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capítulo I


NOTA:

El contenido de este libro, así como los lugares y personajes son completamente de origen ficticio, los hechos o situaciones con cierto parecido a la realidad es pura coincidencia.

Capitulo I

Un aroma a mezclas herbales bailaba en todo el ambiente. El sonido que generaban las lágrimas de las nubes al chocar con la lámina de plástico del techo de la construcción de considerables dimensiones se perdía entre las paredes de roca pulida. Pequeñas prisiones de cristal grueso, las cuales guardaban luciérnagas que emitían luz azul, estaban repartidas estratégicamente en las paredes y en el techo para brindar la mayor iluminación posible al lugar.

Cinco Druhianos y tres Druhianas se encontraban sentados en la larga barra de piedra, esperando ansiosos a que llegara su turno para entrar a una de las grandes salas tenuemente iluminadas, donde sus cuerpos serían inspeccionados por el sanador o el aprendiz, quienes ocuparían las herramientas tecno-mágicas para determinar el origen de sus achaques y un posible método de curación.

Los Druhianos poseían cuerpos tan robustos como el de cualquier tronco de un árbol; ellos medían desde un metro y cincuenta hasta un metro y setenta centímetros de estatura. Sus piernas eran cortas, sus cabellos siempre estaban llenos de musgo y hojas podridas, sus ojos parecían dos piedras brutas de granate, su piel daba la impresión de estar coloreada con polvo de ceniza oscura y estaba recubierta por prendas que eran de sencilla tela elaborada con hilo de las hojas de los árboles llorones.

Las Druhianas medían de altura desde un metro y cuarenta centímetros hasta un metro y sesenta centímetros; la mayoría tenían cuerpos esbeltos y las facciones de sus rostros armoniosas. Sus ojos parecían dos piezas redondas del más fino granate, llevaban el cabello del color del morenillo hasta la cintura en elaboradas trenzas y cubierto por adornos metálicos, y sus cuerpos del color de la ceniza pálida estaban recubiertos por prendas detalladamente elaboradas con la seda de las arañas del pantano de la desolación.

Ni Druhianas ni Druhianos eran llamados por nombres, sino que por números, que les eran colocados desde su nacimiento, y que los identificaban en todo momento, desde lo más simple, como para realizar compras o en eventos sociales, hasta lo más complicado, como para cobrar su porción de piedras preciosas después de una larga jornada laboral.

La recibidora, una Druhiana con el número treinta, se encontraba detrás del mostrador; ella medía un metro con sesenta centímetros de estatura. Esa mañana, antes de salir de su hogar, había cepillado laboriosamente su cabello y puesto jugo de granada en sus mejillas. Con la ayuda de una tiza que había tomado del suelo de la chimenea, había perfilado sus cejas. Después, con la ayuda de dos de sus dedos, les había quitado el polvo rosa a las alas de dos mariposas y se lo había colocado en los párpados, y con cuidado había pegado cada pelo oscuro, que había arrancado de la espalda de su gato, en sus pestañas para que estas se vieran tupidas y larguísimas. Ella llevaba un abrigo elaborado por cientos de pétalos aterciopelados, el cual había traído de la ciudad de las hadas y la hacía sentir como una de ellas. El olor a nardo y a nuevo se esparcía por donde ella pasaba, y sus zapatillas resonaban cada que caminaba. Ella hacía una gran cantidad de tareas: era la encargada de recibir, organizar a los Druhianos y Druhianas, otorgarles un turno para ser atendidos por el sanador, entregarles los pergaminos con los veredictos y, lo más importante, administrar las piedras preciosas que se recibían como pago por los servicios prestados, las cuales eran la moneda de cambio para obtener desde el alimento, la ropa, la vivienda, hasta los lujos y todo lo que estuviera a la venta.

—Hace ocho días que un dolor agudo se ha aferrado de mi panza —se quejó la Druhiana número 47, cuyo vestido raído, que le ocultaba los pies desnudos, estaba decorado por pequeños puntos dorados.

