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40: La conversación


Sintiendo las piernas de gelatina, Risa sube las escaleras hasta el segundo piso y, agarrada a la barandilla, consigue salvar los metros que la separan de la puerta del apartamento de Eiji. Las manos le tiemblan tanto que no acierta a insertar la llave en la cerradura. Sollozando, la joven se deja caer contra la puerta y respira hondo varias veces en un intento por serenarse. Todavía le cuesta creer que esa conversación haya tenido lugar, pero así ha sido: la chiflada de Naomi ha amenazado con destruir a su familia si ella no se aleja de Eiji. ¿En qué momento alguien puede llegar a semejante nivel de locura? La única explicación que le cuadra es que siempre haya sido así, lo cual resulta muy triste.

Algo más calmada, Risa abre la puerta del apartamento y, por primera vez desde que se mudara, no la recibe la acostumbrada ansiedad, sino una sensación de alivio que hubiera podido considerar agradable si en esos momentos no necesitase a Eiji más que nunca; desparramarse en su pecho y sentirse a salvo en su cálido y protector abrazo. Pero el chico está en su entrenamiento de kyūdō y ella, tan alterada que no se da cuenta de que no ha dejado los zapatos en el recibidor hasta que llega a la cocina y escucha el eco de los tacones contra el suelo de baldosa.

Entonces suena el timbre y el cuerpo de la joven se convierte en un pedazo de alambre, tan rígido que está convencida de escuchar un chirrido cuando gira la cabeza en dirección al salón. No puede ser, ¿es que esa loca neurótica no ha tenido suficiente? ¡Una semana! Si le ha dado una puñetera semana como plazo para aceptar su capricho, ¿qué hace llamando a su puerta?

El sonido del timbre se repite, pero Risa permanece clavada en mitad de la cocina, con los zapatos que se acaba de quitar colgando de forma absurda de su mano diestra y la garganta súbitamente convertida en un desierto.

—¿Serizawa? —Toda la tensión que agarrotaba sus músculos se esfuma como por arte de magia y los zapatos resbalan de sus dedos, haciendo un ruido hueco al chocar contra el suelo—. Tranquila, soy Takeda.

Aunque la presencia del muchacho la alivia, un desagradable peso se adueña de su estómago, puesto que no le hace falta la prodigiosa capacidad de deducción de Sherlock Holmes para adivinar el motivo de su visita.

—¿Tú también me vigilas? —pregunta, a modo de maleducado e irritado saludo, nada más abrir la puerta.

—Por tu seguridad —responde Takeda, sin dar muestras de sentirse intimidado ante su tono arisco. ¡Faltaría más tratándose del hijo de un yakuza!

—¿Y por qué no has intervenido antes?

—¿Me dejas pasar y lo hablamos con calma?

Risa asiente y se hace a un lado.

—Iba a hacer té, ¿te apetece? —ofrece mientras el chico se quita los zapatos y los deja frente a la puerta, apuntando en dirección a la salida.

—Claro, gracias.

La joven le invita a tomar asiento en el salón mientras ella prepara el té y unos dulces para acompañarlo. Cuando regresa, encuentra a Takeda admirando el teclado electrónico con el que ahora se ve obligada a trabajar. No tiene nada que ver con un piano de verdad, pero ha de admitir que poder conectarlo directamente al portátil tiene sus ventajas; además, que permita mezclar diferentes ritmos e instrumentos también le da mucho juego a sus composiciones.

—Desde hoy, ya no es un secreto que ahora te dedicas a componer canciones para Ame.

Risa hace una mueca de disgusto y deposita la bandeja en la mesita. A continuación, se arrodilla sobre uno de los cojines que rodean el bajo mueble e invita al joven a imitarla.

—Por favor, ya me he regañado suficiente yo sola, gracias.

—Por suerte, yo también tengo mi red de espías.

—Y si sabías que Naomi me esperaría a la salida del instituto, ¿por qué no lo evitaste?

Takeda toma la taza que Risa le ofrece y se lo agradece con una breve inclinación de cabeza.

—Porque necesitaba que te subieras a su limusina —responde mientras da un pequeño sorbo a la bebida—. Y, ahora, me gustaría que me detallaras vuestra conversación.

