31: Día idílico
Despierta con un ligero dolor de cabeza martilleándole las sienes y con una leve sensación de náuseas agitando su estómago. Despacio, gira la cabeza hacia la mesilla de noche: un ocho acompañado de un cuatro y un siete brillan en la pequeña y rectangular pantalla del despertador. Sin muchas ganas, pero consciente de que ya es hora, Risa se levanta, sube el estor y hace una mueca de desagrado cuando la intensa luz de la mañana le ciega los ojos; luego abre la ventana y suspira cuando la brisa matinal, perfumada con olor a mar, le acaricia la cara y se lleva gran parte de su aturdimiento. Ahora solo necesita una ducha y un buen café.
—Buenos días, Bella Durmiente. —Masaru está sentado en el sofá con un libro entre las manos. Risa no alcanza a ver el título, pero seguro que es novela negra, el género favorito de su padre; fue gracias a él que conociera las historias de Higashino Keigo—. Sonohara se ha pasado hace un rato; tenía que ir a hacer unos recados y quería que le acompañases. Le he dicho que le llamarías.
Risa asiente y atraviesa el salón en dirección a la cocina. Tal vez lo normal hubiese sido que Masaru se hubiera interesado por su estado antes de informarle de la visita de Eiji, pero su padre es la clase de persona a la que no le gustan las preguntas innecesarias. Mientras se prepara el café, la joven le observa de reojo, tratando de recordar cómo era cuando Lucía aún vivía, pero se topa con una bruma impregnada de dolor, una niebla que la repele con un potente alarido.
<<Lo siento, Megumi, pero no puedo hacerlo>>.
Pensar en la señora Obata le trae a la mente lo que Yuuichi le confesó durante la cena: que ella y su padre fueron pareja en el pasado. Cuando se lo dijo, le fue imposible no preguntarse si esa relación se retomó en algún momento de su vida adulta, pero ahora lo considera una estupidez inducida por el exceso de alcohol y su desconfianza hacia Masaru. Megumi jamás haría algo así; además, está felizmente casada con su marido.
—Se te va a enfriar el café.
La joven da un respingo y mira la taza, pero no hace ademán de ir a cogerla. <<Ahora que Suzume no está, es un buen momento para intentar un acercamiento>>, le sugiere la voz de su subconsciente, y a Risa le parece que tiene razón.
—Papá..., ¿es verdad que Megumi y tú... salisteis juntos?
—¿Por qué? ¿Te preocupa que Naoki solo sea tu medio hermano? —replica Masaru, sin apartar la vista de la lectura.
Risa se queda helada.
—¿Lo es? —se obliga a preguntar, tragando saliva de forma casi audible.
Entonces sucede algo que la deja estupefacta: su padre suelta una alegre y natural carcajada que afloja las extremidades de la joven. Sonriente y negando con la cabeza por haber sido tan boba, coge la taza de café y da un sorbo, pero hace una mueca de asco al instante: ha olvidado el azúcar.
—Salimos unos meses cuando teníamos tu edad —le explica su padre en lo que ella saca el tarro del azúcar de un armario—, pero pronto nos dimos cuenta de que éramos demasiado amigos como para elevar la relación a algo más.
Mientras remueve el café con una cucharilla, a Risa le asalta la vaga impresión de que las palabras de Masaru ocultan un mensaje.
♫♪♫
El Kiyosubashi Bridge, también conocido como Blue Bridge, es un famoso puente situado en el centro de Tokio, y que une ambas orillas del río Sumida. No es el único, el Sumida se extiende a lo largo de unos veintisiete kilómetros y posee un puente cada kilómetro, aproximadamente, pero es el que Risa estaba interesada en visitar porque leyó que en 2007 se lo declaró bien cultural. Tal y como el propio nombre indica, es de color azul, un azul oscuro que por la noche se confunde con negro en aquellas zonas que la luz artificial de las farolas no alcanza a iluminar y quedan, en consecuencia, devoradas por las sombras. El puente es peatonal y un buen lugar desde el que sacar fotos del Sumida y sus riberas, convertidas en tranquilos paseos.
—Me sorprende que, de todos los sitios que podías haber escogido, te hayas decidido por un puente —comenta Eiji, más asombrado que burlón, mientras caminan por delante de las Terrazas del Río Sumida.
—Había oído que la estructura es similar a la del Golden Gate —explica Risa, y lanza un suspiro decepcionado—, pero me da que el único parecido es que ambos son puentes.
El joven deja escapar una risita.
—Lo terminaron de construir en 1928, después del Gran Terremoto de Kanto. Está inspirado en un puente alemán que cruza el Rin, pero no recuerdo la ciudad. Lo que sí te puedo decir es que la elegancia de su silueta lo convierte en el puente más bonito de todos los que tiene el Sumida.
