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Cumpleaños treinta y tres

I

Treinta y tres años completó Claudio ese día y, como era natural cada que cumplía años, lo invadió la extraña sensación, esa especie de vacío por causas desconocidas que, sin embargo, dejaba en su conciencia una inquietud insatisfecha que lo turbaba. Por esa razón llegada la tarde decidió salir. Si bien no era muy dado a socializar y prefería la soledad y la calma al tumulto de la gente, no soportaba estar un segundo más en el abandono de su casa.

Habría preferido caminar y eludir en la mayor medida posible todo contacto humano, pero la lluvia mojaba las calles y tuvo que optar por el autobús. Apenas estuvo en la parada, deseó firmemente que no subiera mucha gente, pues así podría evitar el conflicto interno que le generaba la posibilidad de ceder su lugar y, al no tener que hacerlo, tampoco se incomodaría por llamar la atención de esa forma. Pero era un día lluvioso, y en la parada del autobús solo estaba él; así pues, subió al primer camión que arribó con la esperanza de que la lluvia se extendiera en el tiempo.

Tres viajeros, además del chofer, lo esperaban en el interior: una mujer acompañada de un niño en los asientos de enfrente, detrás del conductor, y un joven en la fila del fondo. Con intenciones de estar lejos de todos, se sentó en un asiento de en medio a la derecha del cochero, pegado a la ventana, y ¡oh, hermanos míos! ese fue el comienzo de la historia que les quiero relatar.

En cuanto Claudio estuvo sentado y su espalda bien acomodada en el hueco del respaldo, recargó la cabeza en el cristal del tragaluz, cerró los ojos y, por un lapso indefinido de segundos, escuchó el crepitar de las gotas rebotando contra la cara exterior del vidrio. Era un golpeteo furioso, pues la tormenta había arreciado. Al levantar los párpados, su atención se concentró en los ríos que escurrían por la ventana, pero como si hubiese sido un suceso predestinado, su mirada se desvió hacia el respaldo del asiento de enfrente, y casi sin querer susurró una leyenda de pulcras letras que decía lo siguiente:

"8 de julio de 2024.

Querido y afortunado lector,

este día tienes la oportunidad de

solucionar un crimen.

Si estás dispuesto,

solo tienes que descifrar el código:

I2V.

Ahí está la siguiente pista".

A Claudio, que leía uno o dos libros al mes, le sorprendió primero la excelente ortografía y aún más la buena redacción. El autor del intrigante mensaje, definitivamente sabía escribir. Pero había otro aspecto, y este era incluso más revelador: la fecha. El mensaje había sido escrito ese mismo día, quizá por la mañana, pensó Claudio, en el día de su cumpleaños.

II

Lo meditó cinco minutos, tal vez; se revolvió en el asiento mientras decidía si era algo tonto o si, por el contrario, ameritaba seriedad; pero apenas daba entrada a la premisa de que fuera un asunto grave, se repetía a sí mismo que ninguna necesidad tenía de involucrarse en ello. Mas, íntegramente ético como pretendía ser, el grillito en su conciencia lo acusó. La mano izquierda se deslizaba repetidamente a través de su sien izquierda, entreverándose con su melena hasta llegar a la nuca; la mano derecha, a través de la otra sien. Cabellos desprendidos se entrelazaban con sus dedos, y la severidad y tensión en sus labios era la viva expresión de la ansiedad.

-¿Qué demonios significa I2V?

Habló sin querer, pero los otros tres viajeros no le dieron importancia.

Mientras tanto, afuera la lluvia era cada vez más violenta. Imposible imaginar a alguien más tomando el autobús.

Por fin, después de dos minutos de exprimir el cerebro intentando descifrar la clave, le llegó la iluminación. Recordó cómo, en los autobuses formales para largos viajes, cuando le venden el boleto a la gente le preguntan qué asiento quiere. Y así fue como descubrió, muy a su pesar, que I2V significaba izquierda dos ventana: segunda fila a la izquierda, asiento junto a la ventana.

