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Capítulo 36 - Final

Tres meses después

La alarma de mi reloj despertador suena igual que un maldito taladro. Sin quitar mi cabeza de abajo de la almohada comienzo a dar manotazos en el aire hasta que por fin encuentro el aparato para hacerlo callar. Intento levantarme y de forma instantánea bostezo sin poder abrir los ojos todavía.

El sol ni siquiera ha salido, pero es hora de empezar mi día. En el nuevo restaurante nunca faltan ingredientes y todo lo que pido es comprado sin chistar, pero amo ir una vez por semana al mercado de productos frescos y orgánicos de la zona, y para eso me he despertado tan temprano en esta ocasión.

Si hay algo que he descubierto en mis tres meses viviendo en París es que los franceses son bastante más quisquillosos con la comida que en Estados Unidos. He tenido que elevar mi nivel de perfeccionamiento y exigencia para cumplir las expectativas parisinas. Tienen un paladar muy refinado, casi demasiado diría yo.

Sin embargo, no es que me pueda quejar demasiado. El restaurante ha abierto hace un mes y desde entonces tenemos las mesas llenas noche tras noche. Incluso se forman filas en la puerta y el teléfono suena constantemente con personas que quieren hacer una reserva. El hecho de que abramos sólo por la noche lo vuelve más solicitado. Y si hay algo que funciona muy bien en esta ciudad es el boca en boca. La apuesta de Dai Na por el talento joven no es algo que haya pasado desapercibido. De hecho, han hablado maravillas de esa decisión en los blogs de cocina de internet.

Debo confesar que el nombre que eligió Dai Na también logra llamar mucho la atención. Mi jefa decidió ir por algo osado y sensual, poniéndole al restaurante La petite mort. La traducción literal sería "La pequeña muerte", pero además es el término que los franceses usan para referirse al orgasmo femenino por la breve pérdida del total estado de consciencia que se produce en esa situación.

La justificación de Dai Na fue el objetivo de intentar hacer alcanzar a nuestros comensales el mismo nivel de placer que se generaría en un encuentro sexual a través de la comida. No tardó nada en parecerme una idea brillante. La química que ella y yo mantenemos me hace acordar constantemente a la de Ron y Henri, algo que me hace sonreír sin falta.

Me pongo de pie y de manera automática me dirijo hacia el baño para tomar una ducha y cepillar mis dientes. El edificio donde vivo es antiguo y pequeño, pero acogedor, perfecto para mí. No tardé casi nada en enamorarme de la arquitectura de esta ciudad. La perilla del agua caliente siempre chilla cuando se cierra, no hay ascensor, el empapelado de la pared de la habitación no es para nada moderno y se está saliendo en una de las esquinas. Aun así, despertarme en este lugar todas las mañanas me sigue fascinando.

Cuando estoy lista bajo apurada las escaleras. Al salir camino hacia la diminuta, aunque adorable pâtisserie que se encuentra en la esquina. La atienden sus propios dueños, dos ancianos casados hace una eternidad que juran aún amarse como el primer día.

Bonjour, Issa— saluda Agnès al verme entrar, su voz siempre es pausada y pronuncia mal mi nombre todos los días.

—Isla, Agnès, es Isssslaaaa—reprocho risueña acercándome a la barra—. Lo mismo de siempre, por favor.

Ella se pone a hacer un café mientras su marido, Fabien, guarda un croissant recién hecho en una bolsa de papel madera. Dicha bolsa se llena al instante de pequeños círculos oscuros que evidencian la gran cantidad de manteca que contiene. Delicioso.

—Es para llevar—aclaro cuando noto que Agnès está por verter el café en una taza de porcelana en vez de un vaso descartable.

Mon Dieu, siempre lo mismo contigo, querida. ¿Cuándo vas a entender que en Francia nos tomamos nuestro tiempo para tomar café? Llevas aquí casi cuatro meses.

—Lo sé, en Argentina también. Pero en Nueva York siempre estamos todos corriendo, supongo que todavía no logré sacarme esas costumbres de encima.