—Tendré que visitarlos todos para poder comparar.
—¿Turismo de puentes? —Eiji le lanza una mirada divertida—. Claro, ¿por qué no?
Después de pasear un rato, ambos jóvenes se sientan a descansar en un banco, junto a un enorme árbol que les proporciona una agradable y fresca sombra. Risa echa la cabeza hacia atrás y su mirada se pierde entre el dorado follaje que se balancea sobre sus cabezas a merced de la suave brisa. Sus labios se curvan en una tenue sonrisa y sus ojos se cierran. Eiji la observa, embelesado, olvidándose del resto del mundo: solo están el árbol, el banco, Risa y él. Temiendo besarla si no deja de mirarla, el joven se fuerza a clavar la vista en el horizonte y a dejar la mente en blanco. No sabe cuánto tiempo pasa, pero cuando vuelve a pestañear, Risa está acodada en la barandilla, contemplando el paisaje y proporcionándole un agradable panorama de su estrecha espalda, la deliciosa curva de sus caderas y la tentadora forma de su trasero. Eiji se recrea en la silueta de la muchacha durante cosa de un minuto más y luego se sitúa a su lado.
—Creo que me empieza a gustar Tokio —comenta Risa, la vista clavada en las aguas del río, que parecen haber sido salpicadas con polvo de diamantes.
—¿Crees? —Eiji no pretendía que su voz sonase tan juguetona, pero le satisface comprobar cómo la joven se estremece.
—Al principio, era una ciudad vacía para mí. —El estómago del chico se encoge al oír la descripción, pero se esfuerza por no delatar lo que siente para que ella continúe hablando—. No había nada que me motivase a levantarme por las mañanas hasta que os conocí. Tokio ya no está vacía.
Risa esboza una tierna sonrisa al ver cómo Eiji se sonroja. No sabía lo mucho que ha llegado a confiar en el muchacho hasta que las palabras han salido de entre sus labios por voluntad propia; acaba de confesarle mucho más de lo que el psicólogo consiguió sacarle en su día. No tenía ninguna esperanza de mejora cuando se mudó, traía consigo una depresión tan densa que casi tenía cuerpo, pero sus nuevos amigos han sido la cura; aún no ha sanado del todo, aunque, día a día, el color le gana terreno al monótono y asfixiante gris.
—Entonces —comienza a preguntar el joven, sin atreverse a mirarla a la cara—, lo de ayer, ¿significa que vas a cantar profesionalmente?
Ella hace una mueca y Eiji teme haber estropeado el momento, pero Risa responde sin atisbo alguno de disgusto:
—Lo estoy considerando; subir ahí fue una experiencia increíble, pero sigue habiendo cosas que me tiran para atrás. —La joven se separa de la barandilla y reanuda el paseo—. La vida de los famosos prácticamente carece de intimidad, aunque, ahora que he tirado mi anonimato por la borda, supongo que esa razón ya no es válida.
—Dijo la diva que solo ha cantado una canción en un pequeño concierto —replica Eiji, socarrón—. ¿No crees que tu personalidad tiende, solo un poquito, hacia el narcisismo? Se compartirá en las redes sociales, tendrá muchas visitas en YouTube y, el día que menos te lo esperes, nadie hablará del tema.
Risa ladea la cabeza, pensativa.
—Como sea. Bueno, también está el tema de los contratos —continúa explicando—. Verás, cuando firmas con una discográfica, automáticamente pasas a ser de su propiedad, por muy mal que suene; te comprometes a cumplir lo estipulado en el contrato, te guste o no.
Eiji suspira y le lanza una mirada de incredulidad.
—Eso pasa en todos los trabajos, Risa. ¿Dónde está tu cinismo cuando realmente hace falta? Puedo entender, no obstante —prosigue el joven antes de que la chica tenga tiempo de protestar—, que el convertirte en la gallina de los huevos de oro de otra persona te haga sentir como una esclava. —Risa abre los ojos como platos y Eiji sonríe, consciente de que ha dado en el clavo—. Se me acaba de ocurrir el sitio perfecto al que llevarte, y ya estás avisando a tu padre de que comes fuera.
♫♪♫
—¿Vamos a subir al observatorio? —pregunta Risa, con los ojos brillando de emoción, mientras intenta abarcar con la mirada los trescientos quince metros de altura de la Torre de Tokio. Sin embargo, su entusiasmo flaquea cuando las personas que se han quedado en tierra empiezan a ser demasiado pequeñas. Inconscientemente, la joven se agarra al brazo de Eiji y se acurruca contra su pecho.
—No eres mucho de salir a la terraza de tu casa, ¿no?
—No es lo mismo. ¿A qué altura está el observatorio?
