. Pero tendría que intentarlo.
—Cumpliré la misión, Hilda —proclamó con decisión—. Lucharé con todas mis fuerzas. Porque solo yo puedo acabar con él. Si Mortus destruye Alharia, no habrá lugar al que volver. No quedará nada.
¡Feliz lunes! :)
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