54: Silencio
Lleva todo el día preguntándose cómo es posible que esa chica supiera los detalles de lo sucedido. ¿Cómo podía estar al tanto de que Eiji fue a visitar a su madre porque Risa le obligó? Según Nagisa, no lo sabía y ha escogido esa palabra a propósito para dañarla. Erika se ha mostrado de acuerdo y ha añadido que su noviazgo con Eiji causó un malestar generalizado que muy pocas han superado. En consecuencia, al no poder aceptar la pérdida del joven, se lo hacen pagar a ella. Retorcido, pero posible. De hecho, es mucho más realista que la paranoia de que Naomi aún la espíe. Sin embargo, algo le dice que su archienemiga todavía no ha lanzado su ataque final.
«¿Cómo puedo estar segura de que no sigue influyendo en todas esas chicas que una vez la idolatraron? Si averiguó tantas cosas sobre mi familia con el propósito de chantajearme, enterarse de las circunstancias en las que Eiji fue atropellado habrá sido pan comido para ella. Pero, ¿por qué insistir?»
—¿Se encuentra bien, señorita?
Risa da un respingo y se vuelve hacia la entrada de su edificio. Al ver la mezcla de preocupación y extrañeza con la que el portero de tarde la observa, cae en la cuenta de que lleva un buen rato parada frente al ascensor. Ni siquiera lo ha llamado.
—Sí, sí... Esto... Disculpe.
El modo en que el hombre frunce el ceño evidencia que no la ha creído. Pese a ello, asiente, cortés, y regresa a su puesto tras el mostrador. Risa suspira y traga saliva. Sin la compañía de su padre para distraerla, el ascensor se le antoja una claustrofóbica trampa de recuerdos. La alternativa, no obstante, es subir treinta plantas andando.
«Puedes hacerlo, Risa.»
La joven aproxima su dedo índice al botón. Sin embargo, cuando está a punto de rozarlo, el chai latte que ha tomado con sus amigas después de clase se agita en el interior de su estómago. No, no puede. Por absurdo que parezca, es incapaz de subir sola en el ascensor. Se ahogará, no le cabe duda. Ya comienza a sentir la característica falta de aire que precede a los ataques de ansiedad, y eso que sigue en el vestíbulo.
Consciente de que es su única opción (porque no va a pedirle al portero que la acompañe), Risa saca el teléfono móvil del bolsillo de la chaqueta y busca el número de su padre en la lista de marcación rápida. Masaru contesta al tercer tono.
—Risa. ¿Va todo bien?
—Eh..., sí, sí. —De fondo le parece escuchar el sonido del televisor, pero, por si acaso, pregunta—: ¿Estás en casa?
—Sí, ¿por qué?
—Es que... —Carraspea, sintiéndose tremendamente ridícula por lo que está a punto de pedir—: Bueno, estoy aquí, en el hall, pero...
—Tranquila —la interrumpe su padre con suavidad, y la sonrisa tierna que Risa adivina en su voz la reconforta—. Ahora mismo bajo a por ti.
—Gracias, papá.
Un tanto incómoda, porque intuye que el portero todavía le presta atención, Risa se impacienta mientras cuenta los pisos que quedan hasta que el ascensor por fin alcance la planta baja. Cuando ya casi puede oír la voz del hombre insistiendo, la máquina se detiene y sus puertas metálicas se abren tanto como los ojos de nuestra protagonista.
—¿Mamoru?
Con una sonrisa, el chico le hace un gesto para que entre. Ella duda un instante, pero luego se acuerda del portero y sus piernas actúan por instinto. Una vez dentro del ascensor, no obstante, la cosa cambia por completo. Las puertas y su garganta se cierran a la par. Percibe vagamente la presencia de Mamoru a su lado. ¿Le está hablando? Eso cree, pero no puede oírle porque el escenario ha retrocedido a la última noche en que utilizó ese mismo ascensor con Eiji. La tensión contenida del chico. La leve punzada de culpa que la invadió, pero que se esforzó por rechazar porque ya era tarde para echarse atrás. ¿Por qué no lo hizo? ¿Por qué no le dijo: «está bien, siento haberme metido donde no me llamaban. Volvamos a casa»?
—Risa. —El repentino y firme abrazo de Mamoru la sobresalta lo suficiente como para anclarla al momento presente—. No regreses ahí, Risa. Quédate aquí, conmigo.
