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ᴄᴀᴘíᴛᴜʟᴏ 3

Capítulo 3

Otoño. Árboles. Muchos, muchos, árboles.

Ese es el paisaje, a mi parecer un poco pobre, que ofrece la carretera. Han pasado dos días desde mi patético intento de escape, y también dos días desde que me obligaron a limpiar toda la iglesia. 72 horas en las que no me han quitado los ojos de encima y me han regañado creo que hasta por respirar.

Caroline mantiene su cabeza apoyada en mi hombro mientras emprendemos el viaje hacia el nuevo "Hogar grupal", o "Centro residencial de cuidado infantil", no hay mucha diferencia ya que para mí es la misma basura, pero con diferente nombre. Susana nos observa de soslayo desde el asiento de enfrente, aunque la mayoría del tiempo ignora mis rezongos y se la pasa disfrutando de su lectura.

La ojeo con disimulo, hoy trae puesto el hábito, que consiste en un vestido manga larga blanco y un crucifijo que rodea su cuello. Se mueve incómoda. Desvío la vista. En mi opinión es una lástima que oculte su cabello de esa forma. La única vez que lo vi suelto fue en un día de campo, recuerdo que caía largo sobre su espalda a la vez que se agitaba mientras corría detrás de algunos niños. A veces quisiera que fuese más libre, que imitara a su cabello en aquella mañana, libre, sin ataduras, con la libertad de su esencia en su máxima expresión. Todos tenemos la capacidad de reventar la goma que nos sujeta.

Pero Susana... no lo sé. Ella parece tan cómoda así.

A simple vista se nota que es una mujer joven, de tez blanca, ojos cafés y cabellera negra. Aunque ya esté en sus treinta, conserva esa aura angelical que refuerzan sus facciones finas. Es muy bonita, con cierto aire a griega. De movimientos elegantes y voz dulce.

La cabeza de mi hermana se resbala de mi hombro. La acomodo con delicadeza sobre mis piernas. Lleva dos horas dormida.

Nos trasladamos en carreta porque según tengo entendido, en ese lugar no pueden transitar coches para evitar la contaminación. Abrazo mi mochila con parte del equipaje. Las ventanas son disfrazadas con árboles otoñales que en cierta forma cargan un tinte melancólico. Me distraigo pasando los dedos por el tatuaje de mi muñeca. Me avisaron que debo ocultarlos, por eso bajo la manga del jersey negro. Tengo que cubrirlos. No me apetece ser juzgada, ni ganarme miradas de reproche por parte de la directora de la institución. La capucha negra del abrigo cubre mi cabello. Los pantalones anchos, de esos que tienen muchas roturas en las rodillas, no hacen ni el mísero intento de mantenerme en calor. La temperatura descendió un poco en estas cuatro horas de viaje. Ese es el tiempo que se tarda en llegar de Londres a Clovelly.

El camino va abriendo paso a pequeñas casas campestres, pintorescas en algunos casos, más sencillas en otros. No existe separación entre ellas, por lo que forman filas que se alzan sobre el suelo adoquinado. Las calles son estrechas, pero iluminadas por la vegetación que cuelga de balcones y ventanas, brindando un panorama veraniego en contraste con el clima húmedo y frío.

Nuestro transporte frena cuando las calles comienzan a estrecharse. Susana baja y despierto a mi hermana para hacer lo mismo.

—Debemos continuar el recorrido a pie. —Nos informa.

Vaya novedad.

Saca un aparato que reconozco como su móvil. Sus cejas caen, tiene una mezcla de decepción e incredulidad en el rostro.

—No hay cobertura.

Cosa que tampoco me asombra. Aunque como dicen que al mal tiempo buena cara, contemplaré volverme jardinera o especialista en plantas. Aquí hay para hartarse.

Mi hermana me toma de la mano mientras acomoda su diminuta mochila a la espalda. Parece una niña exploradora con su pantaloncillo verde hasta las rodillas y el suéter blanco con letras negras que dice The world is mine. Mantiene su ceño fruncido, observando todo con detenimiento.

