Capítulo 1. La llamada de lo arcano
VEREA
Quinto Anochecer de Ardientes Llamas, 0
Sobre la medianoche todo quedó destruido.
Había comenzado con ligeros temblores de la tierra, aparentemente inofensivos. Al intensificarse, las gentes soltaron un ¡Por Arshi y su gente! y pensaron atemorizados que un temible daenka se había escapado del Archipiélago Solitario. Pronto desearon que hubiese sido tan solo eso.
El viento apretó su marcha por los cielos y los pájaros salieron volando asustados. Los árboles se tambalearon con la fuerza de un ciclón, bajo el cielo azul del mediodía que comenzaba a oscurecerse. Y entonces se volvió rojo como la sangre.
Las llamas devoraban todo lo que pudiese ser combustible para ellas mientras las gentes huían en todas direcciones. Los rayos surcaron la bóveda celeste y los truenos retumbaban bajo los gritos, ahogando cualquier signo de cordura y razonamiento.
El caos se impuso, y con él, la locura.
Mientras la plebe trataba de ponerse a cubierto, la nobleza se escondía en sus palacios de sólida piedra. En el punto más alto de Árshide, donde se erigía el Palacio Rojo, la reina Verea Lywen estaba acurrucada bajo la cama con su esposo.
Lloraba su temor a la muerte, envuelta en terciopelo y seda, con el pelo normalmente pulcro y estirado, ahora deshecho y apelmazado por el sudor. Su mirada severa, iba ataviada de miedo y lágrimas. Él le acariciaba el pelo con cariño tratando de calmarla.
Cuando las ventanas vibraron, la reina apretó su cuerpo y cerró los ojos tanto como pudo. Los cristales estallaron hacia el interior, todos a la vez, y el suelo se llenó de una fina capa brillante. El rey la cubrió con sus brazos y le estrechó la espalda, que se deshizo en escalofríos.
El viento entraba ahora por los huecos entre las paredes y sacudía las cortinas y el dosel de la cama.
—¡No podemos quedarnos aquí! —gritó el rey contra el ruido.
Le tendió la mano a su esposa y la obligó a salir de debajo de la cama. Estaba ayudándola a levantarse justo cuando un rayo surcó el cielo a pocos metros, sobre el jardín. Un árbol comenzó a arder y los setos de los jardines reales procedieron a arder.
El trueno que lo siguió provocó que la pareja cayera nuevamente al suelo, y una nube de polvo descendió desde el decorado del techo. A duras penas se incorporaron nuevamente, con los ropajes y las cabezas cubiertas de blanco. Tras un asentimiento por parte del rey, cruzaron los aposentos dando traspiés con los muebles amontonados.
Los pasillos estaban envueltos en gritos de la servidumbre que entraba y salía en cada habitación en busca de supervivientes. Una niña rubia vestida con el color escarlata de la corte se dirigió a la reina con prisa.
—¡Mi señora! —exclamó—. Ha de ponerse a salvo de inmediato. Acompáñeme.
El rey soltó entonces a Verea y la besó en la frente.
—Voy a buscar refuerzos, querida. Tu sigue a la criada, ella te llevará a un lugar seguro.
Ella asintió y se subió las faldas del vestido para seguir a la joven por el pasillo. La guio a través de vestíbulos humeantes, cubiertos de alfombras y tapices que los habitantes del castillo se afanaban por alejar de los candentes brazos de las llamas.
Bajaron las amplias escaleras hacia el vestíbulo principal del palacio. Los ventanales que discurrían a lo largo de las paredes iban estallando a medida que avanzaban corriendo.
Un grito escapó de su boca y se cubrió la cabeza con los brazos.
Y a la reina no le quedó menor duda de que aquello no era un desastre natural. Sorprendida y furiosa, se preguntó por qué narices sufrían un ataque mágico. ¿Qué tenían los brujos contra ellos?
Sintió un pinchazo de hielo en el corazón al descubrir que aquello significaba que estaban en guerra.
—¿A dónde me llevas? —le preguntó a la muchacha, sintiéndose de pronto cansada.
—A un pasadizo, mi señora. Por favor, no paréis de correr.
Cambiaron el rumbo hacia las mazmorras, por otro pasillo que cruzaba la parte baja. Ahí las paredes estaban revestidas de papel color crema y espejos dorados. La tierra se tambaleaba con tanta fuerza que no había forma alguna de mantenerse en pie, así que tuvieron que hacer un esfuerzo sobrehumano para avanzar.
Las paredes se resquebrajaron y a través de los agujeros que iban dejando los ventanales, la reina pudo ver que los árboles del patio interior salían volando. Tan ligeros como palillos mondadientes.
Al fin llegaron al principio de las negras catacumbas. Ahí la piedra de las paredes cambiaba del blanco pulido al áspero gris de la montaña. Bajaron unos escalones de piedra resbaladizos, agarrándose a las paredes, sintiendo su roce bajo los delicados dedos. Discurría en forma de caracol, adentrándose más y más en el subsuelo.
El frío habría sacudido los huesos de la reina de no haber sido porque llevaba un vestido de lo más abrigado, casi asfixiante diría ella.
