Capítulo 4. Poemas de otros tiempos
ATHINA
Décimo Anochecer de Deshielo Tormentoso, 17
Cabalgó durante toda la noche sin descanso hacia el sur. Si se detenía, acabaría muerta por hipotermia. La última nevada del año estaba dando todo de sí para helar a los viajeros, pero ella había llegado lejos y no pensaba detenerse.
El bosque era como cualquier otro. Sus pinos en verano daban un aspecto apacible y acogedor, pero en aquel momento, la nieve de las ramas llenaba su alrededor de blancos invernales. Se respiraba el frío en el ambiente y reinaba la quietud. Lo único que se oía eran los cascos del caballo contra el suelo seco, crujiendo cuando aplastaban alguna rama.
Athina era capaz de reconocer la belleza que la rodeaba y por un momento pensó en quedarse. Pero sus planes albergaban más que eso. Quería cruzar las montañas hacia Deralia y una vez allí, se haría con provisiones para emprender un viaje al desierto, hogar de los brujos. Ahí podría encontrar las respuestas que su amiga no pudo darle.
Cómo echaba de menos a Sophya... Cada día de su vida se preguntaba qué habría pasado si no hubiese estropeado el plan que tenían. Tal vez habrían escapado mucho antes.
—Ahora la única libre soy yo —susurró contra la crin del percherón dejando una nube de vaho.
Era injusto. Pero Sophya dio su alma para que Athina pudiera seguir adelante. Por tanto, decidió que su sacrificio no sería en vano.
Había oído que los nigromantes eran capaces de crear portales al Bajo Mundo, donde se guardaban las almas de todo ser vivo que hubiese perecido. Si les pedía ayuda, quizás Sophya pudiese volver a Alharia, aunque fuese en forma de fantasma. Y volverían a estar juntas.
Siempre le habían advertido de que, si en alguna ocasión se llegaba a cruzar con alguno de esos brujos de la materia, debía huir y no dejarse ver por ellos. Antes tenía miedo de las historias que le contaban sobre lo malos que eran. Todas afirmando que la separación de Alharia había sido culpa de ellos. Ahora Athina los buscaba con desesperación.
La luz grisácea del crepúsculo comenzaba a inundar el cielo señalando el amanecer. Le esperaba un arduo día surcando cordilleras hasta Deralia, donde si Arshi quería, podría descansar y comer bien.
Las ardillas saltaban alegres entre los árboles y los pájaros comenzaban con sus cantos matinales. El sendero que atravesaba el bosque estaba cargado de olores y sonidos, hasta el momento desconocidos para ella. El aroma de la madera se entremezclaba con el olor dulzón de las flores silvestres, y los cantos de los pájaros se veían eclipsados por los zumbidos que pasaban cercanos a sus oídos.
La luz de la mañana acariciaba las montañas nevadas a su espalda. En varios kilómetros a la redonda no había ni un solo ser humano. Estaba sola.
Cierto ciervo curioso la observó tras un arbusto. En su boca asomaba una cereza a medio masticar lo que significaba que se estaba acercando a la ciudad: en el bosque predominaban los pinos, no los cerezos.
El llano terreno comenzaba a ascender. Tras él había una pendiente que bajaba hasta una extensa estepa. Deralia se encontraba en las laderas de esa formación poco natural y más allá ya no crecía nada desde la separación. Tan solo quedaba un vasto y yermo territorio dominado por el polvo y las tormentas de arena.
Su estómago rugió con la sola idea de una comida caliente. Así pues, arreó al percherón y atravesó los árboles al galope.
Al ocaso llegó a la cima de la pendiente, desde la que se veía casi toda la Isla Septentrional, y un súbito viento le revolvió el pelo y el vestido esmeralda, dándole de frente una imagen salvaje e imponente. A su espalda solo quedaba el bosque y las demás ciudades del norte. Su pasado.
Había una fortaleza con forma de media luna que protegía Deralia del calor del desierto y orientaba su entrada cerca del pie de la montaña. Era una pequeña ciudad con casas rectangulares de arcilla y un mercado en su centro que resistía bajo el sol. Solitaria y augurando desesperanza.
El horizonte no se distinguía entre el cielo y la tierra cuarteada, pues ambos portaban el mismo tono apergaminado.
A medida que bajaba, el sol la seguía, escondiéndose tras la fina línea de tierra. Poco a poco, los árboles y la hierba fueron quedándose atrás mientras en Deralia se encendían los faroles y las lámparas de aceite de las casas.
Se cubrió con la capa por seguridad.
