Prefacio
—Creo que algo está por llegar a Rincón Escondido —anunció Mía en un susurro mirando al exterior desde la puerta trasera de su casa. Estaba encerrada por el marco de madera blanca del umbral y se aferraba a él con una mano, como si se estuviera apoyando allí para recuperar el aliento. Sus ojos marrones contemplaban el bosque oscuro a unos metros de ella.
Muy despacio, recorrió el paisaje con la mirada, deteniéndose en diferentes puntos para dilucidar dónde estaba lo diferente. Sentía como si los bordes de las cosas hubieran cambiado, pero no parecía ser el caso.
Primero estaba el patio lleno de césped, con la piscina enorme y rectangular que su padre había hecho construir a su equipo de obreros. Más allá, los árboles que susurraban cosas entre ellos se recortaban contra las altas montañas lejanas. Tenían troncos grises finos, pero eran altísimos y sus copas se mecían con calma esa calurosa noche de verano dando pinceladas en el cielo negro bañado de estrellas.
Mía sabía que había sombras que se movían entre los arbustos escapando de su mirada, animales salvajes o cosas peores que intentaba no descubrir porque luego se le hacía imposible dormir.
—¿Piensas que es malo, cariño? Eso que viene... —preguntó su mamá.
Estaba preparando una ensalada con vegetales y pequeños tomates. Lavaba las verduras y cortaba con cuidado con un gran cuchillo para luego meter todo en un recipiente de cristal. En el horno había un pollo asándose y el aroma se esparcía por la cocina abriendo el apetito.
Tatiana era alta, delgada y llevaba una cadena de plata alrededor de su largo cuello. El colgante terminaba en una piedra negra que imitaba la forma de un ojo. Se lo había legado su madre y en algún momento, Mía también lo recibiría.
Mía se giró para verla y se encogió de hombros haciendo un gesto con la boca que expresaba desconcierto. Sus cabellos rubios y enrulados danzaron por un momento sobre los hombros.
—Honestamente no lo sé, mamá. Podría arriesgarme, pero no lo veo con claridad —la muchacha se sentó a la mesa bajo una lámpara moderna que pendía del cielo raso.
Se sentía tan observada en esa cocina que a veces los escalofríos la recorrían entera. Las paredes le llegaban a la altura del estómago y el resto era todo hecho de cristal para apreciar la vista de la naturaleza que los rodeaba.
Su padre era arquitecto y había remodelado la casa en medio del bosque en ese pueblo alejado de la gran ciudad donde él todavía estaba cerrando unos negocios. El nombre le hacía honor al lugar. La aldea quedaba escondida entre montañas, bosques y lagos. No había un McDonald's ni una gran cadena de salas de cine, aunque no podía negar que el paisaje lo compensaba.
A Fabricio Gutiérrez le llevó un año transformar lo que había sido una cabaña abandonada en una mansión moderna sacada del mejor programa de casas de la televisión o de una bonita revista de decoración. Tenía más habitaciones de las que necesitaban, un baño para cada uno y espacios enormes.
—Yo creo que mejor no le decimos nada a tu padre. Sabes cuánto empeño le puso a este proyecto nuevo y quiere que tengamos una vida bonita aquí, llena de energías positivas. Solo debemos esperarlo un tiempo más hasta que termine trámites en su estudio —comentó la madre poniendo la fuente con la ensalada sobre la mesa y se sentó frente a ella. Sus ojos se fueron a los ventanales para observar el bosque—. ¿Qué sentiste hace un momento?
La joven guardó silencio un rato, tratando de examinar las sensaciones que había tenido para dar una respuesta concisa.
—Confusión. A pesar de que el cielo está estrellado y es una noche linda, sentí como si los nubarrones de tormenta estuvieran cerca y al acecho. Pude captar un poco de olor a tierra mojada.
—Auspicioso —Tatiana contuvo la sonrisa—. Más tarde voy a consultar con mis piedras.
La madre de Mía era rara para todas las personas que la conocían y en cualquier parte del país. Otros, los no tan amables, la llamaban bruja. La muchacha había tenido que soportar bromas en la escuela, pero no se dejaba intimidar a pesar de que le adornaran el escritorio de clases con fotos impresas de mujeres ahorcadas o con grandes llamas de fuego bajo los pies. En respuesta, ella se plantaba en el medio del salón y los miraba con ojos extraños, como si estuviera observando a alguna entidad detrás de esos bravucones y lograba asustarlos. A veces, hasta les decía que les saldrían granos en sus partes íntimas o se les iba a caer el pelo apenas cumplieran veinte años.
Mía tenía diecisiete y se sentía poderosa cuando lograba asustar a sus compañeros de clase, más en el fondo le dolían ese tipo de comentarios. La gente suele ser mala ante las cosas que no entiende o desconoce y el don con que habían nacido las mujeres de la familia no era para nada mundano. Desde su tatarabuela, pasando por su abuela que venía de visita cada domingo luego de la mudanza a Rincón Escondido, hasta ella, todas contaban con la capacidad de ver cosas en las sombras que se escabullían por las esquinas o en el fondo de recipientes con agua de lluvia.
Al día siguiente la sensación de Mia se materializó de una manera muy extraña: diez vacas en un campo aledaño al pueblo habían aparecido degolladas y sin ninguna gota de sangre en sus cuerpos. Los titulares del diario y el noticiero del canal local explotaban con la noticia. Las teorías eran muchas; desde un rayo gracias a la tormenta que se había desatado en la madrugada, extraterrestres e incluso alguien había reflotado las viejas creencias del chupacabras y el lobizón, que parecía ser una versión autóctona del hombre lobo.
Mientras Mía desayunaba antes de partir a la escuela, el pequeño televisor de la cocina mostraba a un periodista reportando desde el lugar de los hechos. Al parecer, antes de su llegada al pueblo, ya habían sucedido hechos similares.
La joven sonrió y negó con la cabeza. Había criaturas peores que despertaban con el alba.
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