Abajo, la reina descubrió las mazmorras reales, donde de vez en cuando acababa un noble por traición o conjura contra su reino. Tragó saliva y siguió a la criada, que parecía saber muy bien qué camino tomar. El techo retumbaba. La muchacha tomó una de las antorchas de las paredes.
Pasando entre algunas celdas vacías, dieron con un callejón sin salida al toparse con una pared al fondo. La criada extendió la mano y rozó un punto entre dos rocas activando el mecanismo que abría el muro.
Una circunferencia de pared se hizo a un lado y les reveló otro tramo de escaleras que descendían. Solo se oían los pasos apresurados de sus zapatos. Pegada a sus últimos peldaños hallaron una puerta de madera roída.
—Hemos llegado.
Al otro lado de la puerta se encontraba una habitación llena de leña, con el suelo cubierto de colchones. En una de las paredes había una chimenea de mármol y en una esquina, una tina de cobre con un grifo. Estaban tan bajo tierra que seguramente aquel grifo podía extraer agua de la base de un pozo. Olía profundamente a humedad.
—Hay un tubo que conecta el agua a la piedra de la chimenea, así que tendréis agua caliente —informó.
La reina asintió. Como refugio estaba muy bien. Se dejó caer en uno de los colchones y la chica se puso a rebuscar entre los trozos de leña. Cogió dos grandes y los colocó en la chimenea. Aprovechó el fuego de la antorcha para prenderlos y luego la dejó en un soporte metálico que había anclado la pared.
Minutos después, ambas observaban el fuego, cada una sumida en sus pensamientos. Verea permanecía con la mirada apagada, preocupada por su marido que aún seguía en ese infierno.
¿Y si estaba herido, o atrapado? ¿Y si estaba muerto? Se aferró a la manta con más fuerza y cerró los ojos para retener las lágrimas.
Observó detenidamente a la joven. Su pelo dorado caía liso por su espalda, con las puntas algo onduladas. Tenía flequillo, y unos grandes ojos castaños que se perdían asustados en el fuego. No aparentaba tener más de diez años.
—¿Cómo te llamas? —preguntó la reina para después toser.
—Sophya, su majestad —respondió la niña con rapidez.
La reina trató de imaginar qué pensamientos pasarían por la cabeza de Sophya en esos momentos.
—¿Tienes familia? —preguntó.
—Sí. Tengo dos hermanos.
—¿Mayores o menores?
—Yo soy la mayor y la que trae el dinero a casa.
—¿Y tus padres?
Sophya tardó un poco en responder.
—Están muertos. La guerra de Londra se los llevó, majestad.
—Oh, lo lamento —murmuró la reina bajando la mirada.
—No pasa nada —dijo, pero le tembló el labio.
Verea alargó una mano y le hizo señas para que se acercase. Sophya dudó, pero finalmente se tumbó junto a ella. La reina la envolvió con la mitad de su manta y la abrazó.
—Sabes, yo siempre quise tener una hija. —Pausa—. Pero no puedo concebir. Así que será mi sobrino el que tenga que reinar.
Recordó la tripa hinchada que había descubierto ante ella su hermana, en la última visita que le había hecho. Estaba ya cercana al parto, y la expectación era altísima. Ojalá no le pasase nada, ojalá estuviese a cubierto como ella en esos momentos.
Un golpe hizo que las paredes resonaran y dos piedras cayeron por la chimenea, haciendo que las brasas echasen chispas. La reina pudo sentir a Sophya encogerse ante ello, así que la estrechó. Tenía las mejillas extremadamente suaves y cálidas, al igual que las manos.
Con el corazón latiendo desbocado, cerró los ojos y juntó las manos para dedicar unas oraciones a Arshi, la diosa de la luz y el sol. Le rezó pidiéndole que la noche de cielos de fuego se acabara.
Abrió los ojos con pesadez, apartando polvo de yeso de sus pestañas. Observó con curiosidad a Sophya.
—¿Tú no rezas? —preguntó.
—No creo en Arshi. Ni en ningún dios en realidad —suspiró levantándose a por otro tronco.
—¿Será quizás porque no conoces el Camino del Firmamento?
—He leído ese libro sagrado, majestad, pero no me produjo el más mínimo atisbo de devoción.
—Pero quizás si...
—Déjelo, majestad. Aunque fuese creyente, apenas tendría tiempo para orar.
Se giró hacia la pared de leña y agarró un leño grande. Lo dejó en la chimenea con la misma ligereza con la que bailaban los nobles y se secó la suciedad de la frente con el dorso de la mano, apartando su flequillo en el proceso. Sus ojos brillaban al igual que sus sienes sudorosas.
—¿Queréis un baño?
Verea asintió, así que Sophya la ayudó a desnudarse y preparó la tina. La sumergió en el agua caliente que llenaba hasta el borde. Sus músculos entumecidos se relajaron y sus huesos dejaron de temblar. El agua se movía de un lado a otro, por culpa de los temblores de la superficie.
Sophya le lavó el pelo y le frotó el cuerpo con un trozo de tela de los bajos de su propio vestido, mientras le cantaba una extraña canción.
