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Época actual.

Oficinas del FBI. Washington D.C.

Collin Cress se obligó a recordar por enésima vez la razón por la que se dirigía a la oficina de Stephen Addy con una taza de café y los resultados de la investigación que el agente especial le había solicitado tres semanas atrás. Por supuesto, la razón le desagradó más que la situación: el hijo de puta era su jodido jefe.

A sus treinta años, Collin continuaba trabajando en los asuntos meramente administrativos de la agencia mientras que Stephen —sólo tres años mayor que él— era un agente en activo y el hijo de toda una institución en el FBI. Eran tantas las razones por las que le odiaba, que había dejado de enumerarlas mentalmente cada vez que le veía. Mientras Collin se conformaba con un vulgar escritorio en la zona más detestable del piso, Addy presumía una espaciosa oficina personal. A diferencia de Cress, Addy jamás tuvo que lamer los zapatos de nadie a cambio de un poco de respeto, éste venía incluido con su apellido. Stephen era el hijo de Samuel Addy, un agente estrella del FBI que había muerto varios años atrás en cumplimiento de su deber. Fue sepultado con honores y significó el respaldo de toda la agencia a su viuda e hijo. Cress estaba seguro de que esa era la única razón por la que Stephen gozaba de tantas ventajas en comparación con el resto de sus compañeros. Sin embargo, sólo Addy conocía todos los sacrificios que tuvo que hacer para lograr colarse en las filas de la agencia federal. No sólo luchó con sus propios miedos, la negativa de su madre al saber las intenciones de su hijo después de volver de su servicio en Afganistán, trajo consigo dos años de distanciamiento entre ellos. No obstante, Stephen había aprendido a vivir con las habladurías que llenaban los pasillos de la agencia. Por supuesto que la leyenda de Samuel Addy facilitó el inició de su carrera, pero el nombre de su padre no fue suficiente para demostrarle a los altos mandos la clase de hombre que era.

—Buenos días, Addy —saludó Cress al cruzar las puertas de cristal de la oficina del agente.

Addy levantó la mirada del monitor que había frente a él y le dedicó una mirada glacial. El desprecio que Cress sentía por Addy era totalmente correspondido.

—Llegas tarde, Cress —gruñó el agente, con tono altanero.

Collin contuvo las ganas de lanzarle la bebida caliente a la cara. En cambio, se disculpó.

—Lo siento —dijo, acercándose al enorme escritorio color caoba—. La cafetera se descompuso nuevamente, pero aquí está tu café.

Addy lo miró con arrogancia por un segundo y después desvió la mirada a su izquierda. Sobre su escritorio descansaba un vaso grande con el logo de la cafetería frente al edificio y una caja medio llena de rosquillas.

—Oh, por supuesto —musitó Cress, apretando su puño alrededor de la taza. Ese hijo de puta—. Fue mi culpa.

Addy bufó. Si Cress no tuviera esa estúpida manía de intentar quedar bien con todo el mundo, no lo despreciaría tanto. Sin embargo pareciera que Collin disfrutaba de ser el tapete de toda la agencia, siempre intentando satisfacer a otros, siempre lamiendo los pies de los demás, siempre tan complaciente. ¡Joder! Era un maldito agente del FBI. O al menos eso se suponía, ya que su inepta actitud lo rebajaba a una simple rata de escritorio.

—¿Tienes lo que te pedí sobre la secretaria de Carmack? —demandó Addy.

—Claro, aquí está. —Cress tomó la carpeta que descansaba bajo su brazo izquierdo y se la extendió al otro hombre—. Su nombre es Brook Griffin y es secretaría de Maxwell y Joe Carmack.

—¿De ambos hombres? —inquirió el otro, abriendo la carpeta.

—Eso parece... Sí. —Se apresuró a corregir. Mejor que Addy lo supiera seguro de su propia investigación—. No lo sé, Addy, la chica sólo tiene veinticuatro años. ¿No crees que es muy joven para...?

—¿Sólo veinticuatro? —interrumpió Stephen, levantado finalmente la vista al rostro sudoroso de Crees. Él asintió—. Interesante. Puedes retirarte, Cress, te llamaré si necesito algo.

