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Aquel pueblo llamado Sengoku era famoso por sus grandes vistas y la gente que lo habitaba, quien quiera que llegaba era recibido con una cálida bienvenida por parte de los aldeanos. Recibían extranjeros de otros lares con amabilidad y cortesía.

Aunque claro, ser un bonito pueblo no lo salvaba de los ataques de los Yōkais.

Cada noche, un nuevo Yōkai los atacaba, con el fin de alimentarse de la carne humana. Algunos hombres se armaban de valor y peleaban para salvaguardar su pueblo.

Sin embargo, cada noche era lo mismo.

Lidiaron por generaciones con ellos, hasta que un día todo cambio.

Desolado y huerfano, llegó a ese pueblo con la esperanza de poder obtener alimento. Llegó hasta la puerta del hogar más grande que había, y justo antes de desmayarse vio el gran cuerpo de una mujer.

Resultó ser, que un pequeño Hanyō había llegado a las puertas de la actual líder de Sengoku. Kaede quedó conmovida al ver tan amable e inocente criatura. Muchos optaron por liquidarlo a una temprana edad para evitar desgracias en el futuro.

Sin embargo, al verlo dormir tan pacíficamente, Kaede supo que no representaba ningún peligro.

Todos sabían la reputación que tenían los Hanyō, eran repudiados por cualquier criatura demoníaca debido a su sangre mestiza que estaba compartida con la de alguna criatura y un humano.

Normalmente nacían con deformaciones y otras características anormales, pero Kaede les hizo ver cuan precioso era aquel Hanyō, siendo su única característica aquellas curiosas orejas afelpadas.

Por lo que propuso criar al pequeño como si fuera su hijo propio, creando una armonía entre ambas partes.

—No creo que sea buena idea, anciana Kaede.

—Tonterías, puede ayudarnos para proteger al pueblo si le hacemos ver el bien.

El pequeño había despertado poco tiempo después, fue alimentado y bañado, y aparentemente no recordaba nada. El único recuerdo que mantenía borroso, era el de su madre, una mujer de cabello negro largo y ropas en tonos rosa pastel. 

Kaede se acercó al pequeño que observaba curioso sus uñas afiladas, se arrodilló frente a él sin invadir su espacio personal

—¿Cómo te llamas pequeño?

El niño se quedó pensando por unos momentos, hasta que sonrió en grande.

—Inuyasha.

Kaede sonrió también.

—Bienvenido a Sengoku, Inuyasha.

Inuyasha había crecido rodeado de amor y cariño, desde que perdió a su madre se la pasó huyendo de todos los que intentaban hacerle daño por el simple hecho de llevar sangre humana.

El haber llegado a Sengoku fue una de las mejores decisiones que tomó. 

Si bien Kaede jamás reemplazaría a su difunta madre, si podía ver en ella a la abuela que nunca conoció.

Ella se encargó de que Sengoku lo viera por su interior y no solamente por lo qué era.

Al ir creciendo fue entrenado para derrotar a los monstruos que llegaban a atacar a Sengoku, muchos le recriminaban del bando que había elegido y que no era para menos siendo que llevaba la misma sangre que esos seres repugnantes.

Eso no le importaba a Inuyasha, al fin y al cabo, estaba protegiendo a su familia.

Junto a sus amigos, Sango y Miroku, se convirtieron en la trinidad defensora de Sengoku. Mientras Sango los exterminaba con su arma, el Hiraikotsu, Miroku los exorcizaba; siendo Inuyasha quien acaba con casi todos al usar una espada y sus propias garras tan fuertes como el acero.

Después de haber acabado con un extraño monstruo que parecía un ciempiés, Inuyasha había decidido ir al bosque. A ningún aldeano le gustaba la idea de que se fuera, pero a veces hasta el mismo necesitaba un respiro a solas.

Caminó por un rato con sus manos metidas en las mangas de sus ropajes hechos de rata de fuego, prácticamente su vida era una rutina.

Visitar a la anciana Kaede, exterminar demonios, convivir con sus amigos. No había nada nuevo en su vida.

Sabía que podía llegar un poco tarde, cuando hace dos años cumplió una edad madura decidió vivir en una cabaña aparte, ya que quería su propia privacidad. Kaede no se negó y le brindó una de las cabañas que no tenían dueño para que él pudiera estar cómodo, y mejor aún, estaba algo apartada del centro.

Lo que daría por recibir una grata sorpresa en su vida, algo de acción.

Así fue hasta que escuchó un alboroto.

Se reprochó a sí mismo para correr hacia donde se escuchaban los gritos de las personas.

Pudo ver como un extrañó demonio en forma de ave huía de varios exterminadores, lo curioso es que el ave sostenía una especie de canasta y se alejaba con velocidad. Arqueó la ceja confundido y decidió seguirlos

Podía escuchar los gritos de los humanos, entre ellos se podían entender frases como "¡Mantelo!" "¡Derríbenlo!" "¡Que no se lo lleve!".

Y por lo que podía entender, querían aquella canasta que el ave llevaba. ¿Por qué? Lo descubriría.

Uno de los exterminadores logró dañar al ave provocando que cayera del cielo, el ave protegió la canasta con sus alas y esperó el impacto. Los exterminadores celebraron la caída y rápido se apresuraron a encontrar lo que buscaban.

La ventaja que Inuyasha tenía sobre ellos, es que su olfato lo ayudaría a encontrar a aquella ave primero que los exterminadores.

Se dejó guiar hasta llegar hacia donde el ave había caído, se acercó con cautela para evitar alertar a los exterminadores que aún se encontraban alrededor.

Cuando estuvo cerca el ave ya había muerto, pero la canasta había sufrido el menor de los daños, aparentemente el ave había hecho un buen trabajo al proteger la canasta.

Inuyasha no perdió tiempo y alzó lo que cubría aquella canasta, quería saber que contenía que era tan valioso para aquellos exterminadores que la añoraban y codiciaban, como si contuviera todo el oro del mundo.

Al momento de alzar la manta, Inuyasha quedó perplejo, no podía creer lo que estaba viendo, era imposible.

En aquella canasta, había un pequeño bebé de cabellos blancos y piel blanca, su rostro estaba decorado con una línea rojiza en cada mejilla y una media luna morada decoraba su frente, rodeado de mantitas amarillas, parecía estar durmiendo. No fue hasta que el bebé abrió sus ojos, revelando unos orbes grises, las líneas de expresión se movieron revelando la felicidad del bebé.

Extendió sus bracitos hacia la persona que estaba frente a él, al ver el cabello blanco de cierta manera lo hizo sentir seguro.

Inuyasha no sabía que hacer, jamás había estado en esa situación, mucho menos tratándose de un bebé, algunos niños del pueblo lo seguían por sus orejas afelpadas, pero de ahí en adelante no tenía idea de como tratar a un bebé.

Lo iba a ignorar hasta que escuchó pasos acercarse hasta donde estaba, miró al bebé una última vez. No, no podía dejarlo ahí, lo iban a matar.

Pero... ¿Por qué? Si apenas era un bebé.

No perdió tiempo y tomó entre sus brazos la canasta y se apresuró a correr lejos de ahí.

Conocía a los humanos, y sabía el destino que le depararía al bebé si lo dejaba a merced de ellos.

En su cabaña pensaría mejor las cosas, por ahora su única prioridad, era mantener al bebé a salvo.

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