👑 Capítulo 1
Se supone que cuando uno de tus sueños se hace realidad debería ser la mejor experiencia de todas, no la peor decepción. Desde muy pequeña he querido ser policía; toda una detective policial. Incluso he estudiado para serlo durante unos cuantos años. Después de bastante tiempo discutiendo con mi madre sobre esto, ya que ella no quería ni quiere que me dedique a este mundillo, he conseguido mi propósito: trabajar en una comisaría. Llevo un año trabajando en ella y aquí es donde viene la decepción. ¿Desde cuándo un policía se dedica a preparar solo...
—¡Kelsey! ¿¡Dónde están esos cafés!? —me grita Robert.
... cafés?
Él es uno de mis muchos compañeros de trabajo. Está en el puesto de información atendiendo las dudas y denuncias de los ciudadanos.
—¡Ya voy, joder, ya voy! —le grito de vuelta mientras cojo su maldito café de la cafetera y lo pongo en una bandeja con el resto.
Me he mudado a Nueva Orleans en Luisiana, a estudiar la carrera de Criminalística durante tres años. También he estado en una Academia policial durante seis meses; todo eso, para nada. Ya hasta se me están olvidando las cosas que he aprendido durante todo ese tiempo.
Dos chicas que sobrepasan los treinta y cinco años de edad, llamadas Feli y Tara, encargadas de uno de los casos más difíciles hasta el momento, se ríen de mí al ver cómo se derrama un poco el café de una de las tazas que llevo en la bandeja, al levantarla de la encimera. Ambas están sentadas en una de las pocas mesas que hay en esta pequeña cafetería, poniendo en orden los papeles sobre el caso que están investigando mientras beben de sus respectivos cafés. Los que, por cierto, he preparado yo.
—Ten cuidado, hija —me dice una de ellas. Feli.
—Deja de llamarme así, no eres mi madre —espeto con molestia.
Dejo la bandeja en la encimera para limpiar el poco café que he derramado. Cojo el trapo que hay al lado de la cafetera y la paso por la parte manchada de la misma. Repito la acción con el contorno de la taza.
Estoy hasta los mismísimos ovarios de que me traten como la niña pequeña de la comisaría. Tengo veintidós años. Ya soy lo suficientemente mayorcita para que me dejen de tratar como una chica de quince. Aunque bueno, no os voy a mentir, a veces me comporto como una.
—Sabes que no te lo decimos con ánimo de ofender —comenta la otra. Tara—. Eres la más joven aquí. Eres la niña de la comisaría.
Las palabras de la última frase consiguen hervirme la sangre, sin embargo, me mantengo firme; no debo caer en su juego. Tiro el trapo sobre la mesa y vuelvo a levantar la bandeja de la misma, esta vez, con más cuidado que antes.
—Oye, nena —me llama Feli.
Me doy la vuelta lentamente sin apartar la mirada de los cafés, hasta que estoy frente a ellas.
—¿Podrías traernos unos azucarillos cuándo puedas? —continúa hablando, haciendo que yo suspire exasperada.
—Levántate y cógelos tú misma —respondo cabreada—. Están en un botecito al lado de la cafetera. —Lo señalo con la barbilla.
Esta rueda los ojos como si estuviese tratando con una rebelde sin causa; hay que ver lo mal que me caes, mujer. Sin esperar un segundo más, salgo de la cafetería y me dirijo a la entrada, en la cual está ese pequeño puesto de información del que hablaba antes.
—Robert, tengo tu café —le aviso.
Esto provoca que el hombre se desplace en la silla con ruedas de oficina hasta el mostrador en el que yo dejo la bandeja al instante. Cojo uno de los cafés y se lo entrego directamente en las manos.
—Gracias —me agradece guiñándome un ojo.
Lo bueno de esto es que, al menos, hay gente agradecida.
—De nada. —Vuelvo a coger la bandeja y me dirijo a paso lento hacia el ascensor.
Por suerte para mí, un compañero de trabajo sale del elevador en esta misma planta y no tengo que hacer malabares para apretar el botón y que este baje. Entro en la cabina, esquivando al hombre que ha salido sin ningún cuidado derechito hacia mí y, a continuación, miro el panel con los botones de cada planta.