—Pero Addy, tú no estarás pensando que... —Cerró la boca en cuanto vio la mirada furibunda de su jefe-compañero—. Claro, con permiso, Addy.

Stephen aguardó hasta que Collin desapareció por el pasillo. Abrió nuevamente la carpeta con la investigación que le acababan de entregar y revolvió las hojas hasta dar con lo que buscaba. La complexión de Brook Griffin era menuda, una figura sin curvas peligrosas ni pechos exuberantes y su cabello rubio cenizo apenas llegaba a la altura de su nuca. Brook no era en absoluto la clase de mujer que Addy esperaba encontrar como secretaría de un hombre fanático a las ficheras de las Vegas. La falda gris que vestía le cubría hasta debajo de las rodillas y su saco lucía más como un costal de papas. Definitivamente, aquella chica no serviría para los planes que Addy había previsto. Al menos eso pensaba hasta que estudió detalladamente su rostro. Su piel blanca servía de lienzo para las pecas que ocupaban el contorno de sus ojos y a lo largo de su afilada nariz, sus pómulos parecían fuertes y le daban rudeza al resto de sus delicadas facciones; sus labios eran delgados y sensuales, dignos de una corista. Addy sufrió algún tipo de déjà vu cuando se encontró con los ojos de la chica, estos eran redondos y de un azul tan profundo que parecían absorberte. Algo en ellos arrastró a Stephen a una escena de su pasado, cuando era demasiado pequeño para siquiera recordarlo. Desechó la idea de inmediato. Addy saltó de su silla y rodeó el escritorio con la carpeta de la señorita Griffin entre las manos.

Las oficinas de la sede del FBI se encontraban en el edificio J. Edgar Hoover, en Washington D.C y la imponente construcción daba la impresión de ser el fuerte de un terrateniente en plena capital norteamericana. Addy esperó unos segundos antes de que las puertas del ascensor se abrieran para él. Dentro encontró a varios agentes que le miraron con una mezcla de terror y respeto, como si se tratara del mismo fantasma de su padre, o de menos, el mismo director de la agencia. A Stephen le resultaba gracioso causar tantos estragos en la estabilidad emocional de aquellos hombres, de los cuales, la mayoría le superaba en estatura y complexión. Abandonó el ascensor un nivel arriba, caminó por los estrechos corredores cubiertos de finas paredes de madera color chocolate y baldosas de granito oscuro. El corredor terminó con un par de puertas de cristal que eran cubiertas por la insignia del FBI, llamó una vez y el hombre dentro le dio el paso con una voz grave y gutural. Simon Lavely levantó la mirada de su ordenador en el momento justo en que Addy cruzaba en umbral.

—Stephen —saludó Lavely, dejando a un lado su trabajo en la pantalla—. No te esperaba por aquí tan temprano. ¿Sucede algo?

Simon Lavely era un hombre afroamericano de cincuenta años de edad que tomó el papel de mentor del joven desde la llegada de Stephen a la agencia federal de investigaciones. Su cabello comenzaba a teñirse de gris y las arrugas que llenaban los contornos de sus ojos dejaban al descubierto los duros años que le habían tocado vivir. A pesar del paso del tiempo, Lavely aún conservaba el temple de un guerrero, su condición física era igual o incluso mejor que la de cualquier agente en sus treinta y sus soberbios rasgos le hacían un hombre atractivo. En sus mejores años, Lavely fue considerado uno de los agentes más respetados de su generación, logró la detención de importantes delincuentes, entre ellos el gobernador de Connecticut después de descubrirse la ola de asesinatos perpetrados en su nombre.

—Buen día, Lavely —respondió Addy, acercándose al escritorio.

Stephen se dejó caer sobre una silla negra frente al otro hombre y dejó la carpeta que llevaba en las manos frente a Lavely.

—Aquí está la investigación sobre la secretaria de Carmack —continuó Addy, entrelazando las manos sobre su vientre—. Tengo que admitir que no es absoluto lo que esperaba, sin embargo, la chica parece tener potencial.