—No me gusta.

Pues ya somos dos, aunque no estemos en posición de escoger.

Susana nos ignora, prefiere enfocarse en pagarle al señor, tampoco ha hablado mucho conmigo desde intenté escapar del hospicio, supongo que en algún momento debo agradecerle todo lo que está haciendo por nosotras. Me está dando la posibilidad de un nuevo comienzo, incierto, pero es mucho más de lo que tenía antes. Ayudo con los bolsos y mientras caminamos, algunas cabezas curiosas-chismosas se asoman por las ventanas para informarse de quienes son las nuevas visitantes.

Es fácil deducir que es un pueblo pesquero por la cantidad de botes que vislumbro en el muelle. También hay redes por todos lados, logos en las vitrinas, hombres con sacos a su espalda. Cuando caminamos percibo que tiene los locales básicos; el centro de salud es el que más destaca ya que tiene una arquitectura diferente a los demás, parece moderno. Caroline se aferra a mi mano mientras observa embelesada las guirnaldas que conectan los altos techos de las casas unos con otros. Son de colores, serpientes brillantes que se mecen con el viento.

Pasamos la zona más poblada, para luego adentrarnos en un camino rústico rodeado de vegetación. La luz se filtra entre la maleza creando un aspecto de bosque mágico maravilloso. Si soy sincera, disfruto del camino adornado con piñas y hojas secas en el suelo que crean varias tonalidades de una misma paleta de color. Naranja, marrón y verde hacen el amor sobre las rocas grises del camino. El viento mece las hojas trayendo consigo el olor característico de un mar que está cerca. Este es un camino que se disfruta. Un sueño de ojos abiertos.

Lo hago, disfruto y marco los nuevos colores en mi cabeza con nombres inventados, hasta que me veo atorada con algo. Me fijo en la rama que ha apresado mi pantalón y forcejeo con ella, lo que provoca que se rasgue mi prenda y sufra un rasguño en el muslo. Queda media piel al descubierto y un fuerte escozor en la zona.

Esos son los defectos de un pantalón con roturas, un día tienes pantalón, y al otro no.

—Pueblo de mierda. —susurro.

Susana voltea. Está enojada por mi comentario. Mi maravillosa respuesta es hacerme la loca. Ni siquiera sé como puede caminar con el hábito puesto y tantas maletas de equipaje. Prefiere ignorarme durante el resto del camino. Lo prefiero. Ella podrá estar cansada de mí, pero yo estoy cansada de mi vida.

Con la vista puesta en el suelo para evitar tropezar, acomodo mi mochila. Es extraño que a excepción de mis comentarios inoportunos haya tanto silencio, por eso extiendo mi mano para que mi hermana, que va detrás de mí, la tome. Vamos una detrás de la otra porque el camino es demasiado estrecho, le indiqué que no se soltara de la correa de mi mochila. Extiendo mi mano hacia atrás, pero lo único que encuentro es aire, volteo y... no está.

Mi hermana desapareció.

Todo el camino queda a la vista. Me comienzo a asustar porque Caroline no está por ninguna parte. Llamo a Susana. No me hace caso. Justo hoy decidió que ignorarme es la actividad del día. Quizás me lo busqué por la fea actitud que he tenido durante todo el viaje.

Siento un escalofrío subir con lentitud por mi espina dorsal, el cuerpo se me congela e intento tragar cuando se me cierra la garganta. Vuelvo a llamar a la pelinegra, esta vez me presta atención.

—No estoy para estupideces, Maia. Lo único que falta es subir un poco más y pronto estaremos...—No continúa la oración, supongo que mi cara de horror lo dice todo— ¿Qué pasa?

—Caro, ella —No puedo hablar. Me agito por segundos, cierro los párpados en un vano intento por tranquilizarme—, cuando me percaté no estaba. Ella me seguía, no entiendo que pasó. Yo...

