Capítulo 75: La peor madre del mundo
Lucrecia Marcovich siempre supo que sería una mala madre y era por eso que prefería no serlo.
Se dice que las personas no pueden ser más de lo que conocen y ella por sí misma, jamás tuvo una guía para la maternidad.
Al final, es cuestión de mala suerte y sí a Elizabeth le había tocado una mala madre, a Lucrecia le tocó una terrible.
Lo supo cuando su madre llegaba y se desmayaba sobre el sofá, o cuando le gritaba que se callara y la dejase dormir, incluso cuando tomaba una de sus muñecas, la arrojaba a la basura y le decía que iría por la siguiente si no dejaba de llorar.
No obstante, aunque nunca le contaba la causa de su llanto, Lucrecia siempre pudo correr hacia su padre cuando su madre le daba demasiado miedo.
Pero la mala suerte de Lucrecia la alcanzó en la pubertad cuando a su padre le tocó volar justo aquel avión cuya falla mecánica casi improbable causó un chispazo que incendió su motor y lo calcinó junto con su cabina al instante.
Cuando su padre murió, su lugar seguro desapareció.
Primero, su madre se convirtió en un ser inerte que se quedaba horas recostada en el sofá sin hacer absolutamente nada más que llorar.
De pronto pasó de llegar y desmayarse a no llegar durante días, de gritarle para que se callara a darle un puñetazo en la cara con el mismo fin, ya nadie reponía las muñecas que se perdían en la basura y en lugar de quemar sus juguetes, la mujer la tomó del brazo un día y la hizo poner la mano en el comal ardiente.
Desde entonces, Lucrecia jamás volvió a ser ruidosa.
Y desde entonces se dio cuenta de una cosa. Estaba sola.
Sin embargo, es increíble el tipo de cosas a las que los humanos se pueden adaptar. Por sus propios medios y sin ninguna guía, Lucrecia aprendió a hacer huevos, mantequilla y pan tostado. Tuvo suerte de que para cuando papá murió, ella ya alcanzaba la estufa. Aprendió a usar una escoba, un trapeador, incluso aprendió a coser con muchos pinchazos en el dedo y fue ella quien se encargó de mantener el taller de costura en pie.
Su madre hizo lo que sabía hacer, obtuvo dinero por sus medios y olvidó que tenía una hija.
Sin embargo, pronto se volvió una molestia cuando comenzó a comerse la comida que Lucrecia llevaba al refrigerador, a usar la ropa que la chica lavaba pues a ella ya le quedaba, a robar dinero de su cajón, pero lo peor fue cuando comenzó a hacer fiestas todos los días y estas se extendían hasta la madrugada lo que le impedía a Lucrecia dormir.
"Voy a huir de casa" ese pensamiento se instaló rápidamente en la mente de la niña.
Para conseguirlo, ella guardaba una parte del dinero bajo el piso del taller de costura, por supuesto, dejaba otra parte en el cajón, aunque sabía que se lo robarían, todo porque no quería que intuyera la existencia del resto.
Fue en aquella época cuando conoció a los Marcovich.
Eran un señor mayor de los que tienen un porte aristocrático y su hijo adolescente. Llegaron al taller de costura entre bromas y sonrisas y se acercaron a la caja sin prestar mucha atención al resto de personas.
Eran como una de esas familias que ponen en las cajas de cereal, que sonríen mientras comen juntos, esas que ponen en los comerciales de juguetes. Hasta ese día, ella llegó a pensar que esas familias solo existían en la publicidad.
"Así se ven los buenos padres con sus hijos" pensó Lucrecia.
—¿Está tu mamá? —preguntó el hombre.
Aun maravillada por la imagen reciente, Lucrecia tardó un rato en espabilar.
—Fue a hacer un recado—respondió ante la inquisitiva mirada del hombre.
El hombre vio a su hijo, él levantó los hombros.
—¿La esperamos? —preguntó el chico.
—Yo les puedo levantar el pedido—afirmó Lucrecia.
El hombre explicó que su hijo necesitaba un traje hecho a la medida para una ceremonia, recibiría un premio y daría un discurso. Lucrecia anotó los datos, después se bajó de su banco con un salto y usó su cinta para tomarle las medidas al joven.
Tenía una notable estatura a pesar de no ser mucho mayor que ella, por lo que Lucrecia tuvo que pararse en su banquillo para medirle la espalda, era ancha, como la de los romanos, y sus brazos eran largos, tanto que ella tuvo que medir uno y otro por separado, pero lo más importante fue que, mientras lo hacía, ella sentía tanto calor que la sofocaba, ese calor la volvía torpe, provocó que tuviese que tomarle medidas una y otra vez pues apenas bajaba del banco para anotarlas, las olvidaba.