—A unos ciento cincuenta metros —responde el joven, esbozando una sonrisa maliciosa que, por suerte, Risa no ve.
Nada más salir del ascensor, Eiji la conduce hacia la zona que le interesa. Una vez allí, la toma de las manos y la mira fijamente a los ojos.
—¿Confías en mí?
—Sí.
—Entonces mira a tus pies.
Risa obedece y cuando ve que solo un cristal la separa del vacío, chilla y le abraza con fuerza, temblando. El chico deja escapar una breve risita y le frota la espalda para calmarla.
—Lo siento —susurra contra su cabello, al tiempo que aspira el dulce olor a manzana que desprende—, ¿estás bien?
—¡Sociópata! —protesta la joven, y a Eiji no le queda muy claro si se está riendo o está llorando.
—Nunca te hubiera hecho la broma de haber tenido la más mínima sospecha de que no la resistirías —asegura, y ella separa la cabeza de su pecho al escuchar su tono serio. Él le limpia las lágrimas con los pulgares—. Al observatorio especial te llevaré otro día por la noche; tiene unas vistas espectaculares.
—Desde aquí tampoco están mal —comenta la joven mientras contempla la ciudad, apoyada en la barandilla.
—Después de comer iremos allí. —Eiji señala un parque cercano, junto al que se erige un pequeño edificio de fachada blanca y tejado azul—. El templo Zōjō-ji. Es el primer sitio que visité cuando me mudé a Tokio.
Risa no tarda en descubrir que la historia rivaliza con las matemáticas por ser la asignatura favorita de Eiji. Mientras pasean por el enorme recinto del templo, el joven le explica que fue el templo familiar de los Tokugawa a principios del Periodo de Edo y que seis de los quince shōgun Tokugawa están enterrados en las inmediaciones. Sin embargo, el Periodo de Meiji trajo consigo un movimiento anti-budista que inundó todo el país, y durante la Segunda Guerra Mundial la zona fue bombardeada, destruyéndose el salón principal, los subtemplos y el mausoleo de los Tokugawa.
—Lo que vemos hoy en día son reconstrucciones. Una verdadera lástima, la verdad.
Eiji le muestra también la famosa campana Daibonsho, que en Año Nuevo se toca ciento ocho veces para purificar las ciento ocho pasiones que pueden llevar a una persona por el mal camino, y el santuario Kumano, una pequeña zona sintoísta rodeada de budismo. Finalmente, ambos pasean frente a las largas hileras de estatuas jizo, las deidades guardianas de los niños. Las familias las visten con gorritos, bufandas y baberos de lana roja para protegerlas del frío y de mancharse con las ofrendas de comida; de esta manera, rezan al Jizo Bosatsu para que sus hijos y nietos crezcan sanos y fuertes o para rogarle que cuide de las almas de los niños que ya no están. En este último caso, es habitual apilar varias piedras junto a la estatua, simbolizando la tarea que las almas de los fallecidos deben realizar en el sai no kawara para conseguir una mejor vida en su siguiente vida.
La sensación de sobrecogimiento y profundo respeto que siempre la invade cuando visita esa zona concreta de los templos se va desprendiendo de su piel a medida que se alejan de la hilera de estatuillas y se acercan al bullicio de la ciudad. Las jizo siempre le han parecido una visión alegre y a la vez triste.
De vuelta en Harumi, Eiji la invita a tomar un parfait antes de regresar a casa. Más tarde, cuando se despiden en el ascensor, Risa siente un vacío en el estómago y no puede evitar pensar que ojalá el día tuviera más horas.
—¿Quieres visitar el parque Hibiya mañana? —le pregunta el joven antes de que las puertas se cierren. Ella se apresura a asentir y, cuando él ya no puede verla, se deja caer contra la pared metálica del cubículo, sintiendo cómo una enorme y estúpida sonrisa toma el control de sus labios.
En ese instante era imposible que Risa fuera consciente del poco tiempo que les quedaba, pero cuando, meses más tarde, despertase en una habitación ajena, recordaría su paseo por el parque Hibiya como un día idílico.
Parfait: postre francés, inventado en 1894, que consiste en una combinación de fruta, helado y sirope. Suele servirse en una copa de cristal.
Shōgun: gobernante de Japón (en nombre del emperador) entre 1192 y 1868.
Sai no kawara: es la orilla del río Sanzu no Kawa, el río de los muertos según el budismo. Sai no kawara es una alegoría de los esfuerzos vanos, puesto que los niños fallecidos han de construir una torre con las piedras de la orilla para consolar la aflicción de sus padres, pero, en cuanto la finalizan, llega un diablo que la destruye y ellos han de empezar de nuevo. Así una y otra vez, eternamente.
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