Lavely estudió por varios minutos los documentos que acababan de entregarle. Supo a lo que Addy se refería cuando dijo que la chica no era para nada lo que esperaba. La mujer pequeña en la fotografía lucía más como una parodia de Betty Brant, que la mujer que se suponía tendría que infiltrarse a los asuntos de Carmack por medio de sus encantos. No obstante, él también dijo que parecía tener potencial, y, aunque Lavely no veía dicho potencial por ninguna parte, confió en aquellas palabras. Por desgracia la señorita Griffin parecía demasiado joven, Lavely corroboró su edad entre sus datos personales y gruñó.

—Stephen —dijo, en un tono de reprimenda—. ¿Has visto su edad? Es demasiado joven.

—Es justo por lo que es perfecta —replicó Addy, incorporándose sobre la silla de cuero negro.

—No lo sé, Stephen, no parece la clase de chica que Maxwell Carmack meta en su cama. Sólo mírala.

Lavely sostuvo la imagen de la chica a la altura del rostro de Addy y éste se vio sacudido una vez más por el rostro de aquella mujer que lucía totalmente insípida. Addy negó con la cabeza, se inclinó un poco más sobre el escritorio y le dedicó a Lavely una mirada seria.

—Simon —dijo Addy, dejando de lado la formalidad con él—. Ambos sabemos que mis instintos jamás me han fallado y algo me dice que ésta chica tiene todo lo que necesitamos para el trabajo,

Lavely volteó la fotografía, la mujer que miraba algún punto a lo lejos, poseía cierto deje de arrogancia en la manera en la que sus labios se fruncían mientras sonreía. Sin embargo, éste no era cualquier caso, se trataba de confirmar que Maxwell Carmack se encontraba involucrado en varios delitos federales. Lavely negó.

—Stephen —La voz de Lavely adquirió el mismo tono que utilizaba cuando reprendía al joven por un pleito con algún otro agente—. Conozco tu potencial, sé de lo que eres capaz. Pero estarás de acuerdo que no podemos dejar el destino del caso Carmack en manos de tu instinto.

Addy se inclinó de lleno sobre la silla y levantó la mirada al techo. Sabía que Simon no sería fácil de convencer, pero joder, le estaba asegurando que no fallaría. Después de tantos años conociéndole, Addy no pudo evitar sentirse dolido al darse cuenta que Lavely no confiaba totalmente en él.

—Hasta el momento no ha causado mayores problemas —continuó diciendo, devolviendo la fotografía de la chica dentro de la carpeta negra—. Pero ésta vez tengo que negarme. La chica no cumple con el perfil para el plan y no pienso poner la investigación en riesgo, ni siquiera por tu instinto. Tendrás que buscar la manera de infiltrar a alguien más o cambiar el plan. Lo siento, Addy.

No, no, no. Stephen se negó a desistir con su cometido. Se levantó de la silla y tomó la carpeta del escritorio, comenzando a caminar de un lado a otro frente a Lavely.

—Simon, nadie más que tú sabe lo que significa éste caso para mí —insistió, pasando una mano por su cabello marrón—. Maxwell Carmack puede ser parte del grupo que acabó con la vida de mi padre, son los responsables de que mi madre esté a punto de perder la razón. Soy el principal interesado en detenerles y necesito tu ayuda... Necesito que confíes en mí, no te pido nada más.

Lavely le miró con el rostro inescrutable. Mantuvo la calma en tanto sopesaba las posibilidades. Temía que la terquedad de Stephen pusiera en riesgo el caso por el que había trabajado por tanto tiempo, pero también era consciente de lo que significaba para él acabar lo que su padre inició varios años atrás. Lavely perdió a su padre cuando era ya un hombre maduro pero su propia experiencia le hacía entender la insistencia de Addy. Tenía la firme creencia de que ningún niño merecía pasar por el desgarrador momento que significaba perder a un padre, riesgo que corrían diariamente todos los hijos de los hombres pertenecientes a las fuerzas de seguridad del país; por lo que se mantuvo alejado de la posibilidad de concebir un hijo desde que inició su carrera en el buró. A su edad, sabía que aquella posibilidad había terminado por desaparecer. Jamás tendría a un hijo de su propia sangre, pero el sentimiento que le unía a Stephen Addy era probablemente lo más parecido al amor paternal.

Lavely unió sus manos como en una plegaría, los llevó a la altura de su boca y suspiró. Por supuesto, nada más que el patético cariño que sentía por aquel joven testarudo le habría orillado a aceptar.