Y cada vez que se disculpaba pues tenía que medir otra vez, el chico contestaba con una sonrisa tranquila y un aire encantador que no se preocupara, que él no tenía problema con eso. Pero era precisamente esa contagiosa sonrisa la que le impedía a Lucrecia recordar los malditos números.
Cuando logró terminar, anotó los números en el recibo con las mejillas ardiendo más que el comal donde le hicieron plantar su mano alguna vez, tanto que pensó que se abrirían y ella comenzaría a sangrar si volvía a ver esa sonrisa, por lo que le ofreció la nota mirando al piso.
—En tres días puede venir para su primera prueba—susurró ella.
—Gracias—tomó Edvin el papel. Le entregó el adelanto—, esto es para el traje—y después le dio una paleta de bombón cubierta con chocolate—, y está es para ti.
Lucrecia lo vio a los ojos, Edvin le sonrió una vez más y se marchó detrás de un padre que destilaba orgullo con cada destello de su mirada.
Cada vez que lo vio fue igual, no importaba que tanto lo pinchara ella con las agujas y los alfileres, o que cortase accidentalmente la tela por donde no era, errores que sobra decir que no cometía con otros clientes, él siempre le regalaba un dulce y una sonrisa.
Incluso después de que terminó su traje, él no perdía oportunidad de saludarla cada vez que pasaba por allí de camino a la escuela y de regalarle al menos un dulce pequeño.
"A mí también me gustaría ir a la escuela" se dijo Lucrecia un día, después se prometió que sería una de esas cosas que haría cuando huyera de casa.
Sin embargo, un día mientras hacía el traje de Edvin para su graduación de la preparatoria, el mencionó que había sido aceptado en la universidad de Nueva York y sin que ella pudiese hacer nada al respecto, se dio cuenta de que su mundo se derrumbaría una vez más tras perder a la única persona amable que conocía en él.
Volvió cabizbaja a casa sin imaginar que en ella recibiría el golpe más fuerte. Pues al abrir la puerta encontró a su madre de brazos cruzados hablando con un hombre que no lucía muy contento.
—¿Qué pasa? —preguntó Lucrecia tras dejar las llaves. El hombre la miró, no dijo nada y miró a la madre.
—Cóbrese con ella.
En un principio, le costó a la chica hilar lo que aquellas palabras significaban en su cabeza, el hombre primero se mostró incomodo, pero cuando la vio una segunda vez, levantó los hombros y dijo:
—Bueno.
Lucrecia le pidió que no se acercara, su madre la jaló del brazo.
—Ya—le dijo—solo entra ahí y quédate quieta un rato.
—¡No! —gritó Lucrecia —, ¡déjame, no te me acerques, que nadie se me acerque!
—Que vengas te digo—insistió la mujer y la tomó del cabello para arrastrarla.
Lucrecia entonces hizo lo impensable, formó con los dedos de su mano un puño y lo clavó justo en el centro del rostro de su madre.
La mujer la soltó quedándose con buena parte de sus cabellos en la mano.
Lucrecia corrió a la puerta, pero los brazos masculinos la tomaron de la cintura y la arrastraron hasta la mesa.
—¡Señor, por favor déjeme—gritó entre sollozos y negativas —, si se le debe algún dinero, yo se lo pago, pero por favor no me toque!
—Ya niña—respondió él—, si te portas bien, no te va a doler.
—¡No! —pataleó en convulsiones violetas—, ¡déjeme!
La arrojó contra la mesa, ella antepuso su pierna y lo pateó en el estómago. Él respondió dándole una bofetada en la cara, el filo de sus propios dientes reventó el labio de Lucrecia. Se cubrió con las manos, pero su madre las tomó por detrás y las ató para evitar que pudiera defenderse.
Cuando Lucrecia comenzó a gritar por ayuda, le tapó la boca.
Lo que pasó después fue una pesadilla corta que duró solo unos minutos y que la atormentó una eternidad. A la niña que subieron a la mesa le arrancaron de la tierna infancia con la misma brutalidad que se arrancan las flores marchitas del campo y la convirtieron en algo que no era mujer, ni niña ni nada.
Cada vez que cerraba los ojos, incluso cuando lo hacía para dormir, el recuerdo de aquel pecho sudoroso y peludo sobre ella se hacía presente y volvía a reventarle las entrañas.
Desde entonces se volvió callada, vacía, como una muñeca rota. Cada vez que volvía a sentir algo, no era más que dolor.
—Oye—la llamó su madre una vez mientras ella estaba sentada en el sofá—, ¿no piensas ir a trabajar? Nos vamos a morir de hambre.
—Mamá—preguntó en un sollozo—, ¿por qué no me quieres?
—Estás loca, si no te quisiera te habría ahogado en el río hace años.
Lucrecia se vio las muñecas, aun tenían en ellas las marcas de la soga que su madre le había puesto.
—¿Cómo puedes decir que me quieres cuando hiciste eso?