Son tres en concreto: la baja, que es donde Información ayuda a las personas que quieren denunciar algo; la primera, que es donde se mueven todos los que trabajan investigando algún caso y las personas encargadas de la vigilancia de las cámaras de seguridad; y la segunda, que es donde se encuentran las salas de interrogatorios, el calabozo y todas las habitaciones en las que se almacenan los informes y esas cosas.
Y aquí es cuando me maldigo interiormente; voy a tener que hacer malabares para apretar el dichoso botón. Así que me acerco al panel todo lo que puedo y, seguido de esto, levanto mi codo derecho hasta que soy capaz de apretar el botón de la primera planta.
—¡Sí! —susurro, victoriosa, para mis adentros al ver que no he derramado ni una sola gota de café de ninguna de las tazas.
Me doy la vuelta hasta quedar de cara al espejo, y es entonces cuando observo que el moño que me había hecho en casa tan bien recogido, ahora es nada más y nada menos que un completo desastre; mechones de pelo están fuera de su sitio como si una oleada de aire me hubiese golpeado hace un par de minutos. Creo que esto lo he heredado de mi madre, ya que a ella le duran los peinados lo que viene siendo nada.
También creo que es lo único que he heredado de ella, porque yo tengo el pelo negro y ondulado, y ella lo tiene rubio y rizado. De mi padre tampoco es que haya heredado gran cosa, ya que él es pelirrojo. Mis ojos son otra cosa que tampoco tenemos en común; yo los tengo verdes y ellos azules. La gente suele pensar que soy adoptada en cuanto nos ven, pero lo que no saben es que todo esto lo he heredado del padre de mi madre: mi abuelo.
Cuando las puertas del ascensor se abren, salgo del mismo a paso lento sin apartar la vista de la bandeja y me dirijo al despacho de Thomas, el compañero de trabajo más odiado por mí. Una vez que estoy enfrente de la puerta entreabierta del mismo, le doy un suave empujón con mi pie para abrirla del todo. Después, me dispongo a entrar, lo que hace que este señor gire su cabeza hacia a mí para poder verme.
—¿Cuál es el mío? —me pregunta mirando la bandeja a la vez que deja de escribir en la pizarra sobre uno de los casos que le ha tocado investigar.
—Este. —Cojo uno de las tazas y se la entrego.
Thomas le pega un sorbo y luego deja el recipiente en el escritorio que tiene a su espalda.
—Vale, ya te puedes ir —dice acercándose a la pizarra nuevamente.
Me dirijo hacia la salida del despacho, pero antes de salir me quedo mirando dicha pizarra. Parece que el caso trata sobre un asesinato, las fotografías de los cadáveres me lo dicen.
—¿Quiénes son los sospechosos? —inquiero.
Ladeo un poco la cabeza para poder leer lo que ha escrito en ella, no obstante, ni siquiera me da tiempo a leer el nombre de alguno de ellos, pues la voz de mi compañero me lo impide.
—Eres muy joven para saber de asesinos y asesinatos —responde este, cruzándose de brazos sin siquiera girarse a verme.
—Tengo veintidós años. —Achino los ojos, molesta.
—Aun así, eres muy joven. —Se encoge de hombros—. Solo eres una cría.
Esto ya es demasiado.
—Y tú demasiado viejo para seguir en pie —espeto, harta.
Él me lanza una mirada de desprecio. Yo seré muy joven, pero a todos los que trabajan aquí les falta muy poco para dejar de hacerlo; espero que a Thomas le llegue pronto la jubilación.
Salgo del despacho y, a continuación, me dirijo al de otro de mis compañeros, este algo más soportable que el anterior: Tony. Cuando entro, él ya se percata de mi presencia, por lo que deja de escribir en el portátil que tiene sobre su escritorio.
—Kelsey. ¿Tienes ya mi café? —cuestiona poniendo su mirada en mí.
