Capítulo XIV
Una vez que Thomas y William tuvieron la tranquilidad de que el otro estaba sano y salvo, empezaron a intercambiar historias sobre sus respectivas vivencias desde la última vez que se habían visto. Thomas enumeraba lo que había vivido junto al resto de la tropa mientras que William le daba el contexto estratégico a todo aquello —de este modo supo Thomas sobre el tal White, amigo del comodoro— o bien, le contaba lo vivido a bordo del Narcissus.
—Lo más sorprendente ha sido hallar todo un arsenal oculto en el fuerte —comentó extrañado Thomas, y agregó— con esas armas bien podrían haberse defendido, incluso hasta impedir la toma de la plaza.
—Según he oído, la idea del ataque se basó en los informes sobre el creciente inconformismo de la población con el gobierno español —comentó William— al punto tal de que, entre las sombras, crece un movimiento independentista —. Y, ante el desconcierto de su amigo, que no terminaba de entender, prosiguió—: el virrey no ha querido armar a los vecinos, temiendo que se volvieran en su contra. Es por esto que ha ordenado ocultar el armamento.
Thomas asintió despacio en señal de entendimiento, pero se quedó pensando en porqué el virrey habría pensado que rendir la ciudad al enemigo podía ser mejor que entregar algunas armas a sus ciudadanos.
De a poco habían reconstruido el rompecabezas de la expedición, completando lo que al otro le faltaba y llenando las partes que carecían de sentido, por falta de información. Era reconfortante poder compartir esos momentos juntos. Realmente habían extrañado sus charlas.
Mientras estuvieron allí conversando, vieron entrar a varias personas al fuerte. Todos estaban ataviados elegantemente, por lo que supusieron que se trataba de altos funcionarios de la ciudad. Cuando se retiraron, lo hicieron en dos grupos.
Al salir la primera tanda, observaron que varios llevaban el rostro ceñudo. Al rato, vieron salir al segundo grupo; éstos, además de airados, lucían bastante preocupados y se retiraron rápidamente. Los jóvenes cruzaron miradas y cuando se hubieron alejado lo suficiente, intercambiaron pareceres sobre el motivo por el cual aquellos hombres habrían sido convocados y sobre lo que podrían haber hablado con Beresford y Popham, que provocara sus malas caras.
Habiendo pasado un par de horas —que a los amigos les parecieron muy cortas—, salió el comodoro con destino a la casa de una familia de alcurnia que les brindaría alojamiento, a él y a su hijo. Los soldados vivaqueaban en los patios del fuerte y el cuartel, en cambio, los oficiales, en su carácter de caballeros, eran acogidos en casas de familias de la alta sociedad de Buenos Aires.
Así fue que el private Caymes y el guardiamarina Popham se saludaron con un apretón de manos y un abrazo breve ante la mirada apremiante del comodoro, quién no veía la hora de alojarse por fin en una casa y gozar de las comodidades que la travesía por mar le había negado durante meses.
William siguió a su padre y al guía, que esta vez los escoltaría hasta el que sería su nuevo hogar por las próximas semanas, en tanto que Thomas emprendió el regreso al cuartel. Mientras se alejaban el uno del otro por las calles desiertas de la ciudad, ambos voltearon y se saludaron desde la distancia, alzando el brazo en saludo marcial.
No lo supieron a ciencia cierta en ese momento, aunque quizá lo intuyeron: después de aquel día, ya nunca volverían a verse.
***
Buenos Aires, 29 de junio de 1806
Tras las amenazas de Beresford, el Cabildo había considerado prudente escribirle al virrey a fin de evitar acciones de parte de los invasores que pudieran perjudicar a la ciudad y sus habitantes.
«No puede menos el Cabildo de suplicar a V. E. en favor de esta miserable ciudad oprimida, que se sirva dar las órdenes y disposiciones necesarias para que, sin pérdida de tiempo, sean restituidos los caudales como medio, al parecer único, de libertar a esta ciudad de las vejaciones y padecimientos a los que, de lo contrario, está expuesta».
La carta se reunió con su destinatario a las cuatro de la mañana del día siguiente, ya que el virrey don Rafael de Sobremonte no había podido ir más lejos por el estado desastroso de los caminos los que, después de varios días seguidos de persistente llovizna, se habían vuelto lodazales intransitables.
Don Rafael sopesó la situación: el tesoro no le correspondía al invasor porque había abandonado la ciudad antes de la rendición de la plaza pero, debido al poderío militar de los atacantes, no entregarlo supondría exponer a Buenos Aires a su destrucción y a sus pobladores, a quedar sumidos en la miseria.
Así fue que, de inmediato, el virrey emprendió la marcha hacia Luján, localidad en que, por el mismo motivo que lo condicionara a él, se encontraba varado el tesoro: las pesadas carretas, cargadas con oro y plata del Perú, se habían quedado atascadas en el precario camino.