—A mí me duele terriblemente la parte baja de mi vientre —se lamentó eufóricamente la Druhiana número 82, mientras sobaba con la mano derecha, de cinco dedos cubiertos de largas uñas. Un aroma de licor de manzana se escapaba de su cuerpo, que era la bebida favorita de los Druhianos y las Druhianas.

—¿Cómo te encuentras? —le preguntó con su voz chillona el reparador a la recibidora.

El reparador era un Druhiano con el número 38; su piel arrugada delataba su avanzada edad, la cual intentaba ocultar empanizándose el rostro con polvo de arcilla y cubriendo las partes blancas de su cabello ondulado, que le llegaba hasta el cuello, con crema de carbón. A él le gustaba colocarse pantalones de piel entallados y playeras delgadas.

—Mejor de lo que parece —cuchicheó la administradora, colocando una cara de disgusto.

El reparador colocó sus dedos en los hombros de la administradora y le dio suaves masajes para destensar sus músculos.

—Te voy a preparar una infusión; necesitarás energía para soportar al sanador —le advirtió el reparador.

—No lo menciones, apenas y soporto a esa bestia —musitó.

El reparador deslizó sus dedos por las clavículas de la administradora, y siguió por sus pechos, por su abdomen, y se detuvo hasta que estas tocaron su órgano sexual.

—Pon esas manos quietas, nos van a ver —musitó la administradora mientras apartaba la mano del reparador.

—Estaré checando la máquina tecno-mágica y la máquina redactora; en cuanto puedas, alcánzame —susurró en su oído y, antes de marcharse, depositó un beso en su cuello, transmitiendo una ola de calor por toda su columna vertebral.

Ella asintió.

—Se me ha hecho tardísimo —se disculpó la recibidora, enseguida le entregó un frasco con miel caliente y un pan de anís envuelto en papel oscuro—, por favor, no me eches de cabeza con la bestia.

La recibidora era una Druhiana con el número veintidós; ella olía a canela mezclada con laurel. Esa mañana se había dado un chapuzón en una de las pozas termales. Traía los labios coloreados con pétalos rojos de rosas y había pasado su cabello entre dos metales tibios para que tuviera ese efecto de pelo de muñeca nueva. Ella llevaba puesto un abrigo elaborado con la lana obtenida de los tallos de lino, el cual había conseguido en un puesto de segunda ubicado en la capital de las hadas.

—Ya sabes que no podría hacerlo —aseguró la administradora para transmitirle un poco de tranquilidad. Enseguida tomó el frasco y guardó el pan en la bolsa de su abrigo. Voy con el reparador para checar que todo esté funcionando bien.

—Sí, no te preocupes, yo atiendo a todos los enfermos —replicó, y enseguida tomó un frasco de cristal y roció la mitad de su contenido alrededor del lugar, dejando el aroma a canela con azúcar.

La administradora entró a la sala con el número 1 grabado en la placa de metal.

La recibidora se colocó en la silla detrás del mostrador y comenzó a llamar por turnos a los enfermos, para cobrar los cristales preciosos y entregarles las fichas de pago.

—Por poco y no llego —dijo el aprendiz, con su voz arenosa. Él traía puesta una bata del color de las perlas, que era un Druhiano con el número 21, y enseguida fusionó sus labios con los de la recibidora mientras su mano derecha se posaba en uno de sus pechos, cuya parte superior sobresalía por la playera oscura que dejaba ver el abrigo desabotonado.

El aprendiz se había cortado el cabello al ras de la nuca, y cada mañana se empeñaba en retirar el musgo que empezaba a salir y los pedazos de las hojas que caían de los árboles que conformaban el techo de su casa mientras dormía. Se había colocado en el cabello trementina mezclada con aceite de rosas para que se fijara. Y se había empapado del perfume de esencia de sándalo, con palmarosa y jazmín, que le había costado una gran cantidad de piedras de serendibita, y que había conseguido en un mercado de perfumes en la ciudad de las hadas.