Abre los ojos, estupefacta. Parece tambalearse e intercala la mirada entre los arbustos como si mi hermana fuera a salir en algún momento. Siento mi pecho apretarse al gritar Caroline y no escuchar respuesta. Mientras Susana revisa el lugar, retrocedo un poco en el camino para ver si se atrasó.

Esto no puede estar pasando...

Mi frente comienza a sudar, la humedad se asienta en mis pulmones, lo que provoca que respirar se vuelva complicado. Llevo las manos alrededor de mi boca y continúo gritando su nombre. Los ruidos que hacen las aves son la respuesta que no espero. No sé qué pasaría si a mi hermana le sucediera algo.

Los Converse blancos quedan manchados al meter el pie en un charco de lodo. Maldigo por lo bajo mientras regulo mi respiración, porque mi preocupación sólo va en crescendo.

Una zona aplastada de pasto a un lado del camino atrae mi atención. Es un pequeño camino de grama que se forma cuando alguien transita muchas veces por el mismo lugar. Lo considero una opción. Camino adentro continúo gritando el nombre de Caroline.

Algunas ramas secas quedan enganchadas de mi mochila cuando avanzo. Vuelvo a gritar su nombre.

—¡Aquí!

Es ella. ¡Es ella! Acelero el paso. La capucha de mi abrigo cae liberando mi cabello. Forcejeo con las ramas para seguir avanzando.

—¡Caroline!

El trillo se hace más ancho. Una brisa fresca golpea mi cara. Comienzo a correr desesperada, ya las ramas no son una molestia y el suelo irregular pasa a ser más liso.

—¡Aquí!

Avanzo un par de metros hasta que todo se despeja. Un aroma a mar inunda mis fosas nasales y la fuerte claridad me obliga a entrecerrar los ojos. Los pantaloncillos verdes entran en mi campo de visión. Su melena rubia se azota con el viento alborotando sus rizos dorados que parecen reflejos de luz. Su mochila está en el suelo y ella de espaldas a mí, sentada en la punta de aquel risco.

¡Un risco!

El pánico me deja paralizada, quiero ir corriendo para alejarla de ese lugar, pero no soy tonta. Con lo peligroso que es, es probable que se asuste desencadenando algo peor.

¿Qué hago? No me queda otra que caminar y tomar asiento a su lado, con Caroline hay que hablar las cosas, no imponerlas, porque se encapricha más. Si llego intentando jalonearla no me va a dejar y no estoy en posición de aceptar un berrinche. De vez en cuando asume un papel de niña terca que no me gusta nada.

Trago saliva. Mentalizo que no estoy en un risco a unos catorce metros sobre el nivel del mar—según mis malos cálculos—, que no me voy a morir de un momento a otro y que necesito sacar a mi hermana de aquí.

Tomo asiento junto a ella. Aprovecho para analizar todo alrededor, esto es alto, demasiado, tanto que los botes del muelle pesquero parecen diminutos juguetes en la lejanía. Caro desvía la vista del frente. Una sonrisa adorna su cara.

—No fue gracioso, Caroline —mascullo—. He pasado el susto de mi vida ¿Qué haces aquí? ¿Crees que es divertido irte sin avisar?

Mi voz es cruda y ronca, creo que envejecí unos años producto al susto. Desvía la mirada para colocarla en el infinito del mar que se cierne ante ambas. Lento e impredecible, demoledor en una situación inoportuna. Un océano que se parece demasiado a nosotros.

—¿Me escuchaste, Caroline? ¡No es divertido! Si te pasa algo me muero. ¿Entendiste? —Mi frustración aumenta al ver que me ignora. Nunca ha sido desobediente, puede ser un poco terca, pero este comportamiento es extraño—. Vamos.

La intento tomar del brazo. Caroline pone resistencia. No voy a forcejear, no en este lugar al que en menos de nada podemos caer al vacío.

—Por favor, Susana también te está buscando y debe estar muy preocupada. Debemos volver.