—No es para tanto—afirmó la señora tras darle una calada a su cigarro.
—Yo estoy... enamorada—confesó y un torrente de lágrimas le recorrió las mejillas.
—Tú estás muy chica para saber qué es eso.
—Me dio tantos momentos felices y yo... le quería dar mi primera vez.
—¿Cómo?, ¿eras virgen? —chistó enfurecida—Lo que le pudimos haber sacado a eso—Lucrecia vio a aquella mujer que en algún momento había representado la palabra "madre" para ella y ahora se veía como algo inhumano, parecido a un animal con roña—. No estes tan enojada—le quitó importancia—, te dije, no es para tanto y no habría sido tan malo si no hubieras puesto tanta resistencia.—. Desvió la mirada y se sirvió otra copa—. Además, a todas nos pasa. Si no era aquí, te iba a pasar en otro lado.
"Y ya vete al trabajo si no quieres hacerlo otra vez. Estoy vieja y fea, y a ti ya te toca aportar algo a la casa.
Dejarla hablar fue lo mejor que pudo hacer.
Gracias a sus palabras, el dolor que sentía al fin cesó y llegó la rabia.
—Llámalo—ordenó Lucrecia.
—¿Qué? —preguntó atónita.
—Llámalo para verlo otra vez.
Ver la sonrisa de satisfacción en la mujer que le dio la vida cuando ella hizo aquella declaración, convenció a Lucrecia de que tenía toda la razón en ejecutar el plan que se maquinó en su cerebro.
Resultó que el hombre era el capataz en la construcción de la nueva plaza. Quería verla allí mismo cuando todos sus trabajadores se fueran. Cuando aquella mujer terminó de explicárselo, Lucrecia limpió sus lágrimas, se levantó del sofá, tomó la botella de la mesa y ante la atónita mirada de su madre, se la reventó en la cabeza.
La mujer gritó, la sangre le escurrió por los ojos, Lucrecia tomó adornos y candelabros de los muebles y con ellos la siguió golpeando una y otra vez, siempre intentando darle en la cabeza.
Su corazón volvió a latir, fuerte y caliente, como el alma de un dragón, las manchas de sangre le salpicaban en la cara, recibió golpes, aruñazos y cachetadas en respuesta, pero la adrenalina no la dejó parar.
—Hija... —la escuchó llamarla en llanto como una medida desesperada.
—¡Maldita bruja, tú no eres mi madre! —gritó en el pináculo de su violencia.
Finalmente, fue cuando la tomó de los cabellos y estrelló su cabeza contra el respaldo del sofá que logró dejarla inconsciente.
Lucrecia recuperó el aire con lentitud, observó su masacre con calma y puso un trozo de cristal bajo la nariz de su "victima".
Después la ató de pies, manos y boca para que no pudiese detenerla.
Entró a su habitación y tomó todo el dinero que guardaba, también entró a la de su madre y también tomó todo el dinero y las joyas que encontró. Pero en el cajón de la mesita de noche, encontró la única herencia que el mismo padre cuya foto buscaba, dejó para ella, el instrumento de poder que la acompañaría, tal vez el que haría posible su camino de venganza.
La nueve milímetros.
Nota de autor: Y así iniciamos con el arco de Lucrecia. Ciertamente, uno de mis favoritos. Estoy tan emocionada por liberar estos capítulos, donde conoceremos más a fondo los matices de este polémico personaje.
Cuando comencé está historia, no pensé en darle tanto trasfondo, pero conforme fueron pasando los capítulos, sus apariciones se volvieron breves, pero determinantes, así que tengo un tiempo esperando contar su historia, solo que realmente no sabía cómo iba a hacer para meterla en este libro, por lo que tuve que ir haciendo un caminito desde muy atrás. Me siento satisfecha del hecho de que por fin estemos ahí.
Lo más difícil de escribir drama, al menos para mí que siempre quiero llevar a los personajes a la situación más extrema posible, es hacerlo de una manera que no se sienta exagerado, por así decirlo, que se llegue a ello de una manera natural, no forzada, como pasa en la vida real. Por ejemplo, en este capítulo, Lucrecia siempre se ha mostrado como alguien torrencial e incluso agresiva, pero díganme, ¿imaginaron que se volvería violenta con su propia madre?
¿Les recuerda a alguien que también se deja guiar por sus impulsos?
¿Creen que tiene sentido? Trato de mantener la esencia del personaje al hacerlos tomar decisiones, por extremas que sean.
No sé si lo logré aquí, pero ya veremos qué opinan ustedes.
Por favor díganme, ¿qué les pareció?
¿Qué consecuencias creen que tendrán estás revelaciones en el resto de la historia?
¿Están ansiosos por el siguiente capítulo? Espero que sí.
Sin más por el momento, yo soy shixxen y me despido, chaobye.
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