—Por suerte aún no llega la bestia; de lo contrario ya te estaría regañando —dijo, con la respiración entrecortada la recibidora.

—Si no fuera porque ese despreciable anciano me ha prometido que me ayudará a que una de las cortes de los nombres me otorgue un nombre, hace mucho que le hubiera dicho cuánto lo detesto —reafirmó cerca del oído de la recibidora mientras una de sus manos se escabullía debajo de su playera, y luego quitaba la tela para tocar su piel suave y se resbalaba entre el pantalón flexible.

—Ya no soporto el dolor de barriga —le explicó la Druhiana número 47 a la recibidora—, ¿va a tardar en llegar el sanador?

—Ya no tarda —replicó malhumorada la recibidora—, colóquese en su asiento o perderá su turno.

La Druhiana se retiró a su lugar y le murmuró un par de palabras al Druhiano número 78.

—Dejó su aroma a hojas fermentadas —gruñó la recibidora.

—No te quejes, recuerda que hace poco olías igual que ella —la reprendió el aprendiz.

—¿Del lado de quién estás? —replicó la recibidora.

—No te enojes —susurró el aprendiz y le plantó un beso en la piel del cuello.

—Llegaste tarde —se bufó la administradora del aprendiz, haciendo que el corazón oscuro de este diera un salto. Él retiró la mano que acariciaba la piel de la recibidora y la guardó en la bolsa de su bata.

La administradora se detuvo a un lado del aprendiz y puso su mano en la espalda de él.

—Un poco. —No me reportes con el sanador —le pidió el aprendiz a la administradora usando un tono de voz sumiso mientras con la mano derecha le daba un masaje en la espalda.

—¿Qué me vas a dar a cambio de que no le diga? —lo interrogó con voz melosa.

—¿Qué quieres?

—Una canasta llena de frutas bañadas en miel —mencionó mientras jugaba con una delgada trenza de su cabello.

El aprendiz bajó la mano lentamente por la tela del abrigo de la administradora y, al llegar a sus nalgas, les dio un ligero apretón.

—Está bien, pero manda a la servidora por la canasta.

—¡¿Y a mí no me invitas una canasta?! —replicó con cierto disgusto la recibidora, quien estaba guardando los cristales dentro de uno de los cofres, que estaban en una de las aperturas del mostrador de madera.

—Sí, pero préstame dos cristales del cofre; más tarde te los pago —replicó.

—No, porque se te olvida pagármelos y luego los tengo que poner de mi paga —gruñó la recibidora.

—Ándale —le pidió amablemente el aprendiz mientras ponía ambas manos en sus hombros y le daba un beso en la mejilla.

—Está bien, pero que no se te olvide —le advirtió mientras tomaba dos cristales del interior del cofre.

—SERVIDORA —gritó la administradora.

Al poco tiempo llegó la Druhiana con el número 40; ella traía el cabello hasta la cintura bien trenzado, olía a trementina fresca, llevaba la piel arrugada del rostro limpia. Un abrigo raído y delgado la cubría; este llegaba hasta sus rodillas y dejaba ver las manchas de suciedad que se aferraban a su pantalón oscuro. Sus manos se encontraban adornadas con múltiples cicatrices.

—¿Qué necesita, administradora? —se apresuró a decir mientras recargaba en la pared la escoba compuesta por un palo de madera cubierto por ramas verdes.

—Necesito que vayas al puesto de fruta y compres dos canastas llenas de fruta picada y que la bañen bien en miel. Pero checa que la fruta esté dulce —le informó mientras le entregaba los dos cristales.

—No puedo probar la fruta, no me dejan —replicó la servidora.

—Pues dile al Druhiano del puesto que te deje probarla y si no está buena, pues te vas a otro puesto —agregó la recibidora, escondiendo una risita.