Ella niega con la cabeza dándose por vencida y le sonrío con picardía cuando me entrega mi pedido. Apoyo ambas manos en el mostrador para impulsar mi cuerpo sobre el mismo con un pequeño salto y así llegar hasta Agnès para plantarle un beso sonoro en la mejilla. La anciana se ruboriza y Fabien ríe.

Suspiro saliendo del local dándome cuenta lo mucho que ambos me recuerdan a mis abuelos. El éxito a veces viene acompañado de una gran cuota de soledad, es una carga que he aprendido a aceptar y tolerar.

Mis pasos se aceleran, a mitad de camino tiro el vaso de cartón vacío en un cesto. La bolsa del croissant a desaparecido mucho antes. La primavera parisina es cautivadora, una suave brisa hace bailar a los árboles que se encuentran en todo su esplendor, verdes y poblados. Las calles también se adornan con coloridas flores que le aportan vida a la vieja arquitectura.

Cuando llego al mercado los primeros rayos de sol ya se han asomado y una multitud recorre los puestos. Tomo una bolsa y me dirijo hacia los higos, ya de lejos pude notar que se ven deliciosos. Acerco uno a mi nariz para sentir su aroma y mi mente se transporta por voluntad propia al mercado que visité con Henri aquella vez. Parece haber sido hace una eternidad. Carraspeo para quitar el nudo que se forma en mi garganta antes que llegue a mi pecho y comienzo a llenar la bolsa con los frutos.

Es algo irónico, a decir verdad. Todos estos meses he intentado quitarme a Henri de la cabeza, me he esforzado mucho para olvidarlo, pero cuando intento hacerlo ya estoy pensando en él. Creo que es algo que jamás voy a conseguir.

—¿Quiere saber un dato curioso sobre los higos? —le pregunto al vendedor al mismo tiempo que extiendo la bolsa llena para que pueda pesarlos y cobrar. Él no me contesta, sólo me dedica una mala mirada que probablemente me he ganado por mi pésimo intento de hablar francés—. Uno creería que es una simple fruta igual que cualquier otra, pero en realidad adentro está llena de...

—...pequeñas flores— alguien me interrumpe para terminar lo que estaba por decir.

Levanto mi mirada encontrándome con un hombre alto y de cabello oscuro cortado casi al ras en los costados, pero largo y despeinado arriba. Sus ojos son igual de negros que su cabellera. En su rostro se aprecian varios lunares desparramados.

—Así es, pequeñas flores—le doy la razón con una amplia sonrisa en mi cara.

Vuelvo la vista al frente para pagarle al vendedor a quien saludo con una simple inclinación de cabeza para no hacerlo pasar de nuevo por mi horroroso francés y tomo mi bolsa dispuesta a irme hacia el restaurante.

—Es divertido verte lanzar datos al azar a cada vendedor que te cruzas cada vez que vienes—agrega el hombre justo cuando me doy vuelta.

—Disculpa, ¿te conozco?

—No, para nada. Sólo te he estado observando cuando te veo por el mercado—confiesa acomodando el puente de sus anteojos sobre su nariz.

—Genial, eso no da miedo para nada.

—No lo digo de esa manera—ríe con todo su cuerpo—, es solo que me pareces muy bonita entonces lograste llamar mi atención.

—Me siento honrada—vuelvo a ironizar con un gesto de falsa alegría.

—Al parecer soy un idiota que empezó con el pie equivocado, soy Philippe, mucho gusto—suelta extendiendo su mano.

—Isla—le contesto y se la estrecho por breves segundos—. Supongo que nos veremos en el próximo mercado, Philippe.

—¡O podemos vernos antes! —grita con ansiedad cuando me doy vuelta. Su mano en mi brazo me obliga a girar para encararlo.

—Suelo estar bastante ocupada.

—¿Eres chef?

—Y-yo...sí, ¿cómo te diste cuenta?

