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Capítulo 4

A la mañana siguiente, un poco de luz retornó a Rincón Escondido. Elías despertó temprano. Le había sido imposible dormir muchas horas con todas las imágenes y palabras que daban vueltas por su cabeza creando escenarios tétricos.

Ya vestido, y mientras preparaba dos tazas de café con leche más tostadas, miraba cómo unos tenues rayos de sol trataban de abrirse paso entre nubarrones grises. De momento le parecía una tarea titánica. Había gotas cristalinas suspendidas en las esquinas de los tejados, en las ramas puntiagudas de los árboles y sobre los pétalos de las flores del jardín trasero de la casa de Mar. Ella estaba todavía en el baño dándose una ducha y podía escucharla cantar a viva voz esas canciones de bandas de rock de las que él no era muy fanático.

El chico se contempló el dedo donde la piel rasgada por la aguja todavía le ardía. Podía sentir un hormigueo en las yemas de los dedos, pero trató de restarle importancia. El sonido de la tetera silbando lo trajo a la realidad. Alistó las cosas para el desayuno sobre la mesa agregando unos pequeños y delicados platos con bordes azules que contenían manteca y mermelada de frutas. Su amiga regresó a la cocina justo cuando él se estaba tomando asiento.

—Buen día, Elías —saludó ocupando su lugar y aclaró la garganta—. Veo que no te llevó el demonio anoche.

—¡Qué graciosa! —respondió el pecoso emitiendo una risa falsa—. No sé cómo hiciste para dormir tanto. Yo casi no pegué un ojo. Ahora dudo si fue por sugestión o gracias a tus ronquidos. Creo que eso fue más aterrador.

—¡Mentira! —se defendió ella antes de dar un primer sorbo a la infusión caliente—. Una señorita como yo no ronca.

—Las señoritas de bien tampoco se meten con magia oscura y te recuerdo recitando un conjuro como si estuvieras hechizada por las palabras de tinta negra —comentó con una sonrisa genuina esta vez.

—Tú también estabas ahí y no me lo impediste.

—Lo sé y por suerte no fue más que un pinchazo en el dedo.

Terminaron de desayunar entre charlas sin sentido y comentarios acerca de que el clima había mejorado un poco. Tal vez la invocación no había traído nada raro consigo, pero le había puesto un freno a la lluvia.

Cuando salieron de la casa de Mar con las mochilas pesadas en las espaldas, algo les llamó poderosamente la atención. Las persianas de la vieja casa de los Fuhr estaban arriba y detrás del cristal había unas cortinas blancas.

—Así que finalmente alguien se mudó... —comentó Mar. Sus palabras flotaron en la brisa de la mañana—. ¿Será gente extraña al pueblo o algún familiar de los ancianos que habitaban la casa?

—Creo que vas a tener tu respuesta, amiga —Elías señaló hacia el lugar con un movimiento de la cabeza.

Ambos se quedaran observando la fachada con interés. La puerta de la casa de los Fuhr era ancha y de color verde, con un llamador en el centro, sobre la parte superior. Era una mano dorada con el dedo índice apuntando hacia abajo. El hijo del comisario de sobra lo conocía porque siempre se había interesado por las construcciones antiguas y los detalles llamativos en la arquitectura de las residencias del pueblo. Cada vez que pasaba por allí, ese llamador atrapaba su atención.

La puerta se abrió de repente y dos jóvenes salieron como una aparición extraña en el barrio. De seguro eran hermanos. Alguien detrás de ellos cerró la puerta, aunque no pudieron verlo bien. El chico era alto y llevaba los cabellos rubios revueltos. Se había puesto una camiseta de mangas largas de color azul con los botones desprendidos en el pecho donde colgaba un cordón negro que se perdía debajo de la tela. ¿Qué habría al final de ese collar? Elías no pudo dejar de notar que la prenda le quedaba perfecta en todos los puntos donde debía serlo: en el pecho inflado y en los hombros gruesos y redondeados. Junto a él iba una chica de estatura baja y cabellos negros que asomaban por la capucha de la chaqueta. Parecía de menos edad que su hermano. Era delgada y caminaba mirando hacia el suelo. Llevaba puesta una falda oscura, medias negras largas y unas botas cortas de color marrón que tenían peluche (o espuma) blanco en el borde.

—¿Es temporada de raros en este pueblo o qué? ¡Como si no fuera suficiente con Mía y su mamá! —cuestionó Mar y su amigo le dedicó una mirada fulminante—. ¿Qué? No van a oírnos. Parece que somos invisibles.

La chica tenía razón. Los nuevos vecinos ni siquiera habían reparado en ellos. Solo caminaron en dirección a la escuela en silencio mientras los dos adolescentes se llenaban de nuevos interrogantes.

