ᴄᴀᴘíᴛᴜʟᴏ 12
Capítulo 12
Ashton.
Observo como se apoya en sus rodillas frente a mí. Me mira confundida sin decir nada, nuestra respiración se mezcla con el silencio que se ha extendido. Trato de apartarme, pero la pared que tengo detrás impide cualquier tipo de distanciamiento. Cuando la tengo cerca mi corazón se desboca y pierdo el sentido de lo que vivo. No lo sé, es como si estuviera anestesiado. Me preocupa lo que causa en mí.
—¿Puedes irte?, por favor.
Aunque quiera evitarlo, mi voz carga un tinte de vergüenza. Ella exhala una larga bocanada de aire y se pone en pie. Me siento aliviado cuando creo que se marcha. Maia propina dos pasos hacia atrás y extiende su brazo hacia mí. Quedo perplejo.
—¿Me acompañas?
Pestañeo viendo su mano abierta a modo de invitación.
—No creo que-
—Acompáñame esta vez tú a mí —interrumpe. Su mano toma la mía—. No seas cobarde.
—No lo soy. —Frunzo la cejas.
—¿Entonces qué esperas, Frozono?, ¿que se te congele el trasero con el frío de las baldosas? Acompáñame.
—¿Este es tu intento de hacerme sentir mejor? Es un poco cutre.
Suelta mi mano y lleva las suyas a sus caderas. Maia alza una ceja. Trato de suprimir la media sonrisa al verla tan indignada. La ojeo con disimulo, la sudadera le queda gigante y los pantalones de algodón también. El cabello negro siempre lo trae recogido en un moño desordenado que permite que queden sueltos algunos mechones. Sus medias tienen arcoíris bajo unas pantuflas oscuras. Maia es un desastre, uno bonito.
—Es mi intento de que me acompañes. ¿Sabes qué es cutre?, tirarte en el suelo de un baño donde posiblemente niños con genitales poco desarrollados ensucien todo con su orina.
Con disimulo me levanto del suelo. A este punto es imposible ocultar mi risa. La miro alzando una ceja.
—Es decir que estoy sumido en la mierda, literalmente.
La pelinegra eleva los brazos al cielo. Aclama toda su paciencia, que es poca.
—Eres un caso, no puedo contigo.
—Sí, sé de eso.
Tomo la mano que antes me había extendido y la jalo para comenzar a caminar por el corredor. Siento el palpitar de mi corazón en la garganta, late tan fuerte que abarca la vergüenza de que ella pueda sentir cada latido en nuestras manos entrelazadas. Dejo que me guíe en silencio hacia las escaleras que dan a la azotea. Me suelta para subir los escalones y hace peso en la puerta de metal hasta que logra abrirla.
Exhala el aire con lentitud y a mí se me congela la respiración cuando somos bañados por la luz naranja del atardecer. El verde de los árboles resplandece con sutileza al borde de una azotea vacía, cuyos ladrillos brillan en tonos cálidos producto a una perezosa puesta de Sol.
Sus dedos se agarran a mi antebrazo y me arrastra hacia la orilla. Toma asiento con sumo cuidado, la imito dejando que mis pies graviten con el aire. Las manos me comienzan a sudar y mi cerebro ordena que mis pulmones se compriman debido a la altura. Miro hacia al lado, hebras de su cabello juguetean con el viento, con cuidado estiro mi mano y retiro una que se atravesó en su rostro. Ella se queda estática, observándome, el sol se refleja en sus ojos creando un tono avellana mucho más claro moteado de pinceladas verdes.
—Es lindo, ¿cierto? —pregunta.
—¿Qué cosa?
Coloca una de sus manos sobre la frente para poder ver mejor.
—El atardecer —dice señalando el horizonte—. El Sol muestra sus últimos rayos antes de ser consumido. Para mí es uno de los momentos más hermosos y tristes del día. Es como si dejara caer sus rayos melancólicos sobre el espectador, dejando una rastro mágico antes de desaparecer por completo. Él tatúa a propósito un recuerdo inolvidable en su admirador para que acuda a su encuentro todos los días.
—Que poético. —bromeo.
En su rostro aparece una media sonrisa.
—Como es luz al fin y al cabo, bajo él también se aprecian los detalles —Imagino adónde quiere llegar, mantengo el silencio—. Regálame un atardecer, Ashton.
Es como si cada petición suya diera justo en los lugares exactos de mi alma. Son peticiones que nunca nadie me ha hecho, acompañadas de respuestas que duelen.
Trago saliva, veo como Maia me mira con fijeza. Sé que puedo confiar, lo he hecho siempre. Pero yo no soy el mismo, estoy roto y ella no espera eso. Le contaré la mitad de mi historia, puede que algún día le pueda develar cual es la pieza faltante de este rompecabezas defectuoso. Lo hago por mí, porque cuando hablo con ella me libero un poco más.
