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25: Conclusiones precipitadas


Unos suaves golpecitos en la puerta de su habitación la distraen de su tarea. Risa maldice por lo bajo mientras contempla su integral a medio completar; le cuesta mucho concentrarse cada vez que tiene que hacer los deberes de matemáticas, y seguro que Suzume solo quiere quejarse de que tiene hambre o de que no encuentra alguna de sus cosas, pero ya que la ha interrumpido...

—Pasa.

—No.

La joven pone los ojos en blanco.

—Pues entonces habla desde ahí.

En el pasillo, se hace el silencio, y Risa está a punto de creer que su madrastra ha desistido y regresado al sofá, cuando la puerta se abre y la mujer asoma la cabeza. <<¡Vaya, debe de ser algo importante!>>

—¿Has decidido que quieres aprender a cocinar? —pregunta entre burlona y esperanzada.

—Sé cocinar —responde Suzume con una mueca desdeñosa—, pero tengo que reconocer que a ti se te da mejor.

—Ya. ¿Entonces?

—Quería preguntarte por ese chico tan mono que vino ayer.

Risa se tensa, aunque pone todo su empeño en que no se note.

—Le sacas como diez años, ¿sabes? Eres demasiado vieja para él. —A ojos de la muchacha, Suzume todavía es una mujer joven, pero sabe que ella, como japonesa pura, tiene un concepto particular acerca de la edad—. Deberías dejarte de bobadas infantiles y pensar en casarte, que casi tienes treinta y ya sabes lo que se opina de las mujeres que llegan solteras a esa edad.

Para satisfacción de Risa, su madrastra contrae los labios en una mueca de rabia, pero no tarda en estirarlos en una sonrisa malvada.

—Así que te gusta, ¿eh? ¡Qué divertido!

Sonriendo para sí, Suzume se aleja por el pasillo, dejando a Risa con mal sabor de boca. <<¿Qué estará tramando?>>, se pregunta con la vista aún clavada en la puerta abierta, pero, por más que se estruja los sesos, no se le ocurre nada. Tampoco es que tenga la mente muy lúcida después de lo que ha sucedido esa mañana; si ese chico, Takeda, no llega a aparecer... Decidida a no pensar en las consecuencias, Risa trata de devolver su atención a las matemáticas y resolver la condenada integral, pero, en vista de que es una tarea no apta para mortales, opta por pasar a su cuaderno los apuntes que le copió Erika. Sabe que es innecesario, pero la ayudará a distraerse.

Esa noche le cuesta dormirse. Cuando al fin lo consigue, sueña que Takeda no aparece y que el chico la arrastra hasta un aula vacía y la desnuda a la fuerza. Entonces, mientras la hace fotos y se ríe de sus lágrimas, Risa repara en la presencia de Atsushi en una esquina y, aliviada, le pide ayuda, pero el chico se limita a alzar la barbilla y a observarla, impasible.

Risa despierta empapada en sudor y con la respiración agitada. Como le cuesta unos segundos darse cuenta de que ha sido una pesadilla, durante un instante le parece escuchar el sonido de una cámara fotográfica. Llorando, la joven se levanta a beber agua y se sienta en un taburete de la cocina, con el vaso sujeto de forma precaria. No le ha contado a nadie lo que ha pasado ni tiene intención de hacerlo por temor a empeorar las cosas, pero sabe que guardárselo tampoco es la solución. ¿Y qué diablos hacía Atsushi en su sueño?

El vaso se le desliza de las manos y se estrella contra el suelo, salpicando agua y fragmentos de cristal. Uno de ellos le araña el pie descalzo y la joven contempla, anonadada, cómo una fina gota de sangre resbala por su piel y se disuelve en el charco de agua.

—¿Risa?

Despacio, la muchacha se vuelve en dirección a su padre, y, repentinamente consciente de la situación, extiende el brazo para detenerle antes de que se clave los cristales en los pies.

Masaru contempla el pequeño estropicio durante unos segundos antes de alzarla mirada hacia su hija, que también está observando el vaso roto.

—¿Qué ha pasado?

—Nada —Risa sacude la cabeza—, me he levantado a por agua y me he debido de quedar dormida mientras me la bebía.

Masaru no se cree ni una sola palabra, pero, en lugar de insistir, le ordena a Suzume, que les observa desde el umbral, que vaya a buscar la escoba y la fregona. La mujer pone cara de fastidio y refunfuña que debería haberse quedado en la cama, pero obedece y no tarda en regresar con los utensilios de limpieza y una mirada de disgusto dirigida a Risa.

—¿También quieres que lo limpie?

—Ya que te ofreces...

