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Capítulo 1

Mar se giró en la cama una vez más, apagando la alarma horaria del celular. Cuando escuchó fuertes golpes contra la puerta del frente de su casa, supo que se trataba de Elías sin verificarlo siquiera. Su amigo tenía la costumbre de despertar temprano e ir a buscarla para que no llegara tarde a clases. Sabía que contaba con él, aunque no perdía la costumbre de activar el celular.

—Es increíble verte a esta hora sonriendo —saludó Elías cuando Mar le abrió la puerta, aún en pijama.

Antes de entrar, el muchacho sacudió un poco la chaqueta impermeable de color azul que llevaba puesta e hizo lo mismo con el cabello castaño, a fin de evitar que las gotas de agua salpicaran el piso de madera. La tormenta del amanecer había dejado consigo una llovizna intensa que empapó al chico a pesar de que el recorrido de su casa hasta la de su amiga solo consistía en atravesar una calle.

—Llueve y el día está nublado. Es lo más lejos que puedo estar del verano. ¿Cómo no voy a sonreír?

—No refunfuñes. En un par de semanas habremos egresado de la secundaria y el verano será lo único que nos separe de nuestra vida en la ciudad.

—Sí. En eso tienes razón. No me molestará padecer el calor en plena urbanización el próximo año. Te lo prometo, no me quejaré nunca.

Elías le regaló una sonrisa antes de dirigirse a la cocina. Conocía de sobra el camino y bien podría recorrerlo con los ojos cerrados sin chocarse ningún mueble.

—Prepararé el desayuno, ve a cambiarte. Hazme el favor de no perder tiempo —dijo sin volverse a mirarla.

—Amo que me mimes tanto, incluso cuando me regañas.

—Y me amas, nena, no lo niegues.

Mar rompió en risas mientras abandonaba la sala de estar.

—Claro que te amo. Tendríamos que haber nacido mellizos —su voz sonó lejana desde arriba de las escaleras, como un eco apagado.

El muchacho abrió los cajones con naturalidad, acostumbrado a cada espacio de la cocina. Puso la pava sobre la hornalla y preparó el equipo de mate para guardarlo en la mochila. A la par, encendió la tetera y buscó los saquitos de té verde que su amiga prefería.

Aquella era una rutina que compartían desde hacía 4 años, cuando el padre de Mar falleció y ella y su madre debieron aceptar que la familia López se reducía a ellas dos. Por esa misma época, la hermana mayor de Elías se había mudado para estudiar abogacía en la gran ciudad. Ambos sentían que habían perdido una parte importante de sus vidas y la presencia del otro les había resultado fundamental.

—¡Mamá te dejó una sorpresa en el horno! —gritó Mar desde las escaleras intentando que sus palabras superaran el ruido de los truenos que amenazaban con desatar un nuevo chubasco en el exterior.

Ella sonrió al acercarse a la cocina y ver a Elías sosteniendo una bandeja con una tarta de manzana que era su favorita. La joven encendió la televisión al tiempo que su amigo tomaba un cuchillo y dos platos de postre. En el noticiero local, el periodista que había comenzado a trabajar para el canal hacía unos meses, cubría una nota en un campo cercano.

—Los McMillan perdieron diez vacas —comentó Elías tomando asiento frente a la mesa—. Adivina cómo las encontraron.

—¡No me digas! ¿Degolladas y sin sangre? ¿Y la policía qué dice?

Él suspiró antes de responder.

—A papá no le gusta hablar de temas del trabajo en casa, pero no está preocupado. Cree que alguno de nuestros compañeros está cometiendo vandalismo para llamar la atención y mostrarse como el rebelde del pueblo. Dijo que irá a hablar a la escuela, para buscar posibles sospechosos o testigos.

—Nadie hablará, aún si supiera algo. Conoces cómo son todos aquí. Tu papá se está metiendo en una caza de brujas inútil. Recuerda lo que pasó cuando mamá quiso hablar de educación sexual y métodos anticonceptivos.

—Ya se lo dije. Pero es su trabajo y debe intentarlo.

Mar asintió y devoró su porción de tarta con un par de bocados. Mientras, Elías endulzaba su taza de té. Afuera las nubes negras se iluminaban con relámpagos. Pronto los truenos más fuertes se dejarían escuchar. La tormenta parecía haberse instalado sobre el pueblo, algo típico en aquella época del año, y prometía quedarse al menos hasta el día siguiente.

—Mariana López, ¿me estás escuchando? —ella reaccionó de golpe—. ¿Vamos caminando o le pido a mamá que nos lleve cuando salga para el trabajo?