Deseando firmemente no tener que hacerlo y como una acción natural, se desplazó al asiento señalado por el código. Volteó hacia atrás para asegurarse de que el joven no lo tomaba en cuenta, y entonces descubrió que ya no estaba. Sin más dilación buscó el nuevo mensaje. Nada se leía en el asiento de enfrente, y Claudio, aliviado, suspiró. Así pues, para no incomodar a la mujer y al niño, pues recordarán ustedes que ocupaban los asientos de la primera fila a la izquierda, detrás del conductor, regresó al lugar que anteriormente ocupó. Y ¡oh, bendita suerte!, observó a la distancia unas líneas en la parte trasera del respaldo del asiento I2V, escritas con la misma pulcritud que el primero de los mensajes.

Asegurándose de que el cochero lo ignoraba, se escurrió hasta el asiento desde el cual se podía leer el hallazgo:

"Ah, mente brillante,

veo que ya lo descifraste.

Siendo así, por favor...

D4P".

La oración, inconclusa, terminaba en puntos suspensivos, y en la última línea se leía el nuevo código. D4P, supo Claudio al instante, significaba derecha cuatro pasillo. Y sin perder tiempo, se dirigió al asiento detrás del señalado.

III

Los siguientes minutos fueron de un intenso frenesí. Claudio, absorto, ignoraba los sucesos de su alrededor, pensaba únicamente en llegar al último de los mensajes. Solo percibía, como música de fondo, el rugir del motor del autobús al acelerar y el rechinido de los frenos; los impactos de las gotas sobre el techo, como piedras rebotando en un tejado de láminas de metal. Se desplazaba de un asiento a otro, mientras tomaba anotaciones en el teléfono celular. La mujer y el niño bajaron, pero el no lo notó. El chofer lo escudriñaba con la mirada desde el retrovisor frontal; fruncía el ceño y movía los ojos alternando entre la carretera y el extraño individuo que llevaba en el camión. Y de pronto, la leyenda final, escrita con tanta pulcritud como todas las anteriores:

"Por ahora, bienvenido a la última nota.

La respuesta que buscas

está en la espalda del chofer.

Por favor, hazlo divertido para mí.

Si me llamas, sabré que aceptas el reto.

427 136 2244.

No tardes mucho, por favor.

¡El aburrimiento me mata!"

Claudio escribió con avidez. Cuando terminó, hubo en su teléfono una sola nota, omitiendo los códigos, excepto el primero, que decía así:

"8 de julio de 2024. Querido y afortunado lector, este día tienes la oportunidad de solucionar un crimen. Si estás dispuesto, solo tienes que descifrar el código: I2V. Ahí está la siguiente pista. Ah, mente brillante, veo que ya lo descifraste. Siendo así, por favor, sigue mis instrucciones al pie de la letra. Antes que nada, queda prohibida la policía. Pero tranquilo, solo es por el momento. ¿Qué tipo de crimen crees que indagas? No comas ansias, ya lo sabrás cuando llegue el momento. Por ahora, bienvenido a la última nota. La respuesta que buscas está en la espalda del chofer. Por favor, hazlo divertido para mí. Si me llamas, sabré que aceptas el reto. 427 136 2244. No tardes mucho, por favor. ¡El aburrimiento me mata!"

Entonces Claudio, ya más consciente de dónde se encontraba y enfrentándose con la cara ceñuda del chofer en el retrovisor, realizó, inseguro, un último cambio de asiento, hasta donde, unos minutos atrás, estuvieron sentados el niño y la mujer. Un cristal polarizado le impedía ver la espalda del conductor. Sin embargo, en ese mismo cristal había una hoja tamaño carta con letras mayúsculas impresas y un número telefónico:

VENTA DE TERRENOS

CON SISTEMA DE APARTADO

A UN COSTADO DEL

FRACCIONAMIENTO VALLE REAL

INFORMES AL NÚMERO

427 521 3432

En ese momento Claudio lo comprendió. Pidió la parada al chofer y bajó por atrás, para evitarlo.

IV

Caminó por infinitas aceras, sorteando charcos y cubriéndose de los vestigios de la tormenta. Arriba, por un hueco entre las nubes, asomaba un pedazo del azul del cielo. Autos iban y venían en todas direcciones, chapoteando agua, saturando el entorno con el ruido de sus motores y con el gris residuo de sus tubos de escape.