Sonaba tan antigua como Alharia misma, una leyenda perdida en el tiempo que hablaba acerca de personas de ojos morados que luchaban contra un malévolo demonio de fuego. Aquello la adormeció y por un momento deseó que la canción durase para siempre. La voz de la muchacha la tranquilizaba.
Para su molestia, Sophya se interrumpió y la sacó del agua con cuidado, para después dejarla secándose frente al fuego que alumbraba la habitación. Verea frunció el ceño.
Mientras tanto, lavó el vestido y lo escurrió tanto como pudo, para hacer lo mismo que con la reina. Pasó una hora hasta que el vestido se secó. La criada le recogió el pelo en un rodete.
Y entonces los temblores se intensificaron de forma que, hasta las mismísimas paredes de piedra de aquella habitación tan lejana de la superficie, retumbaron como tambores. La chimenea se resquebrajó y su marco de mármol cayó hacia delante.
Sophya fue rápida y apartó a la reina antes de que aquello la aplastase. La reina jadeó, tirada en el suelo.
—Por poco.
Pero el ruido aumentó tanto que ambas tuvieron que taparse los oídos a continuación. Los tímpanos les vibraban con intención de explotar.
Y entonces, el silencio. Tan súbito que Verea desconfió. Se levantó con lentitud y se apoyó en la criada. No pasó nada. Ningún temblor más, ninguna sacudida.
No era posible.
Se levantó y cruzó corriendo la pequeña habitación en dirección hacia la puerta. Si aquello había cesado, tenía que buscar a su esposo cuanto antes. Necesitaba saber que estaba bien.
—¡No salgáis, mi señora! —La voz de Sophya se oyó como un eco—. Aún no sabemos si ha acabado del todo. Propongo esperar un poco más.
Pero la reina asió el pomo de la puerta y comenzó a subir escalones a toda prisa. La joven la siguió de cerca.
—¡Majestad! ¡Podría ser peligroso, por favor!
Verea atravesó como un rayo las mazmorras. Salió esperando ver el sol, pero su vista se oscureció al descubrir una noche cerrada. Al principio dio algunos pasos vacilantes, observando su alrededor.
Los suelos estaban llenos de cristales, muebles rotos y algunas esquinas de alfombras que seguían en llamas.
Avanzó corriendo con una única idea en mente: encontrar al rey.
Sophya se puso a su lado y observó con asombro los restos del lujo que aquel palacio había poseído tan solo horas atrás. Verea la agarró de la mano y la guio hacia la salida, donde no había ni sol ni luna en el firmamento. Las deidades de Alharia los habían abandonado aquella fatídica noche.
Los bosques que rodeaban la ciudad estaban arrasados y dentro de las murallas, las casas ardían levantando columnas de humo que se inclinaban ligeramente hacia el sur. Una suave brisa levantaba las hojas secas del jardín.
Verea cerró los ojos y lloró.
Abajo, en la ciudad, miles de familias habían quedado sepultadas bajo los escombros humeantes. Las madres arropaban a sus hijos con sus propios vestidos, deseando que el sol apareciese y con él, un nuevo día. Las criaturas entonaban canciones de luto y preparaban brebajes para sanar a los enfermos.
Verea sintió unos brazos cerrándose en torno a ella. Reconoció el aroma a pino de su marido y lo abrazó. No oía nada de lo que le decía. No le importaba, en realidad. Lo único que le hacía sentir algo era el hecho de que estaban al fin a salvo y que aquella pesadilla había acabado.
Giró la cabeza en busca de Sophya y descubrió que la joven se había esfumado. No la vio en todo el día, aun cuando horas después amaneció.
Los meses pasaron mientras poco a poco, Alharia se iba recuperando de la separación de su reino. Los rumores contaban que cinco amuletos de extremado valor habían desaparecido para no volver a ser vistos, mientras que, bajo tierra, un juramento era sellado entre los brujos de los mares y los nigromantes de las Cavernas Oscuras.
La tierra se había partido en cinco islas, a las que tan pronto como la pólvora ardía se les dio nombre. Donde antes los ríos atravesaban valles y erosionaban rocas, ahora había kilómetros de mar, separando familias, campos y ciudades.
Y en los años que siguieron, la reina fue olvidando el miedo y la angustia que había sentido el Día de la Separación.
Pero jamás la olvidó a ella. La joven que cantaba profecías.
A los nuevos lectores, ¡bienvenidos! Y a los que estáis aquí por las correcciones, ¡bienvenidos de nuevo! A vosotros, que volvéis a esta historia para sufrir y conocer de una vez por todas el final, seguramente os haya chocado al principio saber que Verea aparece en este primer capítulo. Tranquilos, en el siguiente conoceremos a los protagonistas reales.
Esto ha sido más bien introductorio al mundo, a la cultura, las creencias y al peligro que asoló Alharia diecisiete años atrás. Este capítulo es muy importante, ya que marca un antes y un después en nuestra historia. Quizás al terminar el libro tengáis que volver a leer este pasaje para daros cuenta de los pequeños detalles que hay escondidos...
Eso es todo. Disfruta del viaje 😉
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