—En ningún puesto te dejan probarla —repitió la servidora, ocultando su molestia.

—¡Inútil! —dijo entre dientes la administradora.

—¡Vete! —Que se hace tarde —le ordenó el aprendiz.

La servidora salió de la construcción.

—Es odiosa. —Odio el aroma a manzana podrida que se escapa de su boca, y esa manera tan corriente en la que viste —masculló la recibidora.

—Es bastante simple y tonta —reafirmó la administradora.

El aprendiz dejó escapar una risotada.

—Admitan que es divertido hacerla enojar —declaró el aprendiz.

—Cuando regrese, le dices que vaya a limpiar la tierra de la segunda sala y que esparza bien la loción porque huele a podrido —le ordenó la administradora a la recibidora.

La recibidora asintió.

—Me voy a la sala número dos, las veo más tarde —susurró el aprendiz.

—Llévate las fichas —le recordó la recibidora.

—No —replicó el aprendiz —, me las llevas más tarde; quiero besar todo tu cuerpo.

—¡¿Qué hacen perdiendo el tiempo?! —¡Pónganse a trabajar! —gruñó el sanador, que se hacía llamar por el nombre de Fredo, y que era el dueño de la construcción. Él acababa de llegar; tenía un metro y cincuenta centímetros de altura.

El sanador cojeó hasta la sala número uno y la administradora avanzó detrás de él. Todas las mañanas él pasaba una navaja en su nuca para retirar los cabellos que apenas salían; de esa forma se aseguraba de que el musgo rojizo no creciera. Después de nadar en las aguas termales, se untaba en todo el cuerpo la loción de la flor llamada chocolate cosmos que conseguía a un precio excesivo en una perfumería ubicada en la ciudad del ensueño. Su cuerpo era cubierto por fina tela elaborada por gusanos de seda, la cual era muy popular entre las hadas; polveaba la piel de su rostro con arcilla clara, así lograba disimular las múltiples cicatrices que adornaban su frente, su barbilla y sus mejillas. La cicatriz que partía el lado izquierdo de sus labios era evidente.

—Te estás tardando —vociferó con su voz resbaladiza el sanador mientras colocaba su amplio trasero en la silla recubierta por tela afelpada, la cual estaba enfrente de la enorme máquina llena de luces pequeñas y botones metálicos, y que tenía cables por todas partes.

El cuerpo de la administradora vibró como la primera vez que el sanador la había tratado de esa manera; se dirigió hasta la puerta abierta y nombró a la Druhiana número 47, quien enseguida acudió a su llamado y entró a la sala.

El sanador raspó su garganta y luego chasqueó sus filosos dientes.

La administradora le ordenó a la Druhiana que se recostara en la barra metálica y le alzó la ropa que cubría su abdomen.

—Está muy fría la barra —se quejó la Druhiana.

—Guarde silencio o se va afuera —vociferó el sanador mientras ejercía presión en la pequeña barra cuadrada de metal que arrastraba por toda la piel de la Druhiana.

La administradora corrió hasta la pantalla de la máquina redactora y comenzó a presionar las teclas metálicas.

—¿Qué enfermedad ha encontrado? —interrogó la Druhiana al sanador.

—Levántese y salga; afuera le entregan su veredicto —le ordenó el sanador a la Druhiana, quien como pudo obedeció.

—¿Cuál es el veredicto? —interrogó la administradora al sanador.

—¡No es posible que seas igual de inútil que el primer día que entraste a esta sala! —vociferó el sanador. Pasa al siguiente Druhiano asqueroso y date prisa, que me robas mi tiempo.

—Pero no sé qué poner en el veredicto —musitó la administradora.

—Ya debes de saber —gimió el sanador mientras con ambas manos golpeaba la esquina de la máquina. ¡Apúrate, gusano inútil!

La administradora corrió a la puerta y llamó a la siguiente Druhiana, quien no obtuvo mejor trato que la anterior.

