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Capítulo 3. Un despertar inoportuno

BASTIAN

Décimo Anochecer de Deshielo Tormentoso, 17

Había dos cosas que Bastian aborrecía por encima de todo: la falta de empatía y la gente deshonesta.

Quizás por ello se sentía muy a gusto con las cabras. No juzgaban, estaban locas y tenían un carácter que él admiraba. No les importaba lo que dijeran los demás de ellas, seguían brincando y lamiendo sal con felicidad.

Bastian Wënor vivía con su madre en una aldea sin nombre a las afueras de Duggel. Su padre había sido reclutado hacia la desolada Isla Meridional por petición del duque Kylus Hordith.

De eso hacía ya cuatro lunas y él seguía recordando aquella carta con sello verde y olor a olivo. En ella se solicitaba la presencia de todos los hombres capacitados para luchar en nombre del duque. Y con solicitar se refería a una obligación que, de no ser acatada te despojaría de todas tus tierras.

Así que, con una familia a la que mantener, el padre de Bastian marchó a la batalla. Todo en nombre de un duque al que le interesaba más el oro enterrado bajo la sangre del desierto que las vidas de su pueblo.

La vida en la granja desde la partida de su padre había sido monótona y solitaria. Cada mañana sacaba a las cabras a pastar en las montañas y volvía al mediodía para engullir un plato que apenas lo alimentaba.

Todo se había vuelto más duro, y el frío del invierno había azotado el huerto con crudeza, dejándolos con la mayor parte de la cosecha congelada. Aún se preguntaba a veces cómo habían conseguido sobrevivir a aquello.

Aquel día había salido más temprano de lo normal, convencido de que si acababa antes con las cabras podría tener tiempo de practicar sus posturas de lucha. Tenía un árbol preferido al que pegar, sobre una colina al norte de la aldea. A menudo imaginaba la cara del duque mirándolo con burla por encima del hombro, y eso reforzaba su puntería.

En realidad, nunca había visto su aristocrático rostro puesto que vivían muy lejos de la ciudad para que llegaran los panfletos de propaganda a favor suya. Más bien imaginaba a un hombre delgaducho, de nariz aguileña y cabello gris, recogido hacia atrás en una coleta.

En su mente todos los nobles tenían el mismo aspecto. Los aborrecía.

Al acabar corrió de vuelta a casa, bajando la montaña con euforia. Tenía un pequeño presentimiento que lo había mantenido toda la mañana con el corazón en un puño. Se sentía raro. Y por lo que tenía comprobado, su intuición no solía fallarle. Esa vez no fue menos y al cruzar la esquina que daba al porche de la entrada, se encontró con su madre escrutando el cielo.

Se la veía preocupada, con el ceño y los labios fruncidos.

—¿Qué ocurre, madre? —quiso saber.

—Escucha.

Él aguzó el oído y se apartó las greñas del rostro. Fue entonces cuando en medio de la agitación de los árboles escuchó un crepitar. Y en medio de las nubes, a lo lejos, divisó una luz violácea que se dirigía hacia ellos con rapidez.

De pronto la luz desapareció en un estallido, provocando un sobresalto por parte del chico. Nunca se había llegado a acostumbrar a las apariciones de los cinfos, puesto que no aparecían por su aldea muy a menudo.

Pasaron unos segundos y se volvió a oír otra explosión de energía. Junto a ellos se materializó el cinfo entre llamas violetas.

Se trataba de un ave azulada, dotada de una majestuosa cola con plumas largas, finas y elegantes. Un ave capaz de teletransportarse a través de la energía oculta a la vista de los humanos. Podía descomponer su cuerpo por completo con un fuego abrasador y reconstruirlo en un lugar totalmente distinto.

Una especie antaño sagrada, ahora reducida tan solo a la mensajería real. Porque lo que portaba el cinfo en el pico no era otra cosa que una carta.

Una carta con sello verde.

Su madre, Laien, se sintió desfallecer. Por su parte, el ave abrió el pico y dejó caer la carta en manos de Bastian. Con otro estallido morado, desapareció de la vista. Las chispas revolotearon un segundo más antes de esfumarse por completo.

El muchacho se apresuró en abrirla, pero las manos le temblaban y no conseguía agarrar la cera con las uñas.

—Madre, encuentra el abrecartas —le pidió.

Laien regresó aprisa con un filo oxidado de pequeña empuñadora. Él le pasó el pergamino y de un tajo la cera se separó del papel. Olía a olivo y a riqueza, si es que lo último poseía alguna fragancia.