—Te propongo un trato —dijo Lavely, intentando mantener la postura de hombre al mando—. Tienes un mes para convencerme de que la chica puede hacerlo, si se cumple el plazo y no obtengo ningún resultado, no sólo sacaremos a la chica, tú mismo estarás fuera de la investigación.

Stephen se volvió hacía él con los ojos muy abiertos.

—No estarás hablando en serio —musitó, sacudiendo la cabeza.

Lavely no respondió. Se limitó a observarlo, sin inmutarse por la mirada de reproche del joven. Cuando se dio cuenta que Simon no bromeaba, un terrible escalofrío se instaló en la nuca de Addy.

—Bien —aceptó Addy con tono lastimero.

—Hablo en serio, Addy —recalcó Lavely—. Tienes un mes, si no funciona te vas.

—Un mes —repitió, antes de dirigirse a la puerta.

Stephen se supo acorralado. Conocía demasiado bien a Lavely para saber que no debía tomar su amenaza a la ligera y lo maldijo por eso. Estaba dejando todo en manos de aquella chiquilla plana cuyo único talento parecía ser su dominio dentro de agua. Antes de salir de la oficina, Addy se volvió a Lavely y con todo el autocontrol que pudo reunir, dijo:

—Te avisaré cuando tenga todo listo. Saldré cuanto antes.

Dos semanas después Addy se instaló en un viejo edificio en la parte noreste del centro de Atlanta. Su camiseta negra se pegaba con insistencia a su cuerpo sudoroso, mientras trotaba a lo largo de la acera en su rutina matinal de ejercicio. Llevaba un par de días en aquel lugar y jamás sintió tanta aversión por un sitio. Odiaba aquel clima húmedo que le hacía sentirse torpe, odiaba aquel edificio cuyo ascensor se mantenía fuera de servicio desde dos años atrás y había odiado a la mujer torpe que conoció la misma tarde de su llegada. Cuando chocó con Brook Griffin la mujer puso tal expresión, que Stephen pudo jurar que estaba a punto de sufrir un ataque cardiaco. Dejó caer su bolso de mano y sus cosas rodaron a lo largo de la escalera, la chica se inclinó para recuperar las más cercanas y cuando se incorporó, estaba lo suficiente recompuesta para insultarlo en español.

Para su infortunio, esa misma mañana se había topado una vez más con ella, vestía un horrible conjunto deportivo rosa, a juego con unas deportivas blancas que parecía estar a punto de hacerse añicos y un par de espantosos pasadores mantenían su cabello corto alejado de su rostro totalmente libre de maquillaje. Stephen se convenció de que esa no era la manera en la que ella llegaba todos los días a su trabajo, aquel día era domingo y era totalmente razonable que las chicas no llevaran maquillaje a esa hora, sobre todo si estaba a punto de hacer ejercicio. Era un caso perdido, Lavely lo obligaría a volver a Washington y le dejaría fuera del caso. Tenía que hacer algo con aquella chica o todo por lo que había trabajado se iría al demonio.

Brook bajó del taxi, luchando con el cierre de su mochila azul, subió la delgada sudadera rosa que resbalaba por sus brazos y entró a la cafetería dando un traspié. A pesar del escándalo y del pequeño grito que soltó, nadie en el lugar le prestó atención. Nadie, excepto una chica curvilínea, sentada en una mesa del fondo presumiendo un nuevo conjunto de ropa primaveral. Su falda amarilla se ajustaba a sus bien proporcionadas piernas y los adornos en la cinta que rodeaba su cintura, resaltaban las curvas de su cuerpo. Aurora Moreno era una latina de fuego, su cabellera negra y larga opacaba totalmente el cabello rubio y extremadamente corto de Brook, además de esos pechos grandes y sus ojos color azabache. A Aurora le sobraban pretendientes, mientras que Brook no era capaz de mantener una cita por más de treinta minutos. Ni siquiera presumiendo sus dotes en el agua lograba captar la atención de los hombres lo que, a sus veinticuatro años, le tenía sin cuidado.

—Hola —saludó Aurora, poniéndose de pie al ver a su amiga acercarse.

—Aurora —respondió Brook, pasando un brazo por la espalda de la otra chica.