«El maldito anciano viene de mal humor; lo mejor será que no le vuelva a preguntar sobre los veredictos. Colocaré en los pergaminos lo que yo crea conveniente; después de todo, como dice el anciano: "Los asquerosos Druhianos no tienen idea de los términos que se les escriben y entre más de ellos mueran, mejor; dejan de contaminar el aire". Se repitió mentalmente la administradora mientras llamaba al siguiente druhián.

Media hora más tarde...

El sanador se levantó de la silla dejando la marca de su trasero en la tela y cojeó hasta la máquina redactora.

—¿Dónde están los pergaminos para sellarlos? —le preguntó a la administradora.

—Aquí —le respondió mientras colocaba los pergaminos en la barra de madera que se encontraba debajo de la redactora.

—¿Qué es esto? —vociferó mientras leía el primer pergamino. El veredicto es erróneo. ¿Por qué no preguntas?

—Pero yo le pregunté —chilló la administradora.

—Pero yo le pregunté —el sanador remedo a la administradora.

—Lo siento.

—Quítate, gusana inútil. —¡No sirves para nada! —vociferó y enseguida la empujó, haciéndola trastabillar.

El sanador volvió a redactar los pergaminos y, cuando estos estuvieron listos, les colocó el sello con su nombre.

—Entrégalos, a ver si eso sí puedes hacer, y en cuanto termines, no te vayas a estar haciendo pendeja y subes a darme un masaje —le susurró cerca del oído y luego le dio una nalgada.

La administradora asintió mientras tomaba los pergaminos y avanzó detrás del sanador.

—¿Por qué estás comiendo sin mi permiso, asquerosa rata? —le preguntó el sanador a la recibidora, quien casi se atraganta con el cacho de manzana que acababa de meterse a la boca.

—Lo siento —musitó la recibidora.

—Lo siento —la remedó el sanador. En castigo manda traer una canasta de fruta para todos.

—Pero —replicó la recibidora.

—Pero nada. —Hazlo ya —le ordenó el sanador mientras le metía un manotazo en la espalda.

La recibidora mandó llamar a la servidora y le dio un par de piedras preciosas para que fuera a comprar las canastas de fruta.

—En cuanto llegue la inútil de la servidora, le dices que me lleve la canasta; estaré en la sala de relajación —le ordenó el sanador a la recibidora.

La recibidora asintió.

—Me gana mucho del baño. —Entrega los veredictos —le ordenó la administradora a la recibidora y a esta última no le quedó opción más que obedecer.

—Pero yo no tengo testículos —replicó la Druhiana número 49 mientras señalaba con el dedo las últimas líneas del pergamino que sostenía con su mano derecha.

La recibidora palideció mientras fijaba su vista en el pergamino y descubría que la acusación de la Druhiana era cierta.

—Disculpe, ha sido un error —se disculpó la administradora mientras le arrebataba el pergamino. Enseguida lo corrijo.

—No es posible que ocurran este tipo de errores. Para la otra, mejor me voy a atender a un centro de curación de la Ciudad de las Hadas; en este lugar hay puro farsante —gruñó la Druhiana.

—Tranquila, por favor, ha sido un error —intentó tranquilizarla el reparador.

En cuanto la administradora le entregó el pergamino a la Druhiana, esta última se lo arrebató y salió del lugar escupiendo pestes.

—¡RATA DE ALCANTARILLA! —le gritó el sanador a la recibidora.

—Voy —contestó la recibidora mientras subía por las escaleras mágicas. Las piernas le temblaban y sus manos comenzaron a sudar mientras un frío terrible se instalaba en su espalda.

—¡RATA! —volvió a gritar el sanador.

—Ya casi llego —respondió la recibidora.