Al día siguiente arribaba Sobremonte a Luján, donde le ordenó al jefe del convoy que transportaba los caudales, que se regresara para Buenos Aires y, sin demora prosiguió viaje hasta Cañada de la Cruz, donde se detuvo para hacer noche. Una vez allí se dedicó a escribir cartas a las autoridades de distintas ciudades pertenecientes al reino de España —Córdoba, San Luis, San Juan, Mendoza, Chile, Asunción, Montevideo—, donde les solicitaba que enviaran tropas, armas y caballos, para contraatacar a los invasores y recuperar la capital del Río de la Plata.
En la misiva dirigida al gobernador de Córdoba, don Victorino Rodríguez, además de solicitar ayuda, le anticipaba su llegada a esa ciudad mediterránea y le informaba su decisión de establecer su residencia allí y nombrarla Capital Interina del Virreinato, mientras que Buenos Aires estuviera invadida.
Lo que seguramente don Rafael no imaginaba, era que su esquela destinada al gobernador de Montevideo —una plaza crucial por su cercanía a Buenos Aires—, sería rotundamente ignorada, evidenciando su pérdida de autoridad como virrey lo que, en menos tiempo del que hubiera imaginado, desencadenaría el fin del dominio español sobre el Río de la Plata.
***
Mientras aguardaba la respuesta de parte del virrey en cuanto al tesoro, Beresford recibió una curiosa visita: la del oficial francés Jacques de Liniers y Brémond. Un alto y apuesto caballero de unos 50 años, que le causó una muy buena impresión por su educación y porte.
Se trataba de un ex oficial, retirado obligadamente a la vida civil de comerciante, debido —según le contó—, a la falta de reconocimiento de sus méritos por parte de la corona española. Esta situación lo tenía muy descontento con España, por lo que le manifestó su simpatía con el nuevo gobierno y total apoyo.
Tras la reunión y luego de corroborar sus dichos e informarse sobre la extensa y admirable carrera militar del visitante —era todo un héroe de guerra—, Beresford, un poco por simpatía y otro poco para tratar de congraciarse con la alta sociedad de Buenos Aires, le permitió a tan ilustre ciudadano permanecer en la capital, sin exigirle que prestara juramento de no levantarse en armas contra el Reino Unido, trámite que sí se le había exigido al resto de los caballeros de Buenos Aires como condición para no ser embarcados hacia Inglaterra en carácter de prisioneros.
Por los hechos acaecidos 40 días después, el flamante gobernador, lamentaría la debilidad que sintió por ese astuto francés, quien fácilmente lo había fascinado con su extraordinaria foja de servicio, mientras se ganaba su confianza y le sonsacaba información. Indudablemente se trataba de un hábil estratega, aquel que fuera conocido en la colonia española por el nombre castellanizado de don Santiago de Liniers.
Esa misma tarde Beresford recibió confirmación de parte del Cabildo de que los caudales ya estaban en camino desde Luján. Mandó a llamar al capitán Arbuthnot del 20º Regimiento de Dragones y le encomendó que, con sus seis hombres de tropa, más 20 infantes del 71º, se reunieran con el tesoro y lo escoltaran todo el camino de regreso.
A la mañana siguiente salió la partida hacia la Villa de Luján, siguiendo el llamado Camino Real, que unía Buenos Aires con el Alto Perú. Thomas estaba encantado con el viaje a la campiña. Además, hacía mucho que no montaban.
El 20º Regimiento era la caballería ligera del ejército británico. Sus tropas poseían tanto entrenamiento ecuestre como así también, para realizar grandes desplazamientos caminando, según lo exigieran las circunstancias.
Por su parte, los infantes del Regimiento 71º de Highlanders, sabían montar, pero no estaban habituados ni tenían entrenamiento y, para colmo, ahora lo hacían sobre caballos criollos a medio amansar —por no decir, medio salvajes—, y con rústicas monturas coloniales. Lo cierto era que no se veían muy cómodos en sus cabalgaduras y provocaban risas entre los Dragones, que bromeaban sobre lo poco femeninos que se veían sus compañeros del Regimiento escocés. La comitiva abandonó la ciudad con rumbo al oeste y se encaminó hacia el interior.
Esa tarde, se reunieron con el convoy. El cargamento estaba contenido en grandes cajas cerradas de madera, por lo que no pudieron verlo de manera directa. Pero, al observar cuánto se hundían en el barro las ruedas de los carromatos y el enorme esfuerzo que realizaban las tres yuntas de bueyes que tiraban de cada uno, pudieron calcular que el botín superaba cualquier cantidad que hubieran podido imaginar.
El capitán Arbuthnot, viendo que la tarea de escoltar las lentas carretas no ameritaba emplear a tantos hombres, tomó la decisión de regresar con rapidez para la capital, junto con su tropa, confiando el resto del trayecto de vuelta a los soldados del 71º, bajo el mando del único sargento que formaba parte del grupo.
Thomas pensó que quien quedaba a cargo no parecía tener mucha autoridad sobre sus compañeros, pero no se atrevió a decir nada, para no cuestionar la decisión de su capitán.
Ni bien se marchó el capitán con sus hombres, varios de los soldados que quedaban, viéndose sin supervisión, desoyeron las advertencias del improvisado líder y aprovecharon para vandalizar las propiedades de la zona por las que pasaba la caravana de regreso a Buenos Aires.
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