—¿Qué dice? —preguntó el joven con expectación.

Al abrir la carta y leer las primeras líneas, a la mujer le temblaron las rodillas y cayó sobre ellas al porche de madera.

—No —murmuró con lágrimas en los ojos.

Bastian recogió el pergamino del suelo y comenzó a leer. A medida que llegaba al final de la carta más se desconectaba del mundo real.

Estimada Laien Wënor:

Lamentamos comunicarle que su esposo, el honorable Sandor Wënor, ha desaparecido con la totalidad de su escuadra en el último asalto a las tribus indígenas de Londra. Las circunstancias son inciertas ya que ninguna de las víctimas puede dar su versión de los hechos.

Mi más sincero pésame; Su Alteza Real, el Gran Duque Kylus Hordith de Thirmis.

Bastian sintió que se le quemaban las entrañas de la angustia y la rabia que sentía, y percibió aquel dolor en el pecho que lo obligaba a alejarse de todo. Salió corriendo mientras soltaba la carta, y esta permaneció un rato bailando en el aire antes de deslizarse por las tablas del porche.

Las montañas de su alrededor aún tenían pequeñas formaciones de nieve, que bajaban en forma de arroyos hasta los campos de cultivo. En invierno subir esa cordillera podía resultar una tarea imposible, así que las cabras trataban de pastar entre el valle que se formaba en sus pegadas laderas.

Atravesó el campo, rápido como un rayo. A su paso, las hebras doradas de trigo se chamuscaban y creaban su propio camino ennegrecido. Bajo sus pies, el suelo se cubría de ceniza. Más deprisa, y cada vez con mayor fuerza, con lágrimas en los ojos y ganas de aniquilarlo todo a su paso. Pero también de huir para siempre y dejar de sentir.

Cegado por el dolor, llegó al avellano contra el que solía luchar, con la esperanza de que sirviera de algo. Comenzó a golpearlo con fuerza, gritando en el proceso. Dio tales golpes que en ocasiones normales le hubieran hecho sangrar los nudillos. Pero esta vez, la corteza del pobre árbol se hundía bajo su peso, dejando huellas carbonizadas.

Se secó las lágrimas y se tiró al suelo. Él, que siempre había oído historias de familiares arrebatados en la guerra, que nunca había imaginado que algo así le pudiera pasar.

Aún conservaba la esperanza de que lo encontraran, pero la parte racional de su mente insistía en que de la guerra nadie salía con vida. Odiaba esa parte. Siempre le hacía sentir mal sin poder evitarlo, incrustando en su mente semillas de preocupación.

Y la mayoría de las veces su propia mente le jugaba esas malas pasadas.

—Deberíais tener a mano un cubo de agua —dijo entonces una voz grave y paternal tras él—. No vaya a ser que queméis los últimos recursos de vuestra aldea.

Bastian se sobresaltó y barrió los alrededores con la mirada. La voz provenía de un anciano calvo, de piel arrugada y ojos negros como una noche sin astros. Iba ataviado con una túnica oscura que le rozaba los tobillos; las puntas hechas jirones. En su mano descansaba un cayado retorcido, en el cual se apoyaba con expresión meditabunda.

A pesar de su excéntrico aspecto, Bastian desechó sus dudas y lo miró desafiante.

—¿A qué se refiere? —preguntó.

—Mirad a vuestro alrededor, muchacho —le ordenó el anciano y señaló el tronco del avellano.

El joven siguió el recorrido de su cayado y vio que el árbol presentaba agujeros humeantes. Allá donde Bastian había tocado con sus nudillos, el tronco se había quemado sin aparente lógica.

—¿Qué...? —escapó de sus labios.

Escrutó el campo y se percató entonces del camino de ceniza que había dejado a su paso. Tras él, el sol comenzaba a descender. Sus ojos se abrieron en sorpresa. Las palabras no salían de su garganta porque no tenía ni idea de qué estaba pasando.

—Ah —murmuró el anciano con satisfacción—. Al final habéis tenido un despertar, querido amigo. Un despertar algo inoportuno, diría yo. Pero lo que importa es que ahora sois de utilidad.

Bastian experimentó una confusión total. Sabía que había sido él, pero no encontraba explicación alguna. Nunca había visto nada como aquello.

—¿Quién sois? —dudó.