El trayecto no era muy largo y la caminata no duró mucho. Los árboles que adornaban las aceras se mecían suavemente sobre sus cabezas. Llegaron al gran edificio de piedra gris y recorrieron el largo pasillo escuchando y observando las mismas cosas de siempre.

—Aww, ¡qué ternura! —exclamó Mar de manera irónica, llamando la atención de Elías que se detuvo a medio camino. Ella se acomodó los cabellos oscuros en una coleta simple al tiempo que seguía hablando—: La despide como si fuera a primaria. Estos salieron de un lugar más chico que Rincón Escondido. Deben ser del campo.

Su amigo dirigió la vista hacia la puerta de tercer año, donde el chico rubio que había salido de la casa de los Fuhr le decía algo a la muchacha en tanto le quitaba la capucha de la cabeza. Ella ingresó de mala gana al salón y él se le quedó mirando antes de caminar hasta el aula de sexto y meterse allí.

—Será nuestro compañero... —comentó Elías casi en un susurro y Mar tiró de su brazo para arrastrarlo hasta el aula.

El chico nuevo se había sentado en el primer escritorio junto a la puerta, ese que nadie quería usar. Estaba mordiendo el cordón negro de su colgante y tenía un dije al final, parecía una pluma de metal oscurecido.

—Bueno, al menos es tan lindo que llamó la atención de Mía, que nunca se fija en nadie —soltó Mar ocupando su silla en el fondo del salón.

La joven de cabellos rubios y enrulados miraba fijamente hacia el frente, donde estaba la nueva incorporación del curso.

—Va a ser el comentario de todo el pueblo por semanas —dijo Elías abriendo la carpeta y notando que el tomo de tapas rojas seguía escondido en su mochila.

La preceptora ingresó con una sonrisa enorme detrás de sus anteojos de marco negro y anunció algo con voz aguda:

—Hola, chicos. Espero que tengan buen día a pesar del clima —abrió el libro de temas y escribió algo en una hoja adherida por un clip de color rosa—. Estoy agregando al listado a su compañero nuevo, Isaac Pietro, que será parte del grupo. Trátenlo bien estas semanas. Y no, cariño, no haré que te presentes así que quédate tranquilo. Puedes hablar con los demás durante el recreo y ellos te pondrán al corriente.

Elías y Mar se miraron. ¿Quién se sumaba a un colegio nuevo y justamente a unas semanas de terminar sexto año? Pero también, ¿quién se mudaba a un lugar como su pueblo?

—¡Ah! Me olvidaba... El comisario Blanco y dos suboficiales estarán entrevistando a todos los alumnos de sexto en el transcurso de la mañana por la desaparición de Juan Cruz. No diré más sobre el tema porque lo tenemos prohibido por el director. Buen día — La preceptora desapareció como un fantasma hecho de motas de polvo.

Elías deseó que la tierra se lo tragara cuando todas las miradas del aula se fueron a él. El único que no giró para verlo fue Isaac, que estaba acomodando sus útiles sobre el escritorio.

Habían pasado cuarenta minutos de la clase de Matemáticas cuando un agente de la policía entró al aula solicitando la presencia del alumno Blanco. Si se obviaba a Juan Cruz Acosta, Elías era el primero de la lista. Así quedaría por lo que quedaba de año escolar, a sabiendas de lo que había sucedido con su compañero. Se puso de pie tratando de mirar solo al frente y evitando prestar atención a los comentarios, pero fue imposible.

—Pero si a este lo salva su papi...

—¡Es puro show que lo llamen a Elías!

—¡Silencio! ¡A trabajar! —rugió la voz de la profesora de Matemática y con risitas apagadas todos volvieron a lo suyo.

El muchacho podía jurar que Isaac lo estaba viendo cuando atravesó el umbral de la puerta. Tenía los ojos azules tan profundos que parecía que un océano se movía allí dentro.

Cuando ingresó a la oficina del director, su padre estaba sentado detrás del escritorio. El agente que lo llamó sostuvo la puerta para él y la cerró tras su espalda, antes de pararse junto a una oficial mujer.

—Hola, hijo. Hagamos esto rápido —comentó Jeremías Blanco acariciándose la barba perfectamente recortada.

—Justamente es eso lo que mis compañeros piensan. Que todo es fácil y rápido para mí porque sucede que mi padre es el comisario del pueblo —respondió de manera tajante y se sentó frente a su papá.

—¡Que no me hagan reír! —soltó una carcajada y negó con la cabeza—. ¿Cuándo has causado problemas en Rincón Escondido? Ni siquiera hemos tenido que venir por boletines con malas calificaciones o por peleas.

—Entonces, dispara. Aunque sabes cada uno de mis movimientos.