—No lo sé, es la primera vez que veo que a alguien le brillan los ojos hablando de higos— su respuesta me hace reír en voz alta. Tiene un buen argumento para su suposición—. ¿Dónde trabajas?

—En La petite Mort— digo y Philippe estalla en una carcajada ridícula.

—Es un nombre un poco pretencioso para un restaurante, ¿no crees?

—Vas a tener que venir al restaurante y comprobarlo en persona. Yo creo que te sorprenderá darte cuenta que mi comida puede darle más orgasmos a una mujer que tu miembro—lo miro de arriba hacia abajo—, probablemente.

Me retiro sin decir nada más, dejándolo con la boca abierta buscando las palabras para contestarme. Compro algunas cosas más y corro hacia el restaurante cuando noto la hora en mi teléfono.

No está ubicado en una zona céntrica sino un poco más alejado, sin embargo, desde la terraza se puede ver la torre Eiffel. Cuando termina el día y cerramos suelo subir para mirarla iluminada en todo su esplendor. Es un bálsamo que alivia mi corazón imaginarme a Henri observándola cuando aún le gustaba vivir en su propio país.

—¿Qué estás haciendo aquí tan temprano? Nunca conocí a alguien a quien le guste tanto trabajar, me da dolor de cabeza imaginar tu energía—bromea Dai Na cuando me ve entrar en la cocina de La petite mort.

—Hola, chef— saludan los pocos cocineros que la acompañan.

Todavía me sigue dando un escalofrío en la espalda cuando escucho que me llaman así, me hace dimensionar que están a mi cargo. Les dedico una amplia sonrisa y camino hasta Dai Na.

—¡Traje higos! —canto con buen humor apoyando la bolsa en la mesa.

—Aquí hay higos, ¿para qué tenemos una despensa llena de comida si vas a gastar tu propio dinero para traer algo nuevo todos los días? —protesta la mujer levantando la mano para apuntar hacia la parte trasera de la cocina—. Si te está sobrando tanto siempre puedo bajarte el sueldo.

—Ja—espeto rechistando—. Lo que me sobra es hambre.

—A veces creo que tienes un problema, ya sabes, como una adicción.

—¡Por supuesto que sí! Y estoy muy orgullosa de eso. Deberías estar contenta, gracias a esa adicción es que llenamos el restaurante todas las noches—la codeo divertida y río al verla irse a su oficina rodando los ojos.

Si hay algo que aprecio de Dai Na es que me hizo y sigue haciendo parte del proceso creativo del restaurante, y no sólo de la comida. Cuando llegué a París La petite mort ni siquiera tenía nombre. Todos los días acompañaba a mi jefa a la locación, veíamos los planos, diseñábamos la disposición de la cocina, analizábamos paletas de colores para definir la decoración del salón principal, entre tantas otras cosas. Fui escuchada y tenida en cuenta durante todo el desarrollo y no es tan común como uno creería.

Sonrío al pensar en la absoluta fe ciega que puse en Dai Na, y la que ella puso en mí. Apostamos una en la otra y hoy podemos ver el fruto de nuestro éxito al creer en nosotras mismas. De verdad estoy viviendo mi sueño, mi vida en París es justo como esperaba.

Guardo las cosas que compré y tomo mi delantal y gorro que cuelgan de un gancho en la pared. Mientras anudo la prenda alrededor de mi cintura me acerco a los chefs que vienen a la mañana para adelantar ciertos procesos de la comida que prepararemos a la noche. Los de éste turno son muy jóvenes y por ende inexpertos, recién han cumplido la mayoría de edad. Me conquistaron cuando me di cuenta que no podían aguantar ser mayores para poder trabajar en un restaurante. Esa clase de amor por la cocina es mi punto débil.

—¿Qué andan haciendo? —inquiero tomando mi tabla y cuchilla para unirme a sus tareas.

—Picamos cebollas, chef—grita uno de los chicos parándose derecho para contestar.

