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Capítulo 62: Demasiadas mentiras

—Esto va a ser algo rápido —afirmó Magaly Bites mientras encendía la grabadora de su cinturón.

Forbes vio los torpes movimientos de su compañera con un gesto burlón, torció los labios y se adelantó a preguntar.

—Señor Tashibana, ¿recuerda donde estuvo la noche del viernes doce, y los días sábado trece y domingo catorce de agosto?

—En mi casa—respondió Mitzuru indiferente.

—¿Y usted, señorita Marcovich?

—En su casa—apuntó Elizabeth a Mitzuru.

—¿Ninguno de los dos abandonó el departamento en todo el fin de semana?

—Yo salí—intervino Mitzuru—, fui a comprar un par de vestidos para ella y la señorita Gutiérrez.

—¿Cuánto tiempo se ausentó? —Mitzuru levantó los hombros—veinte minutos, quizás una hora.

Elizabeth dirigió a él la mirada.

—¿Puede corroborar eso? —le preguntó Forbes.

Ella titubeó unos segundos, vio a Mitzuru quien no se había inmutado ni un poco, regresó la vista a Forbes.

—Claro. A lo mucho fue una hora—afirmó.

—La señorita Gutiérrez —intervino Magaly—, ¿también se quedó en su casa?

—Sí—respondió Mitzuru.

—¿No le parece irónico? —mencionó Forbes con risa maliciosa—. Usted pasó la noche con dos mujeres hermosas en su pent hause y a solo treinta minutos de distancia, dos jóvenes fueron asesinados.

—La señorita Gutierrez durmió en la habitación continua—aclaró Mitzuru —, solo porque no se encontraba en condiciones de vagar sola por las mismas calles donde asesinan a dos jóvenes.

—¿A qué se refiere—intervino Bites—, con que no estaba en condiciones?

—Creo que tomó medicamentos no recetados—respondió con sarcasmo.

—¿Y usted, señorita Marcovich? —continuó Forbes—, ¿dónde durmió? —Elizabeth volvió a fijar su vista en Mitzuru.

—La señorita Marcovich—contestó él—, tiene más de dieciocho años y es evidente que yo también, hasta donde sé, no es ilegal que tengamos una relación.

Elizabeth sonrió por lo bajo.

—Si es tan madura para eso, también lo es para contestar por sí misma.

—Nuestras intimidades no son asunto suyo—aseguró Elizabeth—, ni tienen nada que ver con su caso. Está perdiendo el tiempo con sus incomodas preguntas.

—¿No le parece curioso que los jóvenes a los que acusó muriesen el mismo fin de semana que usted salió de prisión?

—¿Me veo como alguien que va por ahí cortando estómagos y arrojando cadáveres al Bronx?

—En mi profesión he aprendido que, con frecuencia, las personas no suelen ser lo que parecen.

—Pues usted parece un imbécil, ¿lo es? —su cuestionamiento borró la arrogante sonrisa del rostro de Forbes.

—Le sugiero que no insulte a un oficial de policía, la ves pasada no conoció la celda por dentro, podría tener otra oportunidad.

—No lo insulté, le hice una pregunta.

—Deje que nosotros las hagamos. Y no se preocupe, nadie aquí sospecha de usted.

—No es un interrogatorio—mencionó Bites en un burdo intento por calmar el ambiente—, solo son algunas preguntas.

—Por ejemplo—se dirigió Forbes a Mitzuru—, cortarse el estómago uno mismo, es algo muy simbólico en su cultura, ¿no es así? Señor Tashibana.

Mitzuru dejo escapar una ligera risa.

—¿Cuánto tiempo planeó como decir eso para que no sonara racista?

—Se consideraba una forma honorable de morir para los samuráis, ¿cierto?, ¿usted es aficionado a la historia de su país?

—Se lo que es un samurai—respondió con fastidio.

—¿Tiene algo filoso y que mida poco más de medio metro, capaz de abrir el estómago de alguien en un solo corte?, tal vez una katana.

—¿Aprendió eso viendo Kill Bill?

—Nosotros preguntamos.