—No quiero ir.

Mi corazón se estruja al ver como sus ojos se empañan, su labio comienza a temblar e intenta ocultarlo agachando la cabeza. Si pudiera la llevaría al lugar que quisiera, si estuviese en mis manos le diera la familia que no tenemos. Pero no soy maga y es la vida que nos ha tocado.

—Yo tampoco quiero ir —confieso—. Sin embargo, es algo que debemos hacer. Es lo mejor para las dos.

Las lágrimas no se hacen esperar.

—¿Por qué somos defectuosas?

Su pregunta me congela. No tengo idea de qué responder, me he hecho la misma pregunta todos los días y la respuesta brilla por su ausencia.

—No lo somos —respondo pasado unos segundos.

Apretuja sus manos. La pequeña de ojos avellana llora en silencio.

—¿Cómo era ella? —Vuelve a preguntar después de un rato. Nunca le he hablado sobre ella, tampoco pretendo hacerlo ahora— ¿Me hablas de ella, porfa? Lo necesito. Nunca te he pedido nada, por favor.

Suspiro. No tengo una palabra específica para describirla, así, con la mirada perdida, es como ver alguien que ha sufrido mucho. La tomo de la mano, quiero que sienta que estoy con ella en todo. No está sola. Medito con minucia alguna respuesta. Debo ser cuidadosa porque no pretendo que guarde rencor a nuestra madre, no tengo el derecho de hacer eso.

Como tampoco tengo derecho a mentir.

—Ella... —Dejo la palabra en el aire, intentando hilar mis ideas. Cuando tengo todo pensado, continúo—. Ella era una madre excelente, de papá no puedo hablarte porque no lo conocí, pero nunca me hizo falta. Mamá me llevaba al parque a jugar, me hacía panqueques cada domingo —Se asoma una sonrisa cuando recuerdo el comercial de la tele. Me encantaba verlo cuando mamá no estaba en casa—. Pasábamos tiempo juntas. No era como la madre de los niños de la escuela, era mejor —Mi voz se vuelve un susurro al cual debo inyectar seguridad si quiero sonar creíble, doy un ligero apretón a su mano—. Cuando apareciste tú, la dicha no cabía en mi pecho, me alegré porque dijo que debía cuidarte. A ti te dijo que debes hacerme caso porque soy la mayor, pero como estabas muy pequeña no lo recuerdas.

Asiente con lentitud.

—¿Y por qué nos abandonó?

Su pregunta no me impresiona. Me la ha hecho varias veces y es la única que puedo responder con sinceridad.

—No lo sé.

Unas campanas resuenan a lo lejos y marcan el fin de la conversación. Me levanto con cuidado, intento alejarme de la orilla. Una vez en lo seguro, extiendo mi mano y la toma, he de suponer que lo que deseaba con todo esto era hablar, porque ya no se muestra reacia a alejarse de la orilla. Cuando ya se encuentra fuera de peligro, me pongo a su altura.

—En tu vida me vuelvas a hacer pasar por un susto así. ¿Entendiste?

Asiente. Esta vez camina por delante de mí; fue una irresponsabilidad lo que hice. ¿Dejar que una niña de seis años vaya detrás? A mí es a la única que se le ocurren tales estupideces.

Regresamos al punto donde se desató el caos. Susana nos espera a un lado del camino, sentada en una de las piedras. Trae las manos juntas en lo que identifico como un rezo. Avanzamos un poco más hasta que se percata de nuestros pasos y enfoca su atención en Caroline. La pequeña baja la cabeza, está avergonzada al notar los ojos rojos e hinchados de la pelinegra.

—¿Dónde estaba?

La continúo observando. Mis manos se mantienen en los hombros de mi hermana.

—Cerca del camino. —respondo.