—Tranquilo, Sam. No estamos en un campamento militar—le señalo y los demás intentan aguantar una risa—. Pásenme algunas así los ayudo.

Ninguno obedece mi orden, se limitan a observarme con una ceja enarcada e intercambiando miradas entre ellos.

—¿Hola? Cebolla—insisto con mi palma extendida en el medio de la mesa de trabajo.

—Chef, ¿va a ponerse a picar vegetales? —consulta finalmente una de las jóvenes cocineras.

—Así es.

—¿No es un poco...bajo para un chef principal? —insiste otro.

Enojada apoyo mi cuchillo con calma en la superficie y los observo a todos detalladamente. Lucen intrigados con mi reacción y un poco asustados. Mentiría si dijera que eso no me da algo de gracia.

—Nada es bajo para ningún chef. Si no están dispuestos a picar cebolla hasta el último día de sus vidas pueden retirarse de mi cocina—mi voz firme resuena en todo el lugar—. ¿Ustedes creen que son de un bajo nivel? Porque yo no lo hago, creo que son una parte esencial de esta cocina. ¿Y, lo creen? —insisto cuando ninguno abre la boca.

—No, chef.

—Exacto. Amar la cocina es disfrutar con éxtasis de cada proceso que lleva a la preparación de un plato. Para mí, picar cebolla es un placer, así que denme una, por favor.

Sin más nos ponemos a cortar. Primero en silencio, pero rápidamente estamos charlando de todo. Los chicos me piden anécdotas y mi mente de inmediato viaja a Rebecca hablándome del pene de Henri en mi primer día de trabajo. Esa historia los hace reír bastante.

Cuando me quiero dar cuenta, los del turno de la mañana se retiran, yo continúo poniendo la cocina en orden y termino de armar el menú. El mismo cambia todas las noches, por lo que debo crear recetas de forma constante, en general acompañada por mi sous chef.

Lo único que no cambia en La petite mort es el plato de albóndigas de cordero. Dai Na quedó fascinada por las mismas desde que se las preparé e insiste en que las sirvamos todas las noches. Quiere que sea nuestro sello distintivo, y no está yendo por mal camino ya que es, por ahora, el plato más pedido día tras día. Por este motivo se lo enseñé a hacer a todos, me di cuenta que yo sola no podía. Ser jefa de estos chefs me ha obligado a aprender a delegar tareas y debo confesar que no me resulta nada fácil, aunque me voy acostumbrando.

¿Cuál es la estrella del restaurante? Mi crème brûlée, por supuesto. Ese es el postre de la carta que nunca cambia. Y es, también, el único plato que preparo yo sola sin ayuda de nadie, de principio a fin.

Los del turno de la noche comienzan a llegar, cada uno saludándome antes de cambiarse. Dai Na aparece y me recrimina haberme quedado todo el día de corrido. Insiste con que un día me voy a quedar dormida sobre una sartén, aunque yo sé que nunca va a pasar eso. La cocina renueva mis energías, es el lugar donde más viva y despierta me siento.

Cada uno trabaja con suma concentración en sus estaciones de trabajo. El calor de los fuegos se siente cómodo, el aroma de las preparaciones invade nuestros sentidos. Me muevo por cada espacio revisando que todo esté saliendo de forma correcta.

—La bechamel está muy líquida—le señalo a una de mis chefs luego de probarla y continúo el recorrido.

Es una noche ocupada, como todas las demás, haciendo que el ritmo de la cocina se acelere con cada pedido que entra.

—¡Ya hay fila afuera! —grita un mozo ingresando a la cocina con un nuevo pedido que le dicta a Paul, mi sous chef, que por cierto también viene de Nueva York.

La simple mención de esas palabras comienza a hacer fluir adrenalina por todo mi cuerpo. Enfoco mi concentración en la decoración de los postres que tengo en frente y así se me va pasando el tiempo.

De pronto un mozo se acerca hasta mí con un plato sin comer. Eso nunca es una buena señal.

