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Capítulo 6

Por alguna extraña razón y sin saber cómo había llegado ahí, Elías se encontró sumergido en una bañera blanca. Sentía el cuerpo tibio gracias al agua que le llegaba hasta el pecho. El vapor volvía difusas las paredes del baño, pero no tanto como para notar que sus manos estaban rojas al sacarlas del agua. Era sangre lo que descendía por sus brazos y caía en la tina de patas adornadas. De pronto, ya no estaba en el baño de su casa y el vapor había desaparecido. La bañera de porcelana blanca y patas doradas se encontraba en el centro de un claro del bosque. Las hojas de los árboles temblaban en la brisa nocturna sobre su cabeza. En el suelo lleno de ramas y hierbas había dibujado un perfecto rectángulo de azufre que lo mantenía encerrado como si fuera un monstruo. Decenas de sombras se movían en la espesura del lugar y lo observaban desde detrás de los arbustos.

Fuertes graznidos le anunciaron que había cuervos sobrevolando la arboleda, pero estos comenzaron a caer muertos impactando contra el suelo como granizo. No tardó en comprender de dónde venía la sangre para su desagradable baño: había cuencos negros en cada punta del rectángulo de azufre y animales muertos a su alrededor. Contó seis ciervos degollados, cuyos ojos negros estáticos resultaban perfectas esferas oscuras. También había seis conejos silvestres grandes de color marrón y seis eran los cuervos que se habían precipitado al suelo. Y detrás de ellos, cubierto por una montaña de ramas con musgo que solo permitía ver un rostro blanco reposando contra el césped húmedo, reconoció los ojos verdes sin vida de Juan Cruz Acosta.

Elías dio un grito de terror y salpicó sangre fuera de la tina tratando de salir de allí. Despertó en la habitación inundada por la claridad de la mañana. Las motas de polvo flotaban como pequeñas hadas en los rayos de sol que se colaban por la ventana.

Era sábado y las nubes grises se habían alejado por completo de los cielos. El sol escaló con fuerza y apareció entre las montañas lejanas enviando su luz tibia que creaba destellos en la superficie de los lagos.

Se sentó sobre la cama respirando con dificultad y notó que tenía la frente empapada al igual que la nuca, allí donde el pelo era más largo. La funda de su almohada estaba húmeda también. Por la noche había pateado la frazada de verano, dejándola en el suelo a los pies de la cama. Recordó las imágenes que se habían dibujado en su cabeza con niebla y tinta negra y un temblor lo recorrió entero. Sintió ardor en uno de sus dedos y cuando enfocó los ojos comprendió que era el que se había pinchado en la casa de Mar al realizar la fallida invocación. No había un pequeño punto en la piel rasgada. En su lugar se veía una extraña cicatriz. Dos simples líneas pequeñas superpuestas que se le antojaban como una cruz invertida.

El ruido de la calle lo alejó de sus pensamientos inquietantes. Era temprano para que hubiera tanto movimiento. Al acercarse a la ventana pudo ver que varios vehículos transitaban la calle. Cuatro eran camionetas con los logos de canales de noticias de la capital pintados en sus laterales. ¡Dios! El circo había comenzado.

Decidió darse una ducha y ponerse algo de ropa cómoda. Un simple pantalón de algodón a cuadros rojos y negros y una camiseta blanca con un estampado en inglés que usaba para dormir porque le gustaba demasiado como para permitir que su madre la tirara a la basura. Completó el atuendo con un par de pantuflas grises que le había regalado Mar en la Navidad anterior.

Cuando Elías llegó a la cocina, sus padres ya no estaban y la sensación en el cuerpo no se iba. Sentía calor debajo de la piel y un decaimiento general. Le envió un mensaje a su amiga para ver si ella también había notado que los medios nacionales estaban en Rincón Escondido, pero la aplicación solo le mostraba el triste y solitario tilde de mensaje enviado. Mar se había desconectado por completo y no le era difícil saber qué podía estar haciendo a esas horas.

La bondadosa de su madre le había dejado un plato con magdalenas de glaseados blancos con chispas de colores, así que solo tuvo que prepararse un café con leche. Sentado en la mesa redonda de la cocina observó el cielo azul a través del ventanal y sonrió a pesar de no sentirse del todo bien. Por fin se había alejado la tormenta.

Tres golpes fuertes en la puerta principal lo asustaron. ¿Por qué no habían tocado el timbre? Se apresuró a terminar su bebida y se dirigió a la sala de estar pensando en que tal vez Mar estaba fuera de su casa. Cuando se encontraba a unos pasos de la entrada, a través del vidrio esmerilado rectangular en la puerta observó una figura difusa que lo detuvo en su lugar. Era el cuerpo de una persona demasiado alta, pero algo se cerró tras su espalda como si fueran alas. Tal vez era un juego de la luz o su cabeza que estaba jodida esa mañana. Cuando abrió de una vez por todas, esperando ser atacado por una bestia, solo se topó con un chico rubio de ojos azules. Isaac lo contemplaba con curiosidad.