—La personas suelen ser crueles... —susurro.
—Estoy de acuerdo.
—Y también débiles. Yo soy un poco de ambas partes. Las palabras duelen más que cualquier puñal que pueda ser enterrado, y a mí me han hecho muchas heridas. Sé que es tonto que le de tanta importancia a eso, pero dile a un niño de once años que no le duelan las burlas de otros niños sobre su peso, o sobre su familia. Parte de lo que soy ahora, una porción de lo roto que estoy, es debido a eso, palabras que marcan y acciones que duelen. Mis demonios vienen y van en oleadas y me arrastran en la inundación.
—Ashton... —musita. Pone una de sus manos sobre mi antebrazo, me quedo viéndola.
—No siempre he sido esto —siseo, señalándome de arriba a abajo—. Lo que ves aquí son rastros, miserias de lo que fui antes. Estuve lleno de esperanzas que poco a poco se fueron esfumando, dejándome como el humo de un cigarrillo a medio consumir. Me boicoteo cuando mi mente cobra vida propia y decide que yo soy su enemigo más directo. Puede que esté enfermo, o jodido, o simplemente sea defectuoso.
—No creo que seas defectuoso —Por la forma en que me ve, apuesto que no esperaba lo que dije—. Tus heridas no son defectos.
Meto las manos en mis bolsillos. Tengo un nudo en la garganta que aumenta cada vez que la miro.
—¿Por qué te importa lo que me sucede, es sólo curiosidad?
Se encoje de hombros. De reojo veo como levanta la manga de su sudadera, se demora un poco, tal vez sopesando si hacerlo o no, al final extiende el brazo hacia mí.
—Tócalo. —pide con un hilo de voz.
—No tienes que hacerlo si no te sientes cómoda, comprendo que en el risco fui demasiado lejos y-
—Puedes hacerlo si quieres.
Frunzo mis cejas. La pelinegra señala con la barbilla su muñeca. Indeciso, poso mis dedos sobre esa línea camuflajeada. Es larga, profunda, apuesto que la quema tanto a ella como a mí. Los ojos se me nublan y aparto la mano.
—Me importa porque dos partes rotas se saben reconocer. Me importa porque yo he sufrido creyendo que estoy sola y quiero que sepas que tú no lo estás. Pocos tienen a alguien que les diga que su mundo no es tan pequeño como ellos lo ven, ni tienen a una persona que les señale la fortuna que hay a su alrededor porque somos un poco ciegos y no vemos lo que tenemos cerca. No estoy diciendo que soy imprescindible para ti, ni que soy esa persona que te muestra el mundo. Te he observado y puedes sentirte afortunado porque tienes personas a tu alrededor que brillan para iluminar tu oscuridad, o que tocan diez mil tambores para sobrepasar la sordera mental que te has creado. Tú has decidido cuáles palabras escuchar... y en la vida hay que ser selectivo incluso con nuestras propias palabras.
—No me gusta mostrarme ante todos.
—¿Y quién se muestra en su totalidad?
—Tú no estás sola, tienes a tu hermana. Sin embargo, yo no tengo a nadie.
Su rostro lo decora una sonrisa triste que no sé qué significa.
—Si me dejas estaré contigo siempre que caiga el sol.
—«Siempre» esa es una palabra demasiado grande para personas en nuestra situación.
—Pero no imposible —responde en tono melancólico—. No me pongas trabas, Ashton.
—¿Cómo te lo imaginas?
Automáticamente sus cejas se fruncen ante mi pregunta.
—¿A quién?
—A Lucas, tu amigo. ¿Cómo crees que estaría ahora?
—Feliz, supongo —Juega con unos hilos sueltos de mi pantalón—. A veces me gusta imaginar qué está haciendo. Creo que iría a un buen instituto, seguro tiene buenos amigos, es feliz con su familia. Él no es un chico muy efusivo, pero tal vez tenga una novia. Lo único que espero es que esté siendo feliz, supongo que esa es la idea que me ayuda a sobrellevar que ya no está. ¿Es muy tonto pensar eso?
—No lo es.
Me parte el corazón la tristeza que descansa en sus ojos. Quisiera decir algo, sin embargo, no puedo porque hay algo que es real. Él ya no está.
Buscando aligerar la conversación, digo:
—Sabes, ya no tienes pinta de ser la pelinegra insufrible.
—¿Qué? —Sus ojos se explayan ante mi descripción— Pues a ti aún te quedan rastros de idiota.
—Oye era broma, no seas cruel. —pido entre risas.
—Ya que estamos en buen plan, siendo amigos y eso, o por lo menos no nos insultamos... Quiero agradecerte por evitar que muriera al casi caer de un segundo piso.
—De nada. ¿Por qué te pusiste tan nerviosa esa noche?
—Me recordaste a alguien. —murmura.