—¿Qué pasó? —le pregunto al joven con el cabello repleto de rulos colorados.

—Chef, han devuelto el crème brûlée—contesta con la voz casi temblando, asumo que, por miedo a mi reacción, pero yo solo consigo escupir una carcajada cargada de incredulidad.

—Es imposible, ¿qué dijeron?

—Que estaba demasiado dulce, chef.

—Malditos franceses de paladar refinado. Dámelo— ordeno y el mozo me lo entrega de inmediato.

Clavo mi cuchara en el cuenco y la llevo a mi boca. No me importa que haya sido probado por otra persona primero, necesito asegurarme que sabe bien.

—¡Si está perfecto! —me indigno en un grito que hace que todos detengan su labor para mirarme—. Paul, ¿está muy dulce? —le inquiero a mi sous chef y le doy de probar en la boca.

—Para nada, chef—acepta luego de saborearlo unos segundos.

Tomo uno de los crème brûlée de la nueva tanda que estaba terminando de decorar. Con la misma cuchara rompo la corteza de caramelo, el sonido y la textura son perfectos. Pruebo un bocado y sabe exquisito. No hay chance de que se hayan quejado de mi plato.

—Vas a salir con uno nuevo, uno de estos—menciono colocando un nuevo postre en su bandeja de metal—. Vas a disculparte y decir que ya le hemos preparado uno que se ajusta a su sugerencia.

El mozo asiente y se retira. Todos vuelven a sus respectivas tareas salvo Paul que se queda comiendo el postre que devolvieron al lado mío. Es la primera vez desde que abrimos que alguien manda un plato de vuelta a la cocina y debo confesar que me siento algo alterada. Me apoyo un segundo contra la mesada para descansar antes de seguir, pero justo cuando cierro los ojos dos segundos el mozo vuelve a entrar y la maldita crème brûlée sigue en la bandeja.

—¡Mierda! ¿Ahora qué quiere? —chillo molesta tirando al piso el repasador de estampa cuadriculada que hasta ese momento reposaba en mi hombro.

—Ahora dice que no está lo suficientemente dulce, chef—suelta el mozo con un hilo de voz.

—¿Es una puta broma verdad? —espeto riendo con nerviosismo—. Mi crème brûlée es perfecto, gracias a ese postre estoy donde estoy hoy.

—Insiste en venir a hablar con usted, chef. Dice que quiere enseñarle exactamente como lo quiere.

—No puede, no cocinamos para un solo comensal. No podemos ajustar la receta a la preferencia de una sola persona cuando a los demás parece gustarles justo así.

Dai Na aparece en la cocina debido al alboroto.

—¿Qué está pasando?

—Alguien devolvió el crème brûlée dos veces y quiere venir a darme una lección sobre cómo cocinar al parecer.

—¿Es uno de nuestros clientes habituales? —inquiere la mujer observando al mozo que no ha bajado la bandeja en ningún momento.

—No, es la primera vez que lo veo.

—Hazlo pasar.

—¡Pero...! —estoy por protestar cuando mi jefa levanta su larga mano frente a mi rostro.

—Vamos a escuchar que quiere, es lo que corresponde. Ponte de nuevo el gorro, no pueden verte sin él. Y ponte a trabajar así pareces ocupada para que no moleste durante mucho tiempo.

La obedezco a regañadientes. Me coloco el gorro de chef y me ubico de espaldas a la puerta mientras pretendo batir algo dentro de un cuenco metálico de tamaño industrial. No es realista, pero, ¿qué sabe ésta persona de cocina? Ni siquiera puede reconocer un buen postre cuando toca su paladar.

Escucho como las puertas dobles que dividen la cocina del salón principal se abren y de inmediato todos quedan mudos. Mis movimientos cesan y me veo tentada a darme vuelta ante la reacción de mi personal, pero permanezco quieta en el lugar obedeciendo la orden de Dai Na.

—Necesito hablar un momento con la chef.

El batidor cae de mi mano al piso en cuanto las palabras entran por mis oídos.