Aunque la magia no fuese bien vista en la Isla Septentrional, nada le aseguraba que en el resto de Alharia hallaría paz. Había oído historias de brujos a los que habían quemado en la hoguera, por acusaciones absurdas o diversión. Igual que hicieron con Sophya, a pesar de que ella era una humana normal. Los humanos buscaban cualquier justificación para llevar a cabo sus crueles actos. Les gustaba experimentar, diseccionar las cosas bellas para mancillarlas con sus perversos ojos.
Tanto era el odio hacia su especie que, aunque la mismísima Arshi bajase del Alto Mundo para desmentirlo, la gente seguiría aborreciéndola. Por su bien, debía cubrir sus irises para no atraer la atención de ningún cazador de brujas. A pesar de llevar puesto el colgante canalizador, la joven ya había nacido con esos ojos. Por ello, su amatista no le proporcionaba ninguna protección física.
Bajó toda la pendiente al galope, sintiendo el aire cargado de polvo y pesadez. Redujo la velocidad al llegar a Deralia. Al contrario de otras ciudades, no poseía una entrada específica, sino que se podía entrar desde cualquiera de las calles de las afueras, con casas abiertas al norte.
De primeras pensó que aquella era una mala decisión por los ladrones que merodeaban cada noche. Pero luego cayó en la cuenta del verdadero propósito. Deralia no se defendía de los otros pueblos, sino de lo que había desierto adentro.
Tragó con dificultad y bajó del caballo. Lo primero que haría sería venderlo. Dudaba que el animal pudiera resistir las oleadas de calor y tampoco quería obligarlo a forzarse. Cruzar el desierto era cosa suya.
Caminó a paso lento, tratando de aparentar el semblante de una simple viajera cansada. Si lograba pasar desapercibida esta vez, se ahorraría mucha violencia. Ahora que lo pensaba, quizás también debería conseguir un arma para defenderse. Alharia podía llegar a ser muy hostil incluso con los nativos corrientes.
A los lados podía ver más de cerca las paredes rugosas y cuarteadas de las casas. Otra de las indicaciones de que ni el barro sureño resistía a aquel sol. Sus pies levantaban nubes de polvo a cada paso y todo el lugar denotaba quietud. Cuando la última luz se desvaneció por el horizonte, la ciudad cobró vida. La gente comenzó a salir de sus casas y barrer los porches que jamás quedarían impolutos. Los carromatos traqueteaban por las calles adoquinadas más cercanas al centro y los tenderetes de joyas, telas y frutos secos abrían sus puertas al público.
Athina llegó al lugar de máximo apogeo y preguntó por el establo más cercano a un gor cercano. Este, con su nariz sonrosada y sus apenas cuatro palmos de altura, le indicó cordialmente la dirección. En todo momento la joven se cubría los ojos con la capa.
Recorrió el camino hacia la estructura de madera barnizada y el mal olor que auguraba las heces de caballo. La paja inundaba el lugar, en cada establo hundida bajo el peso de las yeguas, los purasangres y un plateado keisar. Este último poseía una belleza inigualable. Estaban reservados a los pocos nobles que se aventuraran en esas tierras y por la baja demanda solo había uno, brillante cual luna llena.
Tiró la cuerda que ataba el cuello del percherón y lo arrastró junto a sus hermanos. Él olisqueaba con curiosidad el lugar. Al pasar por el cubículo del keisar alargó la mano para acariciarle la trenzada crin.
—No se tocan —gruñó una voz a sus espaldas.
Por mucho que quisiera abrazarlo, debía mantener las apariencias y pisar con cuidado, así que apartó la mano y se dirigió al palafrenero. El hombre tenía complexión grande y parecía capaz de partirle el cuello con sus manos si se lo proponía. Junto a su bíceps izquierdo tenía un tatuaje de un corazón descolorido con un letrero que rezaba Chantal. Estaba fumando una pipa, sentado sobre un banco astillado.
—¿Cuánto me da por este percherón? —preguntó.
El hombre se inclinó hacia ella e inevitablemente retrocedió. La escrutó con la mirada y ella se ciñó más la capa. Él pareció dudar.
—Depende de su procedencia. Pareces una criada de palacio —dijo pensativo—. ¿Qué haces tan lejos de la capital?
—Oh, llevo el uniforme de madre porque ella está enferma —mintió—. Mi familia se dedica a la pesca y este caballo es el que usamos para traer el pescado. Pero como madre... —cortó su voz de forma teatral y se sorbió los inexistentes mocos.
—Entiendo. Necesitáis medicamentos. —Parecía comprensivo. Entonces achinó los ojos—. ¿Por qué no me miráis a la cara? No me gusta hacer tratos con gente de confianza dudosa.
—Tengo la enfermedad en los ojos de mi madre, pero en sus inicios. —El palafrenero pegó la espalda a la pared de pronto.
—A ver.
—No se lo recomiendo, es contagiosa. —Él no podía verla, pero sonrió con malicia al ver el miedo que recorría su rostro. Entonces el fijó la vista en el percherón.