El corazón de Risa da un vuelco y, de repente, siente una oleada de cariño hacia su padre tan fuerte que la deja sin aliento. También le entran ganas de abrazarle, pero todavía hay cristales en el suelo, así que se contenta con la satisfacción que le produce ver a Suzume limpiando por una vez en su vida.


♫♪♫


Risa frunce el ceño, incómoda, porque Eiji no deja de lanzarle miraditas cada dos por tres; además, que se encuentren en el ascensor, un espacio pequeño y cerrado, solo consigue que se sienta peor. Al final va a terminar arrepintiéndose de haberle invitado a dar un paseo.

—Por favor, o paras o me dices lo que estás pensando.

Él da un respingo y esboza una sonrisa avergonzada.

—Nada, perdona, es que hoy te veo bastante bien.

<<Pues no lo estoy>>, le hubiera gustado contestar. La inesperada muestra de afecto de su padre fue un bálsamo para su inquieta mente, pero, al despertar, el malestar le ha caído encima como una pesada losa; por eso ha invitado a Eiji, porque no le apetecía pasear sola y él es la persona más cercana que había.

—Sienta bien pasar a un segundo plano..., aunque no vay a a durar demasiado.

Risa sabe que la observación de Eiji no se refería a lo ocurrido el día de la grabación ni a que ahora Erika tenga a un montón de moscardones zumbando a su alrededor, pero pretende disfrutar del paseo y espera que el chico pille la indirecta. Ayer se dejó llevar y habló de más. Efectos secundarios de la fiebre.

Las puertas del ascensor se abren, dando paso a un elegante y luminoso vestíbulo de paredes blancas. Cualquiera estaría encantado de vivir en un edificio tan espléndido, situado en pleno paseo marítimo y que cuenta con cafetería, gimnasio y biblioteca, entre otros lujos. Cualquiera que no fuera Risa.

—¿A dónde te apetece ir? —pregunta Eiji.

—Si te digo la verdad, me he pasado la mayor parte del verano tocando el piano en lugar de salir a conocer la zona.

—Yo tocaba cuando era pequeño —comenta el muchacho—, hasta que descubrí el kyūdō. ¿Has pensado apuntarte a algún club escolar?

Risa resopla con desenfado.

—Actividades extraescolares, los deberes, el Consejo de Estudiantes... ¿No te estresa tener tan poco tiempo para ti mismo?

Él se queda callado durante tanto rato que la joven se arrepiente de haber sido tan directa, pero entonces Eiji la mira y ella lee tristeza en el fondo de sus pupilas.

—Hago todo lo que puedo por pasar el menor tiempo posible en casa... o eso es lo que me digo porque, por alguna estúpida razón, aplico con mi padrastro los mismos principios que mi padre me enseñó. —Al ver que Risa frunce el ceño con confusión, el chico sonríe y procede a explicarse mejor—: Mi padre me enseñó a ser una persona modélica; alguien educado, amable y responsable, considerado..., bueno, ya sabes. —Eiji suspira—. Así que si Jin quiere que no vuelva a casa tarde entre semana, yo obedezco, pero odio a mi padrastro y una parte de mí siempre se reprocha el no reberlarse. No quiero traicionar mi naturaleza, pero tampoco quiero que Jin se haga con el control de mi familia. Es complicado.

Acaban de llegar a un bonito parque con vistas al mar. Risa se acoda en la barandilla y contempla el vuelo de un par de gaviotas.

—En realidad no lo es. —Eiji la mira con curiosidad y ella se toma unos instantes para ordenar sus ideas—. Creo que confundes tu verdadera naturaleza, que acataste los principios que te enseñó tu padre porque el respeto por la familia es un valor clave de la sociedad japonesa, pero esa sumisión ciega te impide ser quien realmente eres y vivir tu vida a tu manera, con tus aciertos y tus errores. —Risa se calla al ver que Eiji tiene los labios apretados y la vista perdida en el horizonte—. Lo siento, tengo una visión muy particular por influencia materna y, a menudo, olvido dónde estoy.

—No me ofendes, tranquila.

Aunque sabe que es mentira, Risa sonríe y reanuda la marcha. Debería haberse quedado callada; es consciente de que su forma de pensar y de actuar solo le trae problemas, pero vuelve a tropezar con la misma piedra cada vez que se le presenta la oportunidad. Esa parte de ella es el legado de su madre, algo a lo que nunca estuvo dispuesta a renunciar, y mucho menos ahora que Lucía ya no está...

¡Ahora lo entiende! Seguir los fundamentos que le inculcó su padre es la forma en la que Eiji le mantiene cerca. Sin embargo, Risa intuyó desde el principio un leve halo de oscuridad en la personalidad del chico que atribuyó a su contacto prolongado con Naomi. Lo que acaba de descubrir, no obstante, la lleva a pensar que siempre ha estado ahí. ¿Significa eso que Eiji es una mala persona? No lo cree, aunque sí que podría convertirse en un problema si el chico no es consciente y lo deja crecer libremente.