La recibidora entró por la apertura de la puerta de la sala de descanso. Tres prisiones estaban colgadas en la pared de la esquina; la luz que despedían las luciérnagas apenas iluminaba una parte del lugar. El sanador se encontraba desparramado en los cojines que adornaban el gran sofá cubierto por terciopelo; una botella de cristal contenía tres cuartos del liquimiel, el cual era la bebida favorita de las hadas. Un vaso de cristal estaba casi lleno con este líquido ambarino.

—¿Por qué apenas vienes? Aparte de idiota, eres lenta. ¡Estoy rodeado de ineptas! Dime por qué se fue molesta la Druhiana enferma.

La recibidora le explicó a detalle lo ocurrido con el veredicto de la Druhiana número 49.

El sanador rodó su vista desde la cabeza hasta los zapatos de la recibidora.

—Dime: ¿gracias a quién ahora puedes vestir como lo hacen las hadas? —la interrogó con su voz resbalosa.

—Al trabajo que me ha otorgado usted.

—Me da gusto que lo reconozcas. Una simple Druhiana sin ningún tipo de preparación no podría realizar las labores que solo realizan las hadas. ¿Cierto?

Ella sintió.

—¿Sabes lo mucho que me ha costado estar en la posición que me encuentro y lo mucho que trabajé para ganarme un nombre?

—Sí.

—Te hemos enseñado a leer, ¿cierto?

—Sí.

—¿Entonces por qué no lees los veredictos antes de entregarlos?

—Creí que todo estaba correcto —intentó justificarse.

—PUES NO CREAS.

—Perdón.

—Voy a cobrarte tu error para que aprendas; te quitaré cinco cristales de tu paga. Ahora vete y deja de ser tan sosa.

La recibidora salió de la sala, aguantando para no derramar las lágrimas que querían rodar por sus mejillas.

—¿Qué ocurre? —la interrogó el reparador mientras pasaba un brazo por la espalda de ella y la jalaba a su pecho.

La recibidora soltó el llanto.

—Tranquila, haré que te sientas mejor.

El reparador la condujo hasta el cuarto de reparación, donde pegó sus labios con los de ella para tranquilizarla. Ella respondió; enseguida deslizó sus labios hasta la piel de su cuello y le dio suaves besos. Luego le retiró el abrigo y lo dejó caer al suelo, donde lentamente la recostó para después dejar caer su cuerpo sobre el de ella estratégicamente para que su órgano sexual quedara sincronizado con el de ella y comenzó a hacer movimientos suaves de cadera para estimularla mientras metía sus manos debajo de la tela de su playera y la deslizaba hasta sus dos pechos. Llevó su boca hasta ellos.

Mientras tanto, en la sala de descanso.

—Eres una inútil —le dijo el sanador a la administradora, quien tenía colocadas las rodillas en el suelo.

—Usted ha tenido la culpa por no responder cuando le he preguntado sobre los veredictos —respondió ella, evitando fijar su vista en la cicatriz que recorría el labio del sanador, lo cual era bastante difícil.

El sanador la tomó del cabello y la obligó a levantarse.

—El móvil mágico que te he comprado está por llegar —le informó el sanador.

—Gracias.

—Ya le he cobrado tu error a la rata de alcantarilla, pero la próxima vez te lo cobraré a ti —le advirtió—. Quítate la ropa —le ordenó—. Es momento de que me pagues por ser tan bondadoso contigo.

«Piensa en el móvil mágico, imagínate paseando por la ciudad de las hadas dentro de él, y toda la envidia que quien te mire te tendrá», se repitió mientras se retiraba el abrigo; luego se retiró la blusa y el pantalón.

—Te estás poniendo aguada, tu piel ya no se siente tan tersa —se bufó el sanador mientras pasaba una mano por los pechos de la administradora—. Pásame el castigador.

Ella guardó silencio y se limitó a tomar la vara de pino y se colocó de espaldas.

Minutos más tarde...

—Pero ¿qué está ocurriendo aquí? —interrogó la esposa del sanador mientras lo observaba desnudo sobre el cuerpo desnudo de la administradora.

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