Ella se nota relajada al igual que yo. Puede que su físico haya cambiado un poco, y su temperamento también, pero en el fondo sigue siendo la misma.
—¿Por qué eres pelinegra y tu hermana rubia?
—No todas las hermanas tienen que tener el mismo tono de cabello —dice lo obvio—, pero el mío es teñido.
La azotea es bañada por los últimos destellos de luz, a los pocos minutos somos sumergidos en una oscuridad bastante familiar. Aprieto la mano de Maia, que todavía continúa en mi antebrazo.
—Ashton.
—¿Qué?
—Gracias por el atardecer.
Sus rasgos son desfigurados por las sombras, lo único que alcanzo a ver es su silueta. Ella siempre estuvo, hay cosas que nunca cambian.
—Gracias a ti, por quedarte.
➻➻➻
Estoy en el comedor. Todo está más caótico de lo normal porque Lillian está encerrada en su oficina desde esta tarde. Débora y Susana están en la cocina y Claire junto a Maia entregan las bandejas.
—Holi Ash.
Joshlio llega con Suliet. La pequeña se acerca y me entrega un dibujo. En la hoja hay dos personas de palitos con un corazón en el medio.
—Hola Suliet, gracias.
—Tu habitación está muy fea, es para que lo pongas en la pared. —sugiere con tono relajado.
Me maravillo ante su sinceridad, aunque todos sabemos que es una niña muy directa. Doblo el dibujo.
—¿Cuándo fuiste a mi habitación?
—Tata Claire me llevó esta mañana —responde.
La pequeña intenta subirse en una de las sillas. Estoy en una de las pocas mesas que es de tamaño normal. Joshlio la ayuda a encaramarse y él también toma asiento.
A lo lejos veo el entrar y salir de ambas pelinegras de la cocina. Claire viene en nuestra dirección con una bandeja en la mano. Niego con la cabeza, ella entrecierra los ojos. Con cuidado deposita la bandeja frente a mí. La muevo a un lado, no tengo hambre.
—Come. —demanda volviendo a colocar la bandeja en su lugar.
—¿Ahora andas dando tours por mi habitación? ¿Y de paso dando órdenes?
—¿Qué tour?
Alzo una ceja y señalo a la niña en la silla de enfrente.
—No, eso no fue así —Se apresura a explicar—. Es que Suliet iba a los baños y tu habitación estaba abierta y ella entró —entrecierra los ojos hacia la niña— ¿Qué le dijiste Suliet?
La pequeña se encoje de hombros con actitud despreocupada, Claire se cruza de brazos. Maia se acerca a nosotros, trae unos jugos y los deja sobre la mesa. Joshlio se aparta de la niña con disimulo, lucho por mantenerme serio porque todos sabemos el problema de Suliet con los jugos.
—Yo busco las últimas bandejas, no te preocupes.
La asiática asiente ante la propuesta de Maia y toma asiento en la mesa.
—Come.
—Eres un fastidio.
Entierro la cuchara en el arroz para luego llevarlo hacia mi boca. Me demoro un poco masticando y trago con esfuerzo. La pelinegra asiente complacida. Maldigo lo molesta que Claire puede llegar a ser.
—¿Contenta?
Rueda sus ojos.
Como siempre, no demora mucho para que Claire suelte algún chisme. Adopto una mueca aburrida cuando se acerca a mí intentando que los niños no la noten.
—Esta mañana Lillian viajó. —susurra.
—¿A Manchester? —asiente, eso provoca que me relaje sobre el espaldar de la silla— ¿Y qué pasa? Lillian viaja a cada rato.
—Sabes a lo que fue, pero claro, eso a ti poco te interesa porque cumples los dieciocho en unos meses.
—Me daría igual aunque tuviese catorce. No entiendo tanto entusiasmo de tu parte.
—Porque a diferencia de ti, yo si tengo esperanzas. —sisea.
—Veremos a dónde te llevan.
Bufo. La silla rechina cuando me levanto. Maia frunce las cejas mientras me ve alejarme y toma asiento. No tengo ánimos para una discusión con Claire, sí, Lillian fue a Manchester, ¿pero y qué? eso no asegura nada, no es un boleto para ser adoptado ni una oportunidad a la que aferrarse. Después se la pasa llorando al ver que son ilusiones suyas, es su culpa querer vivir en esa nube.
Al salir del comedor me encuentro a Caroline venir de la mano de Samantha. Mauro, Lucas y Débora vienen detrás. La pequeña sonríe cuando ve que me acerco, y no puedo evitar compararla con su hermana. El parecido físico es increíble. Ese factor hizo que la primera vez que la conocí fuese chocante. Recuerdo aquella tarde en mi antigua habitación.
—Holi Ash. —La pequeña estira la palma de su mano.
Asiento y choco nuestras palmas.