Ella respira hondo y cierra los ojos para no ver cuántas plantas quedan. Los abre al segundo siguiente, no obstante, huyendo de la imagen de Eiji en el féretro que llena su mente.
—Debería habérselo dicho —susurra—, pero no lo hice porque creía que era lo mejor para él...
Mamoru no necesita preguntar a qué se refiere, pues, gracias a Masaru, conoce los detalles de lo sucedido. Por eso se limita a abrazar los hombros de Risa con más fuerza y a apretar el cuerpo de la joven contra su pecho. Sentir el eco de su tranquilo latido reverberando en su espalda la ayudará a calmarse. Su madre lo usaba con él cuando tenía uno de sus pocos días buenos.
—Creí que, un día cualquiera, nos acordaríamos de ese momento y Eiji me lo agradecería. Porque estaba destrozando la relación con su madre por una tontería, ¿sabes? Y yo no podía permitirlo...
—Shh, lo entiendo. —Mamoru le acaricia el cabello y desvía la mirada hacia el panel del ascensor: planta diecinueve—. Pero ahora tú tienes que entender que no hiciste nada malo.
Risa no responde. Sin embargo, Mamoru la siente relajarse un tanto entre sus brazos.
Cuando, cosa de un minuto más tarde, se plantan frente a la puerta de su apartamento, Risa está serena y dispuesta a pasar una agradable velada en compañía de sus amigos de la infancia. Ayuda el hecho de que, al salir del ascensor, Mamoru haya dejado caer que la espera una sorpresa «curiosa y agradable». Lo primero en lo que la joven piensa es en alguna comida especial que su padre haya preparado por ella, pero eso solo encaja con el adjetivo «agradable». ¿Qué puede ser, además, curioso?
La respuesta llega en cuanto pisa el salón. ¡Yuuichi está cocinando!
—Sí, yo también he puesto una cara parecida —bromea Hiroshi, sentado en el sofá junto a Takeru—. Aunque, siendo honesto, la mía tenía más de susto que de asombro.
—¡Oye, que todo lo que sé de cocina me lo ha enseñado Risa!
—Eso no significa que sepas cocinar, Yuu.
El chico le lanza una mirada de fingida ofensa por encima del hombro antes de regresar a su tarea. Desde su posición, Risa no alcanza a ver qué es lo que su exnovio está preparando, pero recuerda que se apañaba bastante bien en la cocina.
«Y que solo cocinaba para mí porque, el resto del tiempo, decía que le daba pereza.»
Risa ignora ese pensamiento intruso y se concentra en la «pelea» de sus dos amigos.
—No sé vosotros, pero yo me sé de uno que va a cenar en el primer puesto callejero que encuentre.
—¡Que te lo has creído! Yo voy a robarle la comida del plato a Risa, que llevo mucho tiempo echándolo de menos, ¿sabes?
Aún abrazada a Mamoru, la aludida rompe a reír. Ella también lo echaba de menos.
♫♪♫
«... no desaparecerá nunca. Todos me dicen que no debo sentirme así, pero, ¿cómo lo hago? Está dentro de mí, corroyéndome. Quizás en el instituto tengan razón y lo nuestro fuese un error... ¡No, me niego a pensar eso! Tenía sus cosas malas, al igual que yo las mías, pero lo importante es lo feliz que me hizo mientras estuvimos juntos. Tengo que quedarme con eso, con los buenos recuerdos. Con lo bien que le sentaba su chaqueta de cuero y lo preciosa que era su sonrisa. Con el sonido de su risa y de su voz. Con sus bromas tontas. Con lo mucho que se preocupaba por mí. A él le debo el haber sido capaz de volver a conectar conmigo misma, aunque ahora sienta que me estoy perdiendo de nuevo...»
Risa levanta el bolígrafo de su diario cuando un par de lágrimas emborronan la última frase. Tenía la esperanza de que volcar el huracán de sus pensamientos en forma de palabras la ayudase a serenar su mente; lo único que ha conseguido, no obstante, es crear una elegante alfombra roja para dar la bienvenida a su angustia. Y a ella sí que no sabe cómo echarla.