La joven hace amago de ir a coger un monaka con la idea de mordisquearlo para ganar tiempo, pero con solo mirarlo el estómago se le pone del revés. No quiere revivir las palabras de Naomi. No puede hacerlo.

—Me lo imaginaba... Por eso me decidí a subir, porque recordé que tú sabes cosas sobre su familia que es mejor que no salgan a la luz, pero ahora no quiero que lo hagas, Takeda. Por favor.

Con el borde de la taza apoyado contra el mentón, el muchacho la observa con fijeza durante unos pocos segundos que a Risa se le antojan minutos enteros. Hay algo en las pupilas de Takeda que no alcanza a definir, pero que la hace sentir muy incómoda y demasiado consciente de pequeños ruidos como el rítmico tic-tac del reloj en la cocina o el zumbido de la nevera.

—Serizawa, cuéntame la conversación —insiste el joven en tono suave, pero con una evidente autoridad que es imposible pasar por alto.

En vista de que no le va a quedar otro remedio, Risa suspira, bebe un sorbo de té y comienza a hablar, esforzándose por ser clara, aunque lo más breve posible para pasar el mal trago cuanto antes. Takeda la escucha con atención, pero su expresión se mantiene tan imperturbable como la de una estatua; ni siquiera pestañea o hace una mueca acorde cuando la joven le relata la horrible amenaza de Naomi. No cabe duda de que, pese a su corta edad, el chico está muy acostumbrado a mirar a través del prisma sórdido de la vida.

—¡Tsk! ¡Qué poca elegancia!

Risa pone unos ojos como platos, ¿qué más dará la elegancia cuando acaba de contarle que Naomi planea hundir la vida de su familia si ella no accede a sus condiciones? Una amenaza es una amenaza, se haga de forma sutil o no.

—Serizawa, después de lo que me acabas de contar, ¿cómo me puedes mirar a los ojos y suplicarme que no tome medidas contra Saito?

—Si la dejas sin nada que perder, ¿qué le impedirá esparcir el rumor?

Takeda coge un dulce y le da un mordisco mientras piensa en cómo responder a la pregunta.

—No voy a destruirla de golpe, Serizawa, la conozco lo bastante como para saber que eso sería un terrible error. No te preocupes, jamás actúo sin haber calculado los riesgos previamente.

Tras las palabras del muchacho, se forma un pesado silencio que solo le resulta incómodo a Risa, pues, con toda la calma del mundo, Takeda se dedica a comer un segundo dulce y a terminarse la taza de té.

—¿Fue siempre así?

El joven frunce el ceño, desubicado.

—¿Saito? —aventura, tras unos segundos en los que intenta de averiguar a qué se refiere su amiga—. Sí —continúa al ver que Risa asiente—, todo culpa de su madre. Narcisista, caprichosa, cazafortunas y con un gusto poco sano por los jovencitos veinteañeros. ¿Qué te parece?

—Que si no fuera por lo último que has dicho, podrías estar hablando de mi madrastra.

Takeda esboza una breve sonrisa.

—El problema es que su hija creció a su imagen y semejanza —retoma la explicación—, y a eso hay que añadir que es la princesita consentida de su papá, que estaba orgulloso de que su niñita presidiera el Consejo de Estudiantes del Instituto Q, uno de los más prestigiosos de la ciudad. Sin embargo, su expulsión del cargo ha supuesto una mancha indeleble en su expediente académico y una terrible bronca con sus padres. Las princesas siempre son perfectas, ya sabes.

—Pero Eiji me dijo que Naomi planea estudiar moda en una escuela de París —replica Risa, encogiéndose de hombros—. No creo que allí les importe mucho ni dónde ha estudiado ni que la expulsaran del Consejo.

—Ningún padre le paga a su hija una educación en un instituto tan elitista para luego permitir que se marche a Europa a convertirse en diseñadora de moda. Los planes del señor Saito requerían un expediente académico impoluto, y, sí, ya sé que el dinero lo compra todo.

—¿Entonces? Comprendo que la familia de Naomi no es una maravilla, pero sigo sin ver por qué está tan obsesionada con Eiji.

—La razón de que haya escogido a Eiji solo la sabe ella, pero lo que sí puedo afirmar es que las personas como Saito se creen únicas, muy por encima de los demás, y no soportan que nadie les haga sombra.