—Sí, tengo una katana, y sí, perteneció a un samurai. Está sobre la chimenea de mi sala y no se ha movido de ahí en casi diez años. Estoy seguro de que esta más limpia que su conciencia.

—¿Podríamos analizarla?

—Claro, en cuanto me traiga la orden.

—Esperábamos que fuese más cooperativo.

—No voy a sacar mi katana de cuatrocientos años de su vitral de seguridad porque mataron a dos pandilleros que atacaron a mi novia.

—¿Solo tiene una?

—Es decoración, ¿para que querría otra?

—Para uso personal.

—Japón no es un lugar donde la gente va montando a Godzila al trabajo, ni arrastran sus katanas en el metro, agente Forbes.

—Solo responda la pregunta.

—Pues no, no la tengo—respondió tajante—. Y si no tiene más preguntas, le agradecería que me dejase trabajar.

—Sí tenemos—señaló—, para la señorita Marcovich. —Elizabeth lo vio con el ceño fruncido. —Respecto al chico que la salvó aquella noche, ¿ya recordó su rostro?

—Le dije que estaba todo muy oscuro.

—Nos gustaría que fuese a la estación para mostrarle unas fotografías, puede que le refresquen la memoria.

—¿Es necesario?

—¿Quiere un citatorio de la corte? —ella suspiró, ya estaba cansada de ese tema.

—Iré mañana.

—¿Su chofer esta abajo? —preguntó Magaly a Mitzuru.

—Es donde debería estar.

—Le haremos unas preguntas.

—Adelante.

—Sentimos haberle quitado su tiempo, señor Tashibana.

—No se preocupen—forzó una sonrisa—, entiendo que es su trabajo. Sin embargo, espero que entiendan que prefiera no volver a verlos.

—Probablemente, así sea—escupió Forbes en lo que se leyó como una queja.

Ambos detectives se marcharon sin despedirse.

Mitzuru volvió a su trabajo. Elizabeth se acercó a él dudosa.

—¿Mitzuru?

—Dime—contestó sin verla.

—¿Por qué mentimos?

—Para evitarme problemas.

—Pudiste decirles que tuviste un par de juntas.

Mitzuru le clavó la vista, emanaba de él esa aura oscura que anunciaba su contención de un grito.

—¿Sabes lo perjudicial que sería para mí si un policía que está investigando un caso de doble homicidio, llama a mis socios para preguntarles donde estaba yo cuando ocurrió?

—Tienes razón —agachó la vista—. Lo siento.

—Está bien—relajó el tono de su voz—, ¿tú cómo te sientes?

Ella vio a su alrededor.

—¿Sobre qué?

—¿Estás preocupada por esto?

—No—. Se encogió en sí misma—. No tengo nada que ver. Bueno, Alika... —la mirada de Mitzuru volvió a ponerse pesada—, creo que ella sí se siente un poco mal por ellos.

—¿Los conocía?

—Dijo algo de conocer a su madre. No estoy segura. Dijo que sentía pena por ella. En cuanto a mí, sé que no está bien decirlo, pero los días siguientes al ataque me sentía muy asustada. No quería salir de la casa, hasta me alegró que me suspendieras para no tener que venir a trabajar. Después murieron y eso me hizo sentir... ¿a salvo? —su confesión causó gracia en el rostro contrario—. No debería decirlo, ¿verdad?

Mitzuru se puso de pie, caminó hasta ella y contempló su confundido rostro. La abrazó por la cintura, juntó su frente a la de ella y dijo:

—Puedes decir lo que se te venga en gana. No te juzgaré, ni dejaré de quererte por eso.

Ella hundió la cabeza en el pecho de Mitzuru, cerró los ojos para sentir su calidez, aspirar su aroma y escuchar el latir de su corazón.

Mitzuru retomó la palabra:

—Te prometo que nadie va a volver a ponerte un dedo encima, bueno, además de mí.

—No tengo problemas con eso—respondió entre risas.

Se quedaron así un rato hasta que ella se separó de él pues sabía que tenía que dejarlo trabajar.

—Voy a llevarme esto. —Eli tomó los documentos firmados.

—Está bien.

Comenzó a caminar a la salida, se detuvo casi en la puerta y se giró a él.