—Las personas no son buenas o malas, son ambas cosas —dice, la vista clavada al frente.

Eiji, que estaba aprovechando el silencio para cavilar acerca de las palabras de Risa, se sobresalta ligeramente ante el arrojo que gobierna el tono de la muchacha.

—¿Estás bien? —inquiere, preocupado—. No pretendo que cargues con mis problemas, Risa, solo te lo he contado porque somos amigos y confío en ti.

Ella se sonroja y apresura el paso. Eiji se sorprende a sí mismo sonriendo de manera estúpida y hace una mueca. No está bien que se enamore sabiendo lo que sucedió la noche de la grabación; ninguna se resiste a los encantos de su amigo y, además, vio la cara que puso Risa cuando Yuuichi besó a Erika, así que es probable que ni siquiera Atsushi gane en esta ocasión. Yuuichi es guapo, carismático y líder de una banda de J-rock. ¿Qué puede hacer frente a eso?

Como si el mero hecho de pensar en su amigo le hubiera convocado, Eiji distingue a Atsushi a unos metros de distancia, caminando junto a una anciana que le agarra del brazo y mira el mar. Sin poderlo evitar, espía la reacción de Risa, pero la joven no da muestras de incomodidad ni de nerviosismo.

Mientras se acercan, Atsushi les saluda con la mano y le dice algo a la anciana, que se vuelve hacia ellos y sonríe.

—Abuela, estos son Eiji y Risa, unos amigos del instituto.

—¡Ah!, yo soy Mizuko Tanabe —saluda la mujer con una amplia sonrisa—. At-chan nunca me había presentado a sus amigos, así que estoy muy contenta de conoceros.

El joven desvía la vista, abochornado, para después clavarla en Risa, que cambia el peso de una pierna a la otra, incómoda ante la súbita chispa de furia que ilumina las pupilas del muchacho. Ninguno de los dos ha hablado del tema, y Risa tiene la impresión de que entre ambos se está empezando a abrir una grieta, aunque puede que solo sean paranoias suyas; a fin de cuentas, Atsushi es el clásico mujeriego incapaz de sentar la cabeza por nadie y, que ella sepa, su harén está bien nutrido.

A Eiji tampoco le ha pasado desapercibida la mirada de su amigo, reacción que, sumada a la seriedad con la que Atsushi regresó al restaurante de ramen, le da mucho en lo que pensar. El joven tiene la mala costumbre de creer que todo lo que haga a terceras personas va a ser bien recibido, pero en el estado anímico en el que Risa se encontraba fue una mala decisión; no obstante, Eiji creyó que ella lo había reconsiderado, ya que la relación entre ambos parece estar igual que siempre. Sin embargo, después de lo que acaba de presenciar, ya no sabe qué pensar.

Atsushi se maldice en su fuero interno por haber permitido una vez más que sus emociones le dominen; desde que besara a Risa, en su mente reina un absoluto caos que le cuesta mucho controlar y que ha acrecentado su, ya de por sí, actitud arisca. Por eso invitó a su abuela a pasar el fin de semana en su casa, porque le comprende y siempre sabe cómo hacerle sentir mejor; también porque su presencia fuerza la de sus padres, pero eso es algo secundario.

—Tenemos que pasar por la pastelería, At-chan.

Atsushi asiente y vuelve a centrar toda su atención en la anciana, que se despide de Risa y de Eiji con un gesto de la mano y una sonrisa, y echa a andar.

—¿A qué ha venido eso? —pregunta Eiji cuando abuela y nieto se han alejado lo suficiente, pero Risa niega con la cabeza y anuncia que le apetece volver a casa.


♫♪♫


Shinobu deja el libro en el regazo y contempla el dosel de hojas rojizas que danza sobre su cabeza. El árbol es mucho más viejo que él, lo plantó su abuelo cuando levantó la mansión que su padre heredó, y, al igual que a Shin, le gustaba dejar vagar sus pensamientos con la espalda apoyada contra el grueso tronco. Antes de que el anciano falleciera un año atrás, abuelo y nieto se sentaban bajo el cerezo y el hombre le contaba cómo era la vida durante su juventud y le alentaba a cumplir su sueño de ser escritor; en ocasiones, cuando sopla el viento, todavía puede oírle diciéndole que las almas sensibles crean las historias más reales.

El suave ruido de unos pasos amortiguados por la hierba le saca de su ensimismamiento: su padre se acerca con una bandeja en la que lleva una jarra de limonada y dos vasos. El muchacho sonríe, satisfecho de comprobar, una vez más, que, a pesar de tener contratado un servicio personal, son perfectamente capaces de hacer las cosas por sí mismos; esos niños ricos que apenas saben vestirse solos le enferman.