—Pero ella sale ahora hacia la panadería, ¿no? Nos estaría dejando muy temprano en la escuela. ¿De verdad quieres llegar media hora antes? Puede que ni esté abierta. Te apuesto lo que quieras a que la portera aún duerme.

Elías carcajeó.

—Sabía que ibas a responder algo así, por eso me traje calzado impermeable —señaló sus botas cortas que amaba usar, especialmente en días así—. De todas maneras, apenas son seis cuadras.

—¿Estudiaste para el examen de Literatura?

—Solo había que leer Antígona. ¡Hemos releído esa historia decenas de veces!

—Sí, llevas razón. Pero el profesor no lo sabe y apuesto que, de todas maneras, encontrará la forma de bajarme la nota.

—Te duermes en sus clases, Mar. Ese hombre te odia.

—Para fin de mes ya no deberá soportarme ni yo a él y sus aburridos monólogos donde no nos deja meter bocado —ella se puso de pie y tomó los últimos sorbos del té antes de dejar la taza en la bacha de la mesada.

Una sombra oscureció los ventanales que daban a la calle y llamó la atención de los dos adolescentes, que se acercaron para intentar descubrir qué estaba sucediendo bajo el aguacero. Elías lo vio primero y codeó a su amiga, señalando hacia la vereda de enfrente. Un camión gigantesco había estacionado en la esquina, en la vieja casa de los Fuhr, a tres casas del hogar del muchacho. Sin dudas, debían de ser forasteros. Nadie del pueblo elegiría mudarse a ese lugar que llevaba más de una década abandonado. Hasta el cartel de la inmobiliaria se había oxidado y estaba tumbado en uno de sus lados.

—Nuevos vecinos —murmuró Mar—. ¿Tendrán hijos de nuestra edad?

—Si así fuera, esos chicos van a querer matarse cuando conozcan la escuela. ¿Recuerdas el espanto de Mía en su primer día de clases? Nos miraba como si fuéramos fenómenos de feria.

—Pero esa chica es rara y me quedo corta. No es quien para juzgar a otros. Sigo pensando que su familia vino de aquella ciudad lejana escapando de algo. ¿No has visto a su madre y todos los collares y anillos que se pone? ¿Y esos pañuelos que usa en la cabeza? De verdad, no encajan aquí...

—Nadie en el pueblo ayudó a que se sientan en casa. ¡Mira quién habla de juzgar ahora!

Mar hizo una mueca. Las palabras de Elías eran tan ciertas que le generaban un poco de culpa por la manera en que miraba a su compañera de curso. La chica se pasaba la mayor parte del tiempo sola en el patio de la escuela y si alguien le dirigía la palabra era para hacerle una broma o un comentario desagradable.

—Ellas tampoco lo intentaron —se escudó, volviendo la atención al sillón del living donde descansaba su mochila.

Antes de que su amigo pudiera replicarle, subió al cuarto saltándose los escalones de dos en dos. Regresó a los pocos minutos calzando botas de goma hasta la rodilla y un impermeable de verano.

—Ten —dijo ofreciéndole a Elías un pequeño paquete.

Él lo tomó entre las manos y sonrió.

—No te burles. Tenía que tirar una campera vieja y pensé en reciclarla. Así, tu mochila no se mojará —se atajó ella—. Yo también tengo una, ¿ves?

Con destreza, estiró el elástico y envolvió la mochila con una funda que le había llevado horas coser en la máquina a pedal. Al menos la de Elías estaba más prolija y cuidada.

—Por detalles como estos es que te quiero tanto —respondió él, abrazándola.

Mar respondió al abrazo y escondió el rostro entre los pliegues del impermeable del muchacho respirando su perfume. Ese aroma, mezcla de madera y cítricos, le daba una paz difícil de explicar. Siempre que se sentía rota, Elías le recordaba que estaba para ayudarla a seguir.

—Salgamos ahora o terminaremos llegando tarde —murmuró ella, conteniendo las repentinas ganas de llorar.

Él se alejó y buscó su mochila para protegerla con la funda que Mar le había confeccionado.

Salieron de la casa en silencio. La curiosidad por los recién llegados que estaban bajando cajas y muebles del camión bajo la lluvia les picó fuerte. En los últimos años, el turismo había comenzado a ganar fuerza en la zona promovido por el intendente del pueblo. Carlos Martínez pretendía repuntar la economía del lugar atrayendo citadinos que buscaban el verde los campos y el misterio de las montañas. También estaban los que llegaban a pescar al lago y aquellos que practicaban senderismo. De todas maneras, solo lo veían como un lugar de descanso. Rara vez alguien de afuera elegía como residencia Rincón Escondido. Nadie los culpaba. Tanto Mar como Elías no veían la hora de escapar de allí y ganar la libertad que el pueblo les cortaba con sus rutinas y chismes.

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