No puede ser.

No necesito girarme para saber quién es. Después de todo pienso en su voz cada noche cuando no puedo conciliar el sueño y también durante el día cuando me cuesta idear algún plato nuevo para el menú. Su acento cerrado y seductor es inconfundible para mí.

Mis manos se aferran con fuerza a la mesa de trabajo. Sin darme cuenta muerdo mi labio inferior del esfuerzo que pongo en no soltar las lágrimas que se forman en mis ojos. De pronto una mano me toma por el brazo y me da vuelta lentamente.

—¿Qué estás haciendo en París? —pregunto y el labio que dejé de morder ahora tiembla.

—Ya dije que necesitaba hablar un momento con la chef—dice Henri con una sonrisa de lado y su mirada celeste tan dulce como nunca la he visto.

—Pensé que no estabas listo para volver a Francia.

—Sí, bueno. Resulta que estaba menos listo para volver a una vida donde no estuvieras.

Me quedo en silencio unos segundos procesando lo que dice hasta que recuerdo cómo llegó a entrar en la cocina de mi restaurante.

—¡Mi crème brûlée está perfecto! —chillo al mismo tiempo que le doy un golpe en el pecho.

—Por supuesto que sí, desde el primer maldito día en que lo probé.

Henri no me da tiempo a reaccionar, se abalanza sobre mí en un abrir y cerrar de ojos. Mi trasero choca contra la mesa donde aparentaba estar batiendo. Por el impacto, el cuenco metálico cae al piso causando un estruendo que me obliga a cerrar los ojos. Y es entones que siento el calor de los labios del chef sobre los míos, un calor que no disfrutaba hace tres meses, aunque me hayan parecido años.

El beso no tiene ni una pizca de sutileza. El hambre que tenemos se deja ver en la forma que me aferro de su cabello o en los dedos de Henri enterrados en mi cintura. Mi lengua invade su boca como si estuviéramos solos. No sé cuánto tiempo continuamos así hasta que un carraspeo me hace separarme del chef entre jadeos.

Dai Na nos observa de brazos cruzados mientras golpea la suela de su zapato de forma repetitiva contra el piso.

—Tienes suerte de que me gusten las historias de amor—sentencia sin apartar sus ojos de mí—. Vete, te veo mañana—agrega inclinando su cabeza hacia la salida mientras intenta disimular una sonrisa en vano.

La agradezco a mi jefa en silencio. Acomodo mi chaqueta, mi gorro no sé a dónde fue a parar. Evito la mirada de los demás chefs, me imagino que estoy del color de los ajíes picantes.

—Con permiso—va diciendo Henri al mismo tiempo que inclina la cabeza ante cada persona que nos cruzamos en nuestro camino hacia la salida. La mano del chef no suelta la mía en ningún momento.

La caminata hacia mi departamento se produce en completo silencio. El único sonido que se percibe es el de nuestras pisadas contra el pavimento, que por cierto son bastante aceleradas, y el por qué se hace claro cuando cruzamos el umbral de la puerta de mi nuevo hogar.

Henri da un portazo impaciente y vuelve a prenderse de mis labios como un muerto de sed en el medio del desierto. Le devuelvo el beso con la misma efusividad. Usando mis pies me quito el calzado sin separarme de su boca y luego paso a revolear mi chaqueta por el aire. Los jadeos que se nos escapan contra los labios del otro comienzan a subir la temperatura del departamento haciendo que se sienta cada vez más pequeño.

Henri se quita la camisa y yo lo ayudo a desvestirse desabrochando y bajando su pantalón que patea con prisa hasta que termina de salir. Nos separamos un momento con la respiración agitada para cruzar miradas, con eso basta para entender lo mucho que ambos necesitamos esto.

Lo hago sentar en el sillón morado que hay en la sala para ubicarme sobre él con una pierna a cada lado de su cuerpo. Sus manos se escurren por debajo de mi camiseta, sus dedos recorren mi piel con calma, erizándola por completo. Luego de unos besos en mi cuello levanto los brazos para que la quite y los besos pasan a ser en mis senos.