Muevo la cabeza en respuesta afirmativa. Cojo la penúltima taza que queda en la bandeja y la dejo sobre el escritorio. Hecho esto, me doy la vuelta para entregar el último café que me queda. Sin embargo, cuando estoy a punto de salir, la voz de mi compañero me frena. Vuelvo a girarme para tenerle dentro de mi campo de visión.
—Yo no pedí esto. Yo lo quería descafeinado —se queja él, mirando la taza entre sus manos.
Pongo los ojos en blanco.
—Te aguantas —contesto.
Giro sobre mí misma y me dispongo a salir de su despacho. Una vez fuera, me encamino hacia la oficina del jefe de la comisaria: Marshall Meadows. El último café le corresponde a él y, como dato extra, este hombre me odio un montón. Al menos, es lo que parece, pues llevo meses pidiéndole, que, por favor, me asigne un caso de verdad, y lo único que he conseguido es que me mande a freír espárragos. No me he formado durante tanto tiempo, para que ahora me tenga de camarera; solo espero que no esté de mal humor.
Me paro enfrente de su puerta, la cual está cerrada, y levanto la mano para llamar, pero unas voces provenientes del interior hacen que la baje y acerque mi oreja para escuchar la conversación. Lo siento, no he podido evitarlo.
—No puede salir de la cárcel —pronuncia mi jefe en un tono de voz lleno de seriedad y molestia—. Le faltan por cumplir más de diez años.
—Lo sé, señor. Pero el chico ha prometido hacer trabajos sociales a cambio de su libertad —interviene una voz de un hombre que no conozco—. Además, creemos que está metido en otros asuntos ilegales y queremos averiguar de qué se trata.
—¡Por Dios! ¡Ha matado a personas! —grita.
Un fuerte golpe hace que me sobresalte. Parece que le ha dado un puñetazo a la mesa.
—¡Mató a su propia madre! —añade.
Alejo la cabeza de la puerta y observo la madera de la misma con espanto; vaya, creo que debería de acostumbrarme a esto si quiero trabajar en este tipo de casos.
—De que matara a su madre no hay pruebas que lo culpen —dice otra voz, la de Rosa Brown, la única compañera de trabajo que me cae bien.
La imagen de su aspecto físico se me viene a la cabeza. Ella es rubia, con el pelo por encima de los hombros, de ojos verdes, delgada, de nívea piel y de unos treinta y ocho años de edad. Es bastante guapa, la verdad, parece más joven.
—Queremos que uno de tus hombres lo vigile durante unos meses. —Vuelve a decir el hombre desconocido.
Acerco la oreja de nuevo para enterarme de todo.
—Por eso no hay problema, no se preocupe —le tranquiliza mi jefe.
—Pero no a distancia —comenta el señor.
Miro a mis alrededores para ver si hay alguien observándome y, cuando estoy segura al cien por cien de que no hay nadie, continúo escuchando la conversación.
—Queremos que lo vigilen de cerca, que se metan en su vida y se ganen su confianza para poder volver a meterlo entre rejas si hace algo indebido —continúa con su explicación—. Necesitamos saber toda la información posible.
Eso va estar complicado.
—Eso es imposible —objeta Rosa—. No creo que un chaval de veinticuatro años deje entrar en su vida a una persona de cuarenta tan fácilmente.
—Rosa tiene toda la razón —le apoya el señor Meadows.
—Lo sé, por eso tiene que ser una persona que se acerque a la edad del chico —dice el desconocido.
Cambio la mano con la que estoy sujetando la bandeja, debido a que se me ha dormido, y la dejo reposar sobre mi cadera.
—Todos los trabajadores que hay aquí son ya adultos casados y con sus vidas hechas —agrega mi jefe.
—No todos —interviene Brown.
Mis ojos se abren hasta parecer que están a punto de salirse de sus órbitas; por favor, que no se refiera a mí. Una cosa es investigar un asesinato y otra muy distinta es intentar hacerte amigo de un asesino. Además, yo no estoy preparada para este tipo de trabajos. Me han formado para esto, sí. Pero nunca lo he puesto en práctica, esto no va a salir nada bien.
—¿Quién? —pregunta Marshall.
—Kelsey Davenport. —Mi nombre sale de los labios de mi compañera.