El despertador marca las 00:43. Los ojos le pican de cansancio, pero sabe que la oscuridad atraerá nuevos fantasmas. Resignada, se levanta y se encamina hacia el salón con la intención de salir a la terraza. Dado que Suzume ya no está para molestarla, confía en que perder la mirada en las luces de la bahía sirva de sedante. Sin embargo, un escalofrío asciende por su espalda en cuanto cruza el umbral. Ahora que las risas y las bromas de sus amigos no caldean el ambiente, nada la salva de prestar atención a ese par de formas que ocupan un pequeño espacio en una esquina del salón. Una llevaba meses en su habitación, reconfortándola pese a su ausencia física; la otra es demasiado reciente.
Con dedos temblorosos, Risa prende el interruptor de la luz y contempla los butsudan de su madre y de Eiji. Pese a que ambas fotos le sonríen, solo el gesto de Lucía la anima a acercarse. «No tengas miedo, cariño —parece decirle—. Todo está bien.»
—No lo está, mamá —se escucha susurrar.
Risa se arrodilla frente a ambos altares y traga saliva antes de atreverse a mirar a Eiji. Es entonces cuando siente una especie de etéreo tirón que arrastra sus emociones reprimidas hacia el exterior.
—Lo siento —solloza—. Sé que no era asunto mío, pero no podía permitir que te enemistaras con tu madre. Debería haberlo dejado estar porque, ahora lo entiendo, tú hubieses encontrado la manera de solucionarlo. Como siempre. Te pegaba mucho lo de ser psicólogo, ¿sabes? Tenías un don para reconfortar a los demás...
Risa se interrumpe al percibir cómo la temperatura de la habitación desciende de golpe. Ahí está otra vez.
Con el corazón a punto de partirle el pecho, lo siente aproximándose a su espalda, pero está tan asustada que apenas sí consigue respirar. Su parte racional quiere girarse para mostrarle que la sugestión le está jugando una mala pasada; su lado emocional, no obstante, paraliza todos y cada uno de sus músculos.
—Lo siento, Eiji —balbucea, con un hilo de voz. Está justo detrás. ¡Sabe que está ahí!— Para, por favor... ¡Para!
El cuerpo de Risa cae hacia delante, completamente desmadejado. Casi podía sentir sus helados dedos acariciando su cuello cuando, de repente, la presencia se ha desvanecido. La temperatura vuelve a ser normal, pero la joven siente sus huesos cubiertos de escarcha. ¿Puede la sugestión hacer algo así?
Temblando, Risa se arrastra hasta uno de los sillones y se ayuda del mueble para ponerse en pie. Un súbito mareo la sobreviene y la obliga a correr al fregadero para vomitar. Entonces se queda muy quieta, temiendo que el ruido haya despertado a su padre, pero el apartamento continúa arropado por un inquietante silencio. La joven se enjuaga la boca y respira hondo para recuperar algo de control sobre sí misma. ¿Cómo se supone que va a vivir así? ¿Qué es lo que Eiji pretende? ¿Dejará de estar furioso en algún momento? ¿Cuánto tendrá que soportar hasta entonces? Y la pregunta que más le preocupa: ¿podrá hacerlo?
«¡Para ya, Risa! Atsushi tiene razón: todo está en tu cabeza.»
La mención del chico le trae a la mente el mensaje que le ha enviado esa mañana y que ella no ha tenido ánimos de responder. Podría hacerlo ahora. O quizá debiera llamarle. No es que le haga mucha gracia, pero, después de haberle ignorado gran parte del día, siente que un simple «gracias, todo ha ido bien» no es suficiente. Tal vez sea un imbécil arrogante, pero es un imbécil arrogante que se preocupa por ella y que también lo está pasando mal.
De regreso en su habitación, Risa se sienta en la cama y alcanza su móvil, que descansa en la mesilla de noche. Está a punto de llamar cuando cae en la cuenta de que, aunque Morfeo suela mostrarse esquivo con Atsushi, podría ser que esa noche se haya compadecido. Así pues, decide mandarle un mensaje preguntándole si está despierto. El teléfono comienza a vibrar apenas unos segundos después.
—Hola —saluda la joven, repentinamente nerviosa. Una parte de sí misma esperaba que Atsushi no respondiera; por eso, ahora no tiene ni idea de qué decir.
—¿Estás bien? Te noto agitada.
—¿Eh? No, estoy bien.
Una breve pausa al otro lado de la línea. Luego:
—¿Qué tal el día?