—Hola... —Elías intentó ocultar su desconcierto—. ¿Qué tal? ¿Necesitabas algo?

—Buen día. Disculpa si te desperté, sé que todavía es temprano para muchos... —respondió el otro mirándolo de arriba abajo.

Elías hizo fuerza para que el color no le subiera por las mejillas. Llevaba su mejor estilo "entre casa" ese día. En cambio, Isaac tenía el pelo húmedo como si recién se hubiera duchado, llevaba una camisa azul que le abrazaba el torso con delicadeza, así como un pantalón negro elastizado se ajustaba a sus piernas. ¿Cómo soportaba el calor del verano con esas ropas oscuras? ¿Cómo es que podía verse tan bien a esa hora de la mañana? Lucía y olía perfecto. Era imposible alejar de sus fosas nasales el perfume del chico.

—Oh, no. Estaba desayunando. Desperté hace un rato.

—Es que como es sábado me quería poner al día con algunas materias y me preguntaba si podías pasarme lo que hicieron durante la semana —comentó el chico mordiendo su labio inferior y rascándose detrás de la cabeza.

El otro muchacho tuvo que hacer un gran esfuerzo por no quedarse viendo ese gesto que le pareció una mezcla de vergüenza y ternura.

—Sí, pasa. Tengo las cosas aquí... —abrió la puerta para su vecino nuevo, que ingresó inspeccionando el interior de la casa. Elías se acercó hasta el sofá donde siempre dejaba su mochila, aunque su madre lo regañaba por eso, y se sentó para sacar la carpeta—. Puedes tomar asiento donde gustes.

—Gracias —respondió Isaac y se acomodó junto a él. La mochila sobre el sofá era lo único que los separaba. Elías había pensado que el chico iba a ocupar uno de los sillones individuales, pero por lo visto no conocía sobre la distancia social—. Tengo la mayoría de las materias aprobadas. Iba a un colegio con la misma modalidad y una tutora de la escuela va a ayudarme con el último trimestre. Ella me dijo que podía pedir a un compañero las cosas y pensé en ti.

—Sí, está bien. Debe ser raro cambiarse de escuela a esta altura —comentó tomando hojas escritas con tinta de diferentes colores de su carpeta y guardándolas en folios separados antes de dárselas.

—Mudarse también lo es.

—Ya lo creo. Encima ayer no dimos una buena impresión. Te pido disculpas por eso.

—No te preocupes. A pesar de que crea que esos chicos son unos tontos, ustedes los conocían de toda la vida. Entiendo que se sintieran movilizados.

—¿Dónde vivías antes? —preguntó Elías apartando el rostro y volviendo a su carpeta.

La mirada del otro era tan intensa que podría haberle hecho un agujero en el rostro si lo hubiera querido.

—En el extremo opuesto de este lugar. Un lugar más caluroso y soleado. Más lleno de gente —comentó con una sonrisa y llevó su dedo índice hasta la nariz de Elías, que se quedó petrificado. Estaba sudando otra vez y tenía mucho calor. Deseaba que Isaac se fuera para meterse en la cama, pero ese gesto raro le daba mucho que pensar—. Tienes...

—Ah... Sí, pecas —respondió tragando fuerte cuando el otro retiró su dedo.

El día anterior se había cuestionado cómo se vería una sonrisa genuina en ese bonito rostro y el otro joven le estaba regalando la respuesta en ese momento. La boca de Isaac se curvó hacia arriba en uno de los extremos sin esfuerzo alguno y dos hoyuelos aparecieron en sus mejillas junto con chispas radiantes en sus ojos. Al mismo tiempo, la mente de Elías creó una sombra haciéndole sentir un olor a hierro que le recordó los ojos estáticos y el rostro pálido de sus sueños. Se estremeció sin poder evitarlo.

—¿Estás bien? Estás temblando... —comentó Isaac torciendo la cabeza para examinarlo. Lo miraba con genuina preocupación—. ¿Estás solo en tu casa? ¿Quieres que llame a alguien?

—No, lo siento. Es que desperté con algo de fiebre.

—¡Uy! Mejor te metes en la cama de nuevo. ¡Y yo aquí molestando! El lunes te devolveré esto en la escuela. Muchas gracias —se puso de pie sin darle tiempo a decir nada y se retiró de la casa cerrando la puerta.

¿Quién era ese nuevo Isaac? Hablaba, sonreía y se desenvolvía con tanta soltura que parecía alguien más y no el muchacho que había conocido el día anterior.

Elías se recordó que no debía dejarse llevar por las primeras impresiones. Exhaló fuerte, borrando con un suave movimiento de la cabeza la vaguedad de ideas que se agolpaban en sus pensamientos. Decidió volver a la cocina por el celular. Mar todavía no había recibido su mensaje, por lo que regresó a su habitación y se metió en la cama para dormir un poco más. Si es que eso era posible.