Estoy muerta. ¿Es qué no me pueden poner un trabajo más flojito? Es lo que hacen con los novatos. No pueden ponerme una misión tan fuerte siendo yo una novata. Me conformo hasta con el caso de un robo, fíjate tú.
—¡Pero si es una niña! —grita el señor Meadows.
Pero qué manía. Que tengo veintidós años. ¡Veintidós!
—Es mayor de edad, ya no es una niña —me defiende ella.
Aunque no sé si eso es bueno o malo viendo desde otra perspectiva la situación.
—Además, es novata. Este trabajo le queda grande —informa mi jefe.
Asiento levemente con la cabeza; ahí estamos de acuerdo.
—Su inexperiencia le va a ayudar con esto. No sospecharán que es policía —comenta Brown.
Bueno...
—¿Pueden llamarla? Me gustaría verla —pide el hombre.
—Claro, señor —responde mi compañera mientras siento sus pasos acercarse a la puerta.
Oh, mierda, que me pillan. Miro a mis lados buscando algún sitio en el que esconderme, pero ya es demasiado tarde. La puerta se abre haciendo que Rosa se asuste al verme y que yo sienta mis mejillas arder. Se me han subido los colores por tan monumental pillada. Que pronto he empezado a liarla hoy.
—Kelsey —me nombra con sorpresa.
Está claro que no se esperaba encontrarme aquí.
—Tr-raía café —tartamudeo y le muestro la bandeja.
Ella desvía la mirada hacia el café que sostengo.
—Ahora mismo iba a buscarte —me hace saber subiendo sus ojos claros hasta los míos de nuevo.
—¿Por qué? —inquiero con voz inocente, como si no hubiese estado escuchando una conversación ajena hace tan solo unos instantes.
Brown se echa a un lado de la puerta y luego me hace un gesto con la mano para pedirme que entre en la oficina. Le hago caso y accedo al lugar, con las rodillas temblando al notar todos los ojos de los presentes puestos en mí en todo momento. Este tipo de cosas me suelen incomodar mucho.
—¿Ocurre algo? —pregunto mirando a mi jefe, quien está sentado tras su escritorio.
Sus iris son de un tono de marrón bastante oscuro. Tiene el cabello corto y desordenado por algunas partes, es de un color castaño más suave que el de sus ojos. La barba incipiente le da un semblante serio y envejecido a su rostro; tiene cerca de cuarenta años. Estoy segura de que, si se afeitase, parecería un bebé con cuerpo de adulto.
Rosa cierra la puerta, haciendo que le eche una rápida mirada.
—¿Ese es mi café? —cuestiona Marshall, señalando la taza que queda sobre la bandeja.
Asiento con la cabeza mientras cojo el café y lo dejo sobre su mesa. Doy un par de pasos hacia atrás mientras coloco la bandeja debajo de uno de mis brazos y aguardo a que alguien me diga algo.
—Señorita —me llama el hombre desconocido desde mi derecha—. ¿Qué edad tiene?
—Veintidós años —respondo en un hilo de voz apenas audible.
Él hace un rápido escaneo de mi cuerpo.
—Es perfecta para el trabajo. —Me señala con sus manos, sonriente.
Mierda, casi que prefiero seguir preparando cafés.
—¿Qué trabajo? —indago, como si no supiera nada.
—Vigilarás a un expresidiario —contesta el señor Meadows.
—Tu trabajo es socializar con él y ganarte su confianza para así poder controlarle —comenta Brown.
—Uhm... pero yo no...
—Querías trabajar como policía, ¿verdad? —me interrumpe Marshall.
Ahora bien que te acuerdas, eh, capullo.
—Sí, señor Meadows.
—Pues no desperdicies esta oportunidad, Kelsey.
—Sí, señor.
—Este es el informe del chico. —La voz del hombre vuelve a hacer acto de presencia—. Cuando lo lea comenzará con su trabajo. Mañana mismo. —Me tiende un sobre que yo tomo dudosa.
—De acuerdo. —Asiento y suspiro.
¡Prefiero los cafés! ¡Prefiero mil veces preparar cafés!
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