—Deberías poner por escrito todo lo que piensas, hijo —comenta el señor Kusanagi, a modo de saludo. Acto seguido, deposita la bandeja en el suelo y toma asiento junto al joven.

—No saber cuándo estoy hablando con mi padre y cuándo con el psiquiatra es muy frustrante.

—Soy tu padre y soy psiquiatra. —El señor Kusanagi se encoge de hombros y sirve la limonada—. Últimamente, pasas demasiado tiempo aquí—añade mientras le tiende un vaso.

—Me gusta este sitio.

—Algo cambió en ti la noche que Tanabe se quedó a dormir —replica su padre, a bocajarro, y Shinobu se atraganta con la bebida.

—No sé a qué te refieres —dice entre toses—. Salimos, conocimos a un par de chicas, estuvimos un rato con ellas y después volvimos a casa. Quizás me veas diferente porque Atsushi me ayudó a confiar en mí mismo.

—Lo he notado y me parece un cambio a mejor, pero no es a eso a lo que me refiero.

El estómago de Shinobu sufre un doloroso espasmo. Con su mejor cara de póquer, el muchacho bebe otro sorbo de limonada y mira a su padre fingiendo desconcierto. Por suerte, el señor Kusanagi no insiste y pronto encuentra otro tema de conversación, que no se alarga demasiado porque su madre aparece con el teléfono en la mano y anuncia que Eiji quiere hablar con él. Aliviado de volver a quedarse a solas, Shinobu deja escapar un profundo suspiro.

—No te haces una idea de lo raro que resulta oírte hacer eso —comenta su amigo. Shin no tarda en darse cuenta de que, bajo su tono jovial y despreocupado, palpita la ira.

—Justo estaba hablando con mi padre sobre mi futuro: él prefiere la escuela de escritura creativa antes que ser DJ, pero estoy empezando a pensar que debería dedicarme a la psicología. ¿Te gustaría que estudiásemos juntos? Pero en la Universidad de Tokio, ¿eh?

Al otro lado de la línea, Eiji suelta una carcajada que se lleva gran parte de su tensión. Shinobu sonríe mientras piensa que se le da bien y que cuenta con bastante entrenamiento.

—Por mí, perfecto, ya lo sabes.

—Entonces, ¿vas a quedarte en Tokio? Creía que cuando te graduases regresarías a Osaka.

Eiji responde con un desconcertado silencio que se prolonga durante casi medio minuto, pero una de las virtudes de Shinobu es la paciencia.

—¿Cómo has...? Da igual. Aunque admito que la idea me seduce, no puedo dejar a mi madre y al bebé solos con ese imbécil con el que se ha vuelto a casar. Mi madre no se atreve a plantarle cara, ¿sabes?, así que me toca estar ahí para llevar a Ken por el buen camino.

—Eiji, ¿por qué odias tanto a tu padrastro?

—No te he llamado para hablar de Jin —replica su amigo con brusquedad y Shin contiene un suspiro, consciente de lo que viene a continuación—. He estado dando un paseo con Risa y ha sucedido algo.

Shinobu escucha con atención el relato de Eiji y luego se toma unos instantes para contestar.

—Sabes que me pones entre la espada y la pared, ¿verdad?

—¿Por qué? No te pido que te posiciones por ninguno de los dos, solo que me des tu opinión.

—Muy bien. —Shinobu respira hondo y vuelve a alzar la mirada hacia el manto de hojas que pende sobre su cabeza—. Creo que cuando te quieres aclarar las ideas no le pides a un amigo que vaya contigo; yo diría que algo la preocupa o la asusta, algo que sucedió ayer.

—¿El qué? —inquiere Eiji, y Shin detecta ansiedad.

—No lo sé, pero ayer no era ella misma. Y no tiene nada que ver con Atsushi —añade antes de que su amigo tenga tiempo de sacarlo a relucir en la conversación.

—Pero cuando...

—Creo que ya se sentía mal y que la actitud de Atsushi lo empeoró. —Shinobu suspira y sonríe para sí mismo—. Eiji, tienes que aprender a contar hasta diez antes de sacar conclusiones precipitadas.

Chan: es un sufijo diminutivo que indica afecto. Normalmente, se emplea con adolescentes del sexo femenino o con niños, pero también puede utilizarse con mascotas o con personas cercanas y a quienes se les tiene cariño. Nunca se usa para dirigirse a un superior, ya que se consideraría una actitud maleducada y condescendiente.

Kyūdō: tiro con arco japonés.

Ramen: es la versión japonesa de la sopa de fideos china.

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