—Oh, tan solo un peón más en este gran juego que las diosas han preparado para los mortales. —En su tono había cierta indiferencia—. Aunque es obvio que vos sois un peón mucho más importante, dadas las circunstancias. Me presento ante vos como un humilde nigromante, dispuesto a ayudaros a controlar vuestros recién obtenidos poderes, y a allanaros el camino hacia la gloria que tenéis escrita. Lucian a vuestro servicio. Lucian a secas —aclaró.

Bastian tardó unos segundos en reaccionar. Para empezar, porque le habían inculcado desde niño que los brujos eran el enemigo de Alharia, por haber separado el reino en cinco islas hacía diecisiete soles. Cuando aquello ocurrió, él apenas tenía un año y por poco había sobrevivido a la tragedia.

Que ahora el nigromante lo acusara de ser aquello que tanto perseguían, le revolvía las tripas. Pero también respondía algunas de las preguntas que llevaba tiempo haciéndose. Por ejemplo, la energía excesiva que poseía. O esa intuición que pocas veces fallaba.

Así que, en medio de aquel amasijo de emociones, se dejó caer al suelo y se tapó los oídos. Era algo que hacía para dejar de sentirse abrumado y poder pensar con claridad.

Lucian posó una mano huesuda sobre su hombro.

—Si de verdad soy lo que decís —argumentó el joven—, ¿por qué no poseía habilidades mágicas al nacer?

—Porque vos formáis parte de un tipo de brujos muy especial y poderoso. —El nigromante hizo una pausa para echar un vistazo alrededor—. Sé que tendréis muchas preguntas, pero tengo poco tiempo y antes he de entregaros algo de suma importancia. —Extrajo una bolsita de terciopelo azul de entre los pliegues de su ropa y se la tendió al muchacho.

Él alzó la cabeza y la recogió con su mano. El tacto era suave y desconocido para él. No estaba acostumbrado a tocar telas tan lujosas.

Deshizo el nudo que apretaba la bolsita y de dentro extrajo un colgante con cadena de oro blanco y una piedra redonda y aplanada a modo de dije. Un lapislázuli.

—Ponéoslo en el cuello, muchacho y portadlo con discreción. —Así lo hizo—. No debéis dejar que caiga en malas manos puesto que es un conductor de energía único en el mundo, creado a medida para canalizar vuestro tipo de magia. Sin él, vuestros poderes serán inestables y tendréis más posibilidades de que os descubran los cazadores de brujos.

—Los cazadores no pasan por estas tierras, Lucian. Apenas y tenemos algún extranjero al año —razonó.

Lucian chasqueó la lengua con exasperación y observó fijamente sus ojos.

—Creedme, los cazadores encuentran la magia tarde o temprano. Mientras tanto, manteneos alerta. —Se dio la vuelta y comenzó a descender la colina a paso rápido.

Bastian corrió tras él.

—¿A dónde vas? Tengo preguntas y no...

—No me queda tiempo: el portal se va a cerrar.

El joven lo buscó con la mirada sin encontrarlo.

—¿Creéis que dejaría algo así a plena vista? —inquirió el anciano con una risita.

Levantó un brazo en el aire y desapareció al instante. Bastian dio un respingo: nunca había visto la magia de forma tan cercana y directa.

—Nos volveremos a ver, lo prometo. Aún he de hablaros sobre una misión que las diosas te han encomendado. Quizás os interese; os llevará a la Isla Meridional. —El anciano guiñó un ojo. ¿Pero cómo podía saber...?

Dio un paso hacia la nada y desapareció de la vista, dejando a Bastian con más preguntas que en un inicio. Quizás fue su poca costumbre a lidiar con extranjeros o su educación junto a aldeanos honestos y de buen corazón, lo que lo impulsó a creer en el anciano. Lo que sí sabía era que había cierta verdad en sus palabras y que, a pesar de su efímera aparición, había despertado su completa curiosidad.

Escrutó el horizonte con inconsciencia, mientras rozaba con la punta de los dedos el colgante. Sintió un cosquilleo recorrer su espalda. Toda la ansiedad desapareció y su mente quedó en calma, como nunca había estado. La sensación era agradable y eso le permitió analizar mejor la conversación.

Un detalle en el que se había fijado era que Lucian no le tutelaba, y lo trataba como a un ser de alto rango, cuando él era un simple granjero. Aquello le incomodaba un poco.

Y su mención repetida a las diosas de Alharia lo tenía en ascuas. ¿Las diosas mismas lo habían elegido para una misión? Bastian era consciente de que las deidades a las que rezaba no habían sido vistas nunca por el hombre. ¿Acaso los brujos tenían contacto con ellas? ¿O era tan solo una forma de hablar?