—Oh, no se preocupe, no afecta a los animales —se adelantó ella.
Tiró de la cuerda del caballo y lo pasó por delante de ella hacia el hombre. Él tomó un paño y repasó la cuerda antes de tocarla.
—Te doy una moneda de plata —declaró, con la intención de enfadarla y que le reclamara más. Era lo que la gente solía hacer y le gustaba el entretenimiento. Pero se sorprendió cuando ella aceptó.
—Hecho. Gracias.
El hombre se levantó y sacudió la cabeza pensando en lo ingenua que era esa niña y la bronca que le darían al llegar a casa. Pero él conseguiría vender el caballo antes de eso, ya no tendría ningún lazo con el problema, se dijo. Se dirigió a un escritorio y extrajo una bolsa de la cajonera. Sobre la mesa había dos velas derretidas. Tomó una de las monedas.
—Toma —se la lanzó y chasqueó contra la pared de madera antes de caer en la paja. Atina se apresuró a recogerla.
—Un placer hacer negocios contigo. —Palmeó al animal con suavidad y se marchó.
Athina sintió pena por tener que despedirse del ser vivo que la había ayudado a escapar. No de forma voluntaria, pero había contribuido. Sin embargo, necesitaba provisiones para llegar al desierto. Salió a toda prisa, echando un último vistazo al keisar y pensando en lo bonito que sería ver una manada en libertad.
Afuera se oía una suave música haciendo eco entre la muchedumbre. Se fijó en un trovador que golpeaba un tambor y meneaba las piernas con cascabeles atados. Una capa larga color azul marino le cubría el rostro por completo. La gente se daba codazos para adelantarse y obtener mejor visión de aquel personaje. Al ver aquello, el trovador se subió a un muro de piedra que delimitaba una casa con la calle. Bajo la luz de los faroles tomó un aspecto algo siniestro en opinión suya.
La animada canción procedió al término y el trovador se sentó sobre las piedras con actitud oscura. Por un segundo a Athina le pareció divisar unos irises azules que la observaban directamente bajo aquella capucha, como a un igual. Así, comenzó a cantar. Su voz sonaba lenta y profunda, como si contara una historia de miedo a la luz de la lumbre.
—A la luz de esta lumbre, contaré una verdad. Bajo el sol y las estrellas una diosa aguardará. Los humanos la han atado, a su vínculo mortal. Y sin luz descansa ella, aguarda su despertar. —A Athina le dieron escalofríos. El trovador se detuvo un instante y entonces comenzó a dar golpes lentos y rítmicos al tambor—. En las tierras lejanas del sur, un espíritu oscuro acaba con la luz. Los ríos se secan, las montañas se quiebran, pero nadie se atreve a ir al sur. Cinco héroes dispuestos a luchar, al demonio por fin lograrán desterrar. Los ojos violetas, un extraño poder, entre la gente no se dejan ver. —En aquel momento la joven estuvo totalmente segura de que la miraba a ella—. El fuego os consume, dejadlo salir ya. Entrañas de los miedos, muerte sin respirar. Ahora busca un consuelo, la culpa sentirá. Las llamas se alzan lento, abrazad el despertar.
El público, aún sin entender el verdadero significado de la canción, prorrumpió en aplausos. El trovador se deshizo de los cascabeles de sus piernas y del tambor y los dejó caer al suelo sin cuidado, causando un estruendo. Caminó en línea recta hacia la joven. A su paso la gente se apartaba. Al llegar junto a ella, le tendió la mano y se entrevió una sonrisa bajo la tela.
Athina alzó la vista; lo tenía apenas a unos centímetros de su cara. Agarró su mano y notó la calidez que desprendía. Sus dedos entrelazados creaban una habitación de paz y calma. Se sintió invencible y sus miedos desaparecieron. La magia fluía entre ellos como un río, con familiaridad. Era un brujo de los mares.
—Nos estabais buscando —afirmó él con voz amable y una sonrisa enigmática—. Y nosotros os encontramos antes. ¡Bienvenida a casa! —Lo siguiente que sintió fue un tirón del brazo y como sus pies iban a toda velocidad y al compás del chico mientras salían de la ciudad, dejando a todos los demás atónitos.
Esta vez he actualizado pronto jeje. Ahora en un rato publicaré el siguiente capítulo, para daros tiempo a leer, comentar y compratir vusestras impresiones de este. Mis mensajes privados están siempre abiertos para que fangirleemos juntos <3 y en Instagram también contesto los Directs a menudo. Os invito a ser creativos y si os gusta la historia a dibujar los escenarios que más os hayan gustado o a hacer edits de personajes, que me hacen muchísima ilusión. Además, puedo publicarlos aquí, bajo cada capítulo :D
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