—¿Cómo supiste el apellido de Alika? Ella no quería decírtelo.

—Leí su nombre en el expediente de Roberta.

—¿Sabías que era su hermana?

—No cuando me la presentaste, pero el nombre Alika no es tan común. Lo recordé y confirmé que era ella.

—Ya veo.

—Deberías decirle que no le diga cosas extrañas a la policía.

—Hablaré con ella—asintió.

—Bien. Te veo en la tarde.

Ella le lanzó un beso de despedida y obtuvo una sonrisa en respuesta, luego se marchó. Aunque se sentía raro mentirle a la policía, consideraba que, en realidad, no le estaba haciendo daño a nadie, por el contrario, les ahorraba tiempo al desviarlos de esa línea de investigación pues no podía haber una dirección más equivocada. Cuando salió de la oficina, vio a Roberta bajar del ascensor con el celular en la mano.

—Roberta—la llamó Elizabeth—, justo a ti te estaba buscando. —Le dio los documentos, vio a su alrededor para comprobar que no había nadie y comenzó el cuchicheo —: Le dije a mi padre que tú le darías estos papeles a Mitzuru, ya están firmados así que, necesito que tú se los lleves cuando tengas tiempo.

—Está bien—suspiró.

—También le dije que vivo contigo, necesitaré que me prestes tu remolque un día.

—Elizabeth—le dijo con seriedad—, ¿no te parece que son demasiadas mentiras?

—Son temporales, solo mientras no sabe nada de mi relación.

—Sería más fácil si solo le dijeras la verdad.

—En este momento, mis padres no se lo tomarían bien.

—¿Y cuando vas a decirles?

—Cuando sea oficial. Mitzuru le dijo a alguien que soy su novia hoy, es la primera vez que lo hace—sonrió con bochorno, luego suspiró—, yo tengo un par de confesiones que hacerle, solo estoy esperando que pase todo este estrés de la junta con los socios y cuando él me diga que se quedará conmigo sin importar que, le diré la verdad a todos.

—¿Y si no lo hace?

—Si no lo hace—borró su sonrisa—, igual necesito esperar para ver si consigo algo por lo que he estado haciendo puntos—. Roberta la vio no muy convencida—. Anda, ayúdame esta vez y yo ayudaré a Alika en cuanto esté en la posición que necesito para eso.

—Está bien—asintió dudosa.

—Excelente. —La abrazó de lado pese a la incomodidad de Roberta—. Y ya quita esa cara, te saldrán arrugas.

Roberta asintió y volvió al trabajo.

Elizabeth entró al ascensor, se despidió con una sonrisa.

A veinte minutos de distancia, tras haber terminado de preparar el plato favorito de su esposo, Lucrecia Marcovich se sentía, sinceramente, orgullosa de su empeño. También se había hecho un vestido nuevo, era rosado, ligero y casi le llegaba al suelo, apenas iba a darse otra capa de maquillaje cuando escuchó la puerta.

—Edvin —lo saludó con una sonrisa—, ya llegaste.

—Hola—respondió dejando su portafolio en el perchero de la entrada—, huele bien, ¿qué hiciste de comer?

—Pastel de carne—presumió ansiosa.

—Mi favorito—rio mientras se quitaba el saco, se detuvo en seco al ver su atuendo—. ¿Vestido nuevo? —Lucrecia asintió—, se te ve muy bien.

—Parece que vienes de buen humor. ¿Conseguiste las vacaciones?

—Sí —se quitó la corbata y caminó hasta ella para darle un beso en los labios—. Nos vamos de viaje, linda.

—Que bien—su alegría se perdió cuando vio un cuadro de plástico que había caído de la chaqueta de Edvin—, ¿Qué es eso?

—Ah—se giró Edvin en la dirección de su mirada—, viene de la directiva, me lo dieron con los documentos de mis vacaciones. Es raro que nos den CDs—Lucrecia lo recogió del suelo.

—¿Qué contiene?

—No se. No tuve tiempo de revisarlo—no había terminado de decirlo cuando Lucrecia abrió la caja de la cual cayó un papel doblado. Ella lo recogió de inmediato.

—¿Y esto? —preguntó acusante.