Aurora le dejaba a Brook por más de media cabeza, pero no era motivo suficiente para no montarse en sus tacones que superaban los doce centímetros.

—Lamento la tardanza —se disculpó Brook, sentándose en la silla de metal que ocupaba el otro extremo de la mesa redonda.

—Te disculpo si me dices que el motivo de tu tardanza es cierto hombre con el que desapareciste ayer.

Brook suspiró al recordar la última cita desastrosa que su mejor amiga había organizado para ella un desesperado intento de no verla morir sola. Tras un par de horas de súplica de parte de Aurora, Brook había accedido a acompañarla a uno de esos bares en Kenny's Allen que su amiga solía frecuentar. En el lugar les esperaban los hermanos Gerard y Edward Davis, dos hombres exóticos con cuerpos esculturales que no parecían encajar entre el resto de los mortales, mucho menos al lado de una mujer como Brook. Edward corrió al lado de Aurora en cuanto la vio llegar, dejando claro que sería el pobre Gerard quién tendría que soportar la torpeza social de Brook. Pero ¿quién podría culparla?, creció al lado de una madre en extremo sobre protectora que no la había dejado asistir a las pijamadas que organizaban las chicas de su instituto, y ni hablar de las fiestas en la adolescencia. En su lugar, Brook había encontrado consuelo en la piscina del edifico en donde vivían y después en la que albergaba el jardín trasero de la casa de su padrastro. Escapó de su madre cuando descubrió su pasión por la natación. Brook era más que buena dentro del agua y no tardó en convencerse de que lograría cosas grandes si conseguía entrar al Instituto de deportes acuáticos de Atlanta. La decisión trajo como consecuencia a aquella amiga suya que era fanática a jugar de su casamentera.

Aquella noche Brook no tardó en dejarse intimidar por la presencia de aquel adonis que olía a mandarina, así que buscó ayuda en los chupitos de tequila que comenzaron a llegar a su mesa. Comenzó a reír y coquetear con Gerard, con la seguridad que sólo el alcohol mexicano puede proporcionar. Sin embargo, tardó en recordar que las bebidas alcohólicas no mantenían una buena relación con su cuerpo. El suelo bajo sus pies comenzó a dar vueltas y su estómago se sintió demasiado revuelto. Se acercó a Aurora para decirle que tal vez era hora de marcharse; por supuesto, ella se negó. Fue Gerard quién se ofreció amablemente en acompañarla, la llevó hasta su auto y la trató presumiendo los modales de un verdadero caballero. Cosa que Brook pagó vaciando el contenido de su estómago en los asientos de su lujoso auto deportivo.

—Gerard me odia —lloriqueó Brook, al recordar el funesto final.

—¿Por qué lo haría? —Inquirió su amiga, sacudiendo una mano para llamar la atención de una camarera—. Oh, Brook. No me digas que volviste a compararlo con algún actor de los ochenta que ahora es gordo o deforme. ¿Quién fue esta vez? ¿Arnold Schwarzenegger?

—Mucho peor —aceptó Brook, haciendo un mohín—. Vomité en su auto.

La llegada de la camarera fue lo que contuvo la exclamación de Aurora. Se cubrió la boca con ambas manos y observó a su amiga mientras ésta ordenaba su desayuno. Cuando recupero la compostura, ordenó una larga lista de platillos y despidió a la camarera sin demasiada amabilidad.

—Eso explica porque no he sabido nada de Edward. —Se quejó, Aurora—. Habría sido mejor que lo compararas con algún actor deforme, a cualquier hombre le pone feliz pensar que puede tener cierto aire de Sylvester Stallone.

—A decir verdad, me pareció bastante familiar. Creo que le he visto en alguna película.

Aurora suspiró. Sin duda, su amiga tenía un serio problema con los actores retirados —y gordos— de los 80's.

—¿Quién fue ésta vez? —preguntó, con resignación.

—Jean-Claude Van Damme.

Aurora pensó por unos segundos hasta que logró recordar la última imagen que vio del protagonista de "Contacto sangriento". Entonces se estremeció.