—Hola Caroline —La niña me dedica una sonrisa gigante. Samantha decide imitarla, estirando su mano en mi dirección. Volteo los ojos—. Hola Samantha.
Escucho algo de «idiota» cuando paso por su lado, eso me hace reír. Samantha es la mejor amiga de Mauro, por ende, siempre andamos juntos en la escuela. Es llorona, sensible, confianzuda, enamoradiza; Mauro es quien hace de psicólogo después de cada ruptura mientras yo me limito a hacer acto de presencia. No puedo negar que es una buena chica. Cuando entré a la escuela hubo un tiempo en que le gusté, de hecho, así nos conocimos todos. Yo dejándola en la friendzone, Mauro disculpándose por el comportamiento medio loco de su amiga y ella insistiendo para que al menos tengamos una amistad. Ya han pasado cuatro años desde aquello.
Me acerco a la puerta donde está el ruloso. Trae puesto una camisa verde floreada, de esas raras que tanto le gustan. A su lado está Débora, supongo haciéndole cumplidos, siempre que se lo encuentra lo hace.
—¡Pero estás hermoso! Mira esos rulos como los traes. —La escucho decir cuando voy llegando.
Luego lo toma de las mejillas y les da un fuerte apretón. Mauro hace una mueca adolorida, Lucas empieza a carcajear, no le dura mucho la alegría porque Débora le hace lo mismo. Ni siquiera me había percatado de que el ojimiel estaba aquí.
—Débora, no sabía que eras fan de los chicos menores. —Me burlo a una distancia prudente de sus manos, no soy estúpido.
—Vi a estos flacuchos crecer, yo los ayudé a hacer muñecos de plastilina, vi los genitales de sus madres mientras ellos nacían y las ayudaba en el parto. Se pasaban las tardes conmigo, los llevé al baño a orinar...
—Ya entendimos. Entendimos Débora, no hace falta que continúes —suplica Lucas con las mejillas encendidas. Mauro es otro que parece avergonzado.
—Es que Ashton se puso celoso.
—Me duele tanto que no me hayas llevando al baño a orinar —digo con fingida lástima. Acompaño la actuación con una mano en mi pecho—. Lucas y Mauro son unos suertudos.
—En serio Ash, a veces quiero que no seas tan serio, pero después veo que tu parte divertida es un martirio y se me pasa—. Se queja Mauro.
—Sólo estamos recordando viejos tiempos.
—Bueno, yo me voy a la cocina, vine para abrir la puerta, pero me tengo que ir. —Nos dice Débora.
Nos quedamos viendo como se pierde por el pasillo y un silencio incómodo se posa sobre los tres.
—Oye Ash. ¿Podemos hablar un momento?
Miro como mi amigo revuelve sus rulos, siempre hace eso cuando está nervioso. Asiento con la cabeza.
—Vamos.
Lucas conoce la casa, por eso lo dejamos solo, ya sabrá a dónde quiere ir.
Avanzamos hasta las escaleras, estoy en el último escalón que da al piso de arriba. Volteo producto a la voz de Lucas, que hace eco en las paredes.
—Ashton, ¿sabes dónde está Maia?
Mauro me mira incrédulo.
—En el patio. —miento y subo las escaleras.
➻➻➻
Enciendo la luz de mi habitación y camino hasta sentarme en mi cama, Mauro lo hace sobre la de Tony. Quedamos uno frente al otro. El ruloso aprieta sus manos y mueve la pierna una y otra vez, su nerviosismo es evidente al igual que su cara de preocupación. Aguardo a que hable.
—Han pasado unos días y siento que no me he disculpado como debo. —comienza.
—Te entendí ese día.
—Pero yo no lo hice contigo —responde—. Te juzgué y me disculpo por ello. Aunque sabes que en mi opinión lo que haces está mal.
—Lo sé.
—No debí haber gritado en la escuela, es un tema delicado y agradezco la confianza de que lo compartas conmigo.
—No vayas a llorar, Mauro.
—Me preocupo porque ya has hecho muchas cosas y no quiero quedarme sin mi mejor amigo. Esto es una bomba de tiempo que en cualquier momento explotará y tú no haces más que cortar los cables para ver cuál es el equivocado que provoque la explosión —suspira, cierra los ojos—. No seas gilipollas Ash.
—No haré nada estúpido.
—Siempre dices lo mismo. Quiero que sepas que hay personas que nos preocupamos por ti, eres mi amigo, mi mejor amigo —enfatiza—. Estamos para ti, no te consumas tú solo.
—El doctor Bill vendrá la próxima semana. —informo. La noticia parece sentarle bien.
Levanto las mangas de mi sudadera y Mauro me señala los diseños de mi brazo. Es el único que sabe todo.
—¿Ya los vio?
Paso mis dedos sobre la línea de tinta.
—No. No tiene ni idea.
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