—No tengo idea—aseguró mientras sus mejillas se volvían rojas—. Te dije que no lo vi.

—Bueno—propuso en falsa tranquilidad—, hay que verlo ahora.

—Lucrecia... —suspiró hastiado.

—Si era algo de la directiva, ¿no deberías haberlo visto de inmediato? —señaló arrastrando las palabras.

—Pensé que ya no íbamos a pelear.

—Si no sabes que es, ¿cómo sabes que vamos a pelear?

—¿Crees que, si fuera algo malo, lo habría traído a casa?

—Eres malo para mentirme.

—No estoy mintiendo—Lucrecia desenvolvió el papel sin prestarle atención. Edvin negó con la cabeza. Al leerlo, Lucrecia sintió como si todo a su alrededor se sacudiera. —¿Qué pasa? —se acercó a ella pues temió que fue a desmayarse—, ¿Qué es?

—Es una dirección.

—¿De dónde? —su esposa le arrojó el papel hecho bola.

—Dímelo tú, maldito. —Reclamó ella, Edvin no se inmutó.

—Te juro que no tengo idea de donde es ese lugar. Tal vez la chica se confundió y eso era para alguien más.

—¿Qué chica?

—Me lo entregó una becaria.

—¿La becaria? —se llevó las manos a la cara y se lamentó —Y encima tiene la edad de tu hija, cerdo.

—Te estoy diciendo que se confundió. No era para mí.

—Que coincidencia, ¿no? —se cruzó de brazos.

—Vamos a ver que hay en el disco—propuso tranquilo—. Tal vez pruebe que yo no tengo nada que ver.

—Si no lo has visto, ¿cómo sabes si lo prueba?

—Dije "tal vez"—con pesadez, sacó su computadora y puso en ella el CD para reproducirlo, Lucrecia se quedó en su sitio—. Por favor—señaló el espacio vació al lado del suyo en el sillón—, creo que, merezco el beneficio de la duda.

Refunfuñando, ella fue a sentarse al sofá, lo más alejada posible de él. Edvin puso a reproducir el video.

En la grabación se podía ver a un hombre sentado en un sillón mientras bebía una copa de wiski en lo que parecía ser un departamento.

—¿Es tu jefe? —preguntó Lucrecia, apenas lo reconocía sin su saco y su corbata y la cara no se le veía tan nítida.

—Sí... —confirmó Edvin confundido—, ¿Por qué me darían esto?

Sin embargo, en el momento en que la segunda figura entró a la cámara, caminó hasta él y se agachó a su cara, Lucrecia se levantó del sofá y arrojó la pantalla para cerrarla.

Edvin se congeló en su postura, su mente era un rompecabezas al que le faltaban piezas que no eran difíciles de adivinar.

—Edvin—balbuceó Lucrecia, todo el cuerpo le temblaba—, la mujer que entró... ¿se parecía un poco a Elizabeth? — Edvin se llevó ambas manos a la cara, la oscuridad que cubrió sus ojos no hizo suficiente por borrar sus imágenes previas. —¿Crees que sea... —preguntó negando su propia voz—, crees que la casa este en esa dirección? —apuntó al papel en el suelo, su marido no parecía tener nada que decir—, ¿crees que ella este ahí ahora?

Cuando la melodía del timbre despertó a Elizabeth del repentino sueño que la había derrumbado en el sofá, ella no se imaginó que, al abrir la puerta, no encontraría al hombre ardiente por el que clamaba su pecho, si no a la fría silueta y pesada mirada de su madre.

A unas cuantas calles Mitzuru se preparaba para salir de su oficina cuando escuchó la puerta abrirse.

—Edvin—lo saludó viendo cómo se dirigía hasta él—, ¿qué sucede?

Por supuesto, solo recibió un puñetazo que lo derribó en el suelo como respuesta.

Conocía a Edvin Marcovich como un hombre sereno cuya tranquilidad jamás había visto ser importunada, tal cual, montaña verde en el sur de Suiza, no sabía que su mano pesaba igual que una.

—Ah—exclamó Mitzuru mientras se reincorporaba, se limpió la sangre de la boca antes de encararlo—, eso.

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