—Es el proceso que corresponde. Así que... —abrió una pequeña libreta y tomó una pluma del bolsillo del uniforme. A pocos pasos, los otros dos oficiales se miraron entre ellos—. ¿Cuándo fue la última vez que viste a Juan Cruz Acosta?

—El miércoles por la mañana. Aquí en la escuela.

—¿Seguro?

—Sí. El miércoles hizo un escándalo porque faltaban golosinas en el kiosco. Puedes constatarlo con el chico que atiende. Ayer jueves sus amiguitos se burlaron de Mar y de mí de camino a la escuela y él ya no venía con ellos —explicó Elías pensando en lo bueno que era su padre para esconder que el adolescente en cuestión había muerto de la forma más horrible. Le parecía que toda aquella entrevista era en vano.

—¿Qué hiciste el miércoles por la noche?

—Estuve con tu esposa —replicó y los otros dos policías se rieron de la broma—. Cocinamos una tarta de pollo para esperarte y cenamos solos porque nunca apareciste a la hora que se suponía que ibas a llegar. La tarta se enfrió en la mesa de la cocina. Mamá ya no podía esperarte, se levanta temprano para dirigir la panadería.

—Listo. Puedes irte, hijo. Doy fe de eso... —dijo mirando a sus compañeros que asintieron—. Llama a tu compañera, Bonelli.

Sin saludar, Elías volvió al aula lo más lento que le fue posible, pero no pudo demorar la entrada. Alcanzó a ver a todos comentando cosas por lo bajo e incluso Antonio se atrevió a juntar las manos por las muñecas y levantarlas sobre la cabeza como si estuviera esposado. Otra vez se sintió atravesado por la mirada azul de Isaac que había llenado una hoja con caligrafía hermosa.

—¿Y qué pasó? —atacó Mar mientras él se sentaba luego de indicarle a su compañera que era su turno.

—Nada. Dos preguntas sin sentido acerca de mi paradero el miércoles y el jueves. No te prepares mucho...

La mañana se convirtió en un desfile de alumnos que abandonaban las aulas y transitaban por el pasillo de la escuela. En los recreos, las miradas asesinas iban directo hacia el pecoso, así que con Mar se refugiaron bajo un árbol del campo que tenían por patio trasero. Allí vieron al nuevo con un libro abierto sobre los muslos y rodillas, sentado bajo otro árbol con la espalda contra un tronco grueso.

Cuando el timbre del final se dejó escuchar, los amigos observaron a Mía. Se la notaba tan perdida en su mundo como siempre. Ni siquiera se veía alterada por la entrevista con el papá de Elías. Y, como era costumbre, ellos dos se demoraron en salir del colegio.

Cuando pusieron un pie en el corredor lleno de posters escolares en las paredes, un monumento de hombre empujó con fuerza la puerta de doble hoja en la entrada. Era un tipo de pelo castaño, no podía decirse que fuera rubio, aunque unos reflejos más claros se perdían entre el cabello. Lo llevaba bastante recortado a los costados y más largo arriba, perfectamente peinado para dar la impresión de que lo había revuelto con la mano. Era más alto que cualquiera en la escuela y lucía una camisa blanca entallada arremangada hasta los codos. Unos pequeños botones desprendidos mostraban el punto donde sus pectorales se unían y, al caminar con la frente en alto, parecía robarse con la mirada toda la luz del lugar. Tenía los ojos del color de la miel más pura y se volvían dorados a medida que avanzaba. Las piernas también se le veían bien en los jeans ajustados que le calzaban justo. Había determinación y cierto gesto de orgullo en el rostro de rasgos bien marcados. Pasó junto a los dos amigos, que estaban hipnotizados, y les regaló el aroma de una colonia cara e importada. Se detuvo junto a la puerta de tercer año donde la chica rara que habían visto salir de la casa de los Fuhr se le unió junto con Isaac.

—Compensaron la locura con el padre... ¡Dios! ¿De dónde salió ese tipo? —preguntó Mar aferrándose con las manos a las tiras de la mochila justo cuando el extraño habló. Su voz tenía el sonido de un trueno que nacía despacio en las nubes bajas sobre las montañas, lo hacía vibrar todo a su alrededor—. Ah bueno, ¡que me adopte!

—¡Tonta! Se ve muy joven para ser el padre... —comentó Elías que notó que el tipo llevaba papeles en la mano y se dirigía con los demás rumbo a la dirección—. Hora de irnos. No puedo permitir que seas tan obvia y pases vergüenza.

Los dos salieron con prisa de la escuela al tiempo que Mar se reía y hacía los comentarios más incómodos acerca del más adulto de los Pietro. Lo de Juan Cruz era terrible y trágico, pero la intriga acerca de los nuevos vecinos se había despertado y correría como pólvora por todo el pueblo.

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