—Hola, los extrañé—menciona Henri sin apartar su vista de ellos, robándome una carcajada instantánea.

Yo había extrañado la manera en la que su barba cosquilleaba mis pezones. Me retuerzo sobre su entrepierna al volver a experimentar el placer de dicha sensación.

Del sillón pasamos a la cama, de la cama a la ducha y de la ducha de nuevo a mi habitación, donde ahora nos encontramos desnudos bajo las sábanas estampadas con diminutas flores de lavanda. La noche le ha dado paso al amanecer sin que nos diéramos cuenta, nos dejamos llevar por el sexo y la infinita conversación. La luz se cuela entre las persianas de madera pintada de blanco iluminando el rostro de Henri, logrando que su cabello se vea todavía más rubio y sus ojos más claros. Mis dedos juguetean con un mechón amarillo mientras él recuesta su cabeza en mi pecho, su respiración calentando mi piel.

—¿Cuándo te vas a volver a ir? —cuestiono algo insegura, temerosa de la respuesta que puedo llegar a recibir.

Henri se endereza de un salto para poder mirarme a los ojos.

—Isla, vine para quedarme. No voy a volver a separarme de ti, fue la estupidez más grande que hice en mi vida, y yo no soy ningún estúpido.

—¿De verdad? —la sonrisa se ensancha en mi rostro tan grande que hasta me hace doler la mandíbula y ni siquiera la pierdo cuando me acerco hacia él para besarlo con plena felicidad—. ¿Y qué va a pasar con el Doux Paradis?

—Bueno—comienza con pausa—, ya no estás viendo a su chef principal. Decidí tomarme unas merecidas y largas vacaciones. Rebecca está a cargo ahora.

El orgullo que siento por mi amiga se mezcla con la alegría de saber que al fin puedo disfrutar de Henri como corresponde. Sin dudas, trabas ni miedos. La risa se escurre entre mis labios sin poder controlarla.

—¿De qué te ríes?

—Es que—intento hablar, pero la risa me interrumpe—, estoy demasiado feliz. Por Becca, por ti, por mí. Por nosotros. Todavía no puedo creer que hayas venido. Te pensé absolutamente todos los días sin falta.

El chef acuna mi rostro con su mano y con su dedo pulgar acaricia mi mejilla sin dejar de mirarme. Luego besa mi frente repetidas veces poniéndome a desear una eternidad de esto.

Je t'aime, Isla.

—Yo también "te eim".

—Dios mío, vamos a tener que trabajar en ese francés con urgencia.

Ambos reímos antes de unir nuestros cuerpos y recostarnos nuevamente. Nos enfrentamos para poder seguir viéndonos a los ojos. Él se pierde en el marrón de los míos y yo siento que nado en el océano azul de los suyos. Nuestras narices se tocan y puedo sentir su respiración soñolienta contra mi rostro.

—Henri, ¿cómo sientes que se ve París luego de tanto tiempo? —inquiero cerrando los ojos cuando el sueño al fin comienza a hacerse presente.

—A decir verdad, fui del aeropuerto directo a tu restaurante.

—Ah...

—Igual puedo asegurar que la ciudad está más hermosa que nunca.

—¿Cómo? No llegaste a ver nada.

—No tengo que hacerlo. Simplemente lo sé porque París ahora te tiene a ti.

No puedo evitar sonreír llena de amor, pero Henri está confundido. París no me tiene a mí. Por fin nos tiene a ambos.

🥺❤ Tuvimos final Hesla, les dije que confíen en mi jajaja

✨✨✨LES GUSTÓ LA HISTORIA Y SU FINAL✨✨✨ De ser así recuerden darle mucho amor a nuestros chefs

⬇⬇⬇YA mismo pueden leer el EPÍLOGO a continuación⬇⬇⬇ Además ahí habrá una una sorpresita especial y mis agradecimientos

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