El último punto era la mención a la isla en la que su padre había desaparecido. Lo pensó bien y quizás si aceptaba esa misión podría encontrar a su padre por su cuenta. Sabía de sobra que el duque no se molestaría por la vida de los siete hombres de su escuadrón, cuando poseía a cientos de soldados más.

Solo le faltaba averiguar el objetivo de la misión.

Bajó la vista hacia la bolsita de terciopelo azul que sostenía su mano izquierda.

Esto es caro, pensó. Debería mostrárselo a madre.

Retomó el camino de vuelta a casa. La granja constaba de varios establos y cercas para ganado, además de pequeños huertos distribuidos a lo largo del valle. La casa de piedra y barro se encontraba en el centro, a disposición de todo. Su aldea estaba conformada por grupos de granjas casi calcadas a la suya, con la excepción de que estas tenían más recursos.

Su madre ya había entrado y Bastian agradeció que no lo esperara, sino que le dejara su espacio para gestionar las cosas. Al llegar a la puerta, tomó aire y entró en la sala de estar donde su madre lloraba desconsoladamente sobre un sillón maltrecho. Se arrodilló junto a ella y la abrazó.

—Tranquila, madre, seguro que lo encontrarán tarde o temprano. Mi padre es un hombre fuerte, seguro que resiste a esto también —trató de consolarla. Laien levantó la mirada hacia su hijo. Se secó las lágrimas y trató de calmarse.

—Eres una gran persona, hijo mío. No te merezco —respondió con una tenue sonrisa.

—Y sobre el dinero, no te preocupes madre, tengo algo que puede servirnos de sustento para comprar semillas nuevas y sobrevivir esta primavera.

—¿De qué se trata?

Bastian le pasó la bolsita y ella la cogió con sumo cuidado.

—¿De dónde la has sacado? —preguntó con asombro.

—La encontré río abajo, enganchada en unas ramas.

Ella frunció el ceño, pero pareció creerle.

—Bueno, mañana podemos ir a Duggel a venderla. Quizás saquemos unas monedas de plata por ella. —Entonces se fijó en la piedra pulida que brillaba sobre el cuello de su hijo.

—Espera, ¿qué es eso que brilla? Déjame verlo —le pidió levantándose.

Él recordó entonces la advertencia del anciano sobre proteger el colgante. Pero era su madre, ella no podía tener malas intenciones... Se pasó la cadena por el cuello y se la tendió. Al momento de reconocer lo que era, Laien se sobresaltó y cayó hacia el suelo con angustia, comenzando a rezar. Bastian la miró como si estuviera loca y retrocedió unos pasos, inseguro. ¿Qué demonios estaba pasando ese día?

—¿Madre?

—... a cambio de mi fe total y ciega en ti, en el Camino del Firmamento y la luz que cada día nos otorgas sin nada a cambio. Háganse, oh, realidad nuestros destinos —acabó su madre y regresó a su llanto—. Oh, Bastian. Sabía que algún día llegaría el momento, pero justo ahora... Esto es muy inoportuno.

Había usado el mismo adjetivo que Lucian y aquello impulsó las teorías que tenía. El joven estaba en completo desconcierto. Notó que la respiración de su madre se volvía irregular.

—¿Qué pasa? —Su voz titubeó.

Ella respiró con dificultad y se levantó del suelo. Cogió a su hijo de la mano y lo guio escaleras arriba hasta su habitación. Frente a una cama de matrimonio, encima de un tocador improvisado, Bastian no reconoció su reflejo. A pesar de que el espejo no era liso, lo que le sorprendió no fue su cara distorsionada, sino aquellos irises, antaño azules como el mar y ahora de un violeta intenso.

Entonces volvió a pasar el colgante por su cabeza. Al contacto con la piel del cuello, la piedra le transmitió la misma sensación de calidez, y entonces sus irises volvieron a su color normal. Como una metamorfosis.

—Voy a contarte una historia tan antigua como el tiempo. Una historia que solo se nos ha confiado a los familiares de los portadores del poder de Arshi y Délide.... —Laien suspiró como si exhalara toda la angustia que le quedaba—. Gente como tú.

He tardado bastante en publicar este capítulo por la presión, pero creo que ha merecido la pena. Por primera vez conocemos el punto de vista de Bastian y es algo de lo que habrá mucho en esta nueva versión. Me siento muy feliz por lo bien que está quedando. Gracias por leer, me muero de ganas por lo que está por venir... Por ahora, permaneceremos como rosas cerradas, para preservar el misterio ;)

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