De repente, gordas nubes negras comenzaron a agolparse para cubrir el diáfano cielo azul que la había sorprendido esa mañana. Los truenos amenazaban con dejarla sorda. Tanto que tuvo que cubrirse los oídos con las manos. Mar trató de buscar refugio bajo los árboles del bosque, pero fue imposible que las gotas de lluvia no la mojaran. Los relámpagos eran tan amenazantes que temía sufrir el impacto de alguno de ellos.

En su boca saboreó algo amargo y fuerte como el hierro. Al instante se dio cuenta de que lo que llovía desde el cielo no era agua sino algo más oscuro y espeso: sangre. Se desesperó tratando de quitarse el líquido de la cara y la ropa y comenzó a correr a través del bosque sin mirar el suelo. Tropezó con una raíz cayendo en un charco de barro y, al levantar la vista para intentar ubicarse, se encontró con dos pares de pies descalzos. Eso no debía estar ahí, definitivamente. Con miedo, siguió hacia arriba. En dos tronos hechos de ramas retorcidas, Antonio y su novia estaban sentados. Tenían los ojos completamente blancos y sendas coronas de espinas se clavaban en sus cabezas haciendo sangrar sus frentes.

Mar despertó de un salto y se cubrió la boca para no gritar. Cerró los ojos y respiró hondo para tratar de calmarse. Puso una mano en su pecho sintiendo el latido fuerte de su corazón, que parecía querer atravesarle la caja torácica y notó que, a pesar de que había luz en su cuarto y debía alegrarse de no ver cielos grises por la ventana, se sentía pésimo.

Su mamá estaba en casa esa mañana. Bajó las escaleras al escucharla hablando con alguien en la planta baja. Las voces daban saltitos en los escalones y llegaban al piso superior.

—Quería devolvérselo y agradecerle a su hija por los pasteles. Con todo lo de la mudanza, yo todavía no había hecho las compras. Nos salvó la merienda —dijo una voz grave que Mar reconoció sin dificultad.

La muchacha se quedó a medio camino, sosteniéndose de la baranda de madera donde todavía no podían verla. A su lado había un espejo ovalado sobre la pared y notó que se veía tal como se sentía, horrible. El pelo despeinado, la frente mojada y unas sombras azuladas bajo los ojos. De repente, sintió vergüenza de los pantalones cortos que llevaba puestos a juego con una camiseta cuya única decoración consistía en un unicornio de cuerno multicolor. Puede que fuera muy cómodo ese conjunto de dormir, pero resultaba una pésima elección para dejarse ver frente a los vecinos.

—Bueno, yo tengo que agradecerte porque ese plato es mi favorito, un legado de familia y me lo has traído sano y salvo —respondió Camila y Mar quiso darse una bofetada.

Descendió un escalón más y se sentó. Si bajaba la cabeza entre dos barrotes, lograría ver sin ser descubierta o al menos eso creía.

Leo, como había decidido llamar al mayor de los hermanos Pietro, llevaba una camiseta de color rojo sangre, de mangas cortas y escote en V, que se le amoldaba al cuerpo y marcaba el pecho y lo brazos tonificados.

—Tal vez un día pueda devolver el favor cocinando algo para ustedes. ¿Cierto que soy todo un chef, Helena?

¿Helena? Mar movió la cabeza a un costado haciendo esfuerzo y logró ver a una chica de menor estatura junto a la estatua griega que era su hermano. Llevaba el pelo negro suelto y tenía los ojos delineados en color oscuro. Ni siquiera respondió a la pregunta de Leonardo.

—¡Me encantaría! Cualquier ayuda que necesiten, no dudes en tocar mi puerta —ante las palabras de su madre, Mar puso los ojos en blanco—. Para eso estamos los vecinos.

—Encantado. Y si estos adolescentes no quieren acompañarnos, tal vez tengamos una cena nosotros. Ha sido un placer.

La puerta se cerró y Camila se quedó allí, con la espalda recostada y el plato apoyado contra su pecho. Había confusión en su mirada y el fantasma de una sonrisa en sus labios.

¡Ay no! ¿Había sido eso una especie de coqueteo patético? Si Mar ya se sentía acalorada, eso era el colmo. La sangre le hervía debajo de la piel.

La joven subió los pocos escalones que la separaban del primer piso y entró a su habitación. Tomó el celular y encendió el wifi. Tenía varios mensajes del grupo de la escuela y algunos de Elías, de hacía una hora. Marcó su número mientras se encaminaba hacia el baño y luego de varios segundos, con voz ronca, su amigo respondió. Ella se apresuró a hablar:

—Primero, no vi nada. Estaba durmiendo y no hagas bromas con eso. Segundo, creo que tengo fiebre y me estoy sintiendo mal. Tercero, nos visitaron los vecinos. Me daré una ducha e iré a tu casa, si es que no me desmayo cruzando la calle.

Sin darle tiempo a Elías para emitir palabra, colgó el teléfono y giró la canilla de la ducha rogando que el agua que saliera del grifo fuera cristalina y no estuviera teñida de rojo.

Puede que afuera estuviera soleado, pero las cosas que estaban pasando en ese pueblo se habían puesto tan oscuras como el fondo de un río revuelto.

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