Pero Claudio solo pensaba en una cosa: llamar o no llamar. Se acercaba ineludiblemente al fraccionamiento y no se decidía. El hueco de azul celeste arriba entre las nubes se escondió otra vez. Valle Real. Valle Real. Crimen. Terrenos. Llamar. Crimen. Las palabras desfilaban una detrás de la otra por su mente, como imágenes de pulcras letras. De pronto, caminando deprisa, sacó el teléfono del bolsillo, copió el número en el portapapeles y llamó.

Riiiiiiiiiin.

Riiiiiiiiiin.

Riiiiiiiiiin.

Tres timbres y luego el silencio. Llamada contestada. Se detuvo en seco. Escuchó, en el silencio del otro lado de la línea, una respiración, y, con un escalofrío recorriéndole el cuerpo de arriba abajo, se imaginó el brumoso rostro de alguien sonriendo.

"No tardes mucho, por favor. ¡El aburrimiento me mata!"

-¿Bueno?

No hubo respuesta, pero la respiración al otro lado se intensificó.

Claudio, asustado, colgó, pero al cabo de dos minutos, parado en el mismo lugar y en la misma posición, bajo la lluvia que se dejaba caer de nuevo, su teléfono timbró. Su respuesta fue inmediata, pero, antes de que pudiera emitir palabra alguna, la voz, aguda, surgió del auricular.

-Quiero suponer que has aceptado.

A Claudio, mientras tanto, se le atragantaban las palabras, apretaba los dientes, tragaba en seco.

-Bien hecho. Pero considera algo: los crímenes por resolver, no todos han sido cometidos. ¿Podrás llegar a tiempo? Nosotros ya vamos para allá.

Enseguida vino una tímida y sigilosa carcajada y la llamada terminó.

V

Corría por calles inundadas, entre el agua estancada y el agua que soltaban las nubes. Corrió así, por un lapso de, tal vez, quince minutos, sin que le importara ya caer en los charcos.

"¿Podrás llegar a tiempo? Nosotros ya vamos para allá".

Claudio no dejaba de pensar en ello. ¿De qué clase de crimen se trababa? Un homicidio. Un homicidio. Un homicidio. Y todavía no había acontecido.

Corrió y corrió hasta llegar al fraccionamiento Valle Real, y luego siguió corriendo, cruzando el fraccionamiento hasta legar a otro lado, donde vislumbró una amplia sección de tierra lotificada, con las calles principales ya pavimentadas. No había duda, ese era el lugar.

La tormenta parecía tifón, pero en medio de aquella tempestad, que no permitía ver con claridad más allá de cinco metros, una figura borrosa avanzaba por la calle central. Parecía un hombre, vestido con gabardina y un sombrero de copa redonda; todo él de negro, quizá de un metro ochenta de estatura, y a su espalda, un bulto, una masa inerte arrastrada por el extraño individuo.

Claudio quería ir a su encuentro, pero las piernas no le respondían sino para temblar. Tenía miedo. Su valor fluctuaba entre la valentía requerida en ese momento y la culpa futura de no actuar. Una "O" se formó en sus labios, como queriendo gritar; mas no emitió sonido alguno y, a pesar de los torrentes de agua que se estrellaban desde arriba contra su cara, sintió brotar de sendos ojos sendas lágrimas.

Al fin caminó lentamente, hacia el sujeto de negro, con el corazón rebotándole contra el pecho, contra la espalda. Caminó y, cuando estuvo a escasos once o doce metros, se detuvo. Sus rostros se encontraron, mientras el bulto, que era una mujer de cuando mucho veinte años, le regaló a Claudio una mirada implorante. Eran los ojos de la desesperación. El hombre la sujetaba con su mano izquierda, y con la mano derecha apretaba una pistola.

Luego, el tipo de la gabardina elevó su voz por encima del estruendo de la lluvia.

-No tenías nada que ver en este asunto y sin embargo has venido -después de una pausa y una mirada triste, continuó-. Aquí está tu recompensa.

Y dicho esto, soltó a la mujer.

Lo que sucedió a continuación es difícil de explicar. Confundiéndose con el grito de un relámpago, retumbó el trueno del arma. El cuerpo del hombre languideció poco a poco tras recibir el impacto de la bala disparada por él mismo. Claudio se quedó petrificado. La joven rehén corrió y lo abrazó. La lluvia, entre tanto, no cesaba de caer.

Así fue el cumpleaños treinta y tres de Claudio.

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