—Ya veo... —Risa suspira—. Y si, además, es una mestiza la que la eclipsa, la cosa empeora.

—Exacto. —Takeda se pone en pie y la joven le imita—. Confía en mí, Serizawa, sé cómo manejar a Saito.

—¿Debería contárselo a Eiji?

—Si fuera al revés, ¿te gustaría que él te lo ocultara?

Risa asiente para sí, sintiéndose como una imbécil por haber formulado una pregunta tan estúpida. Por su parte, Takeda Taro se pone los zapatos y, tras agradecerle su hospitalidad con una reverencia, abre la puerta y se va.


♫♪♫


Nada más ver a sus dos amigos atravesando la puerta principal del instituto, Shinobu deja escapar un suave suspiro con el que pretende darse fuerzas; desde que Eiji y Risa comenzaron a salir juntos, se ha convertido en un gesto recurrente. Para él, que cuenta con la escasa habilidad de leer entre líneas, los sentimientos de Atsushi por la joven fueron evidentes desde el primer momento, pero también lo fue el hecho de que Risa escogería a Eiji. No la puede culpar; si Atsushi le hubiera mostrado su verdadera forma de ser en lugar de su arrogancia, las cosas habrían sido diferentes, pero su amigo tiene demasiado miedo a confiar en otros hasta el punto de desnudar su alma. En ese sentido, Shin puede considerarse afortunado; especial, incluso. La abuela del muchacho, Nagisa y él mismo, son las únicas tres personas que le conocen de verdad.

Cuando Eiji y Atsushi llegan a su altura, Shinobu se levanta del banco y, con la excusa de abrazarles los hombros y felicitarles el entrenamiento, aprovecha para colocarse en medio de ambos.

—¿Tomamos algo antes de volver a casa? —propone, exhibiendo su habitual sonrisa risueña.

—Por mí bien. Risa estará ocupada con la canción y seguro que agradece que me retrase un poco.

—O a lo mejor da por hecho que vas a volver a la hora de siempre y está preparando la cena. Deberías llamar para asegurarte.

Durante un instante, la mano diestra de Eiji se crispa sin que el joven pueda evitarlo, pero solo Shinobu se da cuenta. Aunque no han hablado directamente del tema, Shin sabe que su amigo hace oídos sordos a las pullas camufladas de Atsushi. Lo que no tiene muy claro es el motivo: ¿se debe a que su padre le educó en la creencia errónea de que siempre hay que buscar la mejor situación para todos, o a que piensa que no hay nada que pueda hacer por Atsushi? ¿Y qué hay de este último? ¿Por qué se deja arrastrar por unos impulsos tan infantiles e impropios de él?

—Es cierto. —Eiji saca el móvil del bolsillo del pantalón y busca el número de su novia en la opción de marcación rápida—. Nada. Debe de estar con los cascos puestos porque no me coge. Bueno —el chico se encoge de hombros—, si ve que me retraso demasiado, ya me llamará ella.

Una hora más tarde, Eiji regresa al apartamento y se encuentra a Risa sentada frente al teclado electrónico, con las orejas refugiadas bajo los cascos y totalmente concentrada en su trabajo. El joven se quita los zapatos y se aproxima a la chica de puntillas, dispuesto a darle un buen susto; cuando está lo bastante cerca, deja caer las manos sobre sus hombros. Risa grita y Eiji estalla en una alegre carcajada.

—¡Eiji! —le regaña la chica, llevándose una mano al pecho—. ¡No ha tenido gracia!

—¡Por supuesto que sí! Deberías haberte visto la cara.

—¡Hablo en serio!

El joven hace un gesto apaciguador con las manos y se esfuerza por serenarse.

—Está bien, está bien. Lo siento. —Risa le sigue mirando con reproche, así que Eiji la abraza los hombros y se inclina para depositar un delicado beso en su frente—. Perdona por llegar tan tarde, te llamé para avisarte de que me quedaba un rato con Atsushi y con Shin, pero no contestaste. ¿Ya has cenado?

—No tengo hambre, la verdad.

—¿Estás bien?

—No... —Risa desvía la mirada—. Tengo que contarte una cosa.

Monaka: es una clase de dulce japonés que consiste en relleno de judía azuki  emparedado entre dos barquillos de mochi. Suelen servirse acompañados de té.

Kyūdō: tiro con arco japonés.


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