Parece conforme con la respuesta, toma de nuevo el equipaje que había dejado en el suelo y comienza a caminar, esta vez acelera el paso. Esperaba que regañase a mi hermana, pero al parecer está demasiado agotada para eso, puedo notarlo. Caminamos unos tres minutos hasta que el camino se abre dando paso a una llanura. Quedo asombrada ante la casa situada en el centro. Su estructura se asemeja a la de una mansión antigua, pero cuidada y adornada con ventanales grandes que alejan cualquier apariencia terrorífica.

Desde el punto en que estamos, reconozco un parque con algunos columpios a su izquierda. Tironean mi brazo y le presto atención a mi hermana que señala el parque con emoción. No me ilusiono, en el hospicio también había columpios y eso no significaba que pudiesen usarse.

Susana toca el timbre. Pasa un minuto que se me hace eterno y luego una pequeña pelirroja, tal vez dos años mayor que Caro, es quien nos recibe. Su bienvenida dura dos segundos porque se limita a abrir la puerta e irse.

Quedo desconcertada ante el desastre que se alcanza a ver desde la puerta. Niños corretean de aquí para allá, algunos con juguetes, otros con pintura. También hay una señora pasada de peso gritando desde la escalera.

—Dejen el equipaje en el suelo. En un rato lo recojo. —indica Susana.

Comienza a caminar e intento salir de mi pasmo pestañeando varias veces. Caro se abstiene de hablar y la imito mientras observamos todo con curiosidad. Pasamos el vestíbulo, doblamos por varios pasillos hasta llegar a una puerta de doble hoja que nos conduce a una habitación llena de instrumentos de cocina.

Frente a la encimera, de espalda a nosotras, se encuentra una señora rubia de vestido floreado cortando verduras.

—Lillian, ya llegamos. —anuncia Susana. Ruedo los ojos ante el evidente alivio en su voz.

La muchacha voltea, en las manos tiene un paño que utiliza para secarse. Me asombra lo bonita que es, parece de la edad de Susana. Tiene unos ojos verdes hermosos que resaltan por los mechones que se escapan del moño alto que porta, el cual está casi deshecho. Es esbelta, de sonrisa amable. Sus ojos brillan al ver a Susana. Esta última se apresura a abrazarla.

—Que bueno que llegaron. Espero y les haya ido bien en el viaje.

Las observo con seriedad mientras rompen su abrazo. La atención de la rubia cae sobre nosotras. Camina con una sonrisa. Apoya las manos en sus rodillas e inclina su cuerpo a la altura Caro.

—¿Tienes hambre, pequeña? ¿Te gusta la tarta de chocolate? —Le pregunta a mi hermana.

Caroline guarda silencio, algo natural ya que no conoce a la mujer. La señora se endereza hasta quedar a mi altura. Extiende su mano de forma diplomática. La tomo y me presento.

—Soy Maia. Ella es Caroline —Señalo con la mano libre a mi pequeña—, mi hermana.

—Lillian Henderson. Directora de esta residencia de cuidado infantil —Hace una pausa en la que esboza una sutil sonrisa—. Consejera y amiga para ustedes.

Asimilo lo que dice mientras recupero mi mano. ¿Este es mi futuro? ¿Todo será tan bueno como parece?

—Espero que estén cómodas —continúa—. Este será su nuevo hogar.

—¿Y aquí se pueden utilizar los columpios?

La pregunta de mi hermana es tan inesperada que me tenso por completo. Miro a la señora en busca de cualquier signo de molestia, pero lo que encuentro en sus ojos es algo aún peor.

—Sí, pequeña. Claro que puedes.

Es lástima.

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¡Holis! Un nuevo hogar para estos angelitos, pero... ¿Podrá llamarse hogar? ¿Será tan bueno como aparenta? ¿Nos brindarán un poco de tarta a nosotros? *Todo esto con voz de comerciante o de conductor televisivo posiblemente con problemas de garganta. En realidad lo de la tarta me preocupa porque si soy sincera ya se me antojó.

Si te ha gustado el capítulo (o mi voz de comerciante de mala muerte) presiona la estrellita.

¡Besos para esas mejillas! <3

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