Risa vacila. No tiene ninguna gana de contarle lo ocurrido, pero podría enterarse por Erika o por Nagisa y entonces sería peor. «Bueno, ¿y qué más da? A lo mejor le estás dando más importancia de la que tiene.»
—Gris.
—Ya.
Otro silencio incómodo y la certeza de que él sabe que le está mintiendo. Risa traga saliva y obliga a sus aturdidas neuronas a encontrar cualquier tema con el que llenar el opresivo vacío.
—¿Recuerdas cuando Ame vino a grabar a nuestro instituto? Aquello que dijo Shin de que el tiempo lo cura todo. Al principio, no le creí, ¿sabes? Después cambié de opinión y ahora... —Risa desvía la mirada hacia su diario y se esfuerza por no leer ninguna de las palabras que le saltan a los ojos—. Ahora...
«Ahora no creo que sea capaz de recuperarme ni aunque pasen mil años. Porque nada volverá a ser igual.»
—Te recuperarás —afirma Atsushi como si le hubiera leído el pensamiento. Risa quiere replicar que si una taza se rompe en pedazos demasiado pequeños es imposible arreglarla. Pero no lo hace y su amigo continúa hablando—: Lo que Shin quiso decir es que el tiempo no quita el dolor, sino que te enseña a convivir con él. No se atenúa, se convierte en una parte de ti; una parte a la que te terminas acostumbrando y que puedes ignorar la mayor parte del tiempo.
«Papá dijo algo parecido, pero él aseguró que el dolor se atenúa. ¿Me mintió para hacerme la situación más llevadera o es Atsushi el que se equivoca? O puede que ambos tengan razón y todo dependa de mi actitud.»
—Sé que no es comparable —continúa Atsushi ante el silencio de Risa—, pero los señores Nakano siempre fueron como unos padres para mí, y cuando se fueron... Ese fue el momento en que me sentí solo de verdad.
El chico guarda silencio. Risa le escucha tomar aire entre dientes; se está reprochando lo que acaba de decir y nuestra protagonista sabe muy bien el porqué. Cuando Lucía falleció ella también se sintió sola pese a tener a sus abuelos y a su hermano. Es una sensación imposible de expresar con palabras; ni siquiera está segura de que exista una partitura adecuada.
—Lo sé —susurra.
—Hoy en día todavía duele, pero puedo recordarles con una sonrisa nostálgica en los labios.
De nuevo se hace el silencio. Risa no sabe qué más decir, pero tampoco quiere colgar. Es consciente del motivo de la llamada, pero le parece un cambio de tema muy brusco. Además, una parte de sí misma está embobada con esa nueva faceta de Atsushi, pues no esperaba que pudiera llegar a ser tan sensible y vulnerable.
—Lo siento —se escucha murmurar, como si fuera otra persona quien hablara.
—¿Qué? ¿Por qué?
Risa sonríe, es la primera vez que escucha verdadera sorpresa en la voz de su amigo.
—No lo sé, por todo lo que ha pasado durante estos últimos meses.
Atsushi tarda unos segundos en responder. Cuando lo hace, Risa cree detectar un tenue atisbo de frialdad en su tono.
—Deja de cargar con más peso del que te corresponde, Risa. Me duele que no llegásemos a hacer las paces —añade con más suavidad—, pero es algo con lo que tendré que aprender a vivir.
—¿Por eso actuaste así durante el funeral?
Esta vez el silencio es más largo.
—Es tarde. Yo entro a clase a media mañana, pero tú tienes que madrugar. Buenas noches.
Antes de que Risa tenga tiempo de replicar, la llamada se corta. La joven se queda mirando la pantalla de su teléfono móvil, preguntándose a qué ha venido una reacción tan impropia de Atsushi. Él, que siempre enfrenta los problemas de cara y tenía dominado a medio Instituto Q, acaba de huir con un descaro preocupante. ¿Qué es lo que no le quiere contar?
Risa suspira y decide darle otra oportunidad a su diario, sin saber que, lejos de Harumi, en un pequeño apartamento de Shinjuku, Atsushi se ha cubierto la cara con las manos y se está maldiciendo en silencio. ¿A qué ha venido esa reacción tan cobarde? ¿Por qué ha sido incapaz de responder con naturalidad?
«Porque no podía mentirle..., pero tampoco contarle la verdad.»
Debería haberlo hecho.
Butsudan: altar familiar budista que los japoneses tienen en sus casas para honrar a sus difuntos.
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