La camarera llegó con sus desayunos minutos más tardes. El de Brook, un sencillo plato de fruta, un poco de zumo de naranja, pan francés y una buena taza de café. En cuanto al desayuno de Aurora, bueno, esa era totalmente una historia distinta.

—¿Vas a comerte todo eso? —preguntó Brook, mirando el generoso desayuno que descansó frente a su amiga—. Creí que estabas a dieta.

—Sí —respondió Aurora, llevando un trozo de pan a su boca—. Y yo creí que mi ex novio ya no era un bastardo.

Brook le sonrió y le ofreció una mirada llena de afecto.

—Ya es hora de que superes a ese hombre.

Aurora masticó su comida casi con rabia, frunció el ceño y soltó un suspiro melodramático, de esos que le caracterizaban.

—¡Oh, Brook! ¿Es que no crees que es justo lo que quiero? —chilló—. Pero cada que le veo mi voluntad desaparece por completo.

—Pero es un hijo de puta —insistió su amiga, pronunciando el insulto en un torpe pero entendible español—. Y no te merece.

Aurora tragó otro bocado de su desayuno y sacudió la cabeza.

—En mi defensa —comentó la joven latina—, diré que es totalmente injusto que Dios le hiciera tan guapo.

Brook rió.

No entendía demasiado la lógica de Aurora, quien continuaba sufriendo por su última ruptura amorosa al mismo tiempo que no perdía la oportunidad de flirtear con cualquier chico que se cruzara en su camino. Lo cierto era que le adoraba, admiraba su actitud positiva y la manera en que disfrutaba de su vida a pesar de tener a su familia a miles de kilómetros de distancia. Olvidaron el tema de los hermanos Davis y se concentraron en sus desayunos, conversando sobre nimiedades que causaban la risa de ambas chicas. Salieron juntas de la cafetería un par de horas después y se despidieron con un apretado abrazo.

Era media tarde cuando Brook llegó a la piscina del Instituto de deportes acuáticos, cerca de Midtown, el distrito artístico de la ciudad. La enorme edificación tenía la forma de un hexágono, con un impresionante techo de cristal sobre el área de piscinas. Brook corrió a los vestidores y se apresuró a enfundarse en su traje de baño color esmeralda antes de cruzar los pasillos que le separaban de la alberca olímpica. Cuando la alcanzó calentó los músculos por algunos minutos antes de cubrir su cabello con el gorro de licra y sus ojos con los goggles, se preparó sobre la línea de salida y, tras un par de profundas respiraciones, saltó al agua. Se permitió un ritmo lento, disfrutó de cada brazada que daba recordándose que nada era tan perfecto como la combinación de su cuerpo con el agua. Se deleitó con la sensación de tranquilidad que le proporcionaba el flotar en medio de la enorme piscina. Recordó a su madre cuando le gritaba que saliera del agua antes de causarle una crisis nerviosa, recordó su rostro aquella vez en la que ganó una competencia por primera vez. La echaba tanto de menos, los echaba de menos a todos. Michaela, su madre, su hermano mayor Alan, su medio hermano menor Danny y su padrastro Oliver Dafoe. Pero sabía que necesitaba mirar hacia delante, hacia los juegos olímpicos de Tokio 2020.

Brook pasó el resto de la tarde deambulando por las calles de Midtown, deteniéndose en alguna tienda y contemplando las pinturas de algún artista callejero. Al llegar a su edificio, la noche había caído, subió los primeros cinco niveles de escaleras con el mismo sentimiento de ser observada que le acompañó durante todo el día. Incluso se vio obligada a voltear a las gradas mientras se encontraba en el centro de natación, pero descubrió que no había nadie más que ella en el lugar. Brook sintió la presión de una mano enorme sobre su hombro derecho al llegar al sexto nivel. Su instinto de supervivencia se apoderó de ella de inmediato. Apretó la pelvis y las piernas al mismo tiempo que tomó la mano de su agresor y tiró de él hacia delante. El cuerpo del hombre chocó violentamente contra el suelo y soltó un gruñido.

Brook se dio media vuelta, lista para volver a atacar cuando sus ojos se encontraron con el rostro del hombre que había acabado de derribar. Un segundo más tarde, sintió a su alma resbalar por su cuerpo hasta terminar en el suelo junto